Emma

Emma


CAPÍTULO XXV

Página 27 de 59

CAPÍTULO XXV

LA excelente opinión que Emma se había formado de Frank Churchill, al día siguiente recibió un duro golpe al oír que el joven se había ido a Londres sin más objeto que el de hacerse cortar el cabello. A la hora del desayuno de pronto tuvo ese capricho, había mandado a por una silla de postas y había partido con la intención de estar de regreso a la hora de la cena, pero sin alegar motivo de más importancia que el de hacerse cortar el cabello. Desde luego no había nada malo en que recorriera dos veces una distancia de dieciséis millas con este fin; pero era algo de una afectación tan exagerada y caprichosa que ella no podía aprobarlo. No concordaba con la sensatez de ideas, la moderación en los gastos e incluso la cordial efusividad ajena a toda presunción, que había creído observar en él el día anterior. Aquello representaba vanidad, extravagancia, afición a los cambios bruscos, inestabilidad de carácter, esa inquietud de ciertas personas que siempre tienen que estar haciendo algo, bueno o malo; falta de atención para con su padre y la señora Weston, e indiferencia para el modo en que su proceder pudiera ser juzgado por los demás; se hacía acreedor a todas estas acusaciones. Su padre se limitó a llamarle petimetre y a tomar a broma lo sucedido; pero la señora Weston quedó muy contrariada, y ello se vio claramente por el hecho de que procuró cambiar de conversación lo antes posible y no hizo otro comentario que el de «todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».

Exceptuando esta pequeña mancha, Emma consideraba que hasta entonces sólo podía juzgar muy favorablemente el comportamiento del joven. La señora Weston no se cansaba de repetir lo atento y amable que se mostraba siempre para con ella y las muchas cualidades que en conjunto poseía su persona. Era de carácter muy abierto, alegre y vivaz; no veía nada de malo en sus principios, y sí en cambio mucho de inequívocamente bueno; hablaba de su tío en términos de gran afecto, le gustaba citarle en su conversación… decía que sería el hombre más bueno del mundo si le dejaran obrar según su modo de ser; y aunque no profesaba el mismo cariño a su tía, no dejaba de reconocer con gratitud las bondades que había tenido para con él, y daba la impresión de que se había propuesto hablar siempre de ella con respeto. Todo ello obligaba a concederle un margen de confianza; y sólo por la desdichada fantasía de querer cortarse el cabello no podía considerársele indigno de la alta estima con que en su fuero interno Emma le distinguía; estima que si no era exactamente un sentimiento de amor por él, estaba muy cerca de serlo, y cuyo único obstáculo era su terquedad (aún seguía firme en su decisión de no casarse nunca)… estima que, en resumen, se traducía en el hecho de que Emma le consideraba por encima de todas las demás personas que conocía.

Por su parte, el señor Weston añadía a las excelencias de su hijo una virtud que tampoco dejaba de tener su peso: había dejado entrever a Emma que Frank la admiraba extraordinariamente… que la consideraba muy atractiva y llena de encantos; y por lo tanto, con tantos elementos a su favor Emma creía que no debía juzgarle duramente. Como había comentado la señora Weston, «todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».

Pero no todas sus nuevas amistades del condado mostraban disposiciones tan benevolentes. En general en las parroquias de Donwell y Highbury se le juzgaba sin malicia; no se daba mucha importancia a las pequeñas extravagancias de un joven tan apuesto… siempre sonriente y siempre amable con todos; pero había alguien que no se ablandaba fácilmente, a quien reverencias y sonrisas no hacían deponer su actitud crítica: el señor Knightley. El hecho en cuestión le fue referido en Hartfield; por el momento no dijo nada; pero casi inmediatamente después Emma le oyó comentar para sí mismo, mientras se inclinaba sobre el periódico que tenía entre las manos:

—Hum, no me equivocaba al suponer que sería un memo y un vanidoso.

Emma estuvo a punto de replicarle; pero en seguida se dio cuenta de que aquellas palabras no habían sido más que un desahogo, y que no tenían ningún carácter de provocación; y las dejó sin respuesta.

Aunque por una parte eran portadores de malas noticias, la visita que aquella mañana les hicieron el señor y la señora Weston en otro aspecto no pudo ser más oportuna. Mientras ellos se hallaban en Hartfield ocurrió algo que hizo que Emma necesitara su consejo; y se dio la feliz coincidencia de que necesitaba precisamente el mismo consejo que ellos le dieron.

