Emma

Emma


PORTADA

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La muerte de José pasó por la vida de su familia como la llovizna imprevista de verano, que cae un rato y luego nada. Sin mayor asombro, sin pesar, sin dolor. El odio y el rencor que Beatrice y Sofía abrigaban hacia José era un sentimiento que Emma nunca pudo comprender. “En vida no me dio nada” dijo su hermana “y en la muerte tampoco me dejó nada”. Una piedra habría sentido más pesar por él que el corazón duro de ella. Pocos asistieron a su entierro, doña Marta y algunas hermosas damas estaban allí, junto a Emma, llevaron muchísimas flores. Beatrice no se cansaba de decir que estaría ardiendo en el infierno. Mientras que Emma pensaba que aún estaría con vida, en otro tipo de existencia, desintoxicándose de los vicios mundanos que lo esclavizaron. Lo soñó después durante muchos años.

A veces en la calle creía verlo, se bajaba de los buses y seguía a los ancianos que se parecían a él para que tal vez, tuviera la dicha de encontrarse de nuevo con su avejentado rostro. Pensaba que se había ido lejos, en un largo viaje, y que pronto podría verlo, que podrían jugar cartas, reírse de doña Tanchito y sus tiradas y volverían al comedor de doña Marta a comer choripanes.

   Emma fue a la habitación del centro a recoger las cosas de su padre y se encontró con dos sorpresas.

Una carta de Salomón, su medio hermano, con una foto, contándole a su padre que se había casado, que estaba viviendo en México y que era muy feliz. Su esposa tendría, según la foto, unos treinta años, contra los dieciséis que tenía él. Había una dirección en la carta a la cual Emma escribió, pero jamás recibió respuesta. La otra sorpresa fue que alguien había robado los instrumentos de José. Sólo quedaban las dos camas viejas, el piano, la mesita y una estufa oxidada. Le dijo a doña Tanchito que vendiera el piano y las otras cosas y que se quedara con el dinero. Emma para entonces ya tenía dieciocho gloriosos años. No volvió jamás a visitar a doña Marta, pero pensaba a veces en ella y en lo buena que había sido con su padre en ese mundo tan pequeño, que tiene cada día el mismo andar, las mismas personas, los mismos lugares, los mismos chistes, los  mismos saludos. “Y así van deslizándose los días –decía Bécquer, – unos de otros en pos, hoy lo mismo que ayer…y todos ellos, sin gozo ni dolor” <Tiene que haber algo más que un conjunto de juezas que no te dan vida> pensaba Emma, y algo más que un montón de hermosas damas que te hacen reír cada día, más que un solo comedor para comer y más que una sola calle donde caminar, ¿qué más hay?

La tumba de su padre no la visitó jamás porque en vida había llenado su corazón con su amor, su ser ya no estaba allí, había trascendido, había abierto la puerta que todos abriremos un día y estaría en algún lugar existiendo, despojado de su obsoleto cuerpo, siendo tan eterno como el tiempo mismo.   

Trascendió en ella con lo bueno y lo malo y aprendió lo bueno y lo malo de él, le dejó una herencia de conocimiento que para ella fue de gran valor.

 

–¡Daniel, Daniel! Te quedaste dormido –dijo Rebecca.

–¡No! Solamente cerré mis ojos para imaginar la historia. No me he perdido nada.

–Ciertamente fue una época difícil. Pero me impresiona el amor hacia su padre –continuó Rebecca.

–Mi querida niña, Emma se entregaba completa a cuanto amaba. Para ella fue siempre todo o nada, blanco o negro; y amó o no a la gente que estaba a su alrededor y se ganó el amor de unos, tanto como el odio de muchos otros.

– Mañana volveré para continuar la historia –le dijo a Daniel mientras acariciaba su cabello.

Daniel había fijado su mirada en un punto lejano.

–Entonces, ¿vengo mañana? –insistió Rebecca.

–Sí, te ruego que vuelvas mañana.

Tomó su mano y lo acompañó a la alcoba. En la misma había una pequeña mesa y dos sillas, todo de madera. Allí, generalmente cenaba o se tomaba una pequeña copita de vino. Rebecca le sirvió un plato con verduras y un pequeño filete de pollo.

–¿Me darías una copa de vino? –Le preguntó Daniel cariñosamente.

–Por supuesto –contestó Rebecca.

El pensamiento de Daniel abrió de nuevo sus alas y voló hacia su antigua casa donde había pasado algunos años en compañía de Emma. Ella se reía y bromeaba sobre un maestro de la universidad. El la veía completamente absorto con su pequeño vestido negro de flores de malva y margarita que a él le encantaba arrancar por las noches.

–Bien, aquí está tu copa –dijo Rebecca.

–¿Me acompañarías? –preguntó Daniel.

–¡Claro! No veo por qué no. Así celebraremos desde ahora tu cumpleaños.

Rebecca se sirvió y ambos acercaron sus copas.

–¿Por la mujer del bosque encantado? –Preguntó Rebecca.

–Sí –contestó Daniel –Por Emma.

 

Era jueves, el 82avo cumpleaños de Daniel. Rebecca preparó un delicioso almuerzo y lo acompañaron ella y su tía Alison, la esposa de Pablo. La primavera había llenado el jardín de Daniel con hermosas flores. Una pequeña parcela de tierra, junto a la fuente, estaba repleta de margaritas, que él cuidaba con mucho esmero.

–Mi padre te envía todo su amor y ha dicho que pronto vendrá a verte –dijo Rebecca a Daniel.

Daniel sonrió.

–Tu padre es un gran hombre. Lo conocí cuando apenas tenía tres años, en una ocasión en que Emma lo llevó a mi casa para presentármelo, nos quisimos desde ese momento. Como sabes, lo amo como si fuera mi hijo.

