Emma

Emma


CAPÍTULO XLIX

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CAPÍTULO XLIX

DURANTE toda la mañana siguiente continuó haciendo más o menos el mismo tiempo; y en Hartfield parecía reinar la misma soledad y la misma melancolía… pero a primera hora de la tarde el cielo se despejó; el viento cedió en fuerza; las nubes se disiparon; lució el sol; había vuelto el verano; con toda la vehemencia que inspira un cambio de tiempo como éste, Emma se propuso salir al aire libre lo antes posible. Nunca el maravilloso espectáculo, los olores, la sensación de la naturaleza tranquila, cálida, brillante, después de una tempestad, le habían resultado más atractivos; ansiaba la serenidad que todo ello iba a introducir gradualmente en su espíritu; y al visitarles el señor Perry poco después de comer, con toda una hora libre para consagrar a su padre, aprovechó en seguida la ocasión para salir al jardín… Allí, con el ánimo más reposado, y las ideas un poco calmadas, dio unas cuantas vueltas; cuando vio al señor Knightley franqueando la puerta del jardín y dirigiéndose hacia ella… Era la primera noticia que tenía de que había vuelto de Londres. Un momento antes Emma había estado pensando en él considerándole sin la menor vacilación a dieciséis millas de distancia. Sólo tenía tiempo para hacer una rápida composición de lugar. Tenía que dominarse y sosegarse. Al cabo de medio minuto estuvieron el uno enfrente del otro. Los «¿Cómo está usted?» fueron tranquilos y mesurados por una y otra parte. Ella le preguntó por sus amigos mutuos; estaban todos bien.

—¿Cuándo ha salido de Londres?

—Esta misma mañana.

—Ha debido mojarse por el camino.

—Sí.

Emma vio que deseaba que dieran un paseo juntos.

—He echado una ojeada al comedor, y como he visto que no me necesitaban prefiero estar al aire libre.

Por su aspecto y su manera de hablar parecía contrariado; y la joven, inspirada por sus temores, pensó que posiblemente la causa de ello era que tal vez había comunicado sus proyectos a su hermano, y estaba preocupado por la actitud con que éste los había acogido. Se pusieron a andar juntos. Él guardaba silencio. Emma tenía la impresión de que de vez en cuando la miraba de reojo, como si quisiera leer en su rostro más de lo que a ella le convenía dejar entrever. Y esta suposición le inspiró otro temor. Quizá quería hablarle de su amor por Harriet; posiblemente sólo esperaba que ella le diera pie para empezar sus confidencias… Pero Emma no lo hacía, no podía hacerlo, no se sentía con fuerzas para hacer que la conversación derivase hacia aquel tema. Él tendría que hacérselo todo. Pero no podía soportar aquel silencio, que, tratándose de él, era algo tan fuera de lo común. Estuvo pensando… se decidió… y por fin, intentando sonreír, empezó:

—Ahora que ha regresado se enterará usted de noticias que más bien le sorprenderán.

—¿De veras? —dijo él con calma, mirándola—. Y ¿de qué clase?

—¡Oh! Las mejores noticias del mundo… una boda.

Tras hacer una breve pausa, como para asegurarse de que ella no iba a decir nada más, replicó:

—Si se refiere a la de la señorita Fairfax y Frank Churchill ya me lo han dicho.

—¿Cómo es posible? —exclamó Emma, volviendo hacia él su rostro encendido.

Pero mientras hablaba se le ocurrió que yendo hacia allí podía haberse detenido a visitar a la señora Goddard.

—Esta mañana he recibido una carta del señor Weston sobre asuntos de la parroquia, y al final me hacía un pequeño resumen de todo lo que había ocurrido.

Emma se sintió más aliviada, y al momento pudo decir con un poco más de serenidad:

—Entonces probablemente le habrá sorprendido menos que a los demás, porque usted ya tenía sus sospechas… No he olvidado que en cierta ocasión usted intentó prevenirme… Ojalá le hubiera hecho caso… pero —bajando la voz y dando un profundo suspiro— está visto que estoy condenada a no saber ver nunca esas cosas…

Durante unos momentos hubo un silencio, y Emma no advirtió que sus palabras habían causado una profunda impresión en su interlocutor, hasta que sintió que le cogía la mano y se la llevaba al corazón, y le oyó decir en voz baja en un tono muy emocionado:

—El tiempo, mi querida Emma, el tiempo curará esta herida… Tiene usted un gran sentido común… tiene que hacer un esfuerzo pensando en su padre… ya sé que para usted misma…

Volvió a apretar de nuevo la mano de la joven, mientras añadía con voz aún más cálida y más entrecortada:

—El más fiel de los amigos… indignación… aquel odioso canalla… —Y en un tono más bajo, más resuelto—: Pronto se irá… Pronto se irán al Yorkshire. Lo siento por ella. Merece mejor suerte.