Las cosas ocurrieron del modo siguiente: Hacía ya una serie de años que los Cole se habían instalado en Highbury, y eran personas excelentes… cordiales, generosos y sencillos; pero, por otra parte eran de origen muy modesto, de familia de comerciantes y no demasiado refinados en su educación. Cuando llegaron por vez prie mera a la comarca, vivían ajustándose a sus posibilidades económicas, llevando una vida apacible, teniendo poco trato social, y dentro de ese poco trato, sin grandes dispendios; pero en los últimos dos años sus medios de fortuna habían aumentado considerablemente… su negocio de Londres les había dado mayores beneficios y en general podía decirse que la fortuna les había sonreído. Y al verse con más dinero, sus ambiciones aumentaron; sintieron la necesidad de poseer una casa más grande y creyeron oportuno tener más trato social. Agrandaron la casa, aumentaron el número de criados y en todos los aspectos sus gastos se multiplicaron; y en aquella época en fortuna y en tren de vida sólo eran superados por la familia de Hartfield; su afán de alternar y su comedor nuevo hicieron suponer a todo el mundo que no tardarían en tener invitados; y efectivamente había habido ya algunas invitaciones, sobre todo a hombres solteros. Pero Emma no les creía tan audaces como para atreverse a invitar a las familias más antiguas y de más posición, como las de Donwell, Hartfield o Randalls. Por nada del mundo se hubiese decidido a aceptar una invitación suya, aunque los demás lo hicieran; y sólo lamentaba que al ser conocidas de todos las costumbres de su padre, ello restara significado a su negativa. Los Cole eran muy respetables a su manera, pero debía enseñárseles que no eran ellos quienes debían establecer las condiciones en las que las familias de más posición les visitaran. Y Emma temía mucho que esta lección sólo podrían recibirla de ella misma; no podía esperar mucho del señor Knightley, y nada del señor Weston.

Pero se había preparado para enfrentarse con esta presunción tantas semanas antes de que el caso se planteara, que cuando por fin llegó la ofensa la afectó de un modo muy diferente. En Donwell y en Randalls habían recibido una invitación, pero no había llegado ninguna para su padre y para ella; y la explicación que dio la señora Weston («Supongo que con vosotros no se tomarán esa libertad, ya saben que nunca coméis fuera de casa»), no le bastó en absoluto. Se daba cuenta de que hubiese preferido poder darles una negativa; y luego, como todas las personas que iban a reunirse en casa de los Cole eran precisamente sus amigos más íntimos, empezó a darle vueltas y más vueltas a la cuestión, y terminó sin estar ya muy segura de que no se hubiera visto tentada a aceptar. Entre los invitados figuraría Harriet, y también las Bates. Estuvieron hablando de ello mientras paseaban por Highbury el día anterior, y Frank Churchill había lamentado vivamente su ausencia. ¿No era posible que la velada terminase con un baile?, había preguntado el joven. La mera posibilidad de que fuese así sólo contribuyó a irritar más a Emma; y el hecho de que la dejaran en su orgullosa soledad, aun suponiendo que la omisión debiera interpretarse como un cumplido, era un mezquino consuelo para ella.

Y fue precisamente la llegada de esta invitación, mientras los Weston estaban en Hartfield, lo que hizo que su presencia fuera tan útil; porque aunque su primer comentario al leerla fue «desde luego hay que rechazarla», se dio tanta prisa en preguntarles qué le aconsejaban ellos, que su consejo de que aceptara la invitación fue más decisivo.

Emma reconoció que, teniendo en cuenta todas las circunstancias, no dejaba de sentir cierta inclinación por aceptar. Los Coles se habían expresado con tanta delicadeza, habían puesto tanta deferencia en el modo de formular la invitación, revelaba tanta consideración para con su padre… «Hubiéramos solicitado antes el honor de su grata compañía, pero esperábamos que nos enviaran un biombo que habíamos encargado en Londres y que confiamos protegerá al señor Woodhouse de las corrientes de aire, suponiendo que ello contribuirá a hacerle otorgar el consentimiento y a proporcionarnos así el placer de su asistencia…». En vista de todo lo cual Emma se mostró muy dispuesta a dejarse convencer; y después de acordar rápidamente entre ellos cómo podría llevarse a cabo el proyecto sin contrariar a su padre —sin duda podía contarse con la señora Goddard, si no con la señora Bates, para que le hicieran compañía—, se planteó al señor Woodhouse la cuestión de que, con la aquiescencia de su hija, pensaban aceptar una invitación para cenar fuera de casa un día que ya estaba próximo, lo cual significaría verse privado de su hija durante una serie de horas. Emma prefería que su padre no considerase posible la idea de que él también podría asistir; la reunión terminaría demasiado tarde y habría demasiada gente. El buen señor se resignó inmediatamente.

—No soy nada aficionado a esas invitaciones a cenar —dijo—. Nunca lo he sido. Y Emma tampoco. El trasnochar no se ha hecho para nosotros. Siento que el señor y la señora Cole hayan tenido esta idea. A mí me parece que hubiese sido mucho mejor que hubieran venido cualquier tarde del próximo verano después de comer, y hubieran tomado el té con nosotros… y luego hubiéramos podido dar un paseo juntos; eso no les hubiera costado ningún esfuerzo porque nuestro horario es muy regular, y todos hubiéramos podido estar de regreso en casa sin tener que exponernos al relente de la noche. La humedad de una noche de verano es algo a lo que yo no quisiera exponer a nadie. Pero ya que tienen tantos deseos de que Emma cene con ellos, y como ustedes dos estarán allí también, y el señor Knightley igual, ya cuidaréis de ella… yo no puedo prohibirle que vaya con tal de que el tiempo sea como debe ser, ni húmedo, ni frío, ni ventoso.