Por supuesto Rebecca conocía esa pequeña parte de la historia a la que Daniel siempre se refería cuando hablaban de Cris.

–¿Por qué nunca te casaste Daniel? –preguntó Rebecca.

–Es complicado –Contestó Daniel.

Mientras Alison y Rebecca platicaban, Daniel dedicaba su pensamiento en los años que aún le quedaban. Y en las ansias que sentía por trascender y descansar.

Terminaron el almuerzo y Alison se despidió. Le dio un beso en la frente y lo abrazó.

–Sabes que te quiero muchísimo –dijo Alison sonriendo con ternura.

–Lo sé –yo también te quiero mi pequeña Alison. Te irás pronto, me ha dicho Rebecca.

–Sí, debo volver a casa con Pablo. He pasado unas hermosas vacaciones con mi sobrina y vine porque también tenía muchas ganas de verte.

–Sí, tu hermosa hija Megan me ha escrito recientemente. Lleva ya veinte años trabajando en las Naciones Unidas. Era el sueño de Emma, pero es igual si Megan lo cumplió. Por favor envíale todo mi amor.

–Lo haré Daniel–. Cuídate mucho.

Rebecca recogió la mesa y lavó los platos mientras Daniel se recostó a tomar una siesta. Terminada la tarde se levantó y salieron al jardín. De nuevo sonaba “Kiss the rain” y Rebecca continuó leyendo el libro.

“Yo tampoco sé vivir,

estoy improvisando”

Kase–O

 

 

 

 

 

CAPÍTULO IV

DE REGRESO EN CASA

 

 

 

Del grupo de amigos de la iglesia mormona, Emma eligió el peor, el que tenía un pie adentro y otro afuera, muchos de ellos no eran ni miembros, solamente iban como investigadores, y solo se aparecían en la iglesia cuando había fiestas. Después de terminar sus tareas escolares, religiosamente los buscaba y se reunían en un parqueo a charlar, a fumar y a pasarla bien. Se hacían llamar “la mara Champion” ya que en esa época comenzaron a ponerse de moda las maras. Al principio, Emma era la única mujer en “la mara”, pero después se sumaron otras dos. Fuera de fumar o tomar de vez en cuando, no le hacían daño a nadie. Solamente eran un grupo de amigos con un sobrenombre porque estaba de moda. En casa de Emma sobraban los calificativos para describir su conducta: marera, vaga, loca, viciosa, bola (y eso que nunca llegó a su casa en tales condiciones).

Todo partía de la imaginación absurda e inquisitiva de su madre; y por supuesto, “cualquiera” (aunque no se había acostado con ninguno de sus compañeros mareros), pero esa palabra era la favorita, a lo que Emma siempre contestaba: “si, si, lo que digas, eso soy”, así evitaba discusiones que no las llevarían a consensuar nada.

En la iglesia, ya que asistía con frecuencia a ella, había un chico recién llegado de su misión de predicar dos años el evangelio. Era un joven de carácter tranquilo y muy apegado a sus principios religiosos. Tenía una hermana que le había tomado mucho cariño a Emma. Ambos comenzaron a frecuentar la casa. Gabriel y Emma nunca llegaron a darse un solo beso pero un día Gabriel le escribió una carta que le envió con su hermana pidiéndole no ser su novio, sino su esposo. <¿Una carta?> Pensó Emma, lo que le pareció gracioso. Pero él era tan tierno con ella que quedó conmovida con todas las cosas lindas que decía. No era un chico guapo, la verdad, nada guapo, pero tenía un corazón de oro. Lo buscó el siguiente domingo y platicaron sobre el asunto.

–Me siento demasiado joven para casarme –le dijo Emma–. Tengo muchos planes en la mente, aún no he salido del colegio y quisiera estudiar primero en la universidad.

–No será porque soy muy pobre –le contestó Gabriel.

–¡No, no, no es por eso! Eso podrás cambiarlo después  –le dijo Emma–. No te enojes conmigo porque no quiero perder tu amistad. La verdad es que aunque nos llevamos bien, nuestras diferencias te van a pesar después. ¿Te acuerdas de Nancy? La chica no miembro que te presenté y bailó contigo en la fiesta pasada.

–Sí –le contestó Gabriel.

–A ella le gustaste, me lo dijo después de la fiesta. Creo que ustedes dos encajarían mejor que nosotros dos, pero por favor no lo tomes a mal.

A Gabriel no le pareció el rumbo que había tomado la plática de Emma y en un par de segundos se transformó. Se levantó de la banca y la dejó allí sin haber terminado su discurso. Dejó de hablarle por muchísimo tiempo. Emma nunca lo vio siendo novio de nadie más, pero volvió a hablarle varios años después. Esa fue la segunda vez que alguien le pedía matrimonio.

 

Emma tuvo por fin su primer novio formal, Raúl, a quien su madre aceptaba porque no pertenecía a la mara que ella frecuentaba. Raúl la quería como era y no se complicaba porque ella perteneciera a esa mara, la que poco a poco fue abandonando para dedicarse solamente a él. Pasados ya varios meses de novios, se vieron en casa de Raúl una noche que su madre no estaría. Después de un buen rato de risas y chistes, comenzaron a tocarse más allá de los besos que siempre se habían prodigado. Llevaron el asunto hasta el extremo, él era virgen y Emma poco experimentada, así que era casi igual. Se quisieron mucho. Pero Emma arruinó todo debido a un juego de apuestas con su mejor amiga de esa época, Silvia, con quien había perdido un juego de póker y su castigo había sido besar al más feo de sus vecinos. Cuando lo hizo, el primo de Raúl que casualmente pasaba por allí los vio y eso acabó con la relación. Emma hizo cientos de locuras para lograr su perdón, pero lo único que logró fue que Raúl la tratara como a una cualquiera.