Emma le comprendió; y apenas pudo recuperarse de la intensa sensación de gozo que le había producido aquella prueba de afecto por parte de él, replicó:

—Es usted muy bueno… pero se equivoca… Y tengo que decirle cuál es la verdad… No necesito esta clase de compasión. Mi ceguera ante todo lo que estaba pasando me llevó a actuar de un modo del que siempre me avergonzaré, y me vi neciamente tentada a decir y a hacer muchas cosas que pudieron dar pie a las suposiciones más desagradables, pero ésta es la única razón que tengo para lamentar el no haber estado antes en el secreto.

—¡Emma! —exclamó él mirándola afanosamente—. ¿Es cierto lo que dice? —Pero en seguida, dominando su entusiasmo—: No, no… ya le entiendo. Perdóneme… me alegro de que pueda decir eso… No, ciertamente no vale la pena lamentar su pérdida. Y confío en que no pase mucho tiempo antes de que no sea sólo su razón la que reconozca todo eso… ¡Ha tenido usted suerte de que su corazón no se hubiera comprometido más! Le confieso que, por la actitud de usted, yo nunca podía estar seguro de hasta dónde llegaban sus sentimientos… sólo tenía la seguridad de que había una predilección… una predilección de la que yo nunca le consideré merecedor. Es alguien que deshonra el apelativo de hombre… ¿Y un ser así ha de recibir en recompensa una muchacha tan encantadora? ¡Jane, Jane! ¡Qué desgraciada serás!

—Señor Knightley —dijo Emma, tratando de mostrarse animosa, pero sintiéndose en realidad en medio de la mayor confusión—, me pone usted en una situación muy delicada. No puedo dejar que siga en este error; y, sin embargo, tal vez, puesto que mi proceder le dio esta impresión, no me faltan motivos para sentirme tan avergonzada de confesar que nunca me he sentido enamorada de la persona de que estamos hablando, como podría sentirse una mujer que confesara exactamente todo lo contrario… ¡Nunca…!

Él la escuchó en silencio. Emma hubiese querido que le hablara, pero él seguía callado. Supuso que debía añadir algo más antes de hacerse merecedora de su clemencia; pero se resistía a verse obligada a rebajarse a sí misma ante él. Sin embargo, siguió diciendo:

—Mi proceder tiene pocas disculpas… Me tentaron sus atenciones, y me permití a mí misma mostrarme complacida… Una vieja historia… probablemente un caso muy corriente… algo que les habrá ocurrido a centenares de mujeres antes que a mí; y con todo no es la más disculpable la que como yo sienta plaza de «inteligente». Concurrieron muchas circunstancias en esa tentación. Él era el hijo del señor Weston… le tenía constantemente junto a mí… siempre le encontraba muy agradable… y, en resumen —con un suspiro—, no voy a ocultarle con frases ingeniosas cuál ha sido la causa más importante de todo esto… halagaba mi vanidad, y consentí sus atenciones. Sin embargo, en estos últimos tiempos… la verdad es que durante cierto tiempo yo no pensaba que aquello pudiera significar algo… lo consideraba como una costumbre, un juego… nada que me comprometiese seriamente ante mí misma… En cierto modo había triunfado sobre mí, pero sin hacerme daño. Nunca había estado enamorada de él. Y ahora puedo interpretar aproximadamente su conducta. Él nunca quiso enamorarme. Aquello no era más que una pantalla para ocultar su verdadera situación con otra mujer… —Su propósito era engañar a todos los que le rodeaban; y estoy segura de que nadie pudo engañarse de un modo más efectivo que yo… sólo que no me engañé… ésta fue mi mayor suerte… por el motivo que fuera, me libré de él.

