Emma

Emma


CAPÍTULO XXVI

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CAPÍTULO XXVI

FRANK CHURCHILL regresó; y si hizo esperar a su padre a la hora de cenar, en Hartfield no se enteraron; la señora Weston tenía demasiado interés en que el señor Woodhouse tuviese un buen concepto del joven para revelar imperfecciones que pudieran ocultarse.

Regresó con el cabello cortado, riéndose de sí mismo con mucha gracia, pero sin dar la impresión de que se avergonzase ni lo más mínimo de lo que había hecho. No veía ningún mal en querer llevar el pelo corto, ni consideraba reprochable este deseo; no concebía que hubiese podido ahorrar aquel dinero y emplearlo en algún otro fin más elevado. Se mostraba tan impertérrito y animado como de costumbre; y después de haberle visto, Emma razonaba para sí del modo siguiente:

—No sé si debería ser así, pero lo cierto es que las tonterías dejan de serlo cuando las comete alguien que tiene personalidad y sin avergonzarse de ellas. La maldad siempre es maldad, pero la tontería no siempre es tontería… Depende de la personalidad de cada cual. El señor Knightley no es un joven alocado y vanidoso. Si lo fuera hubiera hecho esto de un modo muy distinto. O bien se hubiera jactado de lo que hacía o se hubiese sentido avergonzado. Se hubiese tratado o de la ostentación de un petimetre o del temor de alguien demasiado débil para defender sus propias vanidades. No, estoy completamente segura de que no es ni un vanidoso ni un alocado.

El martes le trajo la agradable perspectiva de volver a verle, y esta vez por más tiempo de lo que le había sido posible hasta entonces; de juzgarle por su actitud en general, y luego de deducir el significado que podía tener su actitud con respecto a ella; de adivinar cuándo le sería necesario adoptar un aire de frialdad; y de imaginarse cuáles serían los comentarios que harían los demás al verles juntos por primera vez.

Se proponía pasar una magnífica velada, a pesar de que el escenario tuviese que ser la casa del señor Cole; y aunque no pudiese olvidar que de los defectos del señor Elton, incluso en los tiempos en que gozaba de su favor, ninguno le había inquietado más que su propensión a cenar con el señor Cole.

La comodidad de su padre quedaba ampliamente asegurada, ya que tanto la señora Bates como la señora Goddard podían ir a hacerle compañía; y antes de salir de casa, su último y gustoso deber fue ir a despedirse cuando se hallaban de sobremesa; y mientras su padre prorrumpía en entusiásticos comentarios sobre la belleza de su vestido, se esforzó por atender a las dos señoras lo mejor que pudo, sirviéndoles grandes trozos de pastel y vasos llenos de vino para compensar las posibles e involuntarias negativas que hubiera podido motivar durante la comida, el habitual interés que su padre sentía por la salud de sus invitadas… Les había hecho preparar una abundante cena; pero tenía sus dudas de que su padre hubiera consentido a las dos señoras el disfrutarla.

Cuando Emma llegó a la puerta de la casa del señor Cole, su coche iba precedido de otro; y quedó muy complacida al ver que se trataba del señor Knightley; porque el señor Knightley, que no tenía caballos y no disponía de mucho dinero sobrante, y sí en cambio de una salud a toda prueba, de gran vigor y de una inusitada independencia de criterio, era más que capaz, según la opinión de Emma, de presentarse por los sitios como le pluguiera, y de no utilizar su coche tan a menudo como correspondía al propietario de Donwell Abbey. Y entonces tuvo ocasión de manifestarle su aprobación más calurosa por haber ido en coche, ya que él se le acercó para ayudarla a bajar.

—Esto es presentarse como es debido —le dijo—, como un caballero. Me alegro mucho de ver que ha cambiado de actitud. Él le dio las gracias, y comentó:

—¡Qué feliz casualidad haber llegado en el mismo momento! Porque por lo visto, si nos hubiéramos encontrado en el salón, no hubiera usted podido advertir si hoy me mostraba más caballero que de costumbre… y no hubiera podido darse cuenta por mi aspecto o mis modales.

—Oh, no, estoy segura de que sí me hubiese dado cuenta. Cuando la gente se presenta en un sitio de un modo que sabe que es inferior a lo que le corresponde por su posición, siempre tiene un aire de indiferencia afectada, o de desafío. Debe usted de creer que le sienta muy bien esta actitud, casi lo aseguraría, pero en usted es una especie de bravata que le da un aire de despreocupación artificial; en esos casos siempre que me encuentro con usted lo noto. Hoy en cambio no tiene que esforzarse. No tiene usted miedo de que le supongan avergonzado. No tiene que intentar parecer más alto que los demás. Hoy me sentiré muy a gusto entrando en el salón en su compañía.

—¡Qué muchacha más desatinada! —fue su respuesta, pero sin mostrar la menor sombra de enojo.

Emma tuvo motivos para quedar tan satisfecha del resto de los invitados como del señor Knightley. Fue acogida con una cordial deferencia que no podía por menos de halagarla, y se le tuvieron todas las atenciones que podía desear. Cuando llegaron los Weston, las miradas más afectuosas y la mayor admiración fueron para ella, tanto por parte del marido como de la mujer; su hijo la saludó con una jovial desenvoltura que parecía distinguirla de entre todas las demás, y al acercarse a la mesa se encontró con que el joven se sentaba a su lado… y, por lo menos así lo creyó Emma firmemente, Frank Churchill no era ajeno a aquella «coincidencia».

