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II Egipto » La piedra de Rosetta

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La piedra de Rosetta

Agosto de 1799, nos encontramos en Rachid (Rosetta), una localidad egipcia sita a unos cuarenta y cinco kilómetros de Alejandría; son los tiempos de la expedición napoleónica al país del Nilo y la patrulla del teniente Bouchard trabaja bajo un implacable sol en el refuerzo de algunas defensas de la plaza. De repente, en plena faena, surge ante ellos majestuosa una piedra de setecientos cincuenta kilos de peso con 1.20 metros de altura. La mole está llena de inscripciones misteriosas y los soldados ponen el hallazgo en conocimiento de sus superiores; todavía no lo saben, pero han encontrado la llave que permitirá acceder a más de tres mil años de historia del antiguo Egipto.

Sus inscripciones en idioma jeroglífico, griego y demótico se convirtieron en el diccionario ideal para adentrarse en los caminos de esta antigua cultura, y un joven lingüista llamado Jean François Champollion fue el artífice de la prodigiosa traducción que nos permitió acceder a ese enigmático universo.

Fue algo más que una piedra de basalto, fue la que abrió los secretos de los jeroglíficos.

Este héroe de la cultura nació el 23 de diciembre de 1790 en circunstancias sumamente peculiares. Su madre, paralizada por una extraña enfermedad, estuvo a punto de morir meses antes del parto. Lo cierto es que los médicos no eran muy optimistas. Sin embargo, el padre, librero de profesión, quiso recurrir a todas las posibilidades y mandó llamar, en un último intento por salvar a su esposa, a Jacqou, un famoso curandero visionario de Figéac, ciudad en la que residían los Champollion. El sanador examinó a la mujer y, tras unos segundos de meditación, se retiró al bosque para conseguir unas hierbas especiales. Con ellas confeccionó un lecho que luego calentó, y acto seguido mandó a la futura madre que se recostara tres días con sus noches sobre la improvisada cama; en ese periodo le suministró vino caliente y algunos brebajes. De forma incomprensible, la joven se levantó sin ayuda y empezó a caminar por la estancia. El señor Champollion no daba crédito y Jacqou, sonriente, le dijo: «Tendrá un hijo sano y de imperecedero recuerdo, tanto que dará luz a la humanidad». El viejo curandero no se equivocó, aunque algo llamaría la atención en el recién nacido cuando fue examinado por los doctores: el bebé tenía las córneas amarillas, cosa muy frecuente entre los orientales, pero no en un centroeuropeo, y a esto se sumaba su tez oscura, casi parda. Paradójicamente, el pequeño Jean François recibió desde su infancia el apelativo de «egipcio», asunto que iría parejo con su personalidad el resto de su vida.

Desde bien temprano mostró interés por la Antigüedad, acaso alentado por la figura de su hermano mayor, Jacques Joseph, un bibliotecario especializado en el estudio de las culturas ancestrales. Estudió en Grenoble y en París, donde aprendió idiomas tan complejos como el árabe, copto, hebreo, caldeo, sirio, etíope o chino antiguo.

En 1802 la piedra de Rosetta fue enviada al Museo Británico, y comenzó la fiebre entre la comunidad de investigadores por descubrir su significado; mientras tanto el joven Champollion seguía fomentando su afición por Egipto.

En 1814 publicó su obra Egipto bajo los faraones y siete años más tarde se dedicó por entero a desencriptar los símbolos de la piedra y elaboró con tenacidad una teoría que a la postre resultó definitiva para conseguir la solución del caso. Hasta entonces se pensaba que los jeroglifos anunciaban sonidos, sílabas o ideas, Champollion unió en una sola las diferentes corrientes, dando como resultado que el antiguo idioma de los faraones era una mezcla de diferentes conceptos. El 14 de septiembre de 1822, un alocado Champollion se plantaba en el despacho de su hermano gritando: «Ya lo tengo». Tras decir esto cavó desplomado y permaneció casi en coma varios días. El esfuerzo había sido agotador, pero Jean François tenía la clave del misterio encerrada en sus famosos cartuchos dedicados a Ptolomeo y Cleopatra. Desde ese momento, Francia se rindió a sus conocimientos, fue agasajado recibiendo cátedras, subvenciones y el ansiado viaje a Egipto, que se produjo entre 1828 y 1830. En esta aventura catalogó 864 jeroglifos de los aproximadamente mil que se conocen y visitó templos como Dendera, donde confirmó sus tesis acerca de la escritura egipcia.

Fueron dos años que vivió con una intensidad fuera de lo común, escribiendo, dibujando y trazando nuevas líneas de trabajo.

Por desgracia no tuvo mucho tiempo para concretarlas, pues falleció el 4 de marzo de 1832 en Quercy víctima de un infarto al corazón. Terminaba así una vida entusiasta y dedicada por completo a resucitar el mágico mundo de los faraones. Antes de morir dijo: «Soy todo para Egipto y él es todo para mí». Hoy en día cualquier amante de la egiptología tiene a Champollion en su especial panteón de ilustres; sin él, nada de lo acontecido en los dos últimos siglos tendría la dimensión actual. A pesar de todo, Egipto sigue constituyendo un maravilloso misterio que aún tardaremos en descifrar por completo. En todo caso, siempre es recomendable una visita al Museo Británico de Londres, donde se encuentra la fascinante piedra de Rosetta. A rúen seguro que su visión nos produce sensaciones tan especiales como las que sintió el padre de la egiptología moderna.

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