Emma

Emma


CAPÍTULO VIII

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CAPÍTULO VIII

AQUELLA noche Harriet durmió en Hartfield. En las últimas semanas pasaba allí casi la mitad del día, y poco a poco fue teniendo un dormitorio fijo para ella; y Emma juzgaba preferible en todos los aspectos retenerla en su casa, segura y contenta, todo el tiempo posible, por lo menos en aquellos momentos. A la mañana siguiente tuvo que ir a casa de la señora Goddard por una o dos horas, pero ya se había convenido que volvería a Hartfield para quedarse allí durante varios días.

Durante su ausencia llegó el señor Knightley y estuvo conversando con el señor Woodhouse y Emma, hasta que el señor Woodhouse, que aquella mañana se había propuesto salir a dar un paseo, se dejó convencer por su hija de que no lo aplazara, y la insistencia de ambos logró vencer los escrúpulos de su cortesía, que se resistía a dejar al señor Knightley por aquel motivo. El señor Knightley, que no tenía nada de ceremonioso, con sus respuestas concisas y rápidas ofrecía un divertido contraste con las interminables excusas y corteses vacilaciones de su interlocutor.

—Señor Knightley, permítame que me tome esta licencia; si usted quisiera excusarme, si no me considerara usted demasiado grosero, yo seguiría el consejo de Emma y saldría a dar un paseo de un cuarto de hora. Como el sol se ha puesto creo que sería mejor que diera mi paseíto antes de que refrescara demasiado. Ya ve que no hago ningún cumplido con usted, señor Knightley. Nosotros los inválidos nos consideramos con ciertos privilegios.

—Por Dios, no faltaba más, no tiene usted que tratarme como a un extraño.

—Le dejo con mi hija, que es un excelente substituto. Emma estará muy complacida de atenderle. Así que vuelvo a pedirle mil perdones, y me voy a dar mi vueltecita… mi paseo de invierno.

—Me parece muy buena idea, señor Woodhouse.

—Yo le pediría muy gustoso que tuviera a bien acompañarme señor Knightley, pero ando muy despacio, y a usted le sería muy pesado acomodarse a mi paso; y además, ya tiene usted que dar otro largo paseo para volver a Donwell Abbey.

—Muchas gracias, es usted muy amable; pero yo me voy ahora mismo; y creo que lo mejor sería que saliese usted cuanto antes. Voy a buscarle la capa larga y le abro la puerta del jardín.

Por fin el señor Woodhouse se fue; pero el señor Knightley, en vez de disponerse a salir también, volvió a sentarse como si estuviera deseoso de más conversación. Empezó hablando de Harriet y haciendo espontáneamente grandes elogios suyos, más de los que Emma había oído jamás en sus labios.

—Yo no podría alabar su belleza tanto como usted —dijo él—, pero es una muchacha linda, y me inclino a creer que no le faltan buenas prendas. Su personalidad depende de la de los que le rodean; pero en buenas manos llegará a ser una mujer de mérito.

—Me alegra saber que piensa usted así; y confío en que no eche de menos esas buenas manos.

—¡Vaya! —dijo él—. Veo que lo que está deseando es que le haga un cumplido, de modo que le diré que gracias a usted ha mejorado mucho. Usted le ha hecho perder su risita boba de colegiala, y eso dice mucho en favor de usted.

—Muchas gracias. Confieso que me llevaría un disgusto si no pudiera creer que he servido para algo; pero no todo el mundo nos elogia cuando lo merecemos. Usted, por ejemplo, no suele abrumarme con demasiadas alabanzas.

—Decía usted que la está esperando esta mañana, ¿no?

—Sí, de un momento a otro. Por lo que dijo ya hubiera debido de estar de vuelta.

—Algo la debe de haber hecho retrasarse; tal vez alguna visita. —¡Qué gente más charlatana la de Highbury! ¡Qué fastidiosos son!

—A lo mejor Harriet no encuentra a todo el mundo tan fastidioso como usted.

