Emma

Emma


CAPÍTULO XLI

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CAPÍTULO XLI

EN este estado de cosas, por lo que se refiere a proyectos, esperanzas y relaciones mutuas, empezó el mes de junio en Hartfield. En Highbury en general no hubo ningún cambio concreto. Los Elton seguían hablando de la visita que iban a hacerles los Suckling, y del uso que harían de su landó, y Jane Fairfax se hallaba aún en casa de su abuela; y como el regreso de Irlanda de los Campbell volvió a aplazarse, y se fijó la fecha de su vuelta, en vez de para mediados de verano para el mes de agosto, era probable que Jane se quedase en el pueblo dos meses más, con tal de que pudiera contrarrestar la actividad que la señora Elton estaba desarrollando para ayudarla, y salvarse de verse obligada a aceptar a toda prisa un magnífico empleo contra su voluntad.

El señor Knightley que, por algún motivo que sólo él conocía, desde el primer momento había demostrado sentir una profunda aversión por Frank Churchill, cada vez la sentía mayor. Empezó a sospechar que el joven, al cortejar a Emma hacía un doble juego. Que cortejaba a Emma era algo indiscutible. Todo lo demostraba; las atenciones que le dedicaba, las insinuaciones de su padre, la significativa reserva de su madrasta; todo coincidía; palabras, conducta, discreción e indiscreción, todo apuntaba hacia lo mismo. Pero mientras tantas personas le consideraban interesado por Emma, y la propia Emma le creía interesado por Harriet, el señor Knightley empezó a sospechar que el joven tenía cierta inclinación por Jane Fairfax. No podía comprenderlo; pero había indicios de que entre los dos pasaba algo… por lo menos así se lo parecía… indicios de que él la admiraba… Y después de haber observado sus reacciones, el señor Knightley, aun proponiéndose evitar a toda costa el exceso de imaginación que inducía a Emma a cometer tantos errores, no pudo por menos de admitir que sus suposiciones no eran totalmente equivocadas. Ella no estaba presente la primera vez que se despertaron sus sospechas. Fue en casa de los Elton, durante una comida a la que habían invitado a la familia de Randalls y a Jane; y había sorprendido miradas, más de una mirada dirigida a la señorita Fairfax, que en un admirador de la señorita Woodhouse parecía algo incongruente. En la siguiente ocasión en que coincidieron no pudo por menos de recordar lo que había visto la otra vez; ni evitar el observar detalles que, a menos de creerse como Cowper, soñando junto a su chimenea a la caída de la tarde,

Creándome yo mismo las visiones

forzosamente tenían que reafirmarle en la sospecha de que había una relación oculta, una secreta inteligencia entre Frank Churchill y Jane.

Cierto día después de comer el señor Knightley salió a pasear, y decidió hacer una visita a Hartfield, como solía hacer muy a menudo; encontró a Emma y a Harriet que se disponían también a dar un paseo; él las acompañó, y al regresar se encontraron con un grupo mucho más numeroso que al igual que ellos habían considerado más prudente salir a hacer un poco de ejercicio a primera hora de la tarde, ya que el tiempo amenazaba lluvia; se trataba del señor y de la señora Weston, y de su hijo, y de la señorita Bates y de su sobrina, que se habían encontrado por casualidad. Cuando llegaron todos juntos ante la verja de Hartfield, Emma, que sabía que éstas eran exactamente la clase de visitas que le gustaban a su padre, insistió en que todos entraran y tomaran el té con él. El grupo de Randalls accedió inmediatamente; después de un discurso francamente largo de la señorita Bates, a quien muy pocas personas prestaron atención, también ella consideró posible aceptar la amabilísima invitación que les hacía la señorita Woodhouse.

Cuando atravesaban el jardín pasó cerca de allí el señor Perry a caballo, y los caballeros hicieron algunos comentarios acerca de su montura.

—Por cierto —dijo inmediatamente Frank Churchill dirigiéndose a la señora Weston—, ¿sigue teniendo intenciones de comprarse un coche el señor Perry?