Al llegar a este punto Emma hubiera deseado que él le respondiera… aunque sólo fueran unas pocas palabras para decir que por lo menos su conducta era comprensible; pero seguía en silencio; y, por lo que ella podía conjeturar, sumido en sus pensamientos. Por fin, casi en su tono habitual, dijo:

—Nunca he tenido una buena opinión de Frank Churchill… Sin embargo, siempre puedo suponer que no haya sabido apreciar sus cualidades… Mi relación con él ha sido muy superficial. E incluso admitiendo que hasta ahora le haya juzgado como merece, creo que puede llegar a ser mucho mejor… Con una mujer como Jane tiene una posibilidad… No tengo ningún motivo para desearle mal… y por el bien de ella, cuya felicidad va a depender de su buen carácter y de su conducta, desde luego le deseo todo el bien del mundo.

—No tengo ninguna duda de que serán felices juntos —dijo Emma—; estoy segura de que están sinceramente enamorados el uno del otro.

—¡Es un hombre afortunado! —exclamó el señor Knightley con énfasis—. Tan joven aún, a los veintitrés años, a una edad en la que cuando un hombre elige esposa generalmente elige mal… ¡A los veintitrés años conseguir algo de tanto valor! Dentro de lo que es humanamente posible prever, ¡cuántos años de felicidad le esperan! Haber conquistado el amor de una mujer como ella… un amor desinteresado, porque el modo de ser de Jane Fairfax es el de una persona del máximo desinterés; todo está en favor de él… igualdad de situación…, me refiero, por lo que respecta a la sociedad, y todas las costumbres y modales que realmente cuentan; hay igualdad en todos los aspectos, excepto en uno… y éste, ya que no es posible dudar de la pureza de intenciones de ella, aún contribuirá a la felicidad de él, ya que le permitirá ofrecerle las únicas ventajas de las que ella carece ahora… Un hombre siempre desea dar a una mujer un hogar mejor que aquel de donde la ha sacado; y quien puede hacerlo, cuando no hay dudas acerca del amor de ella, debe de ser, en mi opinión, el más feliz de los mortales… Sí, Frank Churchill es un favorito de la fortuna. Todo lo que le ocurre es en beneficio suyo… Conoce a una joven en un balneario, conquista su afecto, ni siquiera la alarma con la ligereza de su carácter… y si él y toda su familia hubiesen dado la vuelta al mundo buscándole una esposa perfecta, no la hubiesen encontrado superior a ella… Su tía se opone… su tía muere… Sólo tiene que hablar… Sus amigos están dispuestos a ayudarle a ser feliz… Se ha portado mal con todo el mundo… y todo el mundo está encantado de perdonarle… ¡La verdad es que es hombre de suerte!

—Habla usted como si le envidiase.

—Y le envidio, Emma. En una cosa le aseguro que le envidio.

Emma no se atrevió a decir nada más. Parecían estar ya a medio camino de hablar de Harriet, y en aquel momento todo lo que quería era evitar aquel tema, si era posible. Se trazó un plan; le hablaría de algo totalmente distinto… los niños de Brunswick Square; y cuando ya se disponía a hablar, el señor Knightley la sorprendió diciendo:

—No va usted a preguntarme en qué le envidio… Veo que está decidida a no tener curiosidad… Es usted prudente… pero yo no puedo serlo. Emma, debo decirle lo que no va a preguntarme, a pesar de que quizás un momento después me arrepienta de haberlo dicho.

—¡Oh! Entonces no me lo diga, no me lo diga —exclamó ella rápidamente—. Tómese más tiempo, reflexione, no se precipite.

—Muchas gracias —dijo él en un tono ofendido.

Y no añadió ni una sílaba más. Emma no podía soportar la idea de haberle hecho daño. Él tal vez deseaba hacerle una confidencia… tal vez consultarle algo…; por mucho que le costara, le escucharía. Podía ayudarle a resolverse o a confirmarle en su opinión. Podía limitarse a elogiar a Harriet o, recordándole el valor de su independencia, sacarle de aquel estado de indecisión que para un espíritu como el suyo debía de ser más doloroso que cualquier alternativa… Habían llegado frente a la puerta de la casa.

—¿Entra usted? —le preguntó él.

—No —replicó Emma, segura ya de su decisión, al ver el abatimiento que demostraba él al hablar—. Me gustaría seguir el paseo. El señor Perry aún no se ha ido.

Y después de dar unos pasos añadió:

—Hace un momento le he interrumpido muy bruscamente, señor Knightley, y temo haberle ofendido… Pero si desea hablar francamente conmigo como amiga, o pedirme la opinión sobre cualquier cosa que tenga usted en proyecto… como amiga estoy a su disposición. Escucharé todo lo que quiera decirme. Y le diré exactamente lo que piense.