Emma sabía que esto era una verdad demasiado evidente para que pudiera llevarle la contraria, y por lo tanto guardó silencio. Al cabo de un momento el señor Knightley añadió con una sonrisa:

—No pretendo fijar tiempo ni lugar, pero debo decirle que tengo buenas razones para suponer que su amiguita no tardará mucho en enterarse de algo que la alegrará.

—¿De veras? ¿De qué se trata? ¿Qué clase de noticia será ésta?

—¡Oh, una noticia muy importante, se lo aseguro! —dijo aún sonriendo.

—¿Muy importante? Sólo puede ser una cosa. ¿Quién está enamorado de ella? ¿Quién le ha hecho confidencias?

Emma estaba casi segura de que había sido el señor Elton quien le había hecho alguna insinuación. El señor Knightley era un poco el amigo y el consejero de todo el mundo, y ella sabía que el señor Elton le consideraba mucho.

—Tengo razones para suponer —replicó— que Harriet Smith no tardará en recibir una proposición de matrimonio procedente de una persona realmente intachable. Se trata de Robert Martin. Parece ser que la visita de Harriet a Abbey-Mill el verano pasado ha surtido sus efectos. Está locamente enamorado y quiere casarse con ella.

—Es muy de agradecer por su parte —dijo Emma—; pero ¿está seguro de que Harriet querrá aceptarlo?

—Bueno, bueno, ésa ya es otra cuestión; de momento quiere proponérselo. ¿Conseguirá lo que se propone? Hace dos noches vino a verme a la Abadía para consultar el caso conmigo. Sabe que tengo un gran aprecio por él y por toda su familia, y creo que me considera como uno de sus mejores amigos. Vino a consultarme si me parecía oportuno que se casara tan joven; si no la consideraba a ella demasiado niña; en resumidas cuentas, si aprobaba su decisión; tenía cierto miedo de que se la considerase (sobre todo desde que usted tiene tanto trato con ella) como perteneciente a una clase social superior a la suya. Me gustó mucho todo lo que dijo. Nunca había oído hablar a nadie con más sentido común. Habla siempre de un modo muy atinado; es franco, no se anda por las ramas y no tiene nada de tonto. Me lo contó todo; su situación y sus proyectos, todo lo que se proponían hacer en caso de que él se casara. Es un joven excelente, buen hijo y buen hermano. Yo no vacilé en aconsejarle que se casara. Me demostró que estaba en situación de poder hacerlo, y en este caso me convencí de que no podía hacer nada mejor. Le hice también elogios de su amada, y se fue de mi casa alegre y feliz. Suponiendo que antes no hubiera tenido en mucho mi opinión, a partir de entonces se hubiera hecho de mí la idea más favorable; y me atrevería a decir que salió de mi casa considerándome como el mejor amigo y consejero que jamás tuvo hombre alguno. Eso ocurrió anteanoche. Ahora bien, como es fácil de suponer, no querrá dejar pasar mucho tiempo antes de hablar con ella, y como parece ser que ayer no le habló, no es improbable que hoy se haya presentado en casa de la señora Goddard; y por lo tanto Harriet puede haberse visto retenida por una visita que le aseguro que no va a considerar precisamente como fastidiosa.

—Perdone, señor Knightley —dijo Emma, que no había dejado de sonreír mientras él hablaba—, pero ¿cómo sabe usted que el señor Martin no le habló ayer?

—Cierto —replicó él, sorprendido—, la verdad es que no sé absolutamente nada de ello, pero lo he supuesto. ¿Es que ayer Harriet no estuvo todo el día con usted?

—Verá —dijo ella—, en justa correspondencia a lo que usted me ha contado, yo voy a contarle a mi vez algo que usted no sabía. El señor Martin habló ayer con Harriet, es decir, le escribió, y fue rechazado.

