Emma

Emma


CAPÍTULO XXIII

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CAPÍTULO XXIII

Pocos ánimos tenía Harriet para ir de visita. Tan sólo media hora antes de que su amiga pasara a recogerla por casa de la señora Goddard, su mala estrella la condujo precisamente al lugar en donde en aquel momento un baúl dirigido al «Reverendo Philip Elton, White-Hart, Bath», era cargado en el carro del carnicero que debía llevarlo hasta donde pasaba la diligencia; y para Harriet todo lo demás del universo, excepto aquel baúl y su rótulo, dejaron de existir.

No obstante se puso en camino; y cuando llegaron a la granja y descendió del coche al final del ancho y limpio sendero engravillado que entre manzanos dispuestos a espaldera conducía hasta la puerta principal, el ver todas aquellas cosas que el otoño anterior le habían proporcionado tanto placer, empezó a producirle una cierta desazón; y cuando se separaron Emma advirtió que miraba a su alrededor con una especie de curiosidad temerosa que la decidió a no permitir que la visita se prolongara más allá del cuarto de hora que se habían propuesto. Emma siguió adelante para dedicar aquel rato a un antiguo criado que se había casado y que vivía en Donwell.

Al cabo de un cuarto de hora, puntualmente, volvía a estar de nuevo ante la blanca entrada; y la señorita Smith, obedeciendo a sus llamadas, no tardó en reunirse con ella sin la compañía de ningún peligroso joven. Se acercó sola por el sendero de grava… sólo una señorita Martin apareció en la puerta, despidiéndola al parecer con ceremoniosa cortesía.

Harriet tardó un poco en poder dar una explicación medianamente inteligible de lo que había ocurrido. Sus sentimientos eran demasiado intensos; pero por fin Emma logró enterarse de lo suficiente como para hacerse cargo de cómo se había desarrollado aquella entrevista y de qué clase de heridas había dejado en su amiga. Sólo había visto a la señora Martin y a sus dos hijas. La habían acogido de un modo receloso, por no decir frío; y casi durante todo el tiempo no se había hablado más que de simples lugares comunes… hasta el último momento, cuando inesperadamente la señora Martin había dicho que tenía la impresión de que la señorita Smith había crecido, llevando así la conversación hacia un tema más interesante y mostrándose más efusiva. En el pasado mes de setiembre, en aquella misma habitación Harriet había comparado su estatura con la de sus dos amigas. Allí estaban aún las señales de lápiz y las inscripciones en el marco de la ventana. Lo había hecho él. Todos parecieron recordar el día, la hora, la fiesta, la ocasión… sentir la misma inquietud, el mismo pesar… estar dispuestos a volver a ser los mismos de antes; y ya iban haciéndose a la idea de que todo volviera a ser igual que unos meses atrás (Harriet, como Emma debía de sospechar, estaba tan dispuesta como cualquiera de ellas a mostrarse de nuevo tan afectuosa y tan contenta como antes), cuando reapareció el coche y todo se esfumó. Entonces el carácter de la visita y su brevedad se sintieron más intensamente. ¡Conceder catorce minutos a las personas a quienes hacía menos de seis meses debía agradecer una feliz estancia de seis semanas! Emma no podía por menos de imaginarse la situación y de darse cuenta de la razón que tenían de sentirse ofendidos, y de lo natural que era que Harriet sufriera por todo ello. Era un mal asunto. Ella hubiera estado dispuesta a hacer cualquier cosa, hubiera tolerado cualquier cosa para conseguir que los Martín estuvieran en un nivel social más elevado. Tenían tan buena voluntad que sólo un poco más de altura ya hubiera podido bastar; pero, tal como estaban las cosas, ¿de qué otra manera podía obrar? Imposible… No podía arrepentirse. Tenían que separarse; pero aquella era una operación muy dolorosa… para ella tanto en aquella ocasión que en seguida sintió la necesidad de buscar un poco de consuelo, y decidió regresar a su casa pasando por Randalls para procurárselo. Estaba ya harta del señor Elton y de los Martin. El refrigerio de Randalls era absolutamente necesario.

Había sido una buena idea. Pero al acercarse a la puerta les dijeron que «ni el señor ni la señora estaban en casa»; los dos habían salido hacía ya bastante rato; el criado suponía que habían ido a Hartfield.

