Emma

Emma


CAPÍTULO XXVII

Página 29 de 59

CAPÍTULO XXVII

EMMA no se arrepentía de la concesión que había hecho al aceptar la invitación de los Cole. Al día siguiente la velada le proporcionó multitud de gratos recuerdos; y todo lo que hubiese podido perder de digno aislamiento lo había compensado con creces en irradiación de popularidad. Había complacido a los Cole… ¡personas excelentes, que también merecían que se les hiciera felices…! Y había dejado tras de sí una fama que tardaría en olvidarse.

Pero la felicidad perfecta, incluso en el recuerdo es poco frecuente; y había dos puntos que la tenían intranquila. No estaba segura de no haber infringido el deber de lealtad que toda mujer siente por las otras, haber revelado sus sospechas acerca de los sentimientos de Jane Fairfax a Frank Churchill. Era algo difícil de excusar; pero su convicción era tan fuerte que no había podido contenerse, y el que él estuviera de acuerdo en todo lo que Emma le dijo había sido un homenaje tal a su penetración que le hacía difícil persuadirse a sí misma por completo de que hubiera sido mejor callarse lo que pensaba.

El segundo motivo de inquietud se refería también a Jane Fairfax; y aquí sí que no cabía ninguna duda. A Emma le dolía de un modo clarísimo e inequívoco su inferioridad en la interpretación y en el canto. Lo que más lamentaba era la pereza de su niñez… y se sentó al piano y estuvo haciendo prácticas durante una hora y media.

Le interrumpió la llegada de Harriet; y si el elogio de Harriet hubiese podido satisfacerla, no hubiese tardado mucho en consolarse.

—¡Oh! ¡Si yo pudiese tocar tan bien como tú y la señorita Fairfax!

—No nos pongas a la misma altura, Harriet. Compararme con ella es como comparar una lámpara con la luz del sol.

—¡Oh, querida…! A mí me parece que de las dos tú eres la que tocas mejor. Tú lo haces tan bien como ella. Te aseguro que yo prefiero escucharte a ti. Ayer por la noche todo el mundo decía que tocabas muy bien.

—Los que entienden algo en música tienen que haber notado la diferencia. La verdad, Harriet, es que yo sólo toco como para que se me hagan algunos elogios, pero la ejecución de Jane Fairfax está mucho más allá de todo eso.

—Pues yo siempre pensaré que tocas tan bien como ella y que si hay alguna diferencia nadie es capaz de notarlo. El señor Cole dijo que tenías mucho talento; y el señor Frank Churchill estuvo hablando un buen rato sobre tu gusto musical, y dijo que para él el gusto era mucho más importante que la ejecución.

—Ah, pero es que Jane Fairfax tiene las dos cosas.

—¿Estás segura? Yo vi que tenía mucha práctica, pero me pareció que no tenía nada de gusto. Nadie dijo nada de esto. Y a mí no me gusta el canto a la italiana. No se entiende ni una palabra. Además, si toca tan bien, ¿sabes?, sólo es porque tiene que saber mucho a la fuerza, porque tendrá que enseñar música. Ayer por la noche los Cox se estaban preguntando si podría entrar en alguna casa bien. ¿Qué impresión te produjeron los Cox?

—La de siempre… son muy vulgares, no tienen clase.

—Me dijeron una cosa —dijo Harriet titubeando—, pero no es nada que tenga mucha importancia.

Emma se vio obligada a preguntar qué era lo que le habían dicho, aunque temía que fuera algo referente al señor Elton.

—Me dijeron que el señor Martin cenó con ellos el sábado pasado.

—¡Oh!

—Fue a ver a su padre para hablar de negocios, y le invitó a quedarse a cenar.

—¡Oh!

—Me estuvieron hablando mucho de él, sobre todo Anne Cox. No sé lo que se proponía con eso; pero me preguntó si pensaba volver a pasar una temporada en su casa el próximo verano.

—Se proponía ser impertinente y entrometida, como siempre suele serlo Anne Cox.

—Me dijo que había estado muy amable el día en que cenó con ellos. Se sentó a su lado durante la cena. La señorita Nash opina que cualquiera de las Cox estaría muy contenta de casarse con él.