Luego, volviéndose hacia la señora Weston con una mirada de suave reproche, añadió:

—¡Ah, señorita Taylor! Si no se hubiera casado se hubiese podido quedar en casa conmigo.

—Bueno —exclamó el señor Weston—, ya que fui yo quien me llevé de aquí a la señorita Taylor, a mí me corresponde encontrarle un substituto, si es que puedo; si a usted le parece bien, puedo pasar ahora en un momento a ver a la señora Goddard.

Pero la idea de hacer algo «en un momento» no sólo no calmaba sino que aumentaba la inquietud del señor Woodhouse. Ellas en cambio sabían cuál era la mejor solución. El señor Weston no se movería de allí, y todo se haría de un modo más pausado.

Cuando desaparecieron las prisas, el señor Woodhouse no tardó en recuperarse lo suficiente como para poder volver a hablar con toda normalidad.

—Me gustaría charlar con la señora Goddard; siento un gran afecto por la señora Goddard; Emma podría ponerle unas letras e invitarla. James podría llevar la nota. Pero antes que nada hay que dar una respuesta por escrito a la señora Cole. Tú, querida, ya me disculparás todo lo cortésmente que sea posible. Dile que soy un verdadero inválido, que no voy a ninguna parte y que por lo tanto me veo forzado a declinar su amable invitación; empieza presentándole mis respetos, desde luego. Pero ya sé que tú lo harás todo muy bien; no necesito decirte lo que tienes que hacer. Tenemos que acordarnos de decir a James que necesitaremos el coche para el martes. Yendo con él no tengo ningún miedo de que te pase nada. Creo que desde que se construyó el nuevo camino no hemos ido por allí más que una vez; pero a pesar de todo estoy segurísimo de que conduciendo James no te va a ocurrir nada; y cuando lleguéis allí tienes que decirle a qué hora quieres que vuelva a recogerte; y sería mejor que no fuera muy tarde. Ya sabes que a ti no te gusta trasnochar. Cuando terminéis de tomar el té ya estarás cansadísima.

—Pero, papá, no querrás que me vaya antes de estar cansada, ¿no?

—¡Oh, claro está que no, pequeña mía! Pero te sentirás cansada en seguida. Habrá mucha gente que se pondrá a hablar a la vez. A ti no te gusta el ruido.

—Pero, querido amigo —exclamó el señor Weston—, si Emma se va temprano se deshará toda la reunión.

—Pues no veo que nadie salga perjudicado porque se deshaga pronto —dijo el señor Woodhouse—. Una velada de ésas cuanto antes se acabe mejor.

—Pero piense usted en el mal efecto que eso produciría en los Cole; el que Emma se fuese inmediatamente después del té podría parecer como una ofensa. Son gente de buen natural, y no creo que sean demasiado susceptibles; pero a pesar de todo tienen que pensar que el que alguien se vaya con tanta prisa no es hacerles un gran cumplido; y si fuese la señorita Woodhouse la que lo hiciera, se notaría más que cualquier otra persona de la reunión. Y estoy seguro de que usted no desea hacer un desaire y mortificar a los Cole; siempre han sido buena gente, muy cordiales, y en estos últimos diez años han sido vecinos suyos.

—No, no, señor Weston, por nada del mundo consentiría una cosa así, le estoy muy agradecido por habérmelo hecho ver. Me sabría muy mal darles un disgusto. Ya sé que son gente muy digna. Perry me ha dicho que el señor Cole nunca prueba ninguna clase de cerveza. Nadie lo diría al verle, pero padece de la bilis… El señor Cole es muy bilioso. No, desde luego no puedo consentir que por mi culpa tenga un disgusto. Querida Emma, tenemos que tener en cuenta esto. Estoy decidido: antes que correr el riesgo de ofender al señor y a la señora Cole es mejor que te quedes hasta un poco más tarde de lo que tú hubieras preferido. Procura que no se te note el cansancio. Ya sabes que estarás entre amigos, no tienes que preocuparte por nada.

—Desde luego que no, papá. Por mí no tengo ningún miedo; y yo no tendría ningún inconveniente en quedarme hasta que se fuera la señora Weston, si no fuera por ti. Lo único que me preocupa es el que me esperes durante demasiado tiempo. Ya sé que estarás muy a gusto con la señora Goddard. A ella le gusta jugar a los cientos[12], ya lo sabes; pero cuando ella vuelva a su casa, tengo miedo de que te quedes levantado esperándome, en vez de acostarte a la hora de siempre… y sólo de pensar en esto yo ya no puedo estar tranquila. Tienes que prometerme que no me esperarás.

Y así lo hizo, aunque poniendo como condición que ella le hiciera a su vez una serie de promesas tales como: que si al regresar tenía frío no se olvidara de calentarse convenientemente; que si tenía hambre, no dejaría de comer algo; que su doncella se quedase esperándola; y que Serle y el mayordomo se ocuparan de comprobar que en la casa todo estaba en orden, como de costumbre.

Ir a la siguiente página

Report Page