La reunión era más bien numerosa, ya que se había invitado también a otra familia —una familia muy digna y a la que no podía hacerse ningún reproche, que vivía en el campo, y que los Cole tenían la suerte de contar entre sus amistades— y los miembros varones de la familia del señor Cox, el abogado de Highbury. El elemento femenino de menos posición social, la señorita Bates, la señorita Fairfax y la señorita Smith, llegarían después de la cena; pero ya durante ésta, las damas eran lo suficientemente numerosas para que cualquier tema de conversación no tardara en generalizarse; y mientras se hablaba de política y del señor Elton, Emma pudo dedicar toda su atención a las galanterías de su vecino de mesa. No obstante, al oír citar el nombre de Jane Fairfax se sintió obligada a prestar atención. La señora Cole parecía estar contando algo referente a ella que al parecer todos consideraban como muy interesante. Se puso a escuchar y se dio cuenta de que era algo digno de oírse. Su imaginación, tan desarrollada en ella, encontró allí una grata materia sobre la que actuar. La señora Cole estaba contando que había visitado a la señorita Bates y que, apenas entrar en la sala, se había quedado asombrada al verse delante de un piano… un magnífico instrumento, muy elegante… cuadrado, no demasiado grande, pero sí de unas dimensiones considerables; y el meollo de la historia, el final de todo el diálogo que siguió a aquella sorpresa, y las preguntas, y la enhorabuena por parte de la visitante, y las explicaciones por parte de la señorita Bates, era que el piano lo habían mandado de la casa Broadwood el día anterior, con el gran asombro de ambas, tía y sobrina, ante aquel inesperado regalo; que al principio, según había dicho la señorita Bates, la propia Jane tampoco sabía qué pensar de aquello, y tampoco tenía la menor idea de quién hubiera podido enviarlo… pero que luego ambas se habían convencido plenamente de que el piano no podía tener más que un origen; tenía que tratarse forzosamente de un obsequio del coronel Campbell.

—Era la única explicación posible —añadía la señora Cole—, y a mí sólo me sorprendió que hubieran tenido dudas acerca de esto. Pero parece ser que Jane acababa de tener carta suya, y no le decían ni una palabra del piano. Ella conoce mejor su manera de ser; pero yo no consideraría su silencio como un motivo para descartar la idea de que han sido los Campbell quienes le han hecho el regalo. Es posible que hayan querido darle una sorpresa.

Todos los presentes estaban de acuerdo con la señora Cole, y al dar su opinión nadie dejó de mostrarse igualmente convencido de que el obsequio procedía del coronel Campbell, y de alegrarse de que hubiesen tenido una fineza semejante; y como fueron muchos los que se mostraron dispuestos a comentar lo ocurrido, Emma tuvo ocasión de formarse un criterio personal, sin dejar por ello de escuchar a la señora Cole, quien seguía diciendo:

—Les aseguro que hace tiempo que no había oído una noticia que me alegrase más… Siempre he sentido mucho que Jane Fairfax, que toca tan maravillosamente, no tuviese un piano. Me pareció una vergüenza, sobre todo teniendo en cuenta que hay tantas casas en las que hay pianos magníficos que no sirven para nada. Yo esto casi lo considero como un bofetón para nosotros, y ayer mismo le decía al señor Cole que me sentía verdaderamente avergonzada de mirar nuestro gran piano nuevo del salón y de pensar que yo no distingo una nota de otra y que nuestras hijitas, que apenas empiezan ahora a estudiar música, tal vez nunca harán nada de este piano; y aquí está la pobre Jane Fairfax que entiende tanto en música y que no tiene nada que se parezca a un instrumento ni siquiera la espineta[13] más vieja y más lamentable para distraerse un poco… Ayer mismo le estaba diciendo todo eso al señor Cole, y él estaba completamente de acuerdo conmigo; pero es tan extraordinariamente aficionado a la música que no resistió la tentación de comprarlo, confiando que alguno de nuestros buenos vecinos fuera tan amable que viniese de vez en cuando a darle un uso más adecuado del que a nosotros nos es posible darle; y en realidad éste es el motivo de que se comprara el piano… de no ser así estoy convencida de que deberíamos avergonzamos de tenerlo… Tenemos la esperanza de que esta noche la señorita Woodhouse accederá a tocar para nosotros.

La señorita Woodhouse dio la debida conformidad; y viendo que no iba a enterarse de nada más por las palabras de la señora Cole se volvió a Frank Churchill.

—¿Por qué sonríe? —dijo ella.

—¿Yo? ¿Y usted?

—¿Yo? Supongo que sonrío por la alegría que me da el ver que el coronel Campbell es tan rico y tan generoso… Es un regalo precioso.

—Lo es.

—Lo que me extraña es que no se lo hubiese hecho antes.

—Tal vez la señorita Fairfax es la primera vez que pasa aquí tanto tiempo.

—O que no le regalara su propio piano… que ahora debe de estar en Londres cerrado y sin que nadie lo toque.

—Debe de ser un piano muy grande y debía de pensar que en casa de la señora Bates no tendrían espacio suficiente.

—Puede usted decir lo que quiera… pero su actitud demuestra que su opinión acerca de este asunto es muy semejante a la mía.

—No sé. Más bien creo que me considera usted más agudo de lo que en realidad soy. Sonrío porque usted sonríe, y probablemente sospecharé siempre que usted sospeche; pero ahora no acierto a ver claro en todo eso. Si no ha sido el coronel Campbell, ¿quién habrá podido ser?

—¿No ha pensado usted en la señora Dixon?

