Emma

Emma


CAPÍTULO XXXI

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CAPÍTULO XXXI

EMMA seguía totalmente convencida de que estaba enamorada. Sus ideas sólo variaban en lo referente a la intensidad de este amor; al principio le pareció que lo estaba mucho; luego, más bien que poco. Sentía un gran placer en oír hablar de Frank Churchill; y por él, mayor placer que nunca en ver al señor y a la señora Weston; pensaba muy a menudo en el joven, y esperaba carta suya con mucha impaciencia para poder saber cómo estaba, cuál era su estado de ánimo, cómo seguía su tía y qué posibilidades había de que volviera a Randalls aquella primavera. Pero por otra parte se resistía a admitir que no era feliz y, pasada aquella mañana, luchaba contra la tentación de abandonarse a una vida menos activa que la que tenía por costumbre llevar; seguía siendo activa y animosa; y a pesar de ser él tan agradable, no dejaba de imaginarle con defectos; y más adelante, a pesar de pensar mucho en él y de forjar, mientras dibujaba o bordaba, innumerables y divertidos planes sobre el desarrollo y la conclusión de sus relaciones, imaginando ingeniosos diálogos e inventando elegantes cartas; el final de todas las imaginarias declaraciones que él le hacía era siempre una negativa. El afecto que les unía debía encauzarse por las vías de la amistad. Su separación iba a estar adornada de toda la ternura y de todo el encanto imaginables; pero tenían que separarse. Cuando reparó en ello, se dio cuenta de que no debía de estar muy enamorada; porque a pesar de su previa y firme determinación de no abandonar nunca a su padre, de no casarse nunca, un verdadero amor era forzoso que causara muchas más luchas interiores de las que por sus sentimientos Emma podía prever.

«No veo que yo saque a relucir nunca la palabra sacrificio —se dijo—. En ninguna de mis prudentes réplicas ni de mis delicadas negativas hay la menor alusión a hacer un sacrificio. Sospecho que en el fondo no le necesito para ser feliz. Tanto mejor. No voy ahora a convencerme a mí misma de que siento más amor del que existe en realidad. Ya estoy suficientemente enamorada. No quiero estarlo más».

En conjunto, también estaba contenta con la impresión que había sacado de los sentimientos de él.

«Sin ninguna duda, él está muy enamorado… todo lo demuestra… ¡lo que se dice muy enamorado! Y cuando vuelva, si sigue teniéndome el mismo afecto tendré que andar con mucho cuidado para no alentarle… obrar de otro modo sería imperdonable, ya que mi decisión ya está tomada. No es que imagine que él pueda pensar que hasta ahora le he estado alentando. No, si él hubiera creído que yo compartía sus sentimientos, no se hubiese sentido tan desgraciado. Si él hubiera podido considerarse alentado, sus maneras y su lenguaje hubiesen sido diferentes al despedimos… Pero, a pesar de todo, tengo que andar con mucho cuidado. Eso suponiendo que su afecto por mí para entonces sea todavía lo que es ahora; pero la verdad es que no creo que ocurra así; no me parece un hombre como para… No me fiaría mucho de su firmeza o de su constancia… Sus sentimientos son apasionados, pero tengo la impresión de que más bien variables. En resumidas cuentas, que cada vez que pienso en esta cuestión estoy más contenta de que mi felicidad no dependa demasiado de él… Dentro de poco volveré a estar perfectamente bien… y entonces podré decir que he salido bien librada; porque dicen que todo el mundo tiene que enamorarse una vez en la vida, y yo habré salido del paso con bastante facilidad».

