Emma

Emma


PORTADA

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EMMA

 

Alma del Valle

Título: Emma

© 2016 Alma Elizabeth del Valle

©De los textos: Alma Elizabeth del Valle

Ilustración de Portada:

Mario Morales

Primera edición

Todos los derechos reservados

ISBN: 978-9929-40-860-9

Índice

 

CAPITULO I              A DANIEL

CAPITULO II              LA INFANCIA DE EMMA

CAPÍTULO III              LA VIDA CON SU PADRE

CAPÍTULO IV              DE REGRESO EN CASA

CAPÍTULO V              UNA LOCURA DE AMOR

CAPÍTULO VI              ESTEBAN

CAPÍTULO VII              REFLEXIONES

CAPÍTULO VIII              EL GATO

CAPITULO IX              GUATEMALA

CAPÍTULO X              EL INNOMBRABLE

CAPÍTULO XI              NUEVOS RETOS

CAPÍTULO XII              DANIEL

CAPÍTULO XIII              UN VIAJE POR EL PRIMER MUNDO

CAPÍTULO XIV              DE REGRESO CON DANIEL

CAPÍTULO XV              REENCUENTRO CON EL PASADO

CAPÍTULO XVI              EL CÍRCULO DE DANIEL

PREFACIO

 

 

No es exagerado decir que si se trasciende de este mundo al más allá sin haber absorbido del amor toda su esencia, sería como haber vivido sin sentido. Y del amor lo que esperamos es lo que el mismo hombre ha dicho que es, un dulce sufrimiento. ¿Acaso ha habido en la historia mujer que no haya sido traspasada o corazón que no haya sido roto por el embrujo del amor? Si por él ha existido el poeta y el escritor de novela y hasta el más cruel de los hombres, a su manera ha amado.

En Emma el amor está muy bien representado, tanto como el placer del dolor propio y del ajeno. ¿Hasta cuánto puede una dulce mujer adentrarse en la sordidez de la vida? Ciertamente dijo Gilbran, “…cuando el bien siente hambre, procura alimentarse hasta en nuestros oscuros antros, y cuando siente sed, se sacia hasta en las aguas estancadas”.

Emma es una vida completa de matices extraordinarios, sus pasos la encaminan desde la despreciable pobreza a la vida privilegiada, del amor del hombre ingenuo al del idiota, al del arrogante, al del exitoso y por último al del nada perfecto amor de su verdadero amor. Enfrentándose contra todo y todos, en una maraña que entretejida por el prejuicio de su mundo y su propia humanidad errática la llevan del amor al odio, de los celos a la locura, del engaño al desasosiego, de la amargura a la crueldad.

De tanto andar y amar salen los libros.

Y si no tienen besos o regiones,

y si no tienen hombre a manos llenas,

si no tienen mujer en cada gota,

hambre, deseo, cólera, caminos,

no sirven para escudo ni campana:

están sin ojos y no podrán abrirlo,

tendrán la boca muerta del precepto”.

Pablo Neruda.

 

 

 

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Era la primavera del dos mil sesenta y tres y Daniel cumpliría ochenta y dos años. Tantos pensamientos y recuerdos giraban en torno a su envejecido pensamiento. Se levantó de su cama y se dirigió al espejo. Era de nuevo acechado por su pasado. –No envejecí –balbuceó.

–¡Abuelo! –Gritaba su pequeña nieta de seis años, mientras halaba la cinta de su bata azul desgastada por el uso–. Cuéntame de nuevo la historia de la hermosa mujer,  la vela encendida,  el olor a tortilla y la camisa limpia.

Daniel despertó, y su habitación seguía vacía. Ese sueño se repetía una y otra vez. La única amiga que le hacía compañía era la de siempre, la fiel soledad que lo estrechaba con sus delicados brazos, de los cuales a Daniel se le hacía difícil escapar.

<Kiss the rain> pensó, y se levantó bruscamente a buscar el disco que escuchaba cada tarde mientras esperaba que Rebecca lo visitara con algún manjar y se sentara a leerle algún libro que lo mantuviera despierto. Adoraba esas tardes.