–Fue solo un inocente beso, ni siquiera me gustó, solo estaba jugando –le dijo. 

–Nada es inocente si proviene de ti, ya sé que haces apuestas con Silvia y besan otros chicos, pero ahora me tienes a mí y no me respetaste.

Para él ese inocente beso había sido el fin del mundo, para ella, era solo un juego. Después se encontraban en fiestas a las que Emma asistía con sus diez amigos de la mara y le rogaba que la perdonara.

En respuesta a sus ruegos, Raúl bailaba y se besaba con otras chicas. Pero de todas formas la buscaba y continuaban teniendo sus encuentros íntimos, después de los cuales, la ignoraba. Silvia, molesta por la situación, habló con Emma.

–Ya es suficiente Emma, si él no va a perdonarte algo tan simple, es mejor que dejes así las cosas, no permitas que juegue contigo. Debes ponerle un punto final al asunto y verás que luego él va a buscarte.

Emma siguió su consejo y la siguiente ocasión que se vieron y él le pidió que tuvieran un encuentro íntimo, lo confrontó tal como su amiga le había dicho.

–Ya desperté Raúl, nunca más me vas a tocar ni me voy a convertir en tu diversión, si no me perdonaste tu problema, sigue tu camino, yo seguiré el mío.

El pronóstico de Silvia fue exacto. Los papeles cambiaron y entonces él comenzó a rogarle que volvieran a ser novios y era ella quien lo rechazaba. Totalmente decepcionado, Raúl decidió enlistarse en el Ejército, ya que provenía de una familia de militares, y se fue a la montaña a pelear contra la guerrilla. Emma volvió a verlo cuando ya era madre de dos preciosos niños.

En una de sus salidas, Emma y su grupo de amigos de “la mara champion” venían de un baile anual que se celebraba en las calles de la colonia “Satélite”. Era de madrugada y Emma vio desde lejos desplazarse la sombra de su amiga “la muerte”. Se quedó parada, estática, vio a sus amigos tratando de adivinar a quién se llevaría la muerte esta vez. Mientras se hallaba petrificada en ese pensamiento se escucharon disparos y todos comenzaron a correr. Detrás de ellos venía otro grupo de jóvenes, huyendo del Ejército, que los había sorprendido con material guerrillero que habían conseguido en la fiesta. Emma se escondió debajo de un carro, mientras que sus amigos huían sin rumbo hacia diferentes lados, esquivando las balas. Algunos cayeron y otros lograron huir.

Por fortuna ninguno de sus amigos murió, sino un par de chicos del otro grupo.

–¿Has venido por mí? –le preguntó Emma a la muerte, ya que la misma se acostó junto a ella.

–No, solo vine a recoger un par de espíritus –le contestó la muerte sonriendo.

–Entonces vete, no quiero saber de ti.

–¿Es acaso que me has comenzado a temer Emma? –le preguntó la muerte.

–No te temo, llévame si quieres, a donde voy es más bonito que aquí –le susurró Emma, para que nadie la escuchara.

Y la muerte desapareció deslizándose hacia el camino donde estaban huyendo los otros chicos.

Pues su amiga Silvia, a quien Emma describía en su diario como “tremenda”, era de esas chicas locas con la que todos quieren y ella le daba a quien le daba la gana. Vivía en un apartamento tan humilde como el de Emma, pero tenía un novio que estudiaba en “El Liceo”, un prestigioso colegio para niños ricos. Una de las paredes de su apartamento tenía un agujero, el cual estaba tapado con un trapo, era la pared que daba a la cocina. Silvia le decía a Emma que se escondiera y que levantara el trapo para verla haciendo el amor con Gustavo. Él jamás supo que Emma los veía, así que actuaba muy natural. Todavía no existían en su mundo las computadoras y menos el internet, pero tenía pornografía en vivo y en directo, sin pagar un centavo.

–Mira, para que aprendas –le decía.

Era divertida, pero Emma en relación a ese tema, ya había tenido su propia práctica con Raúl y quería que la siguiente vez, valiera la pena.  

Les gustaba jugar verdad o consecuencia. Jugaban cartas y la perdedora tenía que besar a un chico feo. Se burlaban de todos, caminaban por el colegio en las horas de recreo como si fueran las divas y le hablaban solo a quien querían.

Fumaban en casa de Silvia y tomaban cerveza. Silvia era haragana para estudiar, así que a Emma le tocaba ayudarla, sobre todo con matemáticas. La pasaban de grado por cariño, pero definitivamente, los números eran sus grandes enemigos. Se mudó, y como no existían los celulares y pocas casas tenían teléfonos fijos, jamás volvieron a hablarse ni a verse. Emma la sustituyó por otra chica, Imelda, totalmente lo opuesto a Silvia. Su casa se convirtió en su segunda casa y su madre en la segunda madre de Emma, la quería tanto como ella a Emma. El hermano menor de Imelda, Arnoldo, tenía un mejor amigo llamado Ernesto quien sería “su siguiente vez especial” que había estado esperando.

Pero antes de conocer a Ernesto, e incluso mientras había sido novia de Raúl, tuvo un enamorado del colegio que la esperaba a la salida con bolsitas de mango verde sazonadas con sal y alguashte, porque le encantaban. Eran de esos amigos que se cuentan todo. No tenía ningún vicio y la regañaba por los que ella tenía. Sus padres eran dueños de una salinera en la costa. Cuando Raúl la desechó por lo que le hizo, Samuel se convirtió en su paño de lágrimas. Se hicieron novios por una semana, pero la verdad es que no tenían mucho en común como pareja. Un domingo llegó con todo y padres a casa de Emma a “pedir su mano”, sin decirle absolutamente nada antes. La madre de Emma estaba tan sorprendida como ella misma, pero como le tenía cariño, no quiso ridiculizarlo frente a sus padres, así que la reunión transcurrió como si de verdad se hubieran comprometido. El lunes que como siempre la esperaba afuera del colegio, Emma le pidió que no volviera a buscarla porque ella no quería casarse, ni mucho menos con él. Una cosa era que ella hubiera aceptado que fueran novios, y otra casarse. La verdad, era que lo único que ella quería era consuelo y como él la quería, Emma se sentía cómoda.

