Emma

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CAPÍTULO XXXVI

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CAPÍTULO XXXVI

–CONFÍO en que pronto tendré el placer de presentarle a mi hijo —dijo el señor Weston.

La señora Elton, muy predispuesta a suponer que con este deseo se le tenía una atención muy particular, sonrió amabilísimamente.

—Supongo que habrá usted oído hablar de un tal Frank Churchill —siguió él—, y que sabrá usted que es mi hijo, a pesar de que no lleve mi apellido.

—¡Oh, sí, desde luego! Y tendré mucho gusto en conocerle. Estoy segura de que el señor Elton se apresurará a visitarle; y tanto él como yo tendremos un gran placer de verle por la Vicaría.

—Es usted muy amable… Estoy seguro de que Frank se alegrará mucho de conocerla. La semana que viene, y tal vez incluso antes, estará en Londres. Nos hemos enterado por una carta suya que hemos recibido hoy. La he visto esta mañana, y al ver la letra de mi hijo me he decidido a abrirla… aunque no iba dirigida a mí, sino a la señora Weston. Verá usted, es mi esposa la que suele escribirse con él. Yo apenas recibo cartas suyas.

—Pero ¿de verdad que ha abierto usted la carta que iba dirigida a su esposa? ¡Oh, señor Weston! —riendo afectadamente—. Debo protestar… ¡Acaba usted de sentar un precedente peligrosísimo! No puede usted dar ejemplos como éste a sus vecinos… Le doy mi palabra que si eso es lo que me espera a mí, las mujeres casadas tendremos que empezar a defendernos… ¡Oh, señor Weston! ¡Nunca hubiera creído una cosa semejante de usted!

—Sí, sí, no se fíe usted de los hombres. Tenga mucho cuidado, señora Elton. En esta carta nos cuenta… es una carta muy corta… escrita a toda prisa, sólo para darnos la noticia… nos cuenta que en seguida van a ir todos a Londres por causa de la señora Churchill… No se ha encontrado bien durante todo el invierno, y cree que el clima de Enscombe es demasiado frío para ella… de modo que van a venir todos para el sur sin pérdida de tiempo.

—¡Vaya, vaya! De modo que viven en el Yorkshire, ¿no? Enscombe está en el Yorkshire, ¿verdad?

—Sí, viven a unas 190 millas de Londres. Un viaje considerable.

—Sí, ya lo creo, muy considerable. Sesenta y cinco millas más de la distancia que hay entre Maple Grove y Londres. Pero, señor Weston, ¿qué son estas distancias para las personas de gran fortuna? Se quedaría usted maravillado si supiera cómo a veces mi cuñado, el señor Suckling, viaja de una parte a otra. No sé si me creerá, pero… en la misma semana él y la señora Bragge fueron a Londres y volvieron dos veces, con cuatro caballos.

—Lo malo de este viaje desde Enscombe —dijo el señor Weston— es que la señora Churchill, según nos dicen, ha estado toda una semana sin poder levantarse del sofá. En la última carta que le escribió a Frank, según nos contó mi hijo, se quejaba de que estaba demasiado débil para ir hasta su «invernadero» sin que él y su tío la cojan de los brazos. Ya ve usted, esto indica que ha llegado a un grado extremo de debilidad… pero ahora resulta que está tan impaciente por estar en Londres que quiere hacer el viaje sin pasar más que dos noches en el camino… Es lo que dice literalmente Frank. La verdad, señora Elton, es que las señoras delicadas tienen naturalezas realmente singulares. Tiene usted que admitirlo.

—Pues no, no le admito nada de eso ni mucho menos. Yo siempre saldré en defensa de mi sexo. Como ahora. Ya se lo advierto… En esta cuestión encontrará en mí un temible antagonista. Yo siempre estoy al lado de las mujeres… y le aseguro que si usted supiera la opinión de Selina con respecto a eso de dormir en las posadas no se extrañaría de que la señora Churchill hiciera los esfuerzos más increíbles para evitarlo. Selina dice que a ella la horroriza… y yo creo que me ha contagiado algo de sus escrúpulos. Mi hermana siempre viaja llevando sus propias sábanas. Una precaución excelente. ¿Sabe usted si la señora Churchill hace lo mismo?

—Tenga usted la seguridad de que la señora Churchill hace todo lo que cualquier otra gran dama ha podido hacer. La señora Churchill no va a ser menos que cualquier dama, tratándose…

La señora Elton le interrumpió vivamente diciendo:

—¡Oh, señor Weston! No interprete mal mis palabras. Le aseguro que Selina no es una gran dama. No imagine usted lo que no es verdad.

—¿No? Entonces no puede compararse con la señora Churchill, que es tan gran dama como la que puede serlo más.