—¡Cómo amiga! —repitió el señor Knightley—. Emma, lo que temo es una palabra… No, no, prefiero que no… Sí… quédese… ¿por qué voy a vacilar? Ya he ido demasiado lejos para poder ocultarlo ahora… Emma, acepto su ofrecimiento… Por raro que pueda parecerle, lo acepto y me confío a usted como amiga… Dígame… ¿Puedo tener alguna esperanza?

Se interrumpió como para dar más énfasis a su pregunta, mientras con la mirada dominaba completamente a la joven.

—Mi querida Emma —siguió diciendo—, porque querida lo será usted siempre para mí, sea cual sea el resultado de esta hora de conversación, mi querida Emma, mi amada Emma… contésteme en seguida. Diga «no» si es eso lo que tiene que decir.

Emma era absolutamente incapaz de decir nada, y él exclamó muy excitado:

—¡Se calla usted! ¡No dice nada! Por ahora no pregunto más.

Emma estaba casi a punto de desvanecerse por la emoción de aquellos momentos. Entonces el sentimiento más acusado en ella era el temor a despertar del más feliz de los sueños.

—No soy hombre de muchas palabras, Emma —siguió diciendo en un tono tan sincero, tan decidido, tan afectuoso, que no podía sino convencer—. Si la quisiera menos tal vez podría hablar más. Pero ya sabe cómo soy… De mí sólo ha oído la verdad… Yo le he hecho reproches y la he sermoneado, y usted lo ha soportado como ninguna otra mujer en toda Inglaterra lo hubiese hecho… Soporte ahora las verdades que tengo que decirle, mi querida Emma, como siempre las ha soportado… Mis modales tal vez no las abonan demasiado. Sé bien que no he sido un enamorado ejemplar… Pero usted ya me comprende… Sí, usted ve, usted comprende mis sentimientos… Y, si puede, corresponderá a ellos. Ahora sólo le ruego que me deje oír, aunque sólo sea una vez, que me deje oír su voz.

Mientras el señor Knightley hablaba, la mente de ella estaba en plena actividad, y con toda la prodigiosa celeridad del pensamiento había podido, sin perder ni una palabra, captar y comprender cuál era la verdad exacta de todo aquello; ver que las esperanzas de Harriet habían sido totalmente infundadas, un error, un engaño, un engaño tan total como cualquiera de los suyos propios… que Harriet no era nada para él; que ella lo era todo; que lo que ella había estado diciendo relativo a Harriet había sido tomado como expresión de sus propios sentimientos; y que su agitación, sus dudas, su contrariedad, su desánimo, él los había tomado como un medio de desanimarle a él que Emma había adoptado… y no sólo tenía que ir haciéndose cargo de todas esas cosas que significaban tanta felicidad para el porvenir; había también que alegrarse de no haber revelado el secreto de Harriet, y de decidir que ya no era necesario, ni se haría… Ahora era todo lo que podía hacer por su pobre amiga; ya que, por lo que se refiere al heroísmo del sentimiento que podía haberla impulsado a intentar que él transfiriese su amor de Emma a Harriet, como la más digna, infinitamente más digna, de las dos… o incluso a la actitud mucho más sencilla y sublime de decidir rechazarle al momento y para siempre, sin confesar los motivos, por el hecho de que no pudiera casarse con ambas… No, Emma no estaba dispuesta a esos sacrificios. Pensaba en Harriet con pena y arrepentimiento; pero en su espíritu el impulso de generosidad no alcanzó extremos de insensatez que se hubieran opuesto a todo lo que podía ser probable o razonable. Había desencaminado a su amiga, y ésta sería siempre para ella un reproche viviente; pero su buen juicio era tan firme como sus sentimientos, tan firme como lo había sido siempre, y no podía aceptar para él una unión como aquélla, tan desigual y tan impropia. El camino que Emma veía ante sí era claro, pero no sin dificultades… Ante sus apremios se vio forzada a hablar… ¿Qué es lo que dijo? Exactamente lo que debía decir, por supuesto… Como hace siempre una dama… Dijo lo suficiente para darle a entender que no tenía por qué desesperarse… invitándole a decir algo más. Por un momento él había perdido las esperanzas, al ver que se le instaba a la prudencia y al silencio, como si aquello representase una negativa… ella había empezado por, negarse a oírle… Luego el cambio de actitud había sido un tanto brusco… Su proposición de seguir paseando, el modo en que Emma había reanudado la conversación que ella misma acababa de interrumpir no había dejado de causarle sorpresa… Ella se daba cuenta de que había obrado de un modo incongruente; pero el señor Knightley fue tan amable que prefirió olvidar el caso, y no le pidió más explicaciones.