—Es muy probable… Creo que en cuanto a vulgaridad esas muchachas no tienen rival en todo Highbury.

Harriet tenía que hacer unas compras en casa Ford. Emma consideró más prudente acompañarla. Era posible que se produjera otro encuentro casual con los Martin, y en el estado de ánimo en que se hallaba la cosa hubiera podido ser peligrosa.

En una tienda Harriet se encaprichaba de todo, no acababa de decidirse por nada, y siempre necesitaba mucho tiempo para hacer sus compras; y mientras estaba aún comparando unas muselinas y cambiando continuamente de opinión, Emma se asomó a la puerta para distraerse. No podía esperarse mucho del movimiento de la calle, incluso en las partes más céntricas de Highbury; el señor Perry andando apresuradamente, el señor William Cox entrando en su despacho, el coche del señor Cole volviendo de un paseo, o uno de los chicos que hacían de cartero luchando con una mula rebelde que se obstinaba en llevarle en otra dirección, eran los personajes más interesantes que podía esperar encontrar; y cuando su mirada tropezó tan sólo con el carnicero con su batea, una pulcra anciana que se dirigía a su casa después de salir de una tienda con su cesta llena, dos perros callejeros que se disputaban un hueso sucio y una hilera de muchachos haraganeando delante del pequeño escaparate del panadero, como si quisieran comerse con los ojos el pan de jengibre, Emma pensó que no tenía motivos para quejarse y que no le faltaba diversión; la suficiente para quedarse junto a la puerta. Un espíritu despierto y equilibrado no necesita contemplar grandes cosas, y para todo lo que ve encuentra respuesta.

Volvió la vista hacia el camino de Randalls. La escena se amplió; aparecieron dos personas; la señora Weston y su hijastro; se dirigían hacia Highbury; iban a Hartfield, por supuesto. Sin embargo se detuvieron primero ante la casa de la señorita Bates; esta casa estaba un poco más cerca de Randalls que el almacén de Ford; y apenas habían llamado cuando vieron a Emma… Inmediatamente cruzaron la calle y se dirigieron hacia ella, y la agradable velada del día anterior pareció hacer aún más grato este encuentro. La señora Weston le informó que iba a visitar a las Bates con objeto de poder oír el nuevo piano.

—Frank —dijo ella— me ha recordado que ayer por la noche prometí formalmente a la señorita Bates que esta mañana iría a visitarla. Yo casi ni me di cuenta que se lo prometía. Ya no me acordaba que había fijado una fecha, pero ya que él lo dice ahora mismo iba para allí.

—Y mientras la señora Weston hace esta visita, espero —dijo Frank Churchill— que se me permita unirme a ustedes y esperarla en Hartfield… si es que ya vuelven a su casa.

La señora Weston pareció contrariada.

—Creía que querías venir conmigo. Las Bates se alegrarían mucho de volver a verte.

—¿A mí? Creo que estaría de más. Pero tal vez… tal vez estaré de más aquí. Parece como si la señorita Woodhouse no desease mi compañía. Mi tía nunca quiere que la acompañe cuando va de compras. Dice que la pongo enferma de los nervios; y tengo la impresión que la señorita Woodhouse si se atreviera me diría algo semejante. De modo que ¿qué hago?

—No he venido a hacer compras para mí —dijo Emma—. Sólo estoy esperando a mi amiga. Supongo que ya no tardará mucho en salir, y entonces nos iremos a casa. Pero usted haría mejor de acompañar a la señora Weston y oír cómo suena el piano.

—Bien… Si usted me lo aconseja… pero —con una sonrisa— si el coronel Campbell se hubiese valido para elegir el instrumento de un amigo poco cuidadoso, y si ahora resultara que el piano no suena bastante bien… ¿Yo qué voy a decir? No voy a hacer quedar muy bien a la señora Weston. Ella sola podrá salir del paso perfectamente. Una verdad desagradable en sus labios debe de resultar incluso grata, pero yo soy la persona más incapaz del mundo para decir una mentira cortés.

—Eso sí que no lo creo… —replicó Emma—. Estoy convencida de que cuando es necesario puede usted ser tan insincero como cualquier ser humano; pero no hay ningún motivo para suponer que el piano no sea bueno. Yo más bien pensaría todo lo contrario, por lo que le oí decir a la señorita Fairfax la noche pasada.