Emma se vio obligada a repetirlo para que su interlocutor lo creyese; y al momento el señor Knightley se ruborizó de sorpresa y de contrariedad, y se puso de pie indignado diciendo:

—Entonces es que esta muchacha es mucho más boba de lo que yo creía. Pero ¿qué le ocurre a esa infeliz?

—¡Oh, ya me hago cargo! —exclamó Emma—. A un hombre siempre le resulta incomprensible que una mujer rechace una proposición de matrimonio. Un hombre siempre imagina que una mujer siempre está dispuesta a aceptar al primero que pida su mano.

—¡Ni muchísimo menos! A ningún hombre se le ocurre tal cosa. Pero ¿qué significa todo eso? ¡Harriet Smith rechazando a Robert Martin! ¡Si es verdad es una locura! Pero confío en que estará usted mal informada.

—Yo misma vi la contestación a su carta, no hay error posible.

—¿De modo que usted vio la contestación de Harriet? Y la escribió también, ¿no? Emma, esto es obra suya. Usted la convenció para que le rechazara.

—Y si lo hubiera hecho (lo cual, sin embargo, estoy muy lejos de reconocer), no creería haber hecho nada malo. El señor Martin es un joven muy honorable, pero no puedo admitir que se le considere a la misma altura de Harriet; y la verdad es que más bien me asombra que se haya atrevido a dirigirse a ella. Por lo que usted cuenta parece haber tenido algunos escrúpulos. Y es una lástima que se desembarazara de ellos.

—¿Qué no está a la misma altura de Harriet? —exclamó el señor Knightley, levantando la voz y acalorándose; y unos momentos después añadió más calmado, pero con aspereza—. No, la verdad es que no está a su altura, porque él es muy superior en criterio y en posición social. Emma, usted está cegada por la pasión que siente por esa muchacha. ¿Es que Harriet Smith puede aspirar por su nacimiento, por su inteligencia o por su educación a casarse con alguien mejor que Robert Martin? Harriet es la hija natural de un desconocido que probablemente no tenía la menor posición, y sin duda ninguna relación más o menos respetable. No es más que una pensionista de una escuela pública. Es una muchacha que carece de sensibilidad y de toda instrucción. No le han enseñado nada útil, y es demasiado joven y demasiado obtusa como para haber aprendido algo por sí misma. A su edad no puede tener ninguna experiencia, y con sus cortas luces no es fácil que jamás llegue a tener una experiencia que le sirva para algo. Es agraciada y tiene buen carácter, eso es todo. El único escrúpulo que tuve para dar mi opinión favorable a esta boda fue por ella, porque creo que el señor Martin merece algo mejor, y no es muy buen partido para él. Por lo que se refiere a la cuestión económica, también me parece que él tiene todas las probabilidades de hacer un matrimonio mucho más ventajoso; y en cuanto a tener a su lado a una mujer comprensiva y sensata que le ayude, creo que no podía haber elegido peor. Pero yo no podía razonar de ese modo con un enamorado, y me incliné a confiar en que no habiendo en ella nada fundamentalmente malo, poseía ciertas disposiciones que, en manos como las suyas, podían encauzarse bien con facilidad y dar excelentes resultados. En mi opinión, quien realmente salía beneficiada en este matrimonio era ella; y no tenía ni la menor duda (ni ahora la tengo) de que la opinión general sería la que Harriet había tenido mucha suerte. Incluso estaba seguro de que usted estaría satisfecha. Inmediatamente se me ocurrió pensar que no lamentaría usted separarse de su amiga viéndola tan bien casada. Recuerdo que me dije a mí mismo: «Incluso Emma, con toda su parcialidad por Harriet, convendrá en que hace una buena boda».