La señora Elton empezó a pensar que no había obrado bien al negar tan tajantemente la alta condición social de su hermana; lo último que hubiera podido desear es que creyeran su afirmación de que su hermana no era una gran dama; no había sabido expresarse de un modo lo suficientemente ingenioso como para que la interpretara bien; y aún estaba pensando de qué modo podía volverse atrás sin quedar mal, cuando el señor Weston siguió diciendo:

—Yo no siento una gran simpatía por la señora Churchill, como usted ya puede suponer… pero que quede entre nosotros. Quiere mucho a Frank, y por lo tanto yo no debería hablar mal de ella. Además, ahora no tiene salud; aunque la verdad es que, según propia afirmación, nunca la ha tenido. Eso yo no se lo diría a todo el mundo, señora Elton, pero no creo mucho en la enfermedad de la señora Churchill.

—Si está verdaderamente enferma, ¿por qué no va a Bath, señor Weston? A Bath o a Clifton.

—Se ha empeñado en que Enscombe tiene un clima demasiado frío para ella. Supongo que lo que ocurre es que se ha cansado de Enscombe. Es la primera vez que pasa allí una temporada tan larga, y empieza a necesitar un cambio. Es un lugar apartado. Muy bonito, pero muy apartado.

—¡Ah…! Entonces igual que Maple Grove… Nada más apartado del camino real que Maple Grove. ¡Está rodeado de tierras de cultivo tan inmensas! Allí una se encuentra aislada de todo… en un retiro completo. Y probablemente la señora Churchill no tiene la salud o el buen ánimo de Selina para saber apreciar esa clase de soledad. O tal vez no tenga dentro de sí recursos suficientes para vivir en el campo. Yo siempre digo que una mujer nunca tiene demasiados recursos… y estoy muy contenta de tener tantos que me permitan ser completamente independiente de la sociedad.

—En febrero Frank pasó dos semanas con nosotros.

—Sí, recuerdo haberlo oído decir. Cuando vuelva encontrará un aditamento más a la sociedad de Highbury; es decir, si es que puedo considerarme a mí misma como un aditamento. Pero quizá no tenga la menor noticia de que yo exista en el mundo.

Esta incitación a que se le hiciera un cumplido era demasiado directa para que pasara inadvertida, y el señor Weston, muy galante, exclamó inmediatamente:

—¡Mi querida señora! Nadie excepto usted podría considerar posible una cosa semejante. ¡No haber oído hablar de usted! Estoy seguro que en las últimas cartas de la señora Weston le hablaba de muy pocas cosas que no estuvieran relacionadas con la señora Elton.

Una vez cumplido su deber, el señor Weston podía volver a ocuparse de su hijo.

—Cuando Frank se fue —siguió diciendo—, no teníamos ninguna seguridad de cuándo podríamos volver a verle, y por eso las noticias de hoy nos han causado aún más alegría. Ha sido algo totalmente inesperado. Es decir, yo siempre he tenido el presentimiento de que no tardaría en volver, estaba seguro de que iba a ocurrir algo, no sabía el qué, que haría posible su regreso… pero nadie me creía. Tanto él como la señora Weston estaban terriblemente desalentados. «¿Cómo va a arreglárselas para venir? ¿Cómo vamos a suponer que sus tíos consentirán en volver a separarse de él?» Y así por el estilo… Pero yo seguía pensando que iba a ocurrir algo que nos iba a ser favorable; y ya ve usted que ha sido así. A lo largo de mi vida, señora Elton, he podido comprobar que cuando las cosas nos son contrarias un mes, al siguiente siempre se arreglan.

—Tiene usted mucha razón, señor Weston, muchísima razón. Eso es precisamente lo que yo solía decirle a cierto galán en la época en que me cortejaba, cuando, porque las cosas no iban totalmente a su gusto, sin la rapidez que, hubiera correspondido a sus sentimientos, se entregaba a la desesperación y exclamaba que estaba seguro de que a este paso llegaría el mes de mayo antes de que Himeneo nos recubriese con sus azafranadas vestiduras… ¡Oh, cuánto me costó disipar esas sombrías ideas y hacerle concebir pensamientos más alegres! El coche… teníamos muchas dificultades con el coche; una mañana recuerdo que vino a verme completamente desesperado…

Tuvo que interrumpirse debido a un acceso de tos, y el señor Weston aprovechó inmediatamente la oportunidad para continuar.