—Ven conmigo —insistió la señora Weston—, si no es mucha molestia. No tenemos por qué quedarnos mucho tiempo. Y luego iremos a Hartfield. No vamos a llegar mucho más tarde que ellas. La verdad es que quiero que me acompañes en esta visita. ¡Lo considerarán como una atención tan grande! Además, yo creía que pensabas venir.

El joven no se atrevió a replicar; y con la esperanza de tener luego la compensación de ir a Hartfield, volvió junto con la señora Weston hacia la puerta de la casa de las Bates. Emma vio cómo entraban y luego fue a reunirse con Harriet, que se hallaba confusa ante el mostrador… y poniendo en juego toda su inteligencia, trató de convencerla de que si lo que quería era muselina lisa no tenía ningún objeto el mirar la rameada; y que una cinta azul, por muy bonita que fuera, nunca iba a armonizar con aquel modelo amarillo. Por fin todos esos problemas quedaron resueltos, incluso el lugar al que debían llevar el paquete.

—¿Prefiere usted que se lo mande a casa de la señora Goddard, señorita? —preguntó la señora Ford.

—Sí… No… Sí, a casa de la señora Goddard. Pero la falda envíenla a Hartfield. No, no, envíelo todo a Hartfield, por favor, pero entonces la señora Goddard querrá verlo… y yo podría llevar la falda a casa cualquier día. Pero necesitaré en seguida la cinta… o sea que es mejor que lo envíen a Hartfield… por lo menos la cinta. Podría usted hacer dos paquetes, señora Ford, ¿no?

—Harriet, no es necesario dar tantas molestias a la señora Ford y hacerle hacer dos paquetes.

—No, claro.

—No es ninguna molestia, señorita, no faltaba más —dijo la amable señora Ford.

—¡Oh! Pero es que ahora la verdad es que prefiero que sólo me hagan un paquete. Por favor, mándelo todo a casa de la señora Goddard… pero, no sé… no, creo, Emma, que lo mejor será que lo envíen todo a Hartfield y que yo me lo lleve todo a casa esta noche. ¿A ti qué te parece?

—Que no dediques ni medio segundo más a pensar en esta cuestión. A Hartfield, por favor, señora Ford.

—Sí, eso será mucho mejor —dijo Harriet completamente satisfecha—; no me gustaría nada que lo enviasen a casa de la señora Goddard.

Se oyeron unas voces que se acercaban a la tienda… o mejor dicho, una voz y dos señoras; la señora Weston y la señorita Bates se encontraron con ellas en la puerta.

—Mi querida señorita Woodhouse —dijo esta última—, precisamente venía a buscarla para pedirle el favor de que viniera un rato a nuestra casa y nos diera su opinión sobre el piano nuevo; usted y la señorita Smith. ¿Cómo está usted señorita Smith? Muy bien, gracias… y he rogado también a la señora Weston que viniera con nosotras para contar con otra opinión de peso.