Cuando llegó la carta de Frank para la señora Weston, Emma pudo leerla; y la leyó con tanto placer y tanta admiración que al principio le hicieron dudar de sus sentimientos y pensar que no había valorado suficientemente su fuerza. Era una carta larga y muy bien escrita que daba detalles de su viaje y de su estado de ánimo, que expresaba toda la gratitud, el afecto y el respeto que era natural y digno el expresar, y que describía todo lo exterior y local que pudiera considerarse atractivo, con ingenio y concisión. Pero nada que delatase el tono de la excusa o del interés forzado; aquél era el lenguaje de quien sentía verdadero afecto por la señora Weston; y la transición de Highbury a Enscombe, el contraste entre los lugares en algunas de las primeras ventajas de la vida social, apenas se esbozaba, pero lo suficiente para que se advirtiera con qué agudeza lo había sentido el joven, y cuántas cosas más hubiera podido añadir de no impedírselo la cortesía… No faltaba tampoco el encanto del nombre de Emma. La señorita Woodhouse aparecía más de una vez, y nunca sin relacionarlo con algo halagador, ya fuera un cumplido para su buen gusto, ya un recuerdo de algo que ella hubiera dicho; y en la última ocasión en la que sus ojos tropezaron con su nombre, despojado aquí de los adornos de su florida galantería, Emma advirtió el efecto de su influencia, y supo reconocer que aquél era tal vez el mayor de los cumplidos que le dedicaba en toda la carta. Apretadas en el único espacio libre que le había quedado, en uno de los ángulos inferiores del papel, se leían estas palabras: «El martes, como usted ya sabe, no tuve tiempo para despedirme de la bella amiguita de la señorita Woodhouse; le ruego que le presente mis excusas y que me despida de ella». Emma no podía dudar de que aquello iba dirigido exclusivamente a ella. A Harriet se la citaba solamente por ser su amiga. Por lo que decía de Enscombe se deducía que allí las cosas no iban ni mejor ni peor que antes; la señora Churchill iba mejorando, y Frank aún no se atrevía, ni siquiera en su imaginación, a fijar fecha para un posible regreso a Randalls.

Pero aunque la carta en su redacción, en la expresión de sus sentimientos, fuese satisfactoria y estimulante, Emma advirtió, una vez la hubo doblado y devuelto a la señora Weston, que no había alimentado ningún fuego perdurable, que ella podía aún prescindir de su autor, y de que éste debía hacerse a la idea de prescindir de ella. Las intenciones de la joven no habían cambiado. Sólo su decisión de mantenerse en una negativa se hizo más interesante, al añadírsele un proyecto del modo en que Frank podía luego consolarse y encontrar la felicidad. El que se hubiera acordado de Harriet, aludiéndola galantemente como «su bella amiguita», le sugirió la idea de que podía ser Harriet quien le sucediera en el afecto de Frank Churchill. ¿Es que era algo imposible? No… Desde luego Harriet era muy inferior a él en inteligencia; pero el joven había quedado muy impresionado por el atractivo de su rostro y por la cálida sencillez de su trato; y todas las probabilidades de circunstancia y de relación estaban en favor de ella… Para Harriet sería algo muy ventajoso y muy deseable.

«Pero no debo hacerme ilusiones —se dijo— no tengo que pensar en esas cosas. Ya sé lo peligroso que es dejarse llevar por estas suposiciones. Pero cosas más extrañas han ocurrido. Y cuando dos personas dejan de sentir una mutua atracción, como ahora nosotros la sentimos, éste puede ser el medio de afirmarnos en esa especie de amistad desinteresada que ahora puedo ya prever con gran ilusión».

Era mejor tener en reserva el consuelo de un posible bien para Harriet, aunque lo más prudente sería no dejar demasiado suelta la fantasía; porque en cuestiones así el peligro acechaba constantemente. Del mismo modo que el tema de la llegada de Frank Churchill había arrinconado el del compromiso matrimonial del señor Elton en las conversaciones de Highbury, eclipsando como novedad más reciente a la otra, tras la partida de Frank Churchill, el interés por el señor Elton volvió a privar de un modo indiscutible… Ya se había fijado el día de su boda. Apenas hubo tiempo de hablar de la primera carta que se recibió de Enscombe, antes de que «el señor Elton y su prometida» atrajeran la atención general, y Frank Churchill quedara olvidado. Emma se ponía de mal humor al volver a oír hablar de aquello. Durante tres semanas se había visto libre de la pesadilla del señor Elton, y había empezado a confiar que durante aquel tiempo Harriet se había recuperado notablemente. Y con el baile del señor Weston, o mejor dicho, con el proyecto del baile, había llegado a olvidarse casi por completo de todo lo demás; pero ahora se veía obligada a reconocer que no había alcanzado un grado de serenidad suficiente como para afrontar lo que se le venía encima… otra visita, el sonar de la campanilla de la puerta, y lo restante.