—Acaba usted de mencionar el mes de mayo. Mayo es precisamente el mes que la señora Churchill tiene que pasar, según le han aconsejado, o se ha aconsejado a sí misma, en un lugar más cálido que Enscombe… en resumen, que tiene que pasar en Londres; y de este modo tenemos la grata perspectiva de que Frank nos haga frecuentes visitas durante toda la primavera… precisamente la estación del año que hubiéramos elegido de haberlo podido hacer; cuando los días son muy largos, la temperatura es suave y agradable, todo invita a estar al aire libre y no hace demasiado calor para hacer ejercicio. Cuando estuvo aquí la otra vez se hizo lo que se pudo; pero había humedad, llovió y el tiempo era desapacible; como suele serlo en febrero, ya sabe usted; y no pudimos hacer ni la mitad de las cosas que proyectábamos. Ahora será la época más adecuada. Vamos a pasarlo muy bien. Y yo no sé, señora Elton, si la inseguridad de sus visitas, esa especie de constante espera, no saber si llegará hoy o mañana ni a qué hora, no sé, le decía, si esto dará más alicientes a nuestra felicidad que si le tuviéramos siempre en casa. Creo que sí. Creo que en este estado de ánimo vamos a disfrutar más de su compañía. Confío en que encontrará usted agradable a mi hijo; pero no debe esperar ningún prodigio. Suele considerársele como un joven de grandes prendas, pero no espere usted ningún prodigio. La señora Weston siente un gran afecto por él, lo cual, como puede usted suponer, me halaga mucho. Mi esposa cree que no hay nadie que pueda comparársele.

—Y yo le aseguro, señor Weston, de que no tengo casi ninguna duda de que mi opinión le será francamente favorable. ¡He oído hacer tantos elogios del señor Frank Churchill…! De todas maneras, me veo en el deber de advertirle que yo soy una de esas personas que siempre juzgan por sí mismas y que en modo alguno se dejan guiar por el criterio de los demás. Le advierto que la opinión que forme de su hijo responderá a mi criterio personal… No me gusta adular a nadie…

El señor Weston estaba meditabundo.

—Confío —dijo inmediatamente— en que no he sido demasiado severo al juzgar a la pobre señora Churchill. Si está enferma, sentiría mucho ser injusto con ella; pero hay ciertos rasgos de su carácter que me hacen difícil hablar de ella con la comprensión que yo desearía. No debe usted de ignorar, señora Elton, las relaciones que he tenido con esta familia, ni la clase de trato que me han dispensado; y, entre nosotros, toda la culpa sólo puede atribuírsele a ella. Ella fue la instigadora. De no ser por ella, la madre de Frank nunca hubiera sido menospreciada en la forma en que lo fue. El señor Churchill tiene mucho orgullo; pero su orgullo no es nada comparado con el de su esposa; el de él es un orgullo pacífico, indolente, caballeroso, que no hace daño a nadie, y que sólo contribuye a hacerle un poco más desamparado y aburrido; ¡pero el orgullo de ella es arrogancia e insolencia! Y lo que lo hace aún más insoportable es que no tiene ningún fundamento de nobleza de familia o de sangre. Cuando se casó con él no era nadie, simplemente la hija de un caballero; pero una vez se hubo convertido en una Churchill, sobrepasó a todos los Churchill en altanería y en grandes pretensiones; pero en realidad puede usted estar segura de que no es más que una advenediza.

—¡Hay que ver! Eso tiene que ser verdaderamente indignante. Yo siento horror por los advenedizos. Maple Grove me ha hecho detestar esa clase de gente; porque en aquellos contornos vive una familia que tiene tantos humos que resultan fastidiosísimos para mi hermana y mi cuñado… La descripción que ha hecho usted de la señora Churchill me ha hecho pensar inmediatamente en ellos. Son una gente que se llaman Tupman, que hace muy poco que se han instalado allí y que se han encumbrado gracias a una serie de relaciones de lo más bajo, pero que tienen unos humos… y que aspiran a ponerse al mismo nivel de las familias que hace ya muchos años que están establecidas en aquel lugar. Como máximo hace un año y medio que viven en West Hall; y nadie sabe cómo han hecho su fortuna. Proceden de Birmingham, que, como usted ya sabe, señor Weston, no es precisamente una ciudad de la que pueda esperarse mucho. ¿Qué puede salir de un lugar como Birmingham? Yo siempre digo que este nombre suena de un modo desagradable; pero esto es lo único que se sabe con certeza de los Tupman, aunque, le aseguro a usted que de ellos se sospecha pero que muchas cosas… Y sin embargo, a juzgar por sus modales, evidentemente se consideran al mismo nivel incluso que mi cuñado, el señor Suckling, que da la casualidad que es uno de sus vecinos más próximos. ¡Oh, es algo francamente horrible! El señor Suckling, que hace ya once años que vive en Maple Grove, propiedad que ya había sido de su padre… por lo menos eso creo… estoy casi segura de que el padre del señor Suckling cuando murió ya había comprado la propiedad.