–…y en una semana de noviazgo no decides casarte –le dijo.

–Pero llevamos dos años de amigos –le contestó Samuel.

–Si –asentó Emma con la cabeza– Amigos es diferente. Ahora no seamos ni amigos te lo ruego, no quiero saber nada de ti.

El siguiente mes Emma se enteró que Samuel se había comprometido con una chica del colegio que estudiaba en otra sección, era Linda, eso fue lo mejor para él. En cuanto a Emma, esa fue su tercera propuesta de matrimonio.

“Si la pasión, si la locura

no pasaran alguna vez por las almas…

¿Qué valdría la vida?”

Jacinto Benavente

 

 

 

 

CAPÍTULO V

UNA LOCURA DE AMOR

 

 

 

–¡Es solo marihuana!  ¿Nunca la has probado?

–¡No! –contestó Emma sorprendida.

–Es fácil –dijo Ernesto–. No te marea, solo te hace sentir diferente, todo te da risa y haces cosas locas.

–Mmm… no lo sé –le contestó Emma–. Lo haré, pero quédate conmigo, no me dejes sola.

–No te va a pasar nada, no seas cobarde –le contestó Ernesto–. Conozco un lugar donde podemos fumar sin que nos mire nadie, ¿vamos?

A Emma le parecía un chico tierno y lindo, y no podía resistirse a sus encantos, aún no le había dado un primer beso y lo estaba deseando tanto. Llegaron a un motel escondido que Emma jamás había visto, refundido en una colonia alejada de sus casas.

–¿Entramos? –Le dijo con una sonrisa.

 

Ella se quedó parada sin saber qué decir. Ernesto se acercó a ella y la besó. Se le doblaron las rodillas con ese beso y no le diría que no. Escogieron una habitación que sería la misma que frecuentarían durante un largo año. Ernesto sacó un poco de marihuana de una bolsita plástica y unos papelitos. Escribió su nombre en uno y el de Emma en el otro, luego puso un poquito de marihuana en cada uno y los dobló como todo un experto, hasta convertirlos en un par de puritos.

–Inhala –le dijo–. Y no sueltes el humo hasta que yo te diga. 

Emma así lo hizo, y continuaron hasta terminarlos. Era cierto que ella se reía de todo cuanto él decía, fue una experiencia extrema. Se entregaron con locura, porque no podría decirse una cosa diferente sobre lo que sucedió esa noche. Emma sentía todo en un plano astral, totalmente relajada, sus sentidos estaban alterados, y sentía que todo transcurría despacio. A pesar de que todo cuanto Ernesto hacía se traducía en el cuerpo de Emma en satisfacción, la misma no fue plena, su cuerpo quería explotar y no lograba concentrarse en ese punto, solo lo veía disfrutar de su cuerpo y luego nada, todo terminó y ella no logró satisfacer sus ganas.

Después de ese encuentro, fumaban y tenían sexo en todas partes; además del motel, lo hacían en los parqueos; en las gradas de los edificios, cuando era muy tarde en la noche y poca gente caminaba por las calles; lo hacían en casa de Emma cuando su madre no estaba, en el jardín, en la cocina, en los pasillos; también se iban al pueblo donde vivía el padre de Ernesto y se quedaban fines de semana encerrados en la casa. Todo era diversión y risas hasta que Emma quedó embarazada justo al año de esa locura. Cuando se lo dijo a Ernesto, él se quedó sin palabras, se sentó y puso sus manos en la cabeza, luego se paró y dio varias vueltas mientras decía ¡no, no, no!

–¿Es todo lo que dirás? ¡No, no, no! Qué tal si pensamos en lo que haremos  –le dijo Emma.

Ernesto se fue y la dejó con la palabra en la boca. Después de dos semanas de no verlo ni saber de él, armada de valor intentó llegar a su casa a buscarlo.

 

En el camino y justo antes de llegar a la casa, se encontró con la madre de Ernesto, quien al verla le recitó un rosario y varias Aves María.

–No sé por qué vienes a buscar a mi hijo, no eres otra cosa que el mismísimo demonio, has pervertido a mi hijo, estás vieja para él. Nunca voy a permitir que te cases con él o que estén juntos, ni siquiera ha terminado el colegio, es solo un niño. Por favor aléjate de él, déjalo, eres una arpía y lo has envuelto con astucia, pero no te vas a salir con la tuya, antes muerta que permitir que mi hijo esté contigo.

La pobre Emma no supo qué decir y solo se le ocurrió llorar. Intentó explicarle que su hijo no era un niño, la verdad es que a sus quince años sabía más de la vida que ella misma, y que todas las cosas terribles que ella, el demonio, hacía, las había aprendido nada menos que del demonio de su hijo; que no había sido ella quien lo perdió, sino él a ella. Por supuesto, todo se quedó en su mente, ya que la mujer no le permitió decir ni una sola palabra. Le gritó otra gran cantidad de barbaridades pidiéndole que se fuera, alargando su brazo derecho y mostrándole el camino hacia donde debía ir, ese camino era: “bien lejos de la vida de Ernesto”. Por fin se fue y Emma se quedó en la calle llorando inconsolable.

Su mejor amiga, Imelda, había sido testigo de toda la terrible agresión verbal y emocional; escondida en el jardín de su casa había presenciado todo sin decir tampoco una palabra. Se acercó a Emma y caminaron a su casa.