La señora Weston pareció muy sorprendida, y dijo: —No sabía nada de esas intenciones.

—Por Dios, pero si fue usted quien me lo dijo. Me lo decía en una carta hace unos tres meses.

—¿Yo? ¡Imposible!

—Sí, sí, seguro. Lo recuerdo perfectamente. Usted lo mencionaba como algo inminente. La señora Perry se lo había dicho a alguien, y estaba muy contenta. Usted decía que había sido ella quien le había convencido, porque opinaba que cuando hacía mal tiempo era muy expuesto hacer las visitas a caballo. ¿Todavía no lo recuerda?

—¡Te prometo que es la primera vez que oigo hablar de ese asunto!

—¿La primera vez? ¿De veras? ¡Santo Cielo! Entonces, ¿cómo lo sé yo? Debo de haberlo soñado… Pero estaba completamente convencido… Señorita Smith, tengo la sensación de que está usted cansada. Supongo que se alegrará de estar ya en casa después de tanto andar.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —exclamó el señor Weston—. ¿Qué decíais de Perry y de un coche? Frank, ¿va a comprarse un coche Perry? No sabes lo que me alegro. Te lo ha dicho él mismo, ¿no?

—Pues no —replicó su hijo riendo—. Parece ser que no me lo ha dicho nadie… ¡Qué raro! Yo, la verdad es que estaba convencido de que la señora Weston lo había mencionado en una de las cartas que me escribía a Enscombe, hace muchas semanas, dándome todos esos detalles… pero como ella dice que es la primera vez que oye hablar de eso, no hay otra explicación que la de que lo he soñado. Yo sueño mucho. Sueño con todo el mundo de Highbury cuando estoy lejos de aquí… y cuando ya he terminado con todos mis amigos íntimos, entonces empiezo a soñar con el señor y la señora Perry.

—Sí que es extraño —comentó su padre— que hayas tenido un sueño tan lógico y tan verosímil sobre gente en la que no es probable que pienses mucho en Enscombe. ¡Perry que se compra un coche! ¡Y su mujer que le convence para que se lo compre, por motivos de salud! Exactamente lo que ocurrirá un día u otro, no tengo la menor duda; sólo que ha sido un poco prematuro. ¡Qué cosas tan lógicas llegan a soñarse a veces!, ¿verdad? ¡Y a veces en cambio qué cantidad de absurdos! Bueno, Frank, desde luego tu sueño lo que demuestra es que piensas en Highbury cuando estás ausente. Emma, creo que tú también sueñas mucho, ¿verdad?

Emma estaba demasiado lejos para oírle; se había adelantado a los demás para avisar a su padre de la presencia de sus invitados, y no pudo oír la pregunta del señor Weston.

—Verán, para ser franca —exclamó la señorita Bates, que en los últimos dos minutos había estado intentando en vano hacerse oír—, si me permiten decir algo sobre esta cuestión… no es que yo niegue que el señor Frank Churchill pueda haber tenido… yo no quiero decir que no lo haya soñado… porque a veces yo misma tengo los sueños más raros que puedan imaginarse… pero si me preguntaran acerca de este caso, debería confesar que ya se habló de eso la primavera pasada; porque la propia señora Perry se lo dijo a mi madre, y los Cole también lo sabían igual que nosotros… pero era un secreto, no lo sabía nadie más, y sólo se habló de ello durante unos tres días. La señora Perry tenía muchas ganas de que su marido tuviese un coche, y una mañana vino a ver a mi madre muy contenta, porque creía que había logrado convencerle. Jane, ¿no te acuerdas que la abuelita nos lo contó, cuando volvimos a casa? No me acuerdo adónde habíamos ido… lo más probable es que fuéramos a Randalls; sí, creo que fue a Randalls. La señora Perry siempre ha querido mucho a mi madre… bueno, la verdad es que todo el mundo la quiere mucho… y le contó eso como haciéndole una confidencia; desde luego que no se opuso a que nos lo contara a nosotras, pero no tenía que saberlo nadie más; y desde entonces hasta hoy yo no he dicho ni una palabra a nadie. Claro que yo no puedo responder de que alguna vez no se me haya escapado algo, porque ya sé que a veces digo cosas que no quería decir, sin darme cuenta. Yo soy habladora, ¿saben? Soy bastante habladora; y de vez en cuando se me escapan cosas que no deberían escapárseme. No soy como Jane; ojalá lo fuera. Estoy segura de que a ella nunca se le escapa nada. Por cierto, ¿dónde está? ¡Ah, aquí, detrás de mí! Sí, sí, me acuerdo perfectamente de cuando vino a vernos la señora Perry… ¡La verdad es que es un sueño curioso!, ¿eh?