—No puedo por menos de extrañarme de que conozca usted tan poco a Emma como para decir semejante cosa. ¡Por Dios! ¡Pensar que un granjero (porque, con todo su sentido común y todos sus méritos el señor Martin no es nada más que eso) podría ser un buen partido para mi amiga íntima! ¡Qué no lamentaría el que se separara de mí para casarse con un hombre al que yo nunca podría admitir entre mis amistades! Me maravilla el que creyera usted posible el que yo pensara de este modo. Le aseguro que mi actitud no puede ser más distinta. Y debo confesarle que su planteamiento de la cuestión no me parece nada justo. Es usted demasiado severo cuando habla de las posibles aspiraciones de Harriet. Otras personas estarían de acuerdo conmigo en ver el caso de un modo muy diferente; el señor Martin quizá sea el más rico de los dos, pero sin ninguna duda es inferior a ella en calidad social. Los ambientes en que ella se desenvuelve están muy por encima de los de este joven. Esta boda rebajaría a Harriet.

—Pero ¿le llama usted rebajarse a que una muchacha que tiene orígenes ilegítimos y que es una ignorante se case con un propietario rural honorable e inteligente?

—En cuanto a las circunstancias de su nacimiento, aunque ante la ley podría considerársele como hija de nadie, ésta es una postura que para una persona con un poco de sentido común es inadmisible. Ella no tiene por qué pagar las culpas de otros, como ocurre si la situamos en un nivel inferior al de las personas con las que ha sido educada. No cabe duda alguna de que su padre es un caballero… y un caballero de fortuna… La pensión que recibe es muy generosa; nunca se ha escatimado nada para mejorar su educación o rodearse de más comodidades. Para mí, el que sea hija de un caballero es algo indudable. Que se trata con hijas de caballeros supongo que nadie puede negarlo. Por lo tanto su clase social es superior a la del señor Robert Martin.

—Sean quienes sean sus padres —dijo el señor Knightley—, sean quienes sean las personas que se han ocupado de ella hasta ahora, no hay nada que permita suponer que tenían la intención de introducirla en lo que usted llamaría la buena sociedad. Después de haberle dado una educación muy mediana, la confiaron a la señora Goddard para que se las compusiera como pudiese… Es decir, para que viviera en el ambiente de la señora Goddard y se relacionara con las amistades de la señora Goddard. Evidentemente, sus amigos juzgaron que eso le bastaba; y en realidad le bastaba. Ella misma no deseaba nada mejor. Antes de que usted decidiese hacerla su amiga no se sentía desplazada en su ambiente, no ambicionaba nada más. El verano pasado con los Martins se sentía completamente feliz. Entonces no se creía superior a ellos. Y si ahora cree esto es porque usted la ha hecho cambiar. No ha sido usted una buena amiga para Harriet Smith, Emma. Robert Martin nunca hubiera llegado tan lejos si no hubiera estado convencido de que ella no le miraba con indiferencia. Le conozco bien. Es demasiado realista para declararse a una mujer al azar de un afecto que no sabe correspondido. Y en cuanto a que sea vanidoso, es la última persona que conozco de la que pensaría tal cosa. Puede usted estar segura de que ella le alentó.

Para Emma era mejor no contestar directamente a esta afirmación; de modo que prefirió reanudar el hilo de su propio razonamiento.

—Es usted muy buen amigo del señor Martin; pero como ya dije antes es injusto con Harriet. Las aspiraciones de Harriet a casarse bien no son tan desdeñables como usted las presenta. No es una muchacha inteligente, pero tiene mejor juicio de lo que usted supone, y no merece que se hable tan a la ligera de sus dotes intelectuales. Pero dejemos esa cuestión y supongamos que es tal como usted la describe, tan sólo una buena muchacha muy agraciada; permítame decirle que el grado en que posee estas cualidades no es una recomendación de poca importancia para la gran mayoría de la gente, porque la verdad es que es una muchacha muy atractiva, y así deben de considerarla el noventa y nueve por ciento de los que la conocen; y hasta que no se demuestre que los hombres en materia de belleza son mucho más filosóficos de lo que en general se supone; hasta que no se enamoren de los espíritus cultivados en vez de las caras bonitas, una muchacha con los atractivos que tiene Harriet está segura de ser admirada y pretendida, de poder elegir entre muchos como corresponde a su belleza. Además, su buen carácter tampoco es una cualidad tan desdeñable, sobre todo, como ocurre en su caso, con un natural dulce y apacible, una gran modestia y la virtud de acomodarse muy fácilmente a otras personas. O mucho me equivoco o en general los hombres considerarían una belleza y un carácter como éstos como los mayores atractivos que puede poseer una mujer.