–Te dije que Ernesto era un imbécil, nos dijo que así no quería estar contigo, que mejor deberías considerar abortar ese niño.

–No es cierto –le contestó Emma–. Ernesto no es así.

–Ay Emma, ¿que no ves? La única razón por la que Ernesto está contigo es por el sexo.

 

La madre de Emma no tardó en darse cuenta de su estado, ya que Emma dormía más de lo acostumbrado y había cambiado sus hábitos alimenticios y su humor. La encaró una tarde y Emma no tuvo más remedio que aceptarlo.

–Te vas de la casa –le dijo–. No seré la vergüenza de los vecinos y los hermanos de la iglesia, yo no te crié para que fueras “una cualquiera”

–¿Una cualquiera? Tener un novio y divertirse con él, hacer el amor y vivir la relación intensamente ¿Te convierte en una cualquiera? Le dijo Emma. 

–Si no te arrepientes de tu pecado Dios te va a castigar –le gritó–. Te vas a ir al infierno, pero en esta casa decente no te puedes quedar.

–No tengo a dónde ir –le contestó Emma.

–Ese es tu problema –le gritó Beatrice alterada–. Hubieras pensado en eso antes de volverte pecadora, te desconozco como hija, cuando regrese no te quiero ver aquí.

Emma se encerró en su habitación y no salió hasta el siguiente día. En la mañana muy temprano llegó su tía Martina, la única no inquisidora; guardó su ropa en una maleta y le dijo que la llevaría a vivir con ella. Como Emma la quería mucho pensó que era su mejor salida, así que se fueron a su casa donde pasó todo el tiempo de su embarazo. Al principio, su amiga Imelda la visitaba y le llevaba cartas de Ernesto, quien quería que lo perdonara y que le permitiera llegar a visitarla. Emma lo perdonó y durante los siguientes meses no faltaba cada noche para verla. Su tía Martina y Ernesto llegaron a quererse mucho.

Martina era una hermosa dama pintada, bueno, lo había sido durante su juventud, pero ya se había puesto vieja para ese trabajo, así que se dedicaba a vender comida en el mercado y pasaba las noches leyendo la Biblia, tratando de enmendar una vida llena de errores; visitaba una y otra iglesia, sin que ninguna le pareciera totalmente buena. <Si fuera aún joven> pensaba Emma, seguramente seguiría con su misma vida, así que su arrepentimiento ¿de dónde provenía? Si era porque ya estaba anciana y por lo tanto cercana a la muerte y le temía al infierno, a Emma no le parecía válido.

¿Por qué sucede con frecuencia que cuando la gente se acerca a la vejez y ya no puede ser físicamente capaz de los excesos de la juventud, decide tomar el camino del arrepentimiento? Había escrito Emma en su diario. Es frecuente que ante un anciano o anciana, se despierten nuestros más tiernos sentimientos, como si se tratase de seres plenamente inocentes, pero ¿lo son? En su presente de ancianidad, seguramente no rompen un plato porque ya no pueden hacerlo, no necesariamente porque ya no quieran hacerlo. Entonces, ¿es un arrepentimiento real, o se trata de un arrepentimiento que se acomoda según la conveniencia de la edad? De frente a la muerte, ningún arrepentimiento de última hora surtirá efecto, dice la doctrina mormona, mientras que los católicos mandan a llamar a los sacerdotes para que perdonen los pecados de las almas que agonizan; sin importar si esa alma ha expresado o no su deseo de arrepentimiento, el cura aparece en la última escena de la vida del desahuciado ¿a salvar su alma del seol? ¿Será perdonada una persona que se arrepiente en la hora de su muerte? No lo creo, escribió Emma. Porque el arrepentimiento tiene que ver con restitución. Para demostrar que estoy arrepentida de haber robado, debo no volver a robar en todo el tiempo que me queda de vida y si puedo restituir lo robado, lo hago.  

Pero todo esto requiere tener suficiente tiempo de vida terrenal para poder demostrar que se arrepintió. Si se trata de la última hora de alguien, ¿cómo puede demostrar a través de su conducta futura que se arrepintió verdaderamente? No puede, y cuando muera, ya sin el cuerpo mortal que es contra quien luchamos, ¿qué hará? ¿Surtirá efecto un arrepentimiento que no puede ser demostrado? El ladrón no volverá a robar, si no tiene a quién, ni el calumniador dirá ningún chisme de alguien cuando ya no importan esas cosas una vez muerto. ¿Sería justo otorgarle el perdón a una persona que en su lecho de muerte se arrepiente igual que se le otorga a una que se arrepiente siendo aún joven y enmienda su error durante el resto de su vida? No lo sé, pero qué se yo de justicia. Los seres superiores sabrán. Pienso que si lo que le constriñe a uno a arrepentirse es el terror que causa la posibilidad de vivir eternamente en el lugar de fuego y azufre, no es válido.

La hija de Emma por fin nació, mientras pasaba por sus no conocidas horas de dolor durante toda una larga madrugada. Su tía Martina había encendido decenas de velas por toda la casa, le rezó a Dios y a las vírgenes y santos conocidos y por conocer para que Emma no muriera, puesto que durante toda su niñez había padecido de la que en otro tiempo fue llamada “la enfermedad de la muerte” (epilepsia). Según Martina, Emma era fruto del “pecado” y por ello estaba maldecida con esta enfermedad de la que un día no volvería. La verdad era que de lo poco que quedó en la memoria de Emma relacionado con su niñez, recordaba que después de un cuadro epiléptico, en el colegio, en la casa o en la calle, despertaba en camas de hospitales, y a su lado, la sombra de la muerte la acompañaba, tomando su mano y soltándola. Pasó la mayor parte de su niñez tomando cientos de medicamentos contra un mal que finalmente venció.

