Emma

Emma


CAPÍTULO XXXVIII

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CAPÍTULO XXXVIII

NO volvió a ocurrir ningún contratiempo que impidiese que se celebrara el baile. La fecha se fue acercando y por fin llegó. Y tras una mañana de una espera un tanto ansiosa, Frank Churchill, muy seguro de sí mismo, llegó a Randalls antes de la hora de comer. Todo estaba, pues, a punto.

No había vuelto a verse con Emma. El salón de la Hostería de la Corona iba a ser el escenario de su segunda entrevista; pero iba a ser algo más íntimo que un encuentro en medio de todos los demás invitados. El señor Weston había insistido tanto en que Emma llegara a la hostería antes de la hora prevista, lo antes que le fuera posible después de los propios organizadores, a fin de que diese su opinión respecto al buen orden y al acomodo de los salones, antes de que llegara nadie más, que no pudo negarse, y por lo tanto era previsible que debía de pasar un rato de amigable y tranquilo coloquio en compañía del joven. Después de recoger a Harriet, ambas se dirigieron a la Corona a una hora muy temprana, muy poco después que la propia familia de Randalls.

Frank Churchill parecía haber estado esperándolas; y aunque fue parco en palabras, sus ojos declaraban que se proponía pasar una velada deliciosa. Todos juntos se pusieron a recorrer los salones para comprobar que todo estaba en orden; y al cabo de unos minutos se les unieron los invitados que acababan de llegar en otro coche; al oír el ruido Emma, sorprendidísima, estuvo a punto de exclamar: «¡Pero si aún es muy temprano!»; pero en seguida vio que los recién llegados eran viejos amigos a quienes como a ella se había rogado que acudieran lo antes posible para ayudar con sus consejos al señor Weston; y a ese coche no tardó en seguir otro de unos primos, a quienes también se había suplicado encarecidamente que llegaran temprano por el mismo motivo, de modo que daba un poco la impresión de que la mitad de los invitados tenían que reunirse previamente con objeto de proceder a la última inspección preliminar.

Emma se dio cuenta de que su criterio no era el único criterio en el que confiaba el señor Weston, y pensó que ser amiga predilecta e íntima de un hombre que tenía tantos amigos íntimos de toda confianza no era lo que más podía halagar la vanidad. Le gustaba su carácter abierto, pero un poco menos de cordialidad con todo el mundo hubiese contribuido a dar más relieve a su personalidad. Un hombre debía ser amable con todos, pero no amigo de todos… Y Emma pensaba en alguien que era exactamente así…

Los reunidos lo recorrieron todo, inspeccionándolo y haciendo grandes elogios; y luego, como no tenían nada más que hacer, formaron una especie de semicírculo frente a la chimenea, comentando cada cual a su modo, y hasta que surgieron otros temas de conversación, que a pesar de estar en mayo a la caída de la tarde un buen fuego aún resultaba muy agradable.

Emma advirtió que si el número de consejeros privados no era todavía mayor, no había sido por culpa del señor Weston. Ya que al venir se habían detenido en casa de la señora Bates para ofrecerles su coche, pero tía y sobrina habían acordado con los Elton que pasarían a recogerlas.

Frank estaba a su lado, pero no continuamente; su desasosiego revelaba una inquietud interior. Iba de un lado a otro, se dirigía a la puerta, prestaba oídos al ruido de otros coches… impaciente por empezar o temeroso de estar de continuo al lado de ella. Se hablaba de la señora Elton.

—Supongo que no tardará en llegar —dijo él—. Tengo mucha curiosidad por conocer a la señora Elton, he oído hablar tanto de ella… Supongo que ya no puede tardar…

Se oyó el ruido de un coche; el joven se dispuso inmediatamente a salir a recibirles, pero no tardó en regresar diciendo:

—Olvidaba que no nos han presentado. Yo en mi vida he visto ni al señor ni a la señora Elton. O sea que no puedo recibirles.

Aparecieron el señor y la señora Elton; y hubo todas las sonrisas y cortesías de rigor.

—Pero ¿y la señorita Bates y la señorita Fairfax? —dijo el señor Weston mirando en torno suyo—. Nosotros creíamos que iban a venir con ustedes.

El olvido era reparable y en seguida se mandó el coche a recogerlas. Emma tenía una gran curiosidad por saber cuál sería la primera opinión de Frank sobre la señora Elton; cómo iba a reaccionar ante la afectada elegancia de su vestido y sus empalagosas sonrisas. El joven, una vez hechas las presentaciones, se dispuso inmediatamente a formarse una opinión de ella observándola con toda atención.