—¡Qué mala suerte! —exclamó Emma mientras volvían al coche—. Y ahora cuando lleguemos allí ellos se habrán acabado de ir; ¡esto ya es demasiado! Hacía tiempo que no me fastidiaba tanto una cosa así.

Y se recostó en un rincón del coche para desfogar su mal humor o para disiparlo a fuerza de razonamientos; probablemente un poco ambas cosas… como suele ocurrir con las personas de buen natural. De pronto el coche se detuvo; levantó la mirada; lo habían detenido el señor y la señora Weston, que estaban ante ella disponiéndose a hablarle. Sintió una gran alegría al verles, alegría que fue aún mayor cuando oyó el sonido de sus voces… porque el señor Weston la abordó inmediatamente.

—¿Qué tal, cómo está? ¿Qué tal? Hemos visitado a su padre… y nos ha alegrado mucho verle con tan buen aspecto. Frank llega mañana… esta misma mañana he tenido carta suya… mañana a la hora de comer ya lo tendremos en casa, esta vez es seguro… hoy está en Oxford, y viene para pasar dos semanas completas; ya sabía yo que tenía que ser así. Si hubiera venido por Navidad no hubiese podido quedarse con nosotros más que tres días; yo desde el primer momento me alegré de que no viniera por Navidad; ahora disfrutaremos de un tiempo mucho mejor, hace unos días claros, secos, el tiempo es estable. De este modo disfrutaremos mucho más de su compañía; todo ha salido mejor de lo que hubiéramos podido desearlo.

No había modo de resistir a estas noticias, ni posibilidad de evitar la influencia de un rostro tan feliz como el del señor Weston, confirmándolo todo las palabras y la actitud de su esposa, menos locuaz y más reservada, pero no menos alegre por lo ocurrido. Saber que ella considerara segura la llegada de su hijastro era suficiente para que Emma lo creyese también así, y participó sinceramente de su júbilo. Era la más grata recuperación de unos ánimos abatidos. Lo pasado se olvidaba ante las felices perspectivas de lo que iba a ocurrir; y en aquel momento Emma tuvo la esperanza de que no volvería a hablarse más del señor Elton.

El señor Weston les contó la historia de todo lo que había sucedido en Enscombe, y que había permitido a su hijo escribirles diciendo que disponía de dos semanas completas y describiéndoles cuál sería el camino que seguiría y el modo en que llevaría a cabo el viaje; y la joven escuchaba, sonreía y se alegraba muy de veras.

—Y en seguida le llevaré a Hartfield —dijo el señor Weston, como conclusión.

Al llegar a este punto Emma supuso que su esposa le llamaba la atención apretándole el brazo.

—Tendríamos que irnos, querido —dijo—; estamos entreteniéndolas.

—Sí, sí, cuando quieras… —y volviéndose de nuevo a Emma—: pero ahora no crea que es un joven tan apuesto, ¿eh?; usted sólo le conoce a través de lo que yo le he dicho; me atrevería a decir que en realidad no es nada tan extraordinario…

Pero el centelleo que tenían sus ojos en aquel momento decía bien a las claras que su opinión no podía ser más distinta. Emma por su parte consiguió aparentar una total tranquilidad e inocencia, y responder de un modo que no la comprometiera en absoluto.

—Emma, querida, piensa en mí mañana alrededor de las cuatro —fue el ruego con el que se despidió la señora Weston; y en sus palabras, que sólo iban dirigidas a ella, había una cierta inquietud.

—¡A las cuatro! Puedes estar segura de que a las tres ya lo tendremos aquí —le corrigió rápidamente el señor Weston.

Y así terminó aquel afortunado encuentro. Emma había cobrado nuevos ánimos y se sentía completamente feliz; todo parecía distinto; James y sus caballos no parecían ni la mitad de lentos que antes. Cuando posó la mirada en los setos pensó que los saúcos por lo menos no tardarían ya mucho en echar brotes, y cuando se volvió a Harriet también en su rostro creyó ver como un atisbo primaveral, algo semejante a una vaga sonrisa. Pero la pregunta que hizo no era excesivamente prometedora:

—¿Crees que el señor Frank Churchill además de pasar por Oxford pasará por Bath?

Pero ni los conocimientos geográficos ni la tranquilidad se adquieren en un abrir y cerrar de ojos; y en aquellos momentos Emma se sentía dispuesta a conceder que tanto una cosa como otra ya llegarían con el tiempo.