–Entonces, estás de nuevo aquí –Dijo Emma a la muerte.

–Es un buen lugar para recoger espíritus –le contestó.

–No me llevarás a mí, todavía tengo montañas que subir, dijiste una vez.

–No, he venido solo por si acaso –le dijo– Asisto a todos los nacimientos ¿No has escuchado que los alumbramientos ponen a las mujeres en la línea que divide la vida de la muerte? Si el doctor comete un error, ningún ruego a los santos ayudará. La mayoría de las personas que mueren son víctimas de errores humanos, propiciados por otros o por ellas mismas.

–Entonces, debo elegir un buen doctor para evitar que me lleves –le replicó Emma.

–Solo asegurarte que sus evaluaciones de la universidad haya superado el número noventa, así las probabilidades de que cometa un error serán solo de diez por ciento.

Emma y la muerte tenían ya una historia de amistad que venía desde hacía muchos años. Con el tiempo, esa amistad se había fortalecido. Era difícil creer que la misma muerte fuera su amiga. Algún día le tocaría recoger su espíritu, pero Emma seguramente se iría en paz.

Durante los tres meses siguientes al nacimiento de Dulce, Ernesto llegaba casi todas las noches a estar con su hija, era solo un chico de dieciséis años, todavía perdido y confundido por lo que estaba sucediendo. Su pequeña hija había pesado nada menos que cuatro libritas al nacer, pero estaba allí, producto de la locura de amor en la que Ernesto y Emma se habían envuelto. Con el tiempo, Ernesto dejó de ver a Emma con amor.

–La niña es más importante que yo –decía–. Ya no salimos, ya no hacemos ninguna locura, te has vuelto aburrida.

Dejó de llegar un tiempo, y cuando volvió, era otro. Llegaba drogado pidiéndole dinero que ella le daba por lástima. Emma comenzó a temer por su vida y la de su hija. Una noche, Ernesto llegó completamente fuera de sus cinco sentidos, subió a la habitación, sacó una navaja y amenazó con asesinarlas.

–¡Pelea! –dijo la muerte. Esta noche tal vez recoja a alguien.

Segura de que no moriría, Emma comenzó a pelear, pero

Ernesto era más fuerte y finalmente logró someterla, la tiró en la cama y la obligó a tener sexo anal. Tiraba de su cabello con fuerza maldiciéndola, mientras mantenía la navaja en su cuello. Emma no quería gritar para no despertar a la niña; y para preservar su vida, no se opuso. La muerte se iría con las manos vacías. En el momento justo que terminó, se escuchó en el primer nivel, que la puerta se abría. Era su tía Martina que estaba llegando. Ernesto se apresuró a subirse los pantalones, escondió la navaja y salió apresurado despidiéndose como si nada. Emma no quería que su tía se enterara, así que entró al baño a lavarse la cara para cubrir las lágrimas. Cuando su tía subió para ver cómo estaban fingió que todo estaba bien.

–¿Peleaste con Ernesto? –le preguntó preocupada.

–Sí, él está de nuevo metiéndose drogas y peleamos por eso.

–Creo que deberías enviarlo a algún centro de rehabilitación, antes que las cosas se salgan de lugar.

–Sí, tienes razón, eso he estado pensando –dijo para tranquilizarla.

Emma había conseguido un buen trabajo y la tía Martina estaba feliz de quedarse a cuidar a Dulce. Emma confiaba en ella plenamente, pues había cambiado. A sus hijos los había criado despiadadamente, pero en ese momento, ya los había perdido. Emma tenía dos primas que estaban casadas con pastores y una amiga de su antiguo trabajo quienes le habían rogado que les diera la niña en adopción, para que ella pudiera buscar una nueva oportunidad de vida. Emma no había aceptado. Beatrice, sumándose a la idea de la adopción le dijo a Emma que podría volver a casa, pero sin Dulce, porque eso le provocaría una terrible vergüenza frente a todos. Emma no aceptó y continuó en casa de su tía Martina.

En cuanto a esa parte de ser mamá, ella se sentía aún extraña, pues no sabía cómo serlo. Pensaba tanto en ese ser tan pequeño y tan perfecto, todo en miniatura, apenas tenía cabello y era de un tamañito no imaginable, era su primera hija. Para Emma era fruto del amor, para las inquisidoras, era fruto de su pecado, pero la pequeña niña, sin importar lo que los demás pensaran, estaba allí, tan perfecta, tan única. 

 

Ernesto comenzó a seguir a Emma; en las noches cuando regresaba a casa, aparecía en el camino y la detenía, le pedía que fumaran de nuevo marihuana, pero ella no aceptaba. Emma decidió cambiar el camino de regreso a casa, había tres formas de llegar, así que las alternaba para no encontrarse con él. En una ocasión, Emma volvía a casa a altas horas de la noche, pues se había quedado trabajando. Se sentó sobre un muro a fumarse un cigarro. Vio pasar a un hombre joven que vestía una camisa de vestir arremangada, y en uno de sus brazos llevaba unos libros. El hombre caminó de regreso pasando de nuevo frente a ella. <Tal vez la puerta de la colonia estaba cerrada> pensó. Se levantó y se fue a la esquina de una casa para terminar el cigarro cuando frente a ella de nuevo estaba la muerte. Demasiado tarde, el hombre la tomó por atrás poniendo un arma en su cabeza.

–¿Sabes qué es esto? –le preguntó.

–Sí –le contestó Emma tranquilamente, sin saber si la muerte estaba allí para advertirle o para llevársela.

–Vamos a caminar hacia ese jardín –le dijo– Allí te voy a coger y después te voy a matar.

Emma no se opuso y le siguió el juego. Él la puso de rodillas mientras se bajaba los pantalones.

–Tú no eres de por aquí –le dijo Emma con voz serena.

El hombre la miró sin contestar nada.

–Los soldados pasan por este camino todas las noches a esta hora –continuó diciéndole Emma–. Lo cierto es que Emma le decía las cosas que la muerte le susurraba.

–Si nos encuentran, nos van a matar a los dos –continuó diciendo Emma sin mostrarse temerosa.

–Entonces mamame la verga –le dijo el hombre ofuscado y confundido.

Emma tomó con su mano el pene del desconocido homicida y cuando estaba a punto de meterlo en su boca, escucharon una cuadrilla de soldados que venía en dirección a ellos. Tal como la muerte le había dicho a Emma.

El hombre se subió los pantalones apresuradamente, guardó su arma y salió a toda prisa del jardín, dejando a Emma arrodillada en la gramilla. Emma gateó hasta quedar fuera de la vista de cualquiera, y agachada detrás de unos frondosos arbustos vio pasar la cuadrilla de soldados frente a ella. Al día siguiente, la noticia de una mujer violada y asesinada en el mismo jardín donde había estado Emma, conmovió a los vecinos. Era la tercera víctima en dos semanas que aparecía asesinada en ese lugar. Emma no podía creerlo. La muerte de nuevo había estado allí para advertirle y para recoger otro espíritu.

 

Por esa época se hablaba de una amnistía para los perseguidos políticos de la guerra. Uno de sus amigos de la iglesia había metido papeles junto a su familia debido a que ellos habían padecido pérdidas y persecución dentro de su familia. Les aceptaron la petición y podrían irse a Canadá en calidad de refugiados. Les darían un lugar donde vivir y estudio, que ellos debían retribuir después de un tiempo. Pues su amigo Marco y Emma habían crecido juntos dentro de la iglesia y la familia de Marco tenía en alta estima a Emma. Por alguna razón en la iglesia la gente siempre había hecho predicciones de boda entre ellos. Nunca fueron novios formales debido a la alocada vida de Emma, pero se habían acercado en muchas ocasiones con apasionados besos. Marco había regresado recientemente de su misión de predicador de dos años y estaba listo para formar una familia. En la iglesia les hicieron una despedida, pues en un mes debían irse a Canadá. Esa noche, Sabrina, la hermana de Marco le pidió a Emma que la acompañara al jardín trasero de la iglesia. Allí estaba Marco esperándola. Le dijo que aún era tiempo de meter a otras personas más.

–Casémonos –le dijo sin tanto preámbulo– Y nos llevamos a tu hija, seamos una familia, no quiero dejarte sola, tú te mereces algo mejor. Allá vamos a tener mejores oportunidades, puedes estudiar en la universidad, podemos tener más hijos. Siempre te he querido y lo sabes. Cuando vine de la misión soñaba que salía de la mano contigo, casados en el templo, te veía con tu vestido blanco. Te confieso que sufrí mucho cuando al venir supe que tenías una hija y lo que más me dolió fue saber que estabas sola. Pero ya no importa.

Por un momento, estuvo a punto de convencerla. Marco era uno de sus mejores amigos y no era posible que lo viera de otra forma, además, ella lo tenía por santo y temía decepcionarlo.

Marco y su familia se fueron a Canadá. En los siguientes meses Emma recibía de él una carta cada semana, pero conforme transcurría el tiempo, sus cartas comenzaron a llegar con menos frecuencia hasta no llegar ni una más. Esa fue la cuarta propuesta de matrimonio que tuvo. En el transcurso de su vida volvió a verlo en tres ocasiones más en las que de nuevo le pidió que se casaran y ella continuó rechazando su amor.

En cuanto a Ernesto, él había conocido a un hombre que le daba otro tipo de droga para que la vendiera e insistía en meter a Emma en el negocio de las drogas.

–Quiero que lo conozcas –decía– Podemos hacer buen dinero con esto y nos podemos ir a vivir lejos.

Finalmente y después de varios meses insistiendo, Emma aceptó conocerlo.

“El amor a cualquier precio

es una forma de suicidio”

Walter Riso

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VI

ESTEBAN

 

 

 

Lo único que Emma logró al conocer a ese hombre fue “salir de las llamas y terminar en el brasero” Esteban era un hombre arrogante, pero guapísimo, medía al menos uno ochenta metros, tez blanca, cabello rubio, hasta los hombros, complexión gruesa. Su sonrisa era cautivante. Y mientras Ernesto hacía el trabajo sucio, ella disfrutaba de la compañía de Esteban. Comenzó con regalos sencillos, un par de aretes de oro puro. Emma jamás había tenido una joya de oro, se volvió loca con ese regalo. Después continuó con una pulsera de oro de la que colgaban dos corazones, cada uno con sus iniciales.

–No sé si debo aceptarla –le dijo–. Ernesto no estará de acuerdo.

–Úsala solamente cuando estés conmigo –le contestó Esteban. Y así lo hizo.

La invitaba con frecuencia a almorzar y a cenar y pedía que los mariachis se acercaran a la mesa a tocar. Tenía todo el tiempo del mundo para escucharla y entenderla. Se mostraba como un hombre divertido, pero sobre todo, interesante. Emma estaba extasiada, Esteban sabía tanto de la vida, había visitado cientos de lugares, tenía, además, nacionalidad estadounidense. Ostentaba un Lamborghini rojo, una preciosa moto y una Montero plateada.

Esteban invitó a Emma una noche a cenar para celebrar su cumpleaños; como ella no tenía ropa adecuada, le dio dinero para que comprara algo. Se fue a las únicas tiendas del centro que conocía, donde no encontró nada que pareciera bueno, sus gustos no estaban a la altura de Esteban, así que cuando se apareció en el restaurante para la cena, él la miró con desaprobación.

–Aún es temprano –le dijo– Podemos regresar luego, te llevaré yo de compras.

Fueron a un Centro Comercial que ella jamás había visitado, sabía que existía por los anuncios de la televisión, pero no se había acercado nunca porque no tenía dinero para gastarse en ese lugar. Esteban le compró un traje negro, que consistía en una blusa que dejaba fuera los hombros y una faldita cortísima. Emma tenía entonces un cuerpo envidiable, así que la ropa lucía fabulosa puesta en ella. Le compró unos zapatos negros, altos, que la hacían sentir con poder. Compraron un gancho negro con el que amarró su cabello, porque era un total desastre. Seguramente se veía diferente. Para el toque final, le compró un lápiz labial Chanel de color rosa, y él mismo se lo puso.

Regresaron al restaurante y Esteban pidió un Pago Santa Cruz, que en ese momento Emma no supo apreciar, porque no sabía nada de vinos. De hecho, era la primera vez que se tomaba una copa de vino.

El mesero sirvió las copas y ella veía admirada como giraba la botella sin dejar caer las gotas, que de otra manera se habrían caído sin remedio. Esteban levantó su copa y ella la suya.

–¡Por la mujer más hermosa que he conocido jamás! –dijo.

Emma sonrió y dijo –¡salud!–. Porque no se le ocurrió nada mejor.

Cenaron una comida deliciosa y ella después de la segunda copa se sentía bastante mareada. Cuando estaban en el postre llegaron los mariachis y Esteban se unió a ellos para cantarle un famoso bolero que después repetía cuando se ponía romántico. “Cómo fue, no sé decirte cómo fue, no sé explicarme que pasó, pero de ti me enamoré. Fue una luz que iluminó todo mi ser, tu risa como un manantial, regó mi vida de inquietud…” No se quedaron en la ciudad, se fueron a un hotel en la playa de Costa del Sol y pasaron una noche colmada de placer.

–Quiero que lo dejes –le dijo.

–Lo haré –le contestó Emma.

 

La siguiente noche del cumpleaños de Emma, hubo una celebración en la iglesia mormona, a la que ella asistió y donde se encontró con algunos de sus antiguos amigos de la mara. Emma salió por un momento al patio de la iglesia y logró ver a lo lejos, hombres subidos en los árboles, quienes portaban armas. Atrás de ella su amiga la muerte.

–¿Qué debo hacer? –le preguntó Emma preocupada.

–Lo que debas o no hacer no te lo puedo decir Emma. Si lo que haces provoca que yo te lleve, entonces no habrá remedio. Pero si yo fuera tú, comenzaría a correr.

Emma entró apresurada al salón donde se llevaba a cabo la fiesta y tomó de la mano a su mejor amigo, Tony.

–Debemos irnos –le dijo.

–¿Qué tienes Emma? Estás pálida.

–Pues sí. Y voy a estar más pálida si nos quedamos –le contestó Emma.

–Tony, he visto hombres en los árboles y creo que son gente de la guerrilla, algo malo va a suceder, yo digo que mejor nos vamos.

Mientras hablaban, comenzaron a escuchar bombas y ametralladoras alrededor del terreno donde estaba la iglesia. La música dejó de sonar y todos se quedaron parados sin saber qué hacer.

–¡Hermanos! –Gritó el obispo de la iglesia– Les ruego guardar la calma. Aquí estamos seguros, por favor, vamos a agacharnos y comencemos a orar.

–¡Vámonos! –le gritó Emma a Tony.

Ambos salieron del terreno de la iglesia caminando a toda prisa y sigilosos entre los árboles del camino que aún no tenía luz eléctrica. Caminaban en algunos tramos, en otros, permanecían agazapados y en otros tramos corrían. En el camino tropezaron con algunas personas que habían caído víctimas de las balas o de las bombas. Estaban en una película. Se encontraron con soldados que los protegieron y los ayudaron a llegar a su destino.

–¡Suban a su casa y no salgan! –les indicó uno de los soldados.

Alrededor de diez días duró la ofensiva del ejército guerrillero. Mucha gente murió. Cuando las cosas se calmaron, Emma y algunos amigos se ofrecieron de voluntarios para levantar los muertos que estaban en las canchas de football de la colonia, los cuales fueron apilados y quemados. El frío de la muerte era una sensación a la que Emma ya estaba acostumbrada y su presencia no la conmovía.

Cuando el clima político se calmó Emma volvió a ver a Ernesto para terminar su relación, pero no tuvo que decir lo obvio, porque Ernesto no era tan imbécil y se daba cuenta de todo lo que estaba sucediendo; ella pasaba demasiado tiempo con Esteban así que era fácil advertir que entre ellos estaba surgiendo algo. Amenazó con matarla si lo abandonaba y ella se lo contó a Esteban.  Después tuvo que buscar a Ernesto y pedirle que desapareciera porque Esteban estaba buscándolo para matarlo a él.

La vida con Esteban era una tortura constante, tenían buenos momentos, pero en general, era un hombre que hacía cuanto quería y su poder opacaba a Emma. Ella le pertenecía, era su objeto sexual, su muñeca de exhibición. Todo se hacía como él decía y la vestía como él quería. Era posesivo y tremendamente celoso, cambiaba de opinión de un segundo a otro, difícil de complacer y de una arrogancia desmesurada. Tiraba el dinero por la casa como si se tratara de cualquier papel sin valor. Cuando estaba de buenas se perdían en viajes a la playa, siempre el mismo hotel; desde el gerente hasta los de la limpieza los conocían. Levantaba la falda de Emma y la tocaba frente a todo el mundo, la hacía caminar delante de él para darle palmadas en las nalgas. Ella odiaba que hiciera eso, le encantaba exhibir su poder sobre Emma, lo que le sobraba en dinero le faltaba en cariño verdadero. Bebían mucho, porque era la costumbre de Esteban, y ella tenía que apegarse.

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