Al cabo de pocos minutos el coche ya estaba de vuelta; alguien comentó que llovía.

—Voy a ver si encuentro un paraguas —dijo Frank a su padre—; hay que pensar en la señorita Bates.

Apenas hubo salido cuando el señor Weston se disponía a seguirle; pero la señora Elton le detuvo para felicitarle por la buena impresión que le había causado su hijo; abordándole con tanta rapidez que incluso el propio joven, a pesar de no ser precisamente lento en sus movimientos, tuvo que oírlo a la fuerza.

—Un joven encantador, señor Weston, se lo aseguro. Ya le dije con toda sinceridad que me gustaba opinar por mí misma, y ahora me complazco en decirle que me ha producido una magnífica impresión… Puede usted creerme. Yo no hago cumplidos. Me parece un joven muy apuesto, y con una elegancia y una distinción que es la que más me agrada… un verdadero caballero, sin una pizca de afectación ni de vanidad. Debe usted saber que detesto a los jóvenes fatuos… no puedo soportarlos. En Maple Grove nunca los tolerábamos. Ni el señor Suckling ni yo teníamos paciencia para sufrirlos; y a veces les decíamos cosas muy mordaces… Selina, que es demasiado blanda (un verdadero defecto en ella), los toleraba mucho mejor.

Mientras le hablaba de su hijo, la atención del señor Weston estuvo fija en sus palabras; pero cuando empezó a hablar de Maple Grove recordó que acababan de llegar unas damas a las que había que atender, y con la más amable de sus sonrisas se apresuró a salir también del salón.

Entonces la señora Elton se dirigió a la señora Weston.

—Seguro que es nuestro coche con la señorita Bates y Jane. Nuestro cochero y nuestros caballos son tan rápidos… Me atrevería a decir que nuestro coche va más aprisa que ningún otro… ¡Qué alegría da enviar el coche de uno a que recoja a unos amigos! Creo que han sido ustedes tan amables que les han ofrecido su coche, pero ya saben para otra ocasión que no es necesario que se molesten. Pueden tener la seguridad de que yo siempre me ocuparé de ellas

La señorita Bates y la señorita Fairfax escoltadas por los dos caballeros penetraron en el salón; y la señora Elton pareció considerar que era su deber, tanto como el de la señora Weston, salir a recibirlas. Sus gestos y ademanes podían ser entendidos por cualquiera que la estuviese mirando como Emma, pero sus palabras, mejor dicho, las palabras de todos, no tardaron en quedar ahogadas por la incesante charla de la señorita Bates, que ya entró hablando y que no terminó de hablar hasta muchos minutos después de haberse incorporado al grupo que se formaba alrededor de la chimenea. Al abrirse la puerta, ya se le oía decir:

—¡Son ustedes tan amables! Pero si no llueve nada… Casi ni una gota. Por mí no me preocupo. Llevo unos zapatos bien gruesos. Y Jane dice que… ¡Vaya…! —apenas hubo franqueado la puerta—. ¡Vaya! ¡Eso sí que está bien! ¡Me dejan admirada! ¡Qué gran idea han tenido…! ¡No falta nada! Nunca hubiera podido imaginarme algo así… ¡Y qué iluminación! Jane, Jane, mira… ¿Has visto alguna vez algo parecido? ¡Oh, señor Weston, forzosamente debe usted de tener la lámpara de Aladino! La buena de la señora Stokes no reconocería su salón. Ahora al entrar la he saludado, porque la he encontrado en la puerta. «¡Qué tal, señora Stokes!», le he dicho, pero no tenía tiempo de decirle nada más. —En aquel momento se hallaba frente a la señora Weston—. Muy bien, gracias, ¿y usted? Espero que siga usted bien. No sabe cuánto me alegro. ¡Tenía tanto miedo de que tuviese jaqueca! La he visto pasar tan apresurada estos días por la calle, y sabiendo los quebraderos de cabeza que habrá tenido con todo esto… No sabe lo que me alegro… ¡Ah, querida señora Elton! ¡Le estamos tan agradecidas por el coche…! Sí, sí, ha llegado muy a punto. Jane y yo ya estábamos listas para salir. No hemos hecho esperar a los caballos ni un momento. ¡Y qué coche más cómodo…! ¡Ah! Por cierto que ya sé que también tengo que darle las gracias a usted, señora Weston… La señora Elton había sido tan amable que envió una nota a Jane para prevenirnos, de lo contrario hubiéramos aceptado su ofrecimiento con mucho gusto… ¡Señor, dos ofrecimientos como éstos en un mismo día…! No hay vecinos mejores que los nuestros. Yo le decía a mi madre: «Mamá, puedes estar segura…». Muchas gracias, mi madre está perfectamente bien. Ha ido a casa del señor Woodhouse. He hecho que se llevara el chal porque ahora las noches son frescas… El chal grande, el nuevo… Un regalo que le hizo la señora Dixon cuando se casó… ¡Oh, fue tan amable al acordarse de mi madre! Lo compraron en Weymouth, ¿sabe usted? y lo eligió el señor Dixon. Jane dice que había tres más y que estuvieron dudando durante mucho rato. El coronel Campbell prefería uno color aceituna. Jane, querida, ¿estás segura de que no tienes los pies mojados? Sólo han sido cuatro gotas, pero tengo tanto miedo con ella… Claro que el señor Frank Churchill ha sido tan… Incluso nos ha puesto una estera al bajar del coche… No puede imaginarse lo atento que ha sido con nosotras… ¡Ah, por cierto, señor Frank Churchill! Tengo que decirle que las gafas de mi madre no han vuelto a romperse; la montura no se ha vuelto a salir. Mi madre se acuerda muchas veces de lo bueno que es usted. ¿Verdad que sí, Jane? ¿Verdad que hablamos a menudo del señor Frank Churchill? ¡Ah, aquí está la señorita Woodhouse! ¡Querida señorita Woodhouse! ¿Cómo está usted? Muy bien, gracias, perfectamente. ¡Ay, tengo la impresión de estar en el país de las hadas! ¡Qué transformación! No quiero adularla, ya sé… —contemplando a Emma con complacencia— ya sé que a usted no le gusta que la adulen, pero… le prometo, señorita Woodhouse, que parece usted… Por cierto, ¿le gusta el peinado de Jane? Usted entiende tanto de esas cosas… Se ha peinado ella sola… ¡Oh, es asombroso ver cómo se peina! Estoy convencida de que ningún peluquero de Londres sería capaz de… ¡Ah, allí veo al doctor Hughes… y a la señora Hughes…! Discúlpeme, pero tengo que hablar un momento con el doctor y la señora Hughes… ¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? Muy bien, gracias. Encantadora reunión, ¿verdad? ¿Dónde está nuestro querido señor Richard? ¡Ah, ya le veo! No, no, no le molesten; está muy ocupado conversando con unas jóvenes. ¿Cómo está usted, señor Richard? El otro día le vi cuando iba a caballo por el pueblo… ¡Caramba, pero…! ¡Si es la señora Otway! ¡Y el bueno del señor Otway y la señorita Otway y la señorita Caroline! ¡Cuántos buenos amigos reunidos! ¡Y el señor George y el señor Arthur! ¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? Perfectamente. Muy agradecida. Nunca me he encontrado mejor. Me parece que oigo llegar otro coche. ¿De quién podrá ser? Ya, probablemente los Cole. ¡Qué buenas personas son! ¡Y qué agradable es sentirse rodeada de tan buenos amigos! ¡Y con un fuego que calienta tanto! Tengo la impresión de estar asada. No, café no, gracias… nunca tomo café. Un poco de té, por favor… pero no corre ninguna prisa, no se apresure… ¡Oh, ya está aquí! ¡Qué bien organizado está todo!

Frank Churchill volvió junto a Emma. Y cuando la señorita Bates se apaciguó un poco, la joven no tuvo otro remedio que oír la conversación entre la señora Elton y la señorita Fairfax, que estaban detrás y no muy lejos de ella. Mientras Frank estaba pensativo; su compañera no hubiera podido decir si estaba también prestando oídos a aquella conversación. Después de dedicar muchos cumplidos al peinado y al vestido de Jane, elogios que fueron acogidos con una digna serenidad, evidentemente la señora Elton quería ser elogiada a su vez… e insistía: «¿Qué te parece mi vestido? ¿Y estos adornos que me he puesto? ¿Me ha peinado bien Wright?», junto con otras muchas preguntas por el estilo, que eran contestadas con paciente cortesía. Luego la señora Elton dijo:

—No hay mujer que se preocupe menos por su vestido que yo… eso en general, pero en una ocasión como ésta, cuando todo el mundo está tan pendiente de mí y no se me pierde de vista, y además como una atención para los Weston… que estoy segura que han dado este baile sobre todo en mi honor… no quisiera parecer inferior a las demás. Y exceptuando las mías, veo muy pocas perlas en el salón… Me han dicho que Frank Churchill baila maravillosamente… Veremos si nuestros estilos armonizan bien… Desde luego Frank Churchill es un joven distinguidísimo… realmente encantador.