—¡La señora Dixon! Cierto, tiene usted mucha razón. No había pensado en la señora Dixon. Ella debe de saber igual que su padre la ilusión que le haría un regalo así; y tal vez el modo de hacerlo, el misterio, la sorpresa, todo ello es más propio de la mentalidad de una joven que la de un anciano. Estoy seguro de que ha sido la señora Dixon. Ya le he dicho que serían sus sospechas las que guiarían las mías.

—Si es así, debe usted extender sus sospechas y hacer que alcancen también al señor Dixon.

—¡El señor Dixon! Muy bien, de acuerdo. Ahora me doy cuenta de que ha tenido que ser un regalo conjunto del señor y la señora Dixon. El otro día ya sabe usted que estábamos hablando de que él era un apasionado admirador de sus dotes musicales.

—Sí, y lo que entonces me dijo usted acerca de este caso confirmó una suposición que yo me había hecho hacía tiempo… No dudo de las buenas intenciones del señor Dixon o de la señorita Fairfax, pero no puedo por menos de sospechar que, o bien después de haber hecho proposiciones matrimoniales a su amiga tuvo la desgracia de enamorarse de ella, o bien se dio cuenta de que Jane sentía por él algo más que afecto. Claro está que siempre es posible imaginar veinte cosas sin llegar a acertar la verdad; pero estoy segura de que ha tenido que haber un motivo concreto para que prefiera venir a Highbury en vez de acompañar a Irlanda a los Campbell. Aquí tiene que llevar una vida de privaciones y aburrimiento; allí todo hubieran sido placeres. En cuanto a lo de que le convenía volver a respirar el aire de su tierra natal, lo considero como una simple excusa… Si hubiera sido en verano, aún; pero ¿qué importancia puede tener para alguien el aire de la tierra natal en los meses de enero, febrero y marzo? Una buena chimenea y un buen coche son más indicados en la mayoría de los casos de una salud delicada, y me atrevería a decir que en el suyo también. Yo no le pido que me siga usted en todas mis sospechas, aunque sea usted tan amable como para pretenderlo; yo sólo le digo honradamente lo que pienso.

—Y yo le doy mi palabra de que sus suposiciones me parecen muy probables. Lo que puedo asegurarle es que la preferencia que siente el señor Dixon por la manera de tocar de la señorita Fairfax es muy acentuada.

—Y además él le salvó la vida. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de eso? Un paseo en barca; no sé qué pasó que ella estuvo a punto de caer al agua. Y él la sujetó a tiempo.

—Sí, ya lo sé. Yo estaba allí… iba con ellos en la barca.

—¿De veras? ¡Vaya! Pero por supuesto entonces usted no advirtió nada, porque al parecer eso no se le había ocurrido antes de ahora… Si yo hubiera estado allí no hubiera dejado de hacer algún descubrimiento.

—Estoy seguro de que los hubiera hecho; pero yo, pobre de mí, sólo vi el hecho que la señorita Fairfax estuvo a punto de caer al agua y de que el señor Dixon la sujetó a tiempo… Todo ocurrió en un momento y aunque la consiguiente sorpresa y el susto fueron muy grandes y duraron más tiempo (la verdad es que creo que pasó media hora antes de que ninguno de nosotros volviera a tranquilizarse) fue una impresión demasiado general para que nos fijáramos en los matices de las reacciones. Sin embargo eso no quiere decir que usted no hubiese podido descubrir algo más.

La conversación se interrumpió en este punto. Se vieron obligados a compartir con los demás el tedio de una pausa demasiado larga entre plato y plato, y a intercambiar con los otros invitados las frases triviales y corteses de rigor; pero cuando la mesa volvió a estar convenientemente cubierta de platos, cuando cada fuente ocupó exactamente el lugar que le correspondía y se restableció la calma y la normalidad, Emma dijo:

—La llegada de este piano ha sido algo decisivo para mí. Yo quería saber un poco más y esto me lo revela todo. Puede usted estar seguro, no tardaremos en oír decir que ha sido un regalo del señor y la señora Dixon.

—Y si los Dixon afirmaran que no saben absolutamente nada de ello tendremos que concluir que han sido los Campbell.

—No, estoy segura de que no han sido los Campbell. La señorita Fairfax sabe que no han sido los Campbell, o de lo contrario lo hubiese adivinado desde el primer momento. No hubiera tenido ninguna duda si se hubiese atrevido a pensar en ellos. Tal vez no le he convencido a usted, pero yo estoy totalmente convencida de que el señor Dixon ha tenido el papel principal en este asunto.

—Le aseguro que me ofende usted suponiendo que no me ha convencido. Sus razonamientos han hecho cambiar totalmente mi criterio. Al principio, cuando yo suponía que estaba usted convencida de que el coronel Campbell había sido el donante, lo consideraba sólo como una muestra de afecto paternal y creía que era la cosa más natural del mundo. Pero cuando usted ha mencionado a la señora Dixon me he dado cuenta de que era mucho más probable que se tratara de un tributo de cálida amistad entre mujeres. Y ahora sólo puedo verlo como una prueba de amor.

No hubo ocasión para ahondar más en la materia. El joven parecía verdaderamente convencido; daba la impresión de que era sincero. Emma no insistió más y se pasó a otros temas de conversación; y mientras terminó la cena; se sirvieron los postres, entraron los niños y fueron ellos los que atrajeron la atención de todos y motivaron las frases de ritual en esos casos; se oían algunas frases inteligentes, muy pocas, algunas rematadamente bobas, tampoco muchas, y la gran mayoría no era ni una cosa ni otra… Nada más y nada menos que los comentarios de siempre, los tópicos anodinos, las viejas noticias que todo el mundo sabía y las bromas de dudosa gracia.