Estaban ya en el vestíbulo. La mirada del señor Knightley había precedido a la de la señorita Bates en posarse sobre Jane; del rostro de Frank Churchill, en el que creyó ver turbación reprimida y seriedad, sus ojos se volvieron involuntariamente hacia el de ella; pero se había rezagado mucho y estaba distraída con su chal. El señor Weston ya había entrado. Los otros dos caballeros esperaron en la puerta para dejarla pasar. El señor Knightley sospechaba que Frank Churchill se proponía cambiar una mirada con ella… y parecía estar acechando la ocasión propicia… pero, de ser así, fue en vano… Jane pasó entre los dos y entró en la sala sin mirar a nadie.

No hubo ocasión de hacer más comentarios ni de dar más explicaciones. Se admitía lo del sueño, y el señor Knightley tuvo que sentarse junto con los demás, alrededor de la gran mesa circular, tan moderna, que Emma había introducido en Hartfield, y que sólo Emma hubiese podido tener autoridad para poner allí y convencer a su padre de que se usara, en vez de la pequeña Pembroke en la que, durante cuarenta años, se habían servido dos de sus comidas diarias. El té pasó sin incidentes, y nadie parecía tener prisa por irse.

—Señorita Woodhouse —dijo Frank Churchill, después de haber revuelto los objetos de la mesa que tenía a sus espaldas y que alcanzaba con la mano—, ¿se han llevado sus sobrinos los abecedarios… aquella caja de letras? Solía estar aquí. ¿Dónde está? Es una velada un poco triste, casi debería considerarse como de invierno más que de verano. Una mañana nos divertimos mucho con aquellas letras. Me gustaría volver a jugar a los acertijos.

A Emma le gustó la idea; trajo la caja y la mesa pronto quedó cubierta por las letras del abecedario, que nadie más, excepto ellos dos, parecía dispuesto a manejar. En seguida empezaron a formar palabras que se intercambiaban entre sí o que presentaban a cualquiera que quisiese descrifrar el acertijo. Lo apacible del juego lo hacía particularmente grato al señor Woodhouse, que a menudo había tenido que soportar juegos mucho más movidos que había introducido en la casa el señor Weston; el padre de Emma, ahora era feliz, lamentando con melancólicos acentos la marcha de «los pobres niñitos», o comentando con satisfacción, cuando alguna letra se extraviaba cerca de su sitio, lo bien que Emma había sabido dibujarlas.