—Espero que la señora Bates y la señorita Fairfax estén…

—Muy bien, no sabe cómo agradezco su interés. Mi madre está maravillosamente bien y Jane no se resfrió ayer por la noche. ¿Cómo sigue el señor Woodhouse?… No sabe lo que me alegra saber que se encuentra tan bien de salud. La señora Weston me ha dicho que estaban ustedes aquí… ¡Oh! Y entonces yo me he dicho, voy en seguida antes de que se vayan, estoy segura de que a la señorita Woodhouse no le importará que la moleste y le pida que venga un ratito a casa; mi madre se alegrará tanto de verla… Y ahora que somos tantos no podrá negarse. «Sí, sí, es una gran idea», ha dicho el señor Frank Churchill, «será muy interesante conocer la opinión de la señorita Woodhouse sobre el piano…». «Pero, les he dicho yo, es más probable que la convenza para venir si uno de ustedes me acompaña…». «¡Oh!», ha dicho él, «espere medio minuto a que haya terminado mi trabajo». Porque, no sé si querrá usted creerlo, señorita Woodhouse, pero es un joven tan amable que estaba arreglando la montura de las gafas de mi madre… Los cristales se salieron de la montura esta mañana, ¿sabe usted? ¡Oh, es tan amable…! Porque mi madre no podía usar las gafas… no podía ponérselas. Y a propósito, todo el mundo debería tener dos pares de gafas; sí, sí, todo el mundo. Jane ya lo dijo. Yo esta mañana la primera cosa que quería hacer era llevarlas a John Saunders, pero durante toda la mañana tenía que hacer otras cosas que me iban distrayendo; primero una cosa, luego otra, no se acaba nunca, ya sabe usted. Primero me vino Patty diciéndome que le parecía que había que limpiar la chimenea de la cocina. ¡Oh Patty!, dije yo, no me vengas ahora con esas malas noticias. A la señora se le ha roto la montura de las gafas. Luego llegaron las manzanas asadas que la señora Wallis me mandaba con su chico; los Wallis siempre son extraordinariamente atentos y amables con nosotros… He oído decir a cierta gente que la señora Wallis a veces es mal educada y contesta de un modo muy grosero, pero con nosotros sólo han tenido atenciones. Y no será porque somos clientes muy buenos, por el pan que les compramos, ¿sabe usted? Sólo tres panecillos… y eso que ahora tenemos con nosotros a Jane… Y es que ella no come prácticamente nada… desayuna tan poco que se quedaría usted asustada si la viera. Yo no me atrevo a decirle a mi madre lo poco que come… Y, mire, una vez digo una cosa y luego digo otra y así va pasando. Pero hacia el mediodía tiene hambre y no hay nada que le guste tanto como esas manzanas asadas, que por cierto es una fruta muy saludable, porque el otro día tuve la ocasión de preguntárselo al señor Perry; dio la casualidad de que le encontré en la calle. No es que yo dudara de que fuera una fruta sana… Muchas veces le he oído recomendar al señor Woodhouse las manzanas asadas. Creo que es el único modo que el señor Woodhouse considera que la fruta es totalmente recomendable. Sin embargo nosotras hacemos muchas veces tarta de manzana. Patty hace una tarta de manzana exquisita. Bueno, señora Weston, creo que ha conseguido usted lo que nos proponíamos, confío en que estas señoras serán tan amables de venir a nuestra casa.

Emma estaba «realmente encantada de visitar a la señora Bates», etcétera, y por fin salieron de la tienda sin más demora que la obligada por parte de la señorita Bates:

—¿Cómo está usted, señora Ford? Le ruego que me perdone. No la había visto hasta ahora. Me han dicho que ha recibido usted de Londres un nuevo surtido de cintas que es un primor. Ayer Jane llegó a casa encantada con ellas. ¡Ah, los guantes son espléndidos…! Sólo que un poco demasiado largos; pero Jane ya les está haciendo un dobladillo.

—¿Qué estaba diciendo? —dijo empezando de nuevo cuando todos hubieron salido a la calle.

Emma se preguntó a cuál de las innumerables cosas de las que había hablado se estaría refiriendo.