En este momento Frank empezó a hablar en voz tan alta que Emma no pudo por menos de pensar que había oído los elogios que se hacían de él y no quería oír más; y durante un rato las voces de las dos quedaron ahogadas por el bullicio, hasta que hubo otra pausa que permitió oír claramente a la señora Elton… El señor Elton acababa de incorporarse al grupo, y su esposa estaba exclamando:

—¡Ah! Por fin nos has encontrado, ¿eh? ¿Vienes a sacarnos de nuestro aislamiento? Ahora mismo le estaba diciendo a Jane que suponía que empezarías a estar impaciente por saber algo de nosotras.

—¡Jane! —repitió Frank Churchill, sorprendido y contrariado. Ya es tener confianza… Pero veo que a la señorita Fairfax no le parece mal.

—¿Qué le parece la señora Elton? —preguntó Emma en un susurro.

—Que no me gusta en absoluto.

—Es usted un ingrato.

—¿Ingrato? ¿Qué quiere usted decir?

Luego, desarrugando el entrecejo y sonriendo, añadió:

—No, no me lo diga… Prefiero no saber lo que quiere decir… ¿Dónde está mi padre? ¿Cuándo vamos a empezar a bailar?

Emma no acababa de entenderle; parecía que se había puesto de mal humor. Salió para ir en busca de su padre, pero no tardó en regresar en compañía del señor y la señora Weston. Los encontró preocupados por resolver una dificultad que querían plantear a Emma. A la señora Weston acababa de ocurrírsele que debía pedirse a la señora Elton que abriera el baile; porque ella así esperaba que lo harían; lo cual contrariaba todos sus deseos de que fuese Emma quien tuviese esta distinción… Emma recibió aquella noticia tan poco grata con entereza.

—¿Y qué pareja sería la más adecuada para ella? —preguntó el señor Weston—. Supongo que pensará que es Frank quien debería sacarla a bailar.

Frank se volvió rápidamente hacia Emma para recordarle el compromiso que había contraído con él; dijo que ya estaba comprometido, lo cual tuvo la más completa aprobación de su padre… Y entonces a la señora Weston se le ocurrió la idea de que podría ser su marido quien bailase con la señora Elton, y rogó a los jóvenes que le ayudasen a convencerle, para lo cual no necesitaron mucho tiempo… El señor Weston y la señora Elton abrirían el baile, y el señor Frank Churchill y la señorita Woodhouse les seguirían. Emma tuvo que someterse a aceptar un segundo lugar, respecto a la señora Elton, a pesar de que siempre había considerado aquel baile como organizado propiamente en honor suyo. Aquello era casi motivo suficiente para hacerle pensar en casarse.

Indudablemente, en aquella ocasión la señora Elton la aventajaba en vanidad totalmente satisfecha; pues aunque había aspirado a abrir el baile junto con Frank Churchill, no perdía nada con el cambio. El señor Weston debía de juzgarse superior a su hijo. A pesar de este pequeño revés, Emma sonreía feliz contemplando con satisfacción el considerable número de parejas que se iban formando, y dándose cuenta de que le esperaban una serie de horas de una diversión muy poco frecuente… El que el señor Knightley no bailase era tal vez lo que más la preocupaba de todo. Estaba entre los espectadores, es decir, donde no debiera haberse quedado; hubiera debido estar bailando… no poniéndose al lado de los esposos, de los padres, de los jugadores de whist, que no mostraron ningún interés por el baile hasta que hubieron terminado sus partidas… ¡él, que parecía tan joven! Tal vez no hubiera resaltado tanto en medio de cualquier otro grupo. Su figura alta, enérgica, erguida, en medio de aquellos hombres mucho mayores que él, obesos y de espaldas encorvadas, debía forzosamente atraer las miradas de todos, y Emma se daba cuenta de ello; y exceptuando a su propia pareja, ni uno solo de los que componían aquella hilera de jóvenes podía compararse con él. Dio unos pasos hacia delante que bastaron para demostrar con qué elegancia, con qué gracia natural hubiese podido bailar sólo con que se tomara la molestia de proponérselo… Cada vez que sus miradas se cruzaban, ella le obligaba a sonreír; pero en general estaba muy serio. Emma hubiera deseado que fuera más amigo de las salas de baile, y también más amigo de Frank Churchill… Él a menudo parecía estarla observando. No creyó posible que el señor Knightley prestara atención a su manera de bailar, pero si lo que buscaba eran motivos para censurar su proceder, no tenía el menor miedo. Entre ella y su pareja no había ni la menor sombra de coqueteo. Daban más la impresión de unos amigos alegres y despreocupados que de enamorados. Era indudable que Frank Churchill pensaba menos en ella que unos meses atrás.

El baile se desarrolló agradablemente. Las preocupaciones, los incesantes desvelos de la señora Weston no fueron en vano. Todo el mundo parecía contento; y el elogio de que había sido un baile delicioso, elogio que pocas veces se otorga hasta que el baile ha terminado, fue repetido una y otra vez desde los mismos inicios de la velada. Acontecimientos muy importantes, muy dignos de ser recordados, no ocurrieron más de los que suelen ocurrir en ese tipo de fiestas. Hubo uno, sin embargo, al que Emma concedió cierto interés… Se había iniciado el penúltimo baile antes de la cena y Harriet no tenía pareja… era la única joven que se hallaba sentada; y como hasta entonces el número de bailarines había sido tan igualado, resultaba sorprendente que ahora quedase alguien sin pareja; pero la sorpresa de Emma no tardó en disminuir al ver al señor Elton vagando por allí. No iba a pedir a Harriet que bailara con él, si es que le era posible evitarlo; Emma estaba segura de que no la sacaría a bailar… y esperaba de un momento a otro ver cómo huía hacia la sala de juego.

Sin embargo, no era huir lo que se proponía hacer. Se dirigió hacia un ángulo del salón en donde se encontraban reunidos los mirones, habló con algunos de ellos y se paseó por allí como para mostrar su libertad y su decisión de mantenerla. No omitió pararse a veces enfrente de la señorita Smith ni hablar con personas que estaban al lado de ella… Emma no le perdía de vista… Aún no estaba bailando, sino que recorría el trecho que había de un extremo a otro de la hilera, y por lo tanto podía mirar a su alrededor, y con sólo volver ligeramente la cabeza lo vio todo. Pero cuando estuvo hacia la mitad de la hilera, todo el grupo quedó exactamente a sus espaldas y ya no pudo seguir observándoles; pero el señor Elton estaba tan cerca que pudo oír hasta la última sílaba de un diálogo que precisamente en aquellos momentos se desarrollaba entre él y la señora Weston; y advirtió que la esposa del vicario, que precedía a Emma en la fila, no sólo escuchaba también, sino que incluso alentaba a su marido con significativas miradas… La bondadosa y afable señora Weston se había levantado para acercársele y decirle:

—¿No baila usted, señor Elton?

A lo cual él replicó rápidamente:

—Desde luego, señora Weston, si accede usted a bailar conmigo. —¿Yo? ¡Oh, no…! Le buscaré una pareja mejor que yo, que no bailo.

—Si la señora Gilbert desea bailar —dijo él—, será un gran placer para mí… pues, aunque ya empiezo a sentirme más bien como un señor casado un poco viejo, y que ya me ha pasado la edad de bailar, para mí sería un gran placer formar pareja con una antigua amistad como la señora Gilbert.

—No creo que la señora Gilbert piense en bailar, pero allí hay una señorita sentada que me gustaría mucho ver bailando… la señorita Smith…

—La señorita Smith… ¡Oh…! No me había fijado… Es usted muy amable, y si no fuera ya un hombre casado un poco viejo… Pero ya me ha pasado la edad de bailar, señora Weston. Usted sabrá disculparme. En cualquier otra cosa que me pida será un honor para mí complacerla… estoy a sus órdenes… pero ya me ha pasado la edad de bailar.

La señora Weston no insistió; y Emma podía imaginarse cuál sería su sorpresa y su mortificación mientras regresaba a su sitio. ¡Éste era el señor Elton! ¡El afectuoso, el amable, el atento señor Elton! Por un momento miró a su alrededor; el vicario había ido en busca del señor Knightley, a poca distancia de ella, y estaba intentado trabar conversación con él mientras cambiaba sonrisas de triunfo con su esposa.

No quiso seguir mirando; estaba indignada y temía que el color de su cara delatase sus sentimientos.

Poco después lo que vio le hizo brincar el corazón de alegría; ¡el señor Knightley sacaba a bailar a Harriet! Nunca había tenido una sorpresa tan grande y pocas veces tan jubilosa como en aquel momento. Estaba llena de contento y de gratitud, tanto por Harriet como por ella misma, y deseaba ardientemente darle las gracias a él; y aunque estaban demasiado lejos para poderse hablar, cuando sus miradas volvieron a cruzarse, los ojos de Emma eran ya suficientemente elocuentes.

Tal como ella había imaginado, el señor Knightley bailaba magníficamente bien; y Harriet hubiera podido parecer casi demasiado feliz de no haber sido por la penosa escena que se había desarrollado poco antes, y por la expresión de placer absoluto y de perfecta comprensión de la distinción que se le había hecho, que se leía en su alegre rostro. Aquello no había sido en vano, Harriet estaba más contenta que nunca y se deslizaba por entre las parejas en medio de una continua sucesión de sonrisas.

El señor Elton se había retirado a la sala de juego, con la sensación (según confiaba Emma) de haber hecho el ridículo; Emma no le consideraba tan insensible como su esposa, a pesar de que se estaba volviendo como ella; ella expresó su opinión, comentando en voz alta con su pareja:

—¡Knightley se ha compadecido de la pobre señorita Smith! ¡Tiene tan buen corazón!

Se anunció la cena y todos se dispusieron a dirigirse hacia el comedor; y desde aquel momento, y hasta que se sentó a la mesa y cogió su cuchara, sin ninguna interrupción sólo se oyó hablar a la señorita Bates.

—¡Jane, Jane, querida Jane! ¿Dónde estás? Aquí tienes una palatina[17]. La señora Weston dice que por favor te pongas su palatina. Dice que tiene miedo que haya corriente de aire en el pasillo, aunque se haya hecho todo lo posible para procurar… Han clavado una puerta… Y han puesto muchos burletes… Querida Jane, ¡tienes que ponértela! Señor Churchill… ¡Oh, qué amable es usted! Muchas gracias por ayudarle… ¡Muy agradecida! ¡Qué baile más delicioso!, ¿verdad? Sí, querida, como ya te había dicho, he salido un momento para ir a casa y ayudar a la abuelita a acostarse… y he vuelto en seguida, y nadie me ha echado de menos… Me he ido sin decir una palabra a nadie, como ya te dije que lo haría. La abuelita se encuentra muy bien, ha pasado una velada encantadora con el señor Woodhouse; han estado charlando mucho y han jugado al chaquete… Antes de que se fuera sirvieron el té allí mismo, con galletas, manzanas asadas y vino; en algunas partidas ha tenido una suerte loca; y me ha hecho muchas preguntas sobre ti, si te divertías y con quién bailabas.

«¡Oh!», le he dicho yo, «no puedo adivinar lo que va a hacer Jane; cuando yo me he ido estaba bailando con el señor George Otway; mañana ella misma te lo contará todo; su primera pareja ha sido el señor Elton, pero no sé quién será la próxima, tal vez el señor William Cox». ¡Por Dios, oh, qué amable es usted! ¿De veras no prefiere dar el brazo a ninguna otra señora? No soy una inválida… ¡Oh, es usted tan amable! ¡Vaya, Jane en un brazo y yo en el otro! ¡Alto, alto, no vayamos tan aprisa que viene la señora Elton! ¡Querida señora Elton, qué elegante está usted! ¡Qué encajes más bonitos! Ahora entraremos todos detrás de usted, que es la reina de la fiesta… Bueno, ya estamos en el corredor. Dos escalones, Jane, cuidado con los dos escalones. ¡Oh, no, sólo hay uno! Bueno, pues yo estaba convencida de que había dos. ¡Qué raro! Yo estaba segura de que había dos y sólo hay uno… ¡Oh! Nunca se había visto nada igual en comodidad y en distinción… ¡Velas por todas partes! Te estaba hablando de la abuelita, Jane… Sólo ha tenido una pequeña decepción… Las manzanas asadas y las galletas eran excelentes, ¿sabes?; pero para empezar sirvieron un delicioso fricasé de mollejas de ternera con espárragos, y el bueno del señor Woodhouse opinó que los espárragos no estaban bien hervidos e hizo que se los volvieran a llevar. Pero, claro, a la abuelita no hay nada que le guste tanto como las mollejas de ternera con espárragos… o sea que se quedó un poco decepcionada… pero lo que acordamos fue que no se lo diríamos a nadie para que no llegue a oídos de la querida señorita Woodhouse, que se llevaría un disgusto si lo supiera… ¡Vaya! ¡Eso sí que es…! ¡Estoy deslumbrada! ¡Nunca hubiera podido imaginarme…! ¡Qué elegancia y qué lujo…! No había visto nada parecido desde… Bueno, ¿y dónde nos sentamos? ¿Dónde nos sentamos? En cualquier sitio, con tal de que Jane no tenga corriente de aire. A mí me da igual sentarme en un sitio o en otro. ¡Ah! ¿Me aconseja usted este sitio? Bueno, entonces señor Churchill… sólo que me parece demasiado bueno… pero, en fin, como usted quiera… Lo que usted mande en esta casa no puede estar mal hecho. Jane, querida, ¿cómo vamos a acordarnos después ni de la mitad de los platos para contárselo a la abuelita? ¡Incluso sopa! ¡Santo Cielo! No tendrían que haberme servido tan pronto… pero huele tan maravillosamente que no puedo resistir la tentación de probarla.

Emma no tuvo oportunidad de hablar con el señor Knightley hasta que terminó la cena; pero cuando volvieron a reunirse de nuevo en la sala de baile, sus ojos le invitaron de un modo irresistible a acercársele y a recibir su gratitud. Él censuró duramente la conducta del señor Elton; había sido una grosería imperdonable; y las miradas de la señora Elton su parte correspondiente de reprobación.

—Se proponían algo más que humillar a Harriet —dijo él—. Emma, ¿por qué se han convertido en enemigos de usted?

Él la miraba sonriendo, como queriendo penetrar en sus pensamientos; y al no recibir respuesta añadió:

—Sospecho que ella no tiene motivos para estar enfadada con usted, aunque él sí los tenga… Ya sé que no va a aclararme nada de esta suposición mía… Pero, Emma, confiese que usted quería casarlo con Harriet.

—Sí, lo confieso —replicó Emma— y no pueden perdonármelo.

El señor Knightley sacudió la cabeza; pero sonreía indulgentemente y se limitó a decir:

—No voy a reñirla. La dejo con sus reflexiones.

—¿Puede usted tener una idea tan halagadora de mí? ¿Cree que mi vanidad puede permitir que me dé cuenta de que me equivoco? —Su vanidad no, pero sí su sinceridad. Si una cosa la empuja a equivocarse, la otra la obliga a reconocer su error.

—Reconozco haberme equivocado completamente con el señor Elton. Hay una mezquindad en él que yo no supe descubrir y que usted sí advirtió; y yo estaba plenamente convencida de que estaba enamorado de Harriet… ¡Toda una serie de grandes errores!

—Correspondiendo a su sinceridad, tengo que decirle para ser justo con usted, que le había elegido una esposa mucho mejor de lo que él ha sabido elegirla… Harriet Smith tiene cualidades espléndidas de las que la señora Elton carece en absoluto. Es una muchacha sin pretensiones, sencilla, sin ningún artificio… como para que cualquier hombre de buen criterio y de buen gusto la prefiera cien veces más a una mujer como la señora Elton. La conversación de Harriet me ha parecido más agradable de lo que yo esperaba.

Emma se sentía muy agradecida… Les interrumpió el revuelo que causaba el señor Weston al llamar a todos para reemprender el baile.

—¡Señorita Woodhouse, señorita Otway, señorita Fairfax, vengan! ¿Qué están haciendo? Vamos, Emma, dé usted el ejemplo a sus compañeras. ¡Oh, qué perezosos! ¡Todo el mundo está dormido!

—Yo estoy a punto —dijo Emma— cuando quieran pueden sacarme a bailar.

—¿Con quién va a bailar? —preguntó el señor Knightley.

Ella vaciló un momento y luego replicó:

—Con usted, si me lo pide.

—¿Me concede este honor? —le preguntó, ofreciéndole su brazo.

—Desde luego. Usted ha demostrado que sabe bailar; y ya sabe que no somos hermanos, o sea que no formamos una pareja nada impropia.

—¿Hermanos? No, desde luego que no.

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