Llegó la mañana de aquel día tan esperado, y la fiel discípula de la señora Weston no se olvidó ni a las diez, ni a las once ni a las doce, que a las cuatro tenía que pensar en ella.

«¡Pobre amiga mía! —se decía para sí mientras salía de su alcoba y bajaba las escaleras—. ¡Siempre preocupándose tanto por el bienestar de todo el mundo y sin pensar en el suyo! Ahora mismo te estoy viendo atareadísima, entrando y saliendo mil veces de su habitación para asegurarte de que todo está en orden. —El reloj dio las doce mientras atravesaba el recibidor—. Las doce, dentro de cuatro horas no me olvidaré de pensar en ti. Y mañana a esta hora, poco más o menos, o quizás un poco más tarde, pensaré que estarán todos a punto de venir a visitarnos. Estoy segura de que no tardarán mucho en traerle aquí».

Abrió la puerta del salón y vio a su padre hablando con dos caballeros: el señor Weston y su hijo. Hacía pocos minutos que habían llegado, y el señor Weston apenas había tenido tiempo de acabar de explicar porqué Frank se había anticipado un día a lo previsto, y su padre se hallaba aún dándoles la bienvenida y felicitándoles con sus ceremoniosas frases cuando ella apareció para participar del asombro, de las presentaciones y de la ilusión de aquellos momentos.

Frank Churchill, de quien tanto se había hablado, que tanta expectación había suscitado, estaba en persona ante ella… se hicieron las presentaciones y Emma pensó que los elogios que se habían hecho de él no habían sido excesivos; era un joven extraordinariamente apuesto; su porte, su elegancia, su desenvoltura no admitían ningún reparo, y en conjunto su aspecto recordaba mucho del buen temple y de la vivacidad de su padre; parecía despierto de inteligencia y con talento. Emma advirtió inmediatamente que sería de su agrado; y vio en él una naturalidad en el trato y una soltura en la conversación, propias de alguien de buena crianza, que la convencieron de que él aspiraba a ganarse su amistad, y de que no tardarían mucho en ser buenos amigos.

Había llegado a Randalls la noche antes. Emma quedó muy complacida al ver las prisas por llegar que había tenido el joven y que le había hecho cambiar de plan, ponerse en camino antes de lo previsto, hacer jornadas más largas y más intensas para poder ganar medio día.

—Ya le decía ayer —exclamaba el señor Weston lleno de entusiasmo—, yo ya les había dicho a todos que le tendríamos con nosotros antes del tiempo fijado. Me acordaba de lo que yo solía hacer a su edad. No se puede viajar a paso de tortuga; es inevitable que uno vaya mucho más aprisa de lo que había planeado; y la ilusión de sorprender a nuestros amigos cuando no se lo esperan vale mucho más que las pequeñas molestias que trae consigo una cosa así.

—Hace mucha ilusión poder dar una sorpresa como ésta —dijo el joven—, aunque no me atrevería a hacerlo en muchas casas; pero tratándose de mi familia pensé que podía permitírmelo todo.

La expresión «mi familia» hizo que su padre le dirigiera una mirada de viva complacencia. Emma se convenció plenamente de que el joven sabía cómo hacerse agradable; y esta convicción se robusteció oyéndole hablar más. Hizo muchos elogios de Randalls, la consideró como una casa admirablemente ordenada, apenas quiso conceder que era pequeña, elogió su situación, el camino de Highbury, el propio Highbury, Hartfield todavía más, y aseguró que siempre había sentido por la comarca el interés que sólo puede despertar la tierra propia, y que siempre había sentido una enorme curiosidad por visitarla. Por la mente de Emma cruzó suspicazmente la idea de que era extraño que hubiese tardado tanto tiempo en poder cumplir este deseo; pero incluso si sus palabras no eran sinceras, resultaban gratas, y eran hábiles y oportunas. No daba la impresión de una persona afectada o amanerada. Lo cierto es que su entusiasmo parecía totalmente sincero.