Daniel vivía en la isla caribeña

de Livingston, en una hermosa casa que conservaba las peculiaridades de las casas construidas a principios de siglo. La pared del frente de la sala era de vidrio, así podía contemplar desde allí el mar. Los sofás de la sala eran de piel, completamente blancos, adornados con aterciopelados cojines rojos. En medio, un tapete blanco y sobre él una mesa de Cristal. A un lado de los muebles de la sala había un caladio dentro de un precioso jarrón rojo tallado y pintado a mano por artesanos lugareños. La mesa del comedor era de Cristal, con sillas de madera y cojines blancos. A un lado había un pequeño bar en el cual se podía encontrar toda clase de bebidas, para los invitados, ya que Daniel solamente bebía vino. Las paredes de la casa contenían pinturas de Dalí, Goya, Picasso, Van Gogh, Vermeer, Raphael Soyer y cualquier otra que reflejara la belleza femenina o paisajes y caminos silenciosos hacia bosques encantados. En la habitación principal estaba la pintura de una mujer desnuda, tirada sobre su pecho entre unas sábanas de seda con los brazos extendidos hacia la orilla de la cama, su rostro estaba de lado y su cabello caía en la misma dirección que sus brazos. “Autor desconocido” decía en la esquina inferior derecha. Daniel dormía sobre una inmensa cama, al pie de la cual había un cajón de madera repleto de frazadas suaves y aterciopeladas. La casa tenía tres habitaciones más donde alojaba a su familia y amigos que lo visitaban. Tenía un pequeño desván al que podía accederse desde la cocina. En la sala familiar había un sofá circular y otro individual que se extendía como camastrón, adornados ambos con cojines blancos. La mesa de centro tenía un tablero de cristal rojo y su base de madera se asentaba sobre un tapete completamente blanco. Había dos jarrones blancos, uno junto al sofá y otro junto a la chimenea.

 

Era miércoles, y Rebecca llegó como siempre. Esta vez llevaba flores y manzanas en una hermosa cesta de mimbre, regalo de su tía Alison.

–¡Encontré un libro! –dijo entusiasmada a Daniel–.  En el cajón que tienes en el desván. Dice que está dedicado a Daniel. Ese eres tú.

El corazón de Daniel se detuvo.

–Daniel, ¿estás bien?  –dijo Rebecca angustiada.

Daniel no lograba decir una palabra. Rebecca lo llevó a su silla mecedora en el pasillo de atrás de la casa, donde siempre se sentaban a compartir historias y a leer. En medio del jardín había una pequeña fuente con la escultura de una mujer que miraba hacia un hombre que desde el piso abrazaba su cintura.

–“Ella vive ahora en un bosque encantado, pero una vez fue real”. –Le decía a Rebecca cada vez que se sentaban a contemplar el jardín.

Cuando Daniel recobró el aliento, le pidió a Rebecca que le mostrara el libro. Lo tomó y lo acarició con sus temblorosas manos, abriéndolo con sumo cuidado pues sus hojas eran tan antiguas como su historia, habían dormido por el espacio de muchos años y Daniel lo había leído una sola vez, cuando aún era muy joven. Abrió la portada del libro y la primera hoja decía “a Daniel”. Las lágrimas nublaron sus ojos, mientras Rebecca lo miraba sin comprender nada. Fue arrebatado en un pensamiento viéndose bailar con su amada Emma a la luz de las velas que matizaban el preludio de un encuentro físico en el que se unirían y elevarían sus dos almas. La sensación le daba nueva vida. –¡Daniel!– le susurraba Emma, mientras sus manos buscaban la fuente con la que se embriagaba cada noche. Daniel la besaba intensamente dejándose poseer y poseyéndola.

–Tú eres ese Daniel, ¿no es cierto? –le preguntó Rebecca, sacándolo de su pensamiento.

–Sí  –contestó Daniel, enjugando con su mano las pequeñas gotas de lágrimas que asomaban a sus ojos.

–Sabes Rebecca, hace muchos años se presentó una mujer a mi casa.

Me dijo que había sido amiga de Emma y que le había encargado escribir la historia de su vida. Me entregó esta impresión informal del libro, en su portada vi que había una dedicatoria para mí. “Debes darle un nombre al libro” –me dijo. Decidí que fuera “Emma”, pero jamás lo publiqué.

–¿Este libro es la historia de nuestra Emma, mi abuela? Entonces Daniel, ¿siempre ha sido ella la de tu historia de la hermosa mujer y la vela encendida? ¿Por qué has guardado tanto tiempo este secreto?  ¿Por qué nunca me lo has dicho? Ahora que encontré el libro, te ruego que me cuentes todo la historia.

–Léeme el libro Rebecca, sus páginas te dirán todo lo que quieres saber –contestó Daniel.

Rebecca, muy ansiosa por conocer el misterio de amor que podría encerrar el libro, adornó la mesita con las flores que llevaba y sirvió frutas y jugo. Luego, se sentó frente a Daniel y se dispuso a leer. “A Daniel” comenzó leyendo.

“Sentada en la habitación de mi pensamiento, estoy por enterrar el libro que cuenta la historia de un amor que llenaba y vaciaba mi copa con tanta fuerza que no era posible contenerlo. La vida como habrás ya aprendido, es un laberinto de trampas y salidas, la gente que encontré, esclavos de sus conciencias y verdugos con sus juicios, nada que envidiar, de todos aprendí un poco. Con el resto lloré sus penas y abrigué con cuidado su dