Emma

Emma


CAPÍTULO XI

Página 13 de 59

CAPÍTULO XI

AHORA la iniciativa debía dejarse en manos del señor Elton. Ya no estaba en manos de Emma encauzar su felicidad o hacer que apresurara los acontecimientos. La llegada de la familia de su hermana eran tan inminente que, primero en la imaginación y luego en la realidad, se convirtió en el objeto primordial de su interés; y durante los diez días de su estancia en Hartfield no era de esperar —ella misma no lo esperaba— que pudiese ayudar a los dos enamorados más que de un modo ocasional y fortuito. Sin embargo, si ellos querían, los progresos podían ser rápidos; y de todos modos, tanto si querían como si no, debían progresar en sus relaciones. Y Emma ahora no lamentaba no tener tiempo para dedicarles. Hay personas que cuanto más se hace por ellos menos hacen ellos por sí mismos.

Como la ausencia de Surry del señor y la señora John Knightley había sido más larga que de costumbre, lógicamente despertaban un interés mayor que el habitual. Hasta aquel año todas las vacaciones largas que se habían tomado desde su boda las habían dividido entre Hartfield y Donwell Abbey; pero todas las fiestas de aquel otoño se habían dedicado a baños de mar para los niños, y por lo tanto habían pasado muchos meses desde la última vez en que habían hecho una visita regular a sus parientes de Surry, y habían visto al señor Woodhouse, quien era absolutamente incapaz de dejarse llevar a Londres, ni siquiera por la pobre Isabella; y quien por lo tanto se encontraba ahora nerviosísimo y lleno de una inquieta felicidad pensando en una visita que iba a ser demasiado corta.

Pensaba mucho en los peligros que el viaje podía encerrar para su hija y no poco en la fatiga que iba a producir a sus propios caballos y a su cochero, que irían a recoger a parte de los viajeros aproximadamente a mitad del camino; pero sus temores eran injustificados; se recorrieron sin ningún incidente las dieciséis millas, y el señor y la señora John Knightley, sus, cinco hijos y un número adecuado de niñeras llegaron a Hartfield sanos y salvos. El alboroto y la alegría de su llegada, la presencia de tantas personas a quienes hablar, dar la bienvenida, animar y acomodar en la casa, produjeron tal barahúnda y confusión que los nervios del señor Woodhouse no hubieran podido resistirlo por ninguna otra causa, e incluso por ésta tampoco por mucho más tiempo; pero las costumbres de Hartfield y la sensibilidad de su padre eran tan respetados por la señora de John Knightley que, a pesar de su solicitud maternal porque sus pequeños se encontraran a su gusto lo antes posible, y porque tuvieran al momento toda la libertad y todos los cuidados que requerían, y porque comieran y bebieran y durmieran y jugaran a sus anchas, a los niños no se les permitió que molestasen por mucho tiempo al señor Woodhouse; ni ellos ni el continuo trabajo que significaba cuidarles.

La señora de John Knightley era una mujercita linda y elegante, de maneras finas y reposadas, y de carácter extremadamente sensible y cariñoso; enamoradísima de su marido y encandilada con sus hijos, sentía un afecto tan vivo por su padre y su hermana que ningún otro amor más intenso, exceptuando el de estos vínculos superiores, le hubiera parecido posible. No sabía ver ni un defecto en ninguno de ellos. No era mujer de gran inteligencia ni de ingenio muy despierto; y no era eso lo único en lo que se parecía a su padre, ya que también había heredado de él su constitución física y su temperamento; era de salud delicada, preocupada con exceso por la de sus hijos, se asustaba por cualquier cosa, tenía muchos nervios y era tan aficionada a su señor Wingfield de la ciudad como su padre podía serlo a su señor Perry. Ambos se parecían también en lo bondadoso de su carácter y en una fuerte tendencia a la veneración por los viejos amigos.

El señor John Knightley era un hombre alto, de aspecto distinguido y muy inteligente; brillante en el ejercicio de su profesión, de costumbres hogareñas y de vida intachable; pero muy reservado, lo cual hacía que no todos le encontraran simpático; y capaz de tener de vez en cuando accesos de mal humor. No era hombre de mal carácter, ni sus enojos sin causa justificada eran tan frecuentes como para hacerle merecedor de tal reproche; pero su carácter no era la mayor de sus perfecciones; y lo cierto es que, con la adoración que le tributaba su esposa, era difícil que sus defectos naturales no se acrecentaran. La extremada sumisión de ella chocaba con su temperamento. Él poseía toda la claridad de juicio y la viveza de inteligencia que faltaban a su esposa, y a veces no podía evitar hacer o decir algo ofensivo o desagradable. El señor Knightley no era precisamente el favorito de su linda cuñada. Ninguno de sus defectos se le escapaban. Nunca dejaba de advertir las pequeñas ofensas a Isabella, de las que ésta jamás se daba cuenta. Quizás hubiera sido más benévola en sus juicios si él se hubiese mostrado más deferente para con la hermana de Isabella, pero la actitud del señor Knightley para con Emma era la de un hermano y amigo fríamente objetivo y cortés, sin prodigar las alabanzas y sin que le cegara el cariño; pero por mucho que él hubiese querido halagarla, difícilmente Emma hubiese podido pasar por alto lo que a sus ojos era la más imperdonable de las faltas, y en la que su cuñado incurría a veces: carecer de respetuosa paciencia para con su padre. No siempre tenía con él la paciencia que hubiera sido necesaria. Y las rarezas y las aprensiones del señor Woodhouse a veces provocaban en él palabras de sentido común un tanto bruscas o réplicas demasiado duras. Eso no ocurría a menudo, pues lo cierto es que el señor John Knightley sentía un gran afecto por su suegro, y en general era muy consciente del respeto que le debía; pero aún así era demasiado a menudo para la susceptibilidad de Emma, sobre todo porque con demasiada frecuencia tenían que estar todos con el alma en vilo, temiendo que se produjera una situación desagradable que por fin no se producía. Sin embargo, en los primeros días de cada visita suya solía reinar un ambiente muy afectuoso, y como aquella visita debía ser necesariamente tan corta, era de esperar que aquellos días transcurrieran en medio de la mayor cordialidad.

Apenas se habían instalado y acomodado en la casa, cuando el señor Woodhouse, cabeceando melancólicamente y dando un suspiro, llamó la atención de su hija acerca de los tristes cambios que se habían producido en Hartfield desde la última vez que ella había estado allí.

—¡Ay, querida! —dijo—. ¡Pobre señorita Taylor! ¡Qué lástima!

—¡Oh sí, papá, ya me hago cargo! —exclamó ella, adivinando inmediatamente sus sentimientos—. ¡Cómo debes echarla de menos! Y tú también, Emma. ¡Qué terrible pérdida para los dos! ¡Lo he sentido tanto por vosotros! No puedo imaginarme cómo podéis arreglároslas sin ella… La verdad es que es un cambio tan lamentable… Pero supongo que ella se encuentra muy a gusto, ¿no?

—Sí, muy a gusto, querida… por lo menos eso supongo… Muy a gusto… Lo único que sé es que el lugar le sienta bien, dentro de todo…

El señor John Knightley preguntó en tono apacible a Emma si había dudas acerca de la salubridad de los aires de Randalls.

—¡Oh, no, en absoluto! En mi vida había visto a la señora Weston encontrarse tan bien… ni tener mejor aspecto. Papá habla así porque le duele haber tenido que separarse de ella.

—Lo cual dice mucho en favor de ambos —fue la amable respuesta.

—Y ¿al menos puedes verla a menudo, papá? —preguntó Isabella en un tono quejumbroso que correspondía exactamente al de su padre.

El señor Woodhouse vaciló antes de contestar:

—Querida, no tan a menudo como yo desearía.

—¡Por Dios, papá! Desde que se casaron sólo ha pasado un día sin que no nos hayamos visto. Unas veces por la mañana y otras por la tarde, todos los días con una única excepción, hemos visto o al señor o a la señora Weston, y generalmente a los dos, a veces en Randalls, otras aquí… y ya puedes suponer, Isabella, que lo más frecuente ha sido vernos aquí. Han sido muy complacientes, pero lo que se dice muy complacientes, en sus visitas. Y el señor Weston ha sido tan amable como ella misma. Papá, si hablas de este modo tan lastimero darás a Isabella una idea falsa de todos nosotros. Todo el mundo tiene que darse cuenta de que la señorita Taylor ha de echarse de menos, pero también todo el mundo debería tener la seguridad de que los señores Weston hacen todo lo posible para que no la echemos de menos, tal como nosotros ya habíamos imaginado antes que harían… y ésta es la pura verdad.

—Así es como debe ser —dijo el señor John Knightley— y como yo suponía que era por lo que decían vuestras cartas. Que ella desee complaceros no puede ponerse en duda, y que él esté desocupado y sea un hombre sociable lo hace todo más fácil. Siempre te he dicho, querida, que no podía creer que en Hartfield hubiera habido un cambio tan importante como tú suponías; y ahora, después de lo que ha dicho Emma, supongo que te quedarás convencida.

—Sí, desde luego —dijo el señor Woodhouse—, sí, la verdad es que no puedo negar que la señora Weston, la pobre señora Weston, viene a vernos muy a menudo… pero, es que… siempre tiene que volver a irse.

—Y el señor Weston lamentaría mucho que no fuera así, papá. Te olvidas por completo del pobre señor Weston.