Hacía poco que las señoras se habían instalado en la sala de estar cuando llegaron las otras damas en diversos grupos. Emma prestó mucha atención a la entrada de su amiga más íntima; y aunque su elegancia y su distinción no fueran como para entusiasmarla demasiado, no pudo por menos de admirar su lozanía, su dulzura, y la espontaneidad de sus movimientos, y de alegrarse de todo corazón de que poseyera aquel carácter superficial, alegre y poco dado al sentimentalismo, que le permitían distraerse tan fácilmente en medio de las congojas de un amor contrariado. Hela allí sentada… ¿Y quién hubiera podido adivinar las incontables lágrimas que había vertido hacía tan poco tiempo? Verse rodeada de gente, llevando un vestido bonito y viendo que las demás llevaban también otros muy lindos, verse sentada en un salón sonriendo y sabiéndose atractiva, y no decir nada, era suficiente para la felicidad de aquel momento. Jane Fairfax la aventajaba en belleza y en gracia de movimientos; pero Emma sospechaba que se hubiera cambiado muy gustosa por Harriet, que muy gustosamente hubiera aceptado la mortificación de haber amado (sí, de haber amado en vano, incluso al señor Elton) a cambio de poderse privar del peligroso placer de saberse amada por el marido de su amiga.

En una reunión tan concurrida no era indispensable que Emma la abordara. No quería hablar del piano, se sentía poseedora del secreto y no le parecía honrado demostrar curiosidad o interés, y por lo tanto se mantuvo lejos de ella a propósito; pero los demás introdujeron inmediatamente este tema de conversación, y Emma advirtió el sonrojo con el que recibía las felicitaciones, el sonrojo de culpa que acompañaba el nombre de «mi excelente amigo el coronel Campbell».

La señora Weston, siempre cordial y además muy aficionada a la música, se mostraba particularmente interesada por el caso, y Emma no pudo por menos de encontrar divertida su insistencia en tratar de la cuestión; y sus innumerables preguntas y comentarios acerca del tono, del teclado y de los pedales, totalmente ajena al deseo de decir lo menos posible sobre aquello que podía leerse claramente en el agraciado rostro de la heroína de la reunión.

No tardaron en unirse al grupo varios de los caballeros; y el primero de todos fue Frank Churchill, el más apuesto de los invitados; y tras dedicar unas frases de cortesía a la señorita Bates y a su sobrina, se dirigió directamente hacia el lado opuesto del grupo, donde estaba la señorita Woodhouse; y no quiso sentarse hasta que no encontró sitio al lado de ella. Emma adivinaba lo que todos los presentes debían de estar pensando. Ella era el objeto de sus preferencias y todo el mundo tenía que darse cuenta. Emma le presentó a su amiga, la señorita Smith, y algo más tarde, cuando se presentó la ocasión, pudo enterarse de las opiniones respectivas que cada uno de los dos se había formado del otro. La del joven: «Nunca había visto una cara tan atractiva, me encanta su ingenuidad». La de ella, que sin duda pretendía ser un gran elogio: «Tiene algo que me recuerda un poco al señor Elton». Emma contuvo su indignación y se limitó a volverle la espalda en silencio.

La joven y Frank Churchill cambiaron unas sonrisas de inteligencia cuando ambos divisaron a la señorita Fairfax; pero lo más prudente era evitar todo comentario. Él le dijo que había estado impaciente por salir del comedor… que no le gustaba prolongar la sobremesa… y que siempre era el primero en levantarse cuando podía hacerlo… que su padre, el señor Knightley, el señor Cox y el señor Cole se habían quedado allí discutiendo animadamente sobre asuntos de la parroquia… pero que, a pesar de todo, el rato que había estado con ellos no se había aburrido, ya que había visto que en general eran personas distinguidas y de muy buen criterio; y empezó a hacer tales elogios de Highbury, considerándolo como un lugar en el que abundaban extraordinariamente las familias de trato muy agradable, que Emma estuvo tentada de pensar que hasta entonces no había sabido apreciar debidamente el pueblo en que vivía. Ella le hizo preguntas acerca de la vida de sociedad que se llevaba en el condado de York, acerca de los vecinos que tenían en Enscombe y otras cosas por el estilo; y de sus respuestas dedujo que por lo que se refería a Enscombe, la vida social era muy limitada, que sólo se trataban con unas pocas familias de gran posición, ninguna de las cuales vivía muy cerca de allí; y que incluso cuando se había fijado una fecha y se había aceptado una invitación, no era demasiado raro que la señora Churchill, bien por falta de salud, bien por falta de humor, no se viera con ánimos para salir de su casa; que tenían a gala no hacer visitas a nadie que no conocieran de tiempo atrás; y que, aunque él tenía sus amistades particulares, se veía obligado a vencer una gran resistencia y a desplegar toda su habilidad para que, sólo de vez en cuando, le permitieran efectuar visitas él solo o introducir en la casa por una noche a alguno de sus conocidos de todo lo que se propusiera con tal de disponer de tiempo.