Su conversación fue interrumpida. Se estaba sirviendo el té y el señor Weston, como ya había dicho todo lo que quería decir, no tardó en aprovechar la oportunidad de dejar a la señora Elton.

Después del té, el señor y la señora Weston y el señor Elton se pusieron a jugar a las cartas con el señor Woodhouse. Las cinco personas restantes fueron abandonadas a sus propios recursos, y Emma dudó de que pudieran componérselas medianamente bien, ya que el señor Knightley parecía poco dispuesto a conversar; la señora Elton buscaba alguien que le prestase atención, y como nadie mostraba deseos de hacerlo, se sentía tan desairada que prefería encerrarse en su mutismo.

En cambio el señor John Knightley parecía más comunicativo que su hermano. Iba a marcharse al día siguiente por la mañana; y empezó diciendo:

—Bueno, Emma, creo que ya no tengo nada más que decirte sobre los niños; pero ya te he dado la carta de tu hermana y podemos estar seguros de que allí todo se explica con los menores detalles. Mis recomendaciones son mucho más breves que las suyas, y probablemente no coincidirán con las de ella; todo lo que quisiera pedirte es que no los miméis mucho ni les deis demasiados potingues.

—Espero que podré complaceros a los dos —dijo Emma—; haré todo lo que pueda para que lo pasen bien, lo cual a Isabella ya le bastará; y para mí el que lo pasen bien excluye el malcriarlos y el darles demasiados potingues, como tú dices.

—Y si se ponen muy revoltosos, los envías otra vez a casa. —Eso es bastante probable, ¿no te parece?

—Creo que ya me doy cuenta de que son demasiado bulliciosos para tu padre… y de que incluso para ti pueden llegar a ser un estorbo, si vuestros compromisos sociales aumentan tanto como en estos últimos tiempos.

—¿Nuestros compromisos sociales?

—Ya lo creo; supongo que te has dado cuenta que en estos últimos seis meses habéis cambiado considerablemente vuestro género de vida.

—¿Cambiado? No, la verdad es que no me he dado cuenta.

—Pues no hay la menor duda de que ahora alternáis más de lo que antes solíais hacerlo. Lo de esta noche, por ejemplo. Vengo de Londres sólo para un día y me encuentro con que habéis organizado una cena con una serie de invitados. Hace unos meses, ¿cuándo ocurría una cosa así? Tenéis más vecinos y alternáis más con ellos. Desde hace algún tiempo todas las cartas que recibe Isabella hablan de fiestas y reuniones como ésta; cenas en casa del señor Cole, bailes en la Hostería de la Corona… Lo que ha cambiado mucho es Randalls, y es Randalls tan sólo la que os empuja a todo eso.

—Sí —dijo rápidamente su hermano—, todas esas cosas salen de allí.

—Perfectamente… y como supongo que no es probable que Randalls vaya a tener menos influencia de la que ha tenido hasta ahora, se me ocurre pensar, Emma, que es posible que Henry y John a veces puedan seros un estorbo. En ese caso sólo te ruego que los envíes a casa.

—No —exclamó el señor Knightley—, ésta no tiene por qué ser la consecuencia. Que vengan a Donwell. Yo estaré encantado con ellos.

—¡Por Dios! —exclamó Emma—. ¡Todo eso es ridículo! Me gustaría saber a cuántos de estos numerosos compromisos sociales que dices que tengo no has asistido; y por qué supones que hay la posibilidad de que me falte tiempo para cuidarme de los niños. ¿Cuáles han sido todos esos fantásticos compromisos sociales míos? Cenar una vez con los Cole y hablar de organizar un baile que nunca se ha celebrado. Comprendo perfectamente —dijo dirigiéndose al señor John Knightley— que la buena suerte que has tenido al encontrar reunidos aquí a tantos de tus amigos te ha dado tanta alegría que has concedido demasiada importancia a la cosa. Pero usted —volviéndose hacia el señor Knightley—, que sabe en qué pocas ocasiones llego a ausentarme de Hartfield por dos horas, no puedo concebir que suponga que yo lleve una vida tan disipada. Y en cuanto a mis sobrinitos, debo decir que si tía Emma no tiene tiempo para dedicarles no creo que tío Knightley que, por cada hora que ella pasa fuera de casa él pasa cinco, y que cuando está en casa o se pone a leer o repasa sus cuentas, disponga tampoco de mucho tiempo para ellos.

El señor Knightley parecía estar haciendo esfuerzos para no sonreír; y no tuvo que hacer más esfuerzos cuando la señora Elton empezó a hablarle.

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