—La verdad —dijo John Knightley con ironía— es que a mi entender el señor Weston también tiene algún pequeño derecho. Tú y yo, Emma, nos arriesgaremos a tomar la defensa del pobre marido. Yo por estar casado y tú por ser soltera, lo más probable es que nos hagamos cargo por igual de los derechos que pueda alegar un hombre. En cuanto a Isabella, lleva ya casada el tiempo suficiente como para ver la conveniencia de dejar de lado siempre que sea posible a todos los señores Weston.

—¿Yo, querido? —exclamó su esposa, que sólo escuchaba y comprendía parte de lo que estaban hablando—. ¿Estás hablando de mí? Estoy segura de que no hay nadie que pueda ser partidaria tan acérrima del matrimonio como yo; y de no ser por la desgracia de que tuviera que dejar Hartfield, nunca hubiese pensado en la señorita Taylor más que como en la mujer más afortunada del mundo; en cuanto a lo de dejar de lado al señor Weston, que es una persona excelente, creo que se merece lo mejor. En mi opinión es uno de los hombres de mejor carácter que jamás han existido. Exceptuándote a ti y a tu hermano, no conozco a nadie que pueda igualársele. Siempre me acordaré del día aquel que hacía tanto viento, en la última Pascua, cuando le levantó la cometa a Henry… y desde que tuvo una delicadeza tan bonita, en setiembre hizo un año, al escribirme aquella nota, a las doce de la noche, para asegurarme de que no había escarlatina en Cobham, siempre he estado convencida de que no podía existir en el mundo corazón más sensible ni hombre mejor; si alguien puede merecerle es la señorita Taylor.

—¿Y el chico? —preguntó el señor Knightley—. ¿Ha venido para la boda o no?

—Aún no ha venido —replicó Emma—. Se le esperaba con gran expectación poco después de la boda, pero todo quedó en nada; y últimamente no he vuelto a oír hablar de él.

—Pero cuéntale lo de la carta, querida —dijo su padre—. Le escribió una carta a la pobre señora Weston dándole la enhorabuena, y era una carta muy fina y muy bien escrita. Ella me la enseñó. La verdad es que me pareció un detalle muy bonito en él. Ahora si fue idea suya o no, eso ya no sabría decirlo. Es muy joven todavía, y quizá su tío…

—Pero papá querido, si ya tiene veintitrés años. Te olvidas de que pasa el tiempo.

—¿Veintitrés años? ¿Es posible? Pues… nunca lo hubiera creído… ¡Si sólo tenía dos años cuando murió su pobre madre! Sí, sí, la verdad es que el tiempo pasa volando… y yo tengo tan mala memoria. Sea como fuere era una carta preciosa, lo que se dice preciosa, y al señor y la señora Weston les hizo mucha ilusión. Me acuerdo que estaba escrita en Weymouth y fechada el 28 de setiembre… y empezaba: «Apreciada señora», pero ya he olvidado cómo seguía; y firmaba «F. C. Weston Churchill»… Eso lo recuerdo perfectamente.

—¡Qué amable y qué educado! —exclamó la bondadosa señora Knightley—. No tengo la menor duda de que es un joven de grandes prendas. ¡Pero es una lástima que no viva en casa de su padre! ¡Produce tan mala impresión ver a un niño lejos de sus padres y de su verdadero hogar! Nunca he podido comprender cómo el señor Weston consintió en separarse de él. ¡Abandonar a su propio hijo! Nunca podría tener buena opinión de alguien que propusiera semejante cosa a otra persona.

—Me malicio que nunca nadie ha tenido muy buena opinión de los Churchill —observó fríamente el señor John Knightley—. Pero no creas que el señor Weston sintió lo que tú podrías sentir al abandonar a Henry o a John. Más que un hombre de sentimientos muy arraigados, el señor Weston es una persona acomodaticia y un tanto despreocupada; se toma las cosas tal como vienen, y de un modo u otro se aprovecha de las circunstancias; y yo sospecho que para él eso que llamamos sociedad tiene más importancia desde el punto de vista de sus comodidades, es decir, el poder comer y beber y jugar al whist con sus vecinos cinco veces a la semana, que desde el punto de vista del afecto familiar o de cualquier otra cosa de las que proporciona un hogar.

A Emma le contrariaba todo lo que significase insinuar una crítica del señor Weston, y estaba casi decidida a intervenir en su defensa; pero se dominó y no dijo nada. Si era posible prefería que no se turbara la paz; y había algo digno y estimable en la intensidad de los afectos hogareños, en la idea de la autosuficiencia de un hogar, que predisponía a su hermano a desdeñar el trato social de la mayoría de la gente y a las personas para las que este trato resultaba importante… Y Emma se daba cuenta de que sus argumentos eran poderosos y que había que ser tolerante con su interlocutor.

Ir a la siguiente página

Report Page