—Emma, le doy mi palabra de que sólo el oír cómo abusa usted del ingenio que Dios le ha dado, casi me basta para darle la razón. Es mejor no tener inteligencia que emplearla mal como usted hace.

—¡Claro! —exclamó ella en tono de chanza—. Ya sé que todos ustedes piensan igual acerca de eso. Ya sé que una muchacha como Harriet es exactamente lo que todos los hombres anhelan… la mujer que no sólo cautiva sus sentidos, sino que también satisface su inteligencia. ¡Oh! Harriet puede elegir a su capricho. Para usted mismo, si algún día pensara en casarse, ésta es la mujer ideal. Y a los diecisiete años, cuando apenas empieza a vivir, cuando apenas empieza a darse a conocer, ¿es de extrañar que no acepte la primera propuesta que se le haga? No… Déjela que tenga tiempo para conocer mejor el mundo que la rodea.

—Siempre pensé que esta amistad de ustedes dos no podía dar ningún buen resultado —dijo en seguida el señor Knightley—, aunque me guardé la opinión; pero ahora me doy cuenta de que habrá sido de consecuencias muy funestas para Harriet. Usted hace que se envanezca con esas ideas sobre su belleza y sobre todo a lo que podría aspirar, y dentro de poco ninguna persona de las que le rodean le parecerá de suficiente categoría para ella. Cuando se tiene poco seso la vanidad llega a causar toda clase de desgracias. Nada más fácil para una damita como ella que poner demasiado altas sus aspiraciones. Y quizá las propuestas de matrimonio no afluyan tan aprisa a la señorita Harriet Smith, aun siendo una muchacha muy linda. Los hombres de buen juicio, a pesar de lo que usted se empeña en decir, no se interesan por esposas bobas. Los hombres de buena familia se resistirán a unirse a una mujer de orígenes tan oscuros… y los más prudentes temerán las contrariedades y las desdichas en que pueden verse envueltos cuando se descubra el misterio de su nacimiento. Que se case con Robert Martin y tendrá para siempre una vida segura, respetable y dichosa; pero si usted la empuja a desear casarse más ventajosamente, y le enseña a no contentarse si no es con un hombre de gran posición y buena fortuna, quizá sea pensionista de la señora Goddard durante todo el resto de su vida… o por lo menos (porque Harriet Smith es una muchacha que terminará casándose con uno u otro) hasta que se desespere y se dé por satisfecha con pescar al hijo de algún viejo maestro de escuela.

—Señor Knightley, en esta cuestión nuestros puntos de vista son tan radicalmente distintos que no serviría de nada que siguiéramos discutiendo. Sólo conseguiríamos enfadarnos el uno con el otro. Pero en cuanto a que yo haga que se case con Robert Martin, es imposible; ella le ha rechazado, y tan categóricamente que creo que no deja lugar a que él insista más. Ahora tiene que atenerse a las malas consecuencias que pueda tener el haberle rechazado, sean las que sean; y por lo que se refiere a la negativa en sí, no es que yo pretenda decir que no haya podido influir un poco en ella; pero le aseguro que ni yo ni nadie podía hacer gran cosa en ese asunto. El aspecto del señor Martin le perjudica mucho, y sus modales son tan bastos que, si es que alguna vez estuvo dispuesta a prestarle atención, ahora no lo está. Comprendo que antes de que ella hubiera conocido a nadie de más categoría pudiera tolerarle. Era el hermano de sus amigas, y él se desvivía para complacerla; y entre una cosa y otra, como ella no había visto nada mejor (circunstancia que fue el mejor aliado de él), mientras estuvo en Abbey-Mill no podía encontrarle desagradable. Pero ahora la situación ha cambiado. Ahora sabe lo que es un caballero; y sólo un caballero, por su educación y sus modales, cuenta con probabilidades de interesar a Harriet.