Pocas veces, muy pocas, sucede que los seres humanos pueden obrar mostrando la verdad completa acerca de sus actos; casi siempre queda algo un poco oculto, algo en una cierta penumbra; pero cuando, como en este caso, si hay algo oculto en la manera de obrar, pero no en los sentimientos, no tiene gran importancia… El señor Knightley no podía encontrar un corazón más enamorado que el de Emma, un corazón más dispuesto a aceptar el suyo.

En realidad él no había tenido ni la menor sospecha de la influencia que ejercía sobre la joven; había salido a su encuentro en el jardín sin la intención de ponerla a prueba. Había acudido a Hartfield preocupado por ver cómo ella había tomado la noticia del compromiso matrimonial de Frank Churchill, sin ninguna mira egoísta, sin ninguna intención de ninguna clase, excepto la de intentar, si ella se lo permitía, consolarla o aconsejarla… El resto había sido obra de las circunstancias, el efecto inmediato de lo que oyó y también de sus sentimientos. La grata certidumbre de que Emma sólo sentía indiferencia por Frank Churchill, de que jamás le había entregado su corazón, hizo nacer en él la esperanza de que con el tiempo podía llegar a conquistarlo para sí; pero no había sido una esperanza de algo concreto, inmediato… tan sólo, en aquellos momentos en los que la vehemencia de su anhelo se impuso a su razón, aspiraba a oír que ella no se oponía a su tentativa de llegar a conquistar su amor… Las esperanzas de algo más que progresivamente se le fueron ofreciendo le dejaron enajenado de alegría… El afecto que él había estado rogando que le permitiera crear dentro de lo posible, era ya suyo… En media hora había pasado de un estado de ánimo totalmente abatido, a algo tan semejante a la felicidad perfecta, que éste era el único nombre que podía darle.

El cambio experimentado por ella fue parecido… Aquella media hora había dado a ambos la misma inapreciable certeza de ser amados, había disipado en uno y otro las mismas brumas de la incomprensión, de los celos, de la desconfianza… Por parte de él habían sido unos celos muy antiguos, que se remontaban a la época de la llegada de Frank Churchill, e incluso antes, cuando aún se le esperaba… Había estado enamorado de Emma y celoso de Frank Churchill desde aquellos días en los que probablemente un sentimiento le había permitido darse cuenta del otro… Habían sido sus celos de Frank Churchill que le habían hecho dejar Highbury… La excursión a Box Hill le había impulsado a partir. Consideró que por lo menos así evitaría el volver a ser testigo de todas aquellas atenciones que ella permitía y alentaba… Se había ido para aprender a ser indiferente… Pero para ello había elegido un mal lugar. Había demasiada felicidad doméstica en la casa de su hermano; la mujer representaba allí un papel demasiado atractivo; Isabella se parecía demasiado a Emma… diferenciándose sólo de ella en una serie de cosas en las que era claramente inferior, y que no hacían más que evocarle con mucha más fuerza el recuerdo de su amiga; por mucho que hubiese hecho, aunque se hubiese quedado allí mucho más tiempo, hubiese sido inútil. Sin embargo, permaneció allí tercamente, día tras día… hasta que aquella misma mañana el correo le había traído la historia de Jane Fairfax… Entonces, junto a la alegría que forzosamente debía sentir, y que no sentía el menor escrúpulo en sentir, porque nunca había creído que Frank Churchill mereciera a Emma, surgió en su ánimo una solicitud tan afectuosa, una inquietud tan intensa por ella, que no pudo seguir en Londres ni un día más. Había regresado a Highbury bajo la lluvia; e inmediatamente después de comer se había encaminado a Hartfield para ver cómo la mejor y la más encantadora de todos los seres humanos, perfecta a pesar de sus imperfecciones, sobrellevaba la noticia.

La encontró nerviosa y deprimida… Frank Churchill era un villano… Emma le dijo que nunca le había amado… Al fin y al cabo, Frank Churchill no era un caso tan ruin como podría suponerse… Cuando ambos volvieron a la casa, Emma era ya «su» Emma, su mano y sus palabras lo atestiguaban; y si entonces hubiera podido pensar en Frank Churchill, probablemente le hubiera considerado como un excelente muchacho.

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