En general, el tema de la conversación fue el normal entre personas que acaban de conocerse. Él le preguntó si montaba a caballo, si le gustaba pasear por el campo, si tenía muchos amigos por aquellos contornos, si estaba satisfecha de la vida social que podía proporcionarles un pueblo como Highbury. —«He visto que hay casas preciosas por estos alrededores»—, si había bailes, si celebraban reuniones de carácter musical…

Pero una vez satisfecha su curiosidad acerca de todos esos puntos, y cuando su conversación se hizo ya un poco más íntima, el joven se las ingenió para encontrar la oportunidad, mientras sus padres conversaban solos aparte, para hablar de su madrastra y hacer de ella los mayores elogios, declarándose un gran admirador suyo, y diciendo que le profesaba tanta gratitud por la felicidad que había proporcionado a su padre y por la cálida acogida que le había dispensado a él, que venía a constituir una prueba más de que sabía cómo agradar… y de que sin duda consideraba que valía la pena intentar atraérsela. Sin embargo, sus elogios nunca rebasaron lo que Emma sabía que la señora Weston merecía sobradamente; pero claro está que él tampoco podía saber demasiado acerca de ella. Lo que sabía era que sus palabras iban a ser agradables; pero no podía estar seguro de muchas cosas más.

—La boda de mi padre —dijo— ha sido una de sus decisiones más afortunadas; todos sus amigos deben alegrarse; y la familia gracias a la cual ha sido posible esta gran suerte para mí siempre será merecedora de la mayor gratitud.

Casi llegó a agradecer a Emma los méritos de la señorita Taylor, aunque sin dar la impresión de que olvidara completamente, que, en buena lógica, era más natural suponer que había sido la señorita Taylor quien había formado el carácter de la señorita Woodhouse que la señorita Woodhouse el de la señorita Taylor. Y por fin, como decidiéndose a justificar su criterio atendiendo a todos y cada uno de los aspectos de la cuestión, manifestó su asombro por la juventud y la belleza de su madrastra.

—Yo suponía —dijo— que se trataba de una dama elegante y de maneras distinguidas; pero confieso que en el mejor de los casos no esperaba que fuese más que una mujer de cierta edad todavía de buen ver; no sabía que la señora Weston era una joven tan linda.

—A mi entender —dijo Emma— exagera usted un poco al encontrar tantas perfecciones en la señora Weston; si descubriera usted que tiene dieciocho años, no dejaría de darle la razón; pero estoy segura de que ella se enojaría con usted si supiese que le dedica frases como ésas. Procure que no se entere de que habla de ella como de una joven tan linda.

—Espero que sabré ser discreto —replicó—; no, puede usted estar segura (y al decir esto hizo una galante reverencia) de que hablando con la señora Weston sabré a quién poder elogiar sin correr el riesgo de que se me considere exagerado o inoportuno.

Emma se preguntó si las mismas suposiciones que ella se había hecho acerca de las consecuencias que podía traer el que los dos se conocieran, y que habían llegado a adueñarse tan completamente de su espíritu, habían cruzado alguna vez por la mente de él; y si sus cumplidos debían interpretarse como muestras de aquiescencia o como una especie de desafío. Tenía que conocerle más a fondo para saber qué es lo que se proponía; por el momento lo único que podía decir era que sus palabras le eran agradables.

No tenía la menor duda de los proyectos que el señor Weston había estado forjando sobre todo aquello. Había sorprendido una y otra vez su penetrante mirada fija en ellos con expresión complacida; e incluso cuando él decidía no mirar, Emma estaba segura de que a menudo debía de estar escuchando.

El que su padre fuera totalmente ajeno a cualquier idea de ese tipo, el que fuese absolutamente incapaz de hacer tales suposiciones o de tener tales sospechas, era ya un hecho más tranquilizador. Por fortuna estaba tan lejos de aprobar su matrimonio como de preverlo… Aunque siempre ponía reparos a todas las bodas, nunca sufría de antemano por el temor de que llegara este momento; parecía como si no fuese capaz de pensar tan mal de dos personas, fueran cuales fuesen, suponiendo que pretendían casarse, hasta que hubiera pruebas concluyentes contra ellas. Emma bendecía aquella ceguera tan favorable. En aquellos momentos, sin tener que preocuparse por ninguna conjetura poco grata, sin llegar a adivinar en el futuro ninguna posible traición por parte de su huésped, daba libre curso a su cortesía espontánea y cordial, interesándose vivamente por los problemas de alojamiento que había tenido Frank Churchill durante su viaje —con molestias tan penosas como el dormir dos noches en camino—, preguntando ansiosamente sí era cierto que no se había resfriado… lo cual, a pesar de todo, él no consideraría totalmente seguro hasta después de haber pasado otra noche.