—¡Qué desatinos, en mi vida había oído cosa más descabellada! —exclamó el señor Knightley—. Robert Martin pone sentimiento, sinceridad y buen humor en su trato, todo lo cual lo hace muy atractivo. Y su espíritu es mucho más delicado de lo que Harriet Smith es capaz de comprender.

Emma no replicó y se esforzó por adoptar un aire de alegre despreocupación, pero lo cierto es que se iba sintiendo cada vez más incómoda, y deseaba con toda su alma que su interlocutor se marchase. No se arrepentía de lo que había hecho; seguía considerándose mejor capacitada para opinar sobre derechos y refinamientos de la mujer que él; pero, a pesar de todo, el respeto que siempre había tenido por las opiniones del señor Knightley le hacía sentirse molesta de que esta vez fueran tan contrarias a las suyas; y tenerle sentado delante de ella, lleno de indignación, le era muy desagradable. Pasaron varios minutos en un embarazoso silencio, que sólo rompió Emma en una ocasión intentando hablar del tiempo, pero él no contestó. Estaba reflexionando. Por fin manifestó sus pensamientos con estas palabras:

—Robert Martin no pierde gran cosa… ojalá se dé cuenta; y confío en que no tardará mucho tiempo en comprenderlo. Sólo usted sabe los planes que tiene respecto a Harriet; pero como no oculta usted a nadie sus aficiones casamenteras, es fácil adivinar lo que se propone y los planes y proyectos que tiene… y como amigo sólo quiero indicarle una cosa: que si su objetivo es Elton, creo que todo lo que haga será perder el tiempo.

Emma reía y negaba con la cabeza. Él prosiguió:

—Puede tener la seguridad de que Elton no le va a servir para sus planes. Elton es una persona excelente y un honorabilísimo vicario de Highbury, pero es muy poco probable que se arriesgue a hacer una boda imprudente. Sabe mejor que nadie lo que vale una buena renta. Elton puede hablar según sus sentimientos, pero obrará con la cabeza. Es tan consciente de cuáles pueden ser sus aspiraciones como usted puede serlo de las de Harriet. Sabe que es un joven de muy buen ver y que vaya donde vaya se le considerará como un gran partido; y por el modo en que habla cuando está en confianza y sólo hay hombres presentes, estoy convencido de que no tiene la intención de desaprovechar sus atractivos personales. Le he oído hablar con gran interés de unas jóvenes que son íntimas amigas de sus hermanas y que cuentan cada una con veinte mil libras de renta.

—Le quedo muy agradecida —dijo Emma, volviendo a echarse a reír—. Si yo me hubiese empeñado en que el señor Elton se casara con Harriet me haría usted un gran favor al abrirme los ojos; pero por ahora sólo quiero guardar a Harriet para mí. La verdad es que ya estoy cansada de arreglar bodas. No voy a imaginarme que conseguiría igualar mis hazañas de Randalls. Prefiero abandonar en plena fama, antes de tener ningún fracaso.

—Que usted lo pase bien —dijo el señor Knightley levantándose bruscamente y saliendo de la estancia.

Se sentía muy enojado. Lamentaba la decepción que se había llevado su amigo, y le dolía que él al aprobar su proyecto fuera también un poco responsable de lo ocurrido; y la intervención que estaba convencido de que Emma había tenido en aquel asunto le irritaba extraordinariamente.