La pobre Harriet se hallaba en una confusión de espíritu que requería todos los razonamientos, las atenciones y los consuelos de toda clase que Emma pudiera proporcionarle. Emma comprendía que aunque no pudiese hacer gran cosa por ayudarla, tenía la obligación de dedicarle todo su interés y toda su paciencia; pero empezaba a cansarse de estar siempre intentando convencerla sin producir ningún efecto, de que le diesen siempre la razón sin conseguir que sus opiniones coincidieran. Harriet escuchaba sumisamente y decía que sí, que era verdad… que era tal como Emma decía… que no valía la pena seguir pensando en aquello… y que nunca más volvería a atormentarse… pero inevitablemente volvía a hablar de lo mismo, y al cabo de media hora se mostraba de nuevo tan inquieta y tan preocupada por los Elton como antes… Por fin Emma se decidió a atacarla en otro terreno:

—Harriet, el que te preocupes tanto y te sientas desgraciada porque el señor Elton se case, es el mayor reproche que puedes hacerme. Es el modo más directo de acusarme del error que cometí. Ya sé que todo fue culpa mía. Te aseguro que no lo he olvidado… Al engañarme a mí misma hice que tú te engañaras también de la manera más lamentable… y para mí éste será siempre un recuerdo muy penoso. No creas que haya ningún peligro de que lo olvide.

Aquello impresionó demasiado a Harriet para dejarle proferir más que unas palabras de viva sorpresa. Emma Prosiguió:

—Harriet, si te digo que intentes dominarte, no es por mí; si te digo que pienses menos en esto, que hables menos del señor Elton no es por mí; sobre todo por tu propio bien quisiera que me hicieses caso, por algo que es más importante que mi comodidad, un hábito de imponerte a ti misma, una consideración de cuál es tu deber, una preocupación por tu dignidad, una necesidad de evitar las sospechas de los otros, de cuidar de tu salud y de tu buen nombre, y de recuperar la tranquilidad. Éstos son los motivos que me impulsan a insistir tanto en este asunto. Son cosas muy importantes, y me sabe muy mal el ver que no te das suficientemente cuenta de hasta qué punto lo son como para obrar en consecuencia. El quererme evitar una violencia es algo muy secundario. Lo que yo quiero es salvarte de un desasosiego mucho mayor. A veces he podido tener la impresión de que Harriet no iba a perdonarme nunca… ni siquiera por el afecto que me profesa.

Esta apelación al cariño que las unía pudo más que todo el resto. La idea de que estaba faltando a sus deberes de gratitud y de consideración para con la señorita Woodhouse, a la que la muchacha quería muy de veras, la dejó sumida en la aflicción, y cuando su desconsuelo empezó a ceder en intensidad, se encontraba aún lo suficientemente conmovida como para seguir los buenos consejos de Emma, y perseverar en su decisión.

—¡Tú, que has sido la mejor amiga que he tenido en mi vida! ¡Con la gratitud que te debo! ¡No hay nadie como tú! ¡No me importa nadie tanto como tú! ¡Oh, Emma… qué ingrata he sido!

Estas exclamaciones, acompañadas de las miradas y de los gestos más convincentes, hicieron pensar a Emma que nunca había querido tanto a Harriet, y que nunca había apreciado su afecto tanto como entonces.

«No hay ningún encanto comparable al de la ternura de corazón —decía para sí misma más tarde—. No hay nada que pueda comparársele. La efusividad y la ternura de corazón, unidas a un temperamento abierto y cariñoso, valen más y son más atractivas que toda la clarividencia del mundo. Estoy segurísima. Es su bondad, su buen corazón lo que hace que todo el mundo quiera tanto a mi padre… lo que hace que Isabella sea tan popular… Ahora me doy cuenta… pero ya sé cómo apreciarla y respetarla… Harriet es superior a mí por el encanto y la felicidad que irradia… ¡Mi querida Harriet…! No te cambiaría por la mujer más inteligente, de mejor criterio, de más claridad mental… ¡Oh, la frialdad de una Jane Fairfax…! Harriet vale cien veces más que las que son como ella… Y para esposa… para esposa de un hombre de buen juicio… es inapreciable. No quiero citar nombres; pero ¡feliz el hombre que cambie a Emma por Harriet!»

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