Había transcurrido ya un tiempo razonable para la visita, y el señor Weston se levantó para irse.

—Ya es hora de que me vaya. Tengo que pasar por la hostería de la Corona para hablar de un heno que necesito, y la señora Weston me ha hecho muchísimos encargos para la tienda de Ford; pero no es preciso que me acompañe nadie.

Su hijo, demasiado bien educado para recoger la insinuación, también se levantó inmediatamente diciendo:

—Mientras te ocupas de todos esos asuntos, yo aprovecharía la ocasión para hacer una visita que tengo que hacer un día u otro, y por lo tanto puedo quedar bien hoy mismo. Tuve el gusto de conocer a un vecino suyo —volviéndose hacia Emma—, una señora que vive en Highbury, o por aquí cerca; una familia cuyo nombre es Fairfax. Supongo que no tendré dificultad en encontrar la casa; aunque creo que no se apellidan Fairfax propiamente… es algo así como Barnes o Bates. ¿Conoce usted alguna familia que se llame así?

—¡Ya lo creo! —exclamó su padre—; la señora Bates… cuando pasamos por delante de su casa vi que la señorita Bates estaba asomada a la ventana. Cierto, cierto que conoces a la señorita Fairfax; me acuerdo que la conociste en Weymouth, y es una muchacha excelente. Sobre todo no dejes de visitarla.

—No es necesario que vaya a visitarles esta misma mañana —dijo el joven—; puedo ir cualquier otro día; pero en Weymouth nos hicimos tan amigos que…

—Nada, nada, no dejes de ir hoy mismo; no tienes por qué aplazar la visita. Nunca es demasiado pronto para hacer lo que se debe. Y además, Frank, tengo que hacerte una advertencia; aquí tendrías que poner mucho cuidado en evitar todo lo que pudiera parecer un desaire para con ella. Cuando tú la conociste vivía con los Campbell y estaba a la misma altura de todos los que la trataban, pero aquí está con su abuela, que es una anciana pobre, que apenas tiene la suficiente para vivir. O sea que si no la visitas pronto le harás un desaire.

Su hijo pareció quedar convencido. Emma dijo:

—Ya le he oído hablar de su amistad; es una joven muy elegante.

Él asintió, pero con un «sí» tan escueto que casi hizo dudar a Emma de que ésta era su opinión; y sin embargo, en el gran mundo se debía de tener una idea muy distinta de la elegancia si Jane Fairfax sólo era considerada como una joven corriente.

—Si antes de ahora nunca le habían llamado la atención sus maneras —dijo ella—, creo que hoy le impresionarán. Podrá verla en un ambiente que le da más realce; verla y oírla… bueno, aunque me temo que no le oirá decir ni una palabra, porque tiene una tía que no para de hablar ni un momento.

—¿De modo que conoce usted a la señorita Jane Fairfax? —dijo el señor Woodhouse, siempre el último en tomar parte en la conversación—; entonces permítame asegurarle que le parecerá una joven muy agradable. Está pasando una temporada aquí, en casa de su abuela y de su tía, gente muy bien; les conozco de toda la vida. Se alegrarán muchísimo de verle, estoy seguro, y uno de mis criados le acompañará para enseñarle el camino.

—¡Por Dios, señor Woodhouse, de ninguna manera, no faltaba más! Mi padre puede guiarme.

—Pero su padre no va tan lejos; va sólo a la Corona, que está al otro lado de la calle, y por allí hay muchas casas y es fácil equivocarse; puede usted desorientarse, y se va a poner perdido de andar por allí si no cruza por el mejor paso; pero mi cochero puede indicarle el mejor sitio para cruzar la calle.

Frank Churchill siguió declinando el ofrecimiento, con toda la seriedad de que era capaz, y su padre acudió en su ayuda exclamando:

—¡Mi querido amigo, pero si es completamente innecesario! Frank no es tan tonto como para meterse en un charco sin verlo, y desde la Corona puede llegar a casa de la señora Bates en un instante.

Se les permitió que se fueran solos; y con un cordial movimiento de la cabeza por parte de uno y una graciosa reverencia por parte del otro, los dos caballeros se despidieron. Emma quedó muy complacida con el comienzo de esta amistad, y a partir de entonces a cualquier hora del día que pensara en todos los miembros de la familia de Randalls, tenía plena confianza en que eran felices.

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