Emma quedó enojada también; pero los motivos de su enojo eran más confusos que los de él. No se sentía tan satisfecha de sí misma, tan absolutamente convencida de que tenía razón y de que su adversario se equivocaba, como era el caso del señor Knightley. Éste salió de la casa mucho más convencido que Emma de tener toda la razón. Pero la joven no quedó tan abatida como para que, al cabo de poco, el regreso de Harriet no le hiciera volver a estar segura de sí misma. La larga ausencia de Harriet empezaba a inquietarla. La posibilidad de que Robert Martin fuera a casa de la señora Goddard aquella mañana y se entrevistara con Harriet e intentara convencerla la alarmó. El horror a experimentar un fracaso terminó siendo el motivo principal de su desasosiego; y cuando apareció Harriet, y de muy buen humor, y sin que su larga ausencia se justificara por ninguna de aquellas razones, sintió tal satisfacción que la hizo reafirmarse en su parecer, y la convenció de que, a pesar de todo lo que pudiera pensar o decir el señor Knightley, no había hecho nada que la amistad y los sentimientos femeninos no pudieran justificar.

Se había asustado un poco con lo que había oído acerca del señor Elton; pero cuando reflexionó que el señor Knightley no podía haberle observado como ella lo había hecho, ni con el mismo interés que ella, ni tampoco (modestia aparte, debía reconocerlo, a pesar de las pretensiones del señor Knightley) con la aguda penetración de que ella era capaz en cuestiones como ésta, que él había hablado precipitadamente y movido por la cólera, se inclinaba a creer que lo que había dicho era más bien lo que el resentimiento le llevaba a desear que fuera verdad, más que lo que en realidad sabía.

Sin duda alguna que había oído hablar al señor Elton con más confianza de lo que ella había podido oírle, y era muy posible que el señor Elton no fuese tan temerario y tan despreocupado en cuestiones de dinero; era posible que les prestase más atención que a otras; pero es que el señor Knightley no había concedido suficiente importancia a la influencia de una pasión avasalladora en pugna con todos los intereses de este mundo. El señor Knightley no veía tal pasión y en consecuencia no valoraba debidamente sus efectos; pero ella lo había visto con sus propios ojos y no podía poner en duda que vencería todas las vacilaciones que una razonable prudencia pudiera en un principio suscitar; y estaba muy segura de que el señor Elton en aquellos momentos no era tampoco un hombre demasiado calculador ni excesivamente prudente.

La animación y la alegría de Harriet le devolvieron la tranquilidad: volvía no para pensar en el señor Martin sino para hablar del señor Elton. La señorita Nash le había estado contando algo que ella repitió inmediatamente muy complacida. El señor Perry había ido a casa de la señora Goddard para visitar a una niña enferma, y la señorita Nash le había visto y él había contado a la señorita Nash que el día anterior, cuando regresaba de Clayton Park, se había encontrado con el señor Elton, advirtiendo con gran sorpresa que éste se dirigía a Londres y que no pensaba volver hasta el día siguiente, por la mañana, a pesar de que aquella noche había la partida de whist, a la cual antes de entonces nunca había faltado; y el señor Perry se lo había reprochado, diciéndole que no era justo que se ausentara precisamente él, el mejor de los jugadores, e intentó por todos los medios convencerle para que aplazara su viaje para el día siguiente; pero no lo consiguió; el señor Elton había decidido partir, y dijo que le reclamaba un asunto por el que tenía un especialísimo interés y que no podía aplazar por ninguna causa; y añadió algo acerca de que le habían encargado una envidiable misión, y que era portador de algo extraordinariamente valioso. El señor Perry no acabó de entenderle muy bien, pero quedó convencido de que debía haber alguna dama por en medio, y así se lo dijo; y el señor Elton se limitó a sonreír muy significativamente y se alejó de allí con su caballo, dando muestras de hallarse muy satisfecho. La señorita Nash le había contado a Harriet todo esto, y le había dicho otras muchas cosas sobre el señor Elton; y dijo, mirándola con mucha intención, «que ella no pretendía saber de qué podía tratarse aquel asunto, pero que lo único que sabía era que cualquier mujer a la que el señor Elton eligiese se consideraría la más afortunada del mundo; pues, sin ninguna clase de dudas, el señor Elton no tenía rival ni por su apostura ni por la afabilidad de su trato».

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