Emma se daba cuenta de que en Enscombe no se encontraba demasiado a gusto y que era natural que Highbury, mirado con buenos ojos, atrajera más a un joven que en su casa llevaba una vida mucho más retirada de lo que hubiera deseado. La influencia de que gozaba en Enscombe era más que evidente. Aunque no se jactaba de ello, por sus palabras se adivinaba que en cuestiones en las que su tío nada podía hacer, él conseguía convencer a su tía, y cuando Emma se lo hizo notar sonriendo él reconoció que creía que (exceptuando una o dos cosas) podía llegar a convencer a su tía de todo lo que se propusiera con tal de disponer de tiempo. Y entonces mencionó una de esas cosas en las que su influencia era nula. Le hacía mucha ilusión salir al extranjero, y la verdad es que había insistido mucho para que le permitieran emprender algún viaje, pero su tía no quería ni oír hablar de ello. Eso había ocurrido el año anterior.

—Aunque —añadió— ahora empiezo a no desearlo tanto como antes.

El otro punto en el que su tía era irreductible el joven no lo mencionó, aunque Emma adivinaba que era portarse debidamente con su padre.

—Acabo de hacer un desagradable descubrimiento… —dijo él tras una breve pausa—. Mañana hará una semana que estoy aquí… La mitad de mi tiempo disponible. Nunca creí que los días pasaran tan aprisa. ¡Pensar que mañana hará una semana! Y apenas he empezado a disfrutar de Highbury. El tiempo justo para conocer a la señora Weston y a algunas otras personas… Me es muy penoso pensar en eso…

—Tal vez empiece usted ahora a lamentar haber dedicado todo un día, teniendo tan pocos, a hacerse cortar el cabello.

—No —dijo él sonriendo—, eso no lo lamento en absoluto. No me encuentro a gusto entre mis amigos si no tengo la seguridad de que mi aspecto es irreprochable.

Como el resto de los invitados había entrado ya en el salón, Emma se vio obligada a separarse de él durante unos breves minutos y a atender al señor Cole. Cuando el señor Cole tuvo que separarse de ella y pudo volver a prestar atención al joven, vio que Frank Churchill estaba mirando fijamente a la señorita Fairfax, que se hallaba exactamente enfrente de él, en el lado opuesto de la estancia.

—¿Ocurre algo? —le preguntó.

Él se sobresaltó y contestó rápidamente:

—Gracias por llamarme la atención.

Creo que lo que estaba haciendo no era muy cortés; pero es que la señorita Fairfax se ha peinado de un modo tan extraño… tan extraño… que no puedo apartar los ojos de ella. ¡En mi vida había visto algo tan exagerado! Esos rizos… Esa fantasía tiene que habérsele ocurrido a ella. No veo que nadie más lleve un peinado semejante. Tengo que ir a preguntarle si es una moda irlandesa. ¿Qué hago? Sí, iré a preguntárselo… Fíjese usted cómo reacciona; a ver si se ruboriza.

El joven se dirigió inmediatamente hacia ella; y Emma no tardó en verle de pie delante de la señorita Fairfax y hablándole; pero lo que respecta a su reacción, Emma no pudo apreciar absolutamente nada, porque sin querer Frank Churchill se había colocado entre las dos, exactamente enfrente de la señorita Fairfax.

Antes de que él volviera a su silla, la señora Weston reclamó su atención:

—Una reunión con tanta gente es deliciosa —dijo—; una puede acercarse a todo el mundo y hablar de todo con todos. Mi querida Emma, hace rato que estoy deseando hablar contigo. He estado enterándome de una serie de cosas y haciendo planes, igual que tú, y tengo que hablar contigo ahora que las ideas aún están frescas en la cabeza. ¿Ya sabes cómo han venido la señorita Bates y su sobrina?

—¿Qué cómo han venido? Supongo que las invitaron, ¿no?

—¡Oh, claro que sí! Quiero decir de qué modo han venido… quién las ha traído…

—Pues supongo que han venido a pie; ¿de qué otro modo iban a venir?

—Cierto… Pero, verás, hace un rato se me ha ocurrido que podría ser peligroso que Jane Fairfax volviera andando a su casa a una hora ya tan avanzada y con lo frías que son ahora las noches. Y mientras la contemplaba, aunque la verdad es que nunca la había encontrado con un aspecto más saludable, me di cuenta de que estaba un poco acalorada y que por lo tanto era mucho más fácil que al salir de aquí se resfriase. ¡Pobre muchacha! No podía soportar la idea de que se expusiera de este modo. De modo que, apenas entró el señor Weston en el salón, cuando pude hablar con él a solas le propuse que la acompañáramos en nuestro coche. Ya puedes suponer, que inmediatamente estuvo dispuesto a complacerme; y contando con su aprobación, entonces me dirigí a la señorita Bates para tranquilizarla y decirle que el coche estaría a su disposición antes de que nos llevara a nosotros a casa; porque yo creía que al decirle eso le quitaría un peso de encima. ¡Vaya por Dios! Desde luego te aseguro que se mostró muy agradecida (ya sabes, «Nadie puede considerarse tan afortunada como yo»), pero después de darnos las gracias no sé cuántas veces, me dijo que no había motivo de que nos tomáramos ninguna molestia porque habían venido en el coche del señor Knightley, y el mismo coche volvería a dejarlas en su casa. Yo no podía quedarme más sorprendida; y muy contenta, desde luego; pero realmente pasmada. Eso es una atención amabilísima… y además una atención meditada de antemano… Algo que se les hubiera ocurrido a muy pocos hombres. Y después de todo, conociendo su manera de ser, estoy casi segura que fue tan solo para llevarlas a ellas que se decidió a sacar su coche. Me sospecho que para él solo no se hubiera molestado en buscar un par de caballos, y que si lo hizo fue exclusivamente para poder hacerles este favor.

—Es muy probable —dijo Emma—, eso es lo más probable de todo. No conozco a nadie más propenso que el señor Knightley a hacer ese tipo de cosas… a hacer cualquier cosa que sea realmente amable, útil, bien intencionada y caritativa. No es un hombre galante, pero sí de muy buenos sentimientos, muy humano; debe de haber tenido en cuenta la delicada salud de Jane Fairfax, y ha debido de creerlo un caso de humanidad; no hay nadie como el señor Knightley para hacer una obra de caridad con menos ostentación. Yo ya sabía que hoy había venido con caballos… porque nos encontramos al llegar; y yo me reí de él por este motivo, pero no dejó escapar ni una palabra acerca de todo eso.

—¡Vaya! —dijo la señora Weston sonriendo—. Veo que en este caso le concedes una bondad más desinteresada que yo; porque mientras la señorita Bates me estaba hablando empecé a concebir una sospecha, y aún no he logrado desecharla. Cuanto más pienso en ello, más probabilidades le veo. En fin, para resumir, que estoy previendo una boda entre el señor Knightley y Jane Fairfax. ¡Ya ves las consecuencias de hacerte compañía! ¿A ti qué te parece?

—¿El señor Knightley y Jane Fairfax? —exclamó Emma—. Querida, ¿cómo se te ha podido ocurrir una cosa semejante? ¡El señor Knightley! ¡El señor Knightley no tiene que casarse! No querrás que el pequeño Henry no herede Donwell, ¿verdad? ¡Oh, no, no, Donwell tiene que ser para Henry! De ningún modo puedo consentir que el señor Knightley se case; y además estoy segura de que no hay la menor probabilidad de ello. Me deja pasmada que hayas podido pensar en una cosa así.

—Mi querida Emma, ya te he contado lo que ha hecho que se me ocurriese esta idea. Yo no tengo ningún interés por que se haga esta boda… ni quiero perjudicar al pequeño Henry… pero han sido las circunstancias las que me lo han sugerido; y si el señor Knightley quisiera realmente casarse no serías tú la que le hiciera desistir de su proyecto con el argumento de Henry, un niño de seis años que no sabe nada de todo esto.

—Sí que lo conseguiría. No podría soportar el que alguien suplantara a Henry. ¡Casarse el señor Knightley! No, nunca se me había ocurrido esta idea y ahora no puedo aceptarla. ¡Y además precisamente con Jane Fairfax!

—Bueno, sabes perfectamente que siempre tuvo una gran predilección por ella.

—¡Pero una boda tan inoportuna!

—Yo no digo que sea oportuna; sólo digo que es probable.

—Yo no veo que sea nada probable, a no ser que tengas mejores argumentos que los que me has contado. Su bondad, sus buenos sentimientos, como ya te he dicho, bastan para explicar perfectamente lo de los caballos. Ya sabes que siente un gran afecto por las Bates, independientemente de Jane Fairfax… Y siempre está dispuesto a hacerles un favor. Querida, no te metas ahora a casamentera. Lo haces muy mal. ¡Jane Fairfax la dueña de Donwell Abbey! ¡Oh, no, no!… No quiero ni imaginármelo. Por el propio bien del señor Knightley no quisiera verle cometer una locura así.

—Podría ser una cosa inoportuna… pero no una locura. Exceptuando la desigualdad de fortuna y tal vez una pequeña diferencia de edades, no veo nada más que se oponga.

—Pero el señor Knightley no quiere casarse. Estoy segura de que jamás se le ha ocurrido esta idea. No se la metas en la cabeza. ¿Por qué se tiene que casar? Él solo es todo lo feliz que puede desear; con su granja, sus ovejas, sus libros y toda la parroquia para manejar; y quiere muchísimo a los hijos de su hermano. No tiene ningún motivo para casarse, no va a hacerlo ni para ocupar su tiempo ni su corazón.

—Mi querida Emma, mientras él piense así las cosas serán como tú dices; pero si se enamora de veras de Jane Fairfax…

—¡Qué bobada! El no piensa lo más mínimo en Jane Fairfax. Fijarse en ella en el sentido de enamorarse, estoy segura de que no lo ha hecho. A ella o a su familia les haría toda clase de favores; pero…

—Verás —dijo riendo la señora Weston—, tal vez el mayor favor que podría hacerles sería el de ofrecer un nombre tan respetable a Jane.

—Es posible que esto fuera un bien para ella, pero estoy segura que para él las consecuencias serían funestas; sería un enlace poco digno de su posición, del que se avergonzaría. ¿Cómo iba a aceptar que la señorita Bates entrase en su familia? ¿Qué cara iba a poner cuando la viese rondando por Donwell Abbey dándole las gracias durante todo el santo día por la gran bondad que había mostrado al casarse con Jane? «¡Es un caballero tan amable, tan atento!… ¡Claro que siempre había sido tan buen vecino!» Y siempre interrumpiéndose en mitad de una frase para hablar de las faldas viejas de su madre. «No, en el fondo no es que sean unas faldas tan viejas… porque todavía podrían durar mucho tiempo y la verdad es que ya puede estar contenta de que sus faldas sean todas de un género tan resistente…».

—¡Emma, por Dios, no la imites escarneciéndola! Me haces reír, aunque mi conciencia me lo reproche. Y por mi parte tengo que decirte que no creo que la señorita Bates causara muchas molestias al señor Knightley. Las cosas pequeñas no le irritan. Desde luego ella no para de hablar; y para decir algo no tendría otro remedio que hablar en voz más alta y ahogar la suya. Pero la cuestión no está en si éste sería un enlace poco digno de él, sino en si el señor Knightley lo desea; y a mí me parece que así es. Yo le he oído hablar, y supongo que tú también, haciendo los mayores elogios de Jane Fairfax. El interés que se toma por ella… lo que se preocupa por su salud… lo que lamenta que no tenga perspectivas más halagüeñas… ¡Le he oído hablar con tanto apasionamiento acerca de todo eso…! ¡Es un admirador tan entusiasta de su habilidad como pianista y de su voz! Le he oído decir que se pasaría la vida escuchándola. ¡Oh! Y aún se me olvidaba una idea que se me ha ocurrido… ese piano que le ha regalado alguien… aunque todos nosotros estemos tan convencidos de que haya sido un obsequio de los Campbell, ¿no puede habérselo mandado el señor Knightley? No puedo por menos de sospecharlo. Me parece que es la persona más apropiada para hacer una cosa así incluso sin estar enamorado.

—Entonces éste no es un argumento que pruebe que esté enamorado. Pero no me parece que sea una cosa propia de él. El señor Knightley no hace nada de un modo misterioso.

—Yo le he oído lamentarse muchas veces de que Jane no tuviese piano; muchas más veces de lo que hubiera supuesto que una circunstancia como ésta, si todo hubiera sido completamente normal, le hubiese preocupado.

—Bien, de acuerdo; pero si hubiera querido regalar un piano se lo hubiese dicho.

—Mi querida Emma, ha podido tener ciertos escrúpulos de delicadeza. He observado una cosa en él que me ha llamado mucho la atención. Estoy segura de que cuando la señora Cole nos lo contó todo durante la cena su silencio era muy significativo.

—Querida, cuando te empeñas en una cosa no hay quien te haga cambiar de opinión; y conste que eso es algo que hace mucho tiempo que vienes reprochándome. Yo no veo que nada demuestre este enamoramiento del que hablas… De lo del piano no creo nada… Y necesitaría tener pruebas evidentes para convencerme de que el señor Knightley ha pensado alguna vez en casarse con Jane Fairfax.

Siguieron discutiendo la cuestión en términos parecidos durante un rato más, y era Emma la que parecía ir ganando terreno respecto a la opinión de su amiga; porque de las dos la señora Weston era la que estaba más acostumbrada a ceder; hasta que un pequeño revuelo en el salón les indicó que el té había terminado y que se estaba disponiendo el piano; inmediatamente el señor Cole se les acercó para rogar a la señorita Woodhouse que les hiciese el honor de tocar alguna pieza. Frank Churchill, a quien ella había perdido de vista en el arrebato de su discusión con la señora Weston, excepto para advertir que se había sentado al lado de la señorita Fairfax, llegó tras el señor Cole para terminar de convencerla con sus insistentes súplicas; y como en todos los aspectos, le correspondía a Emma ser la primera, no tuvo inconveniente en dar su conformidad.

La joven conocía demasiado bien sus propias limitaciones como para atreverse a tocar algo que no se supiera capaz de ejecutar con cierta brillantez; no le faltaban ni gusto ni talento para la música, sobre todo en las composiciones de poco empeño que suelen interpretarse en esos casos, y se acompañaba bien con su propia voz. Pero esta vez tuvo la agradable sorpresa de oír que una segunda voz acompañaba su canción… la de Frank Churchill, no muy vigorosa, pero bien entonada. Al terminar la canción, Emma se disculpó como era de rigor, y se sucedieron los cumplidos de costumbre. El joven, por su parte, fue acusado de tener una voz muy bonita y un perfecto conocimiento de la música; lo cual él negó como era de esperar, afirmando que era totalmente profano en la materia, y dando toda clase de seguridades de que no tenía nada de voz. Ambos volvieron a cantar juntos una nueva canción; y luego Emma tuvo que ceder su lugar a la señorita Fairfax, cuya interpretación, tanto desde el punto de vista vocal como instrumental, Emma no pudo por menos de reconocer en su fuero interno que era infinitamente superior a la suya.

Presa de sentimientos contradictorios, Emma fue a sentarse a cierta distancia de los invitados que formaban corro en torno al piano para escuchar mejor. Frank Churchill cantó de nuevo. Al parecer ambos habían cantado juntos una o dos veces en Weymouth. Pero el hecho de ver que el señor Knightley figuraba entre los oyentes más atentos, no tardó en distraer la atención de Emma; y empezó a reflexionar sobre las sospechas de la señora Weston, y las bien entonadas voces de los dos cantores sólo interrumpían momentáneamente sus meditaciones. Los inconvenientes que veía al matrimonio del señor Knightley seguían pareciéndole muy graves. Era algo que sólo podía traer malas consecuencias. Sería una gran decepción para el señor John Knightley; y por lo tanto también para Isabella. Algo que perjudicaría muchísimo a los niños… un cambio que crearía una situación muy desagradable, y que significaría una gran pérdida material para todos; el propio señor Woodhouse sería uno de los que más lo sentirían, ya que vería sensiblemente alterado el ritmo habitual de su vida… y en cuanto a ella, le resultaba inconcebible pensar en Jane Fairfax como en la dueña de Donwell Abbey. ¡Una señora Knightley ante la cual todos deberían inclinarse! No, el señor Knightley no debía casarse. El pequeño Henry tenía que seguir siendo el heredero de Donwell.

En aquel momento el señor Knightley volvió la cabeza, y al verla fue a sentarse al lado de la joven. Al principio sólo hablaron de la música. Desde luego el entusiasmo que manifestaba por las dotes de la intérprete era considerable; pero Emma pensó que, de no ser por las palabras de la señora Weston, ello no le hubiese sorprendido. Sin embargo, como buscando una piedra de toque, Emma sacó a relucir su amabilidad al traer a la reunión a tía y sobrina; y aunque su respuesta fue la de alguien que preferiría cambiar de conversación, Emma consideró que ello sólo indicaba que su interlocutor era muy poco aficionado a hablar de los favores que había hecho.

—Muchas veces —dijo ella— pienso que es una lástima que nuestro coche no sea más útil a los demás en estas ocasiones. Y no es que yo no quiera; pero ya sabe usted que es imposible que mi padre se avenga a que James se ponga al servido de otras personas.

—Desde luego, no hay ni que pensarlo, ni que pensarlo —replicó—; pero estoy seguro de que si pudiera usted lo haría muy a menudo.

Y le sonrió como si estuviera tan satisfecho de esta convicción, que dio pie a Emma para intentar un paso más.

—Ese regalo que han hecho los Campbell —dijo ella—, este piano, ha sido algo muy amable por su parte.

—Sí —replicó, sin dejar de traslucir ni la menor sombra de embarazo—; pero hubieran hecho mejor avisándola de antemano. Estas sorpresas son una tontería. La alegría que proporcionan no es mayor, y a menudo los inconvenientes suelen ser considerables. Yo creía que el coronel Campbell era un hombre de más criterio.

A partir de aquel momento Emma hubiese jurado que el señor Knightley no tenía nada que ver con el regalo del piano. Pero de lo que aún tenía ciertas dudas era acerca de si no sentía ningún afecto especial por la joven… de si no tenía por ella una clara preferencia. Hacia el final de la segunda canción de Jane, su voz se hizo más grave.

—Basta ya —dijo él, cuando hubo terminado, como pensando en voz alta—. Por esta noche ya ha cantado suficientemente… ahora descanse.

Sin embargo en seguida le rogaron que cantara otra canción.

—Una más, por favor. No le fatigará mucho, señorita Fairfax; y será la última que le pediremos.

Y se oyó la voz de Frank Churchill que decía:

—Creo que esta canción no le requerirá un gran esfuerzo; la primera voz no tiene gran importancia; es la segunda la que lleva todo el peso.

El señor Knightley se indignó.

—Ese individuo —dijo encolerizado— no piensa en nada más que en exhibir su voz. Esto no puede ser.

Y abordando a la señorita Bates, que en aquel momento pasaba cerca de allí, le dijo:

—Señorita Bates, ¿está usted loca? ¿Cómo deja que su sobrina siga cantando con la ronquera que ya tiene? Haga algo por impedirlo. No tienen compasión de ella.

La señorita Bates, que estaba ya verdaderamente preocupada por la garganta de Jane, apenas sin tiempo para agradecer esta indicación, se dirigió hacia el grupo e impidió que su sobrina siguiera cantando. Y aquí terminó, pues, el concierto de la velada, ya que la señorita Woodhouse y la señorita Fairfax eran las únicas jóvenes presentes que sabían música; pero muy pronto (al cabo de unos cinco minutos) alguien —sin que se supiera exactamente de quién había partido la iniciativa— propuso bailar, y el señor y la señora Cole acogieron la idea con tanto entusiasmo que rápidamente se empezó a desembarazar el salón de estorbos para dejar espacio libre. La señora Weston, especialista en las contradanzas, se sentó al piano, y empezó a tocar un irresistible vals; y Frank Churchill, acercándose a Emma con un gesto irreprochablemente galante, la tomó de la mano y ambos iniciaron el baile.

Mientras aguardaban que los demás jóvenes se les unieran, Emma, sin dejar de atender a los cumplidos que su pareja le dedicaba acerca de su voz y de su talento musical, tuvo ocasión de mirar a su alrededor y de fijarse en lo que hacía el señor Knightley. De la actitud que adoptase podía sacar muchas deducciones. En general no solía bailar. Si ahora se apresuraba a ofrecer su brazo a Jane Fairfax, el hecho sería muy significativo. Pero de momento no parecía decidido a tal cosa. No… estaba hablando con la señora Cole y mostraba un aire indiferente; alguien sacó a bailar a Jane y él siguió hablando con la señora Cole.

Emma dejó de sentir miedo por el porvenir de Henry; sus intereses estaban a salvo; y se entregó al placer del baile con una jovial y espontánea alegría. Sólo llegaron a formarse cinco parejas; pero como había sido algo tan inesperado y un baile era una cosa tan poco frecuente en Highbury, el acontecimiento ilusionaba a todos, y por otra parte Emma estaba satisfecha de su acompañante. Formaban una pareja digna de ser admirada.

Desgraciadamente sólo pudieron permitirse dos bailes. Se iba haciendo tarde, y la señorita Bates tenía prisa por volver a su casa, en donde le esperaba su madre. De modo que, después de varios intentos frustrados para que se les dejara empezar un nuevo baile, se vieron obligados a dar las gracias a la señora Weston y, muy a pesar suyo, dar por terminada la velada.

—Quizás ha sido mejor así —decía Frank Churchill, mientras acompañaba a Emma hasta su coche—. De lo contrario hubiese tenido que sacar a bailar a la señorita Fairfax, y después de haberla tenido a usted por pareja no hubiese podido adaptarme a su manera lánguida de bailar.

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