—Pues confieso que no puedo acordarme de lo que estaba diciendo… ¡Ah, sí! Las gafas de mi madre. ¡Ha sido tan amable el señor Frank Churchill! «¡Oh!», ha dicho, «me parece que puedo arreglarles la montura; me encantan ese tipo de trabajos». Lo cual demuestra que es un joven muy… la verdad, debo decirles que aunque antes de conocerle ya había oído hablar mucho de él y le tenía en gran estima, la realidad es muy superior a todo lo que… Señora Weston, le doy la enhorabuena de todo corazón. A mi entender posee todo lo que el padre más exigente podría… «¡Oh!», me ha dicho, «yo puedo arreglarles la montura; me encanta ese tipo de trabajos». Nunca podré olvidar su amabilidad. Y cuando yo he sacado de la despensa las manzanas asadas, confiando que nuestros amigos serían tan amables que las probarían, «¡Oh!», ha dicho él en seguida, «no hay fruta mejor que ésa, y además en mi vida habla visto unas manzanas asadas en casa que tuvieran tan buen aspecto». Ya ve usted, eso es ser lo que se dice de lo más… Y por la manera en que lo dijo estoy segura de que no era un cumplido. Claro está que son unas manzanas deliciosas, y que la señora Wallis le saca todo el partido posible… Aunque sólo las hemos asado dos veces y el señor Woodhouse nos hizo prometer que lo haríamos tres… Pero la señorita Woodhouse será tan buena que no se lo contará ¿verdad? Estas manzanas son las mejores que hay para asar, eso sin ninguna duda; todas son de Donwell… Una parte de la generosa ayuda que nos presta el señor Knightley. Todos los años nos manda un saco; y desde luego no hay mejores manzanas para guardar que la de los árboles de sus tierras… Creo que sólo tiene dos manzanos de esta clase. Mi madre dice que el huerto ya era famoso en su juventud. Pero el otro día me llevé un verdadero disgusto porque el señor Knightley vino a visitarnos una mañana y Jane estaba comiendo esas manzanas, y nosotras nos pusimos a alabarlas y le dijimos que a ella le gustaban mucho, y él nos preguntó si ya las habíamos terminado. «Estoy seguro de que tienen que habérseles terminado», nos dijo, «voy a mandarles otro saco; yo tengo muchas más de las que puedo comer. Este año William Larkins me ha entregado una cantidad superior a la de costumbre. Les enviaré unas cuantas más antes de que se estropeen». Yo le supliqué que no lo hiciese… Pero como era verdad que se nos estaba terminando la provisión tampoco podía decirle que nos quedaban muchas… lo cierto es que sólo teníamos media docena; pero las guardábamos todas para Jane; y yo no podía tolerar que nos mandara más después de lo generoso que había sido con nosotras. Y Jane dijo lo mismo. Y cuando se hubo ido ella casi se peleó conmigo… Bueno, no, no es que nos peleáramos, porque entre nosotras nunca hay peleas; pero sintió tanto que yo hubiese reconocido que las manzanas estaban a punto de terminarse; ella quería que yo le hiciese creer que aún nos quedaban muchas. ¡Oh, querida!, le dije yo, no podía mentirle. Pero aquella misma tarde se presentó William Larkins con un enorme cesto de manzanas, la misma clase de manzanas, por lo menos media arroba, y yo quedé muy agradecida, y salí a hablar con William Larkins, y así se lo dije como ya pueden ustedes suponer. ¡Hace tantos años que conocemos a William Larkins! Siempre me alegra volver a verle. Pero luego me enteré por Patty que William había dicho que aquellas eran todas las manzanas de aquella clase que le quedaban a su amo. Las había traído todas… Y ahora a su amo no le había quedado ni una sola para asar o para hacer hervida. A William esto no parecía preocuparle lo más mínimo, él estaba muy contento de pensar que su amo había vendido tantas; porque ya saben ustedes que William piensa más en los beneficios de su amo que en ninguna otra cosa; pero dijo que la señora Hodges se disgustó mucho al ver que se habían quedado sin ninguna. No podía tolerar que su amo no pudiese volver a comer tartas de manzanas esta primavera. Eso es lo que William le contó a Patty, pero le dijo que no se preocupara por ello y seguramente que no nos dijera nada a nosotras, porque la señora Hodges se enfada a menudo, y como ya se habían vendido muchos sacos no tenía mucha importancia quién se comiera el resto. Y Patty me lo contó a mí, y yo tuve un verdadero disgusto. Por nada del mundo consentiría que el señor Knightley se enterara de nada de todo esto. Seguramente se pondría… Yo quería evitar que se enterara Jane; pero por desgracia, cuando me di cuenta ya lo había dicho.

Apenas la señorita Bates había acabado de hablar cuando Patty abría la puerta; y sus visitantes empezaron a subir las escaleras ya sin tener que prestar atención a ninguna historia, perseguidos tan sólo por las manifestaciones inconexas de su buena voluntad.

—Por favor, señora Weston, tenga cuidado, hay un escalón al dar la vuelta. Por favor, señorita Woodhouse, la escalera es más bien oscura Más oscura y más estrecha de lo que sería de desear. Por favor, señorita Smith, tenga cuidado. Señorita Woodhouse, sufro por usted, estoy segura de que está tropezando. Señorita Smith, cuidado con el escalón que hay al dar la vuelta.

Ir a la siguiente página

Report Page