Frank Churchill puso una palabra delante de la señorita Fairfax; ésta, después de lanzar una rápida mirada a su alrededor, se aplicó a descifrarla. Frank estaba al lado de Emma, Jane enfrente de ellos… y el señor Knightley situado de tal manera que podía verles a todos; y su propósito era ver todo lo que pudiese sin demostrar que estaba observándoles. La palabra fue descifrada, y Jane apartó las letras con una leve sonrisa. Si hubiese querido que se mezclaran con las demás y que la palabra no pudiera recomponerse, hubiera tenido que mirar a la mesa en vez de mirar a los que tenía enfrente, ya que las letras no se mezclaron; y Harriet, que seguía con atención todas las palabras nuevas, al ver que no salía ninguna por el momento, recogió la última y se afanó por descifrarla. Estaba sentada al lado del señor Knightley, y se volvió hacia él para pedirle que le ayudara. La palabra era error; y cuando Harriet la proclamó triunfalmente en voz alta, la única reacción de Jane fue ruborizarse. El señor Knightley relacionó aquello con el sueño; pero no acertaba a comprender qué tenía que ver una cosa con la otra. ¿Cómo era posible que fa agudeza y la intuición de Emma estuvieran tan embotadas como para no darse cuenta de todo aquello? Temía que allí había algo oculto. A cada momento tenía indicios de que en ellos había una falta de sinceridad, un doble juego. Aquellas letras sólo les servían para un disimulado galanteo. Era un juego de niños que Frank Churchill había elegido para ocultar otro juego de más importancia, secreto.

Siguió observándole con gran indignación; y también con alarma y desconfianza al ver hasta dónde llegaba la ceguera de sus dos compañeras. Vio que preparaba una palabra corta para Emma, y que se la presentaba con un aire de forzada seriedad. Vio que Emma la descifraba en seguida y que la encontraba muy divertida, aunque por lo visto había algo en ella que la obligaba a no darle su aprobación; porque le oyó decir:

—No, por Dios, eso sí que no. Es demasiado.

Luego oyó que Frank Churchill le decía, mirando de reojo a Jane:

—Sí, sí, se la daré… ¿Se la doy?

Oyó claramente que Emma se oponía vivamente entre risas.

—No, no, no. No lo haga, eso sí que no. No debe hacerlo.

Sin embargo, ya estaba hecho. Aquel joven tan galante que parecía amar sin sentir emociones y elogiarse a sí mismo sin complacencia, tendió inmediatamente la palabra a la señorita Fairfax, rogándole con una insistencia particularmente cortés que intentara descifrarla. La desmedida curiosidad del señor Knightley por saber qué palabra era le hizo aprovechar todas las oportunidades para mirar de reojo, y no tardó mucho en darse cuenta de que la palabra en cuestión era Dixon. Jane Fairfax pareció haberla descifrado al mismo tiempo que él; desde luego a ella debía de serle más fácil el acertijo, ya que penetraba en el sentido oculto que poseían aquellas cinco letras dispuestas de aquel modo. Evidentemente quedó muy contrariada; levantó los ojos, y al ver que la miraban se ruborizó más de lo que antes había observado el señor Knightley; se limitó a decir:

—No sabía que también valían los nombres propios.

Apartó las letras con enojo y pareció decidida a no intentar descifrar ninguna otra palabra que le propusieran. Volvió el rostro de los que le habían dirigido aquel ataque, y miró hacia su tía.

—Sí, sí, querida, tienes mucha razón —exclamó ésta antes de que Jane tuviera tiempo de decir nada—. Precisamente ahora mismo lo iba a decir. Sí, sí, ya es hora de que nos vayamos. Está anocheciendo y la abuelita nos espera. Es usted muy amable, pero tenemos que decirle adiós.

La rapidez con que se levantó Jane demostró que tenía tanta prisa por irse como su tía había imaginado. Inmediatamente se puso de pie y abandonó la mesa; pero fueron tantos los que se levantaron también que se produjo una cierta confusión; y el señor Knightley creyó ver que alguien empujaba ansiosamente hacia la muchacha otra serie de letras, que ella apartó con un ademán brusco antes de mirarlas. Luego buscó su chal… Frank Churchill le ayudaba a buscarlo… Iba oscureciendo y en la sala había una gran confusión; el señor Knightley no hubiera podido decir cómo se despidieron.

Él, una vez se hubieron ido los demás, se quedó en Hartfield muy preocupado por todo lo que había visto; tan preocupado que, cuando se encendieron las velas, como para crear un ambiente propicio a las confidencias, pensó que debía… sí, que debía, sin ningún género de dudas, como amigo, como amigo leal… insinuar algo a Emma, hacerle alguna pregunta. No era capaz de verla en una situación de peligro como aquella sin tratar de defenderla. Era su deber.

—Por favor, Emma —dijo—, ¿puedo preguntar en qué consistía la gracia, la malicia, de la última palabra que les han dado a usted y a la señorita Fairfax para descifrar? He visto la palabra, y tengo curiosidad por saber por qué ha sido tan divertida para la una y tan poco divertida para la otra.

Emma quedó muy turbada. No podía ni pensar en darle la verdadera explicación; pues aunque estaba lejos de haber visto disipadas sus sospechas, se sentía realmente avergonzada de haberlas comunicado a alguien.

—¡Oh! —exclamó visiblemente nerviosa—. No quería decir nada. Una simple broma entre nosotros.

—Una broma —replicó él gravemente— que sólo les hizo a gracia a usted y al señor Churchill.

Él esperaba tener una respuesta, pero no la obtuvo. Emma prefería hacer cualquier otra cosa menos hablar. El señor Knightley permaneció en silencio durante un rato haciendo conjeturas. Por su mente cruzó la posibilidad de una serie de peligros. Inmiscuirse… inmiscuirse en vano. La turbación de Emma y su reconocimiento de su intimidad con Frank parecían ser como una confesión de que sentía un gran interés por él. Sin embargo debía hablar. Prefería correr el riesgo de que le tomara por un entrometido antes de que ella pudiera salir perjudicada; prefería cualquier cosa antes de quedarse con la mala impresión de que hubiera podido evitarle algún mal.

—Mi querida Emma —dijo por fin, de la manera más afectuosa—, ¿cree usted que conoce perfectamente el grado de amistad que existe entre el caballero y la dama de los que estamos hablando?

—¿Entre el señor Frank Churchill y la señorita Fairfax? ¡Oh sí! Perfectamente… ¿Por qué lo pone en duda?

—¿No ha tenido en ninguna ocasión motivos para pensar que él sentía una gran admiración por ella o viceversa?

—¡Oh, no, nunca, nunca! —exclamó Emma con gran apasionamiento—. Nunca, ni por una fracción de segundo se me ha ocurrido esta idea. ¿Cómo es posible que se le haya ocurrido a usted?

—Últimamente he creído ver indicios de que existía algo más que amistad entre ellos… ciertas miradas significativas que no creo que ellos supieran que alguien iba a interceptar.

—¡Oh, casi me hace usted reír! Me encanta ver que también usted se permite dejar vagar su imaginación… pero se equivoca… siento mucho tener que cortarle las alas al primer intento… pero lo cierto es que se equivoca. Entre ellos no hay nada más que amistad, se lo aseguro; y las apariencias que puede usted haber advertido son fruto de alguna circunstancia especial… sentimientos de una naturaleza totalmente distinta… es imposible explicar exactamente… es algo bastante absurdo… pero lo que puede contarse, lo que no es absurdo del todo, no puede estar más lejos de ser una mutua atracción o admiración. Es decir, supongo que las cosas son así por lo que a ella respecta; por lo que respecta a él, estoy segura. Yo le respondo de que él es absolutamente indiferente.

Emma hablaba con una seguridad que hizo vacilar al señor Knightley, con una satisfacción que le hizo callarse. Estaba muy alegre y hubiese querido prolongar la conversación con el deseo de enterarse de los detalles de sus sospechas, de que le describiera cada mirada, cada uno de los pormenores y circunstancias, por los que decía sentir tanto interés. Pero la jovialidad de ella no encontró eco en su interlocutor. El señor Knightley se daba cuenta de que no podía ser útil, y aquella conversación le estaba irritando demasiado. Y a fin de que su irritación no se convirtiera en verdadera fiebre con el fuego que las delicadas costumbres del señor Woodhouse obligaban a que se encendiese casi todas las tardes del año, no tardó en despedirse apresuradamente y en encaminarse hacia su fría y solitaria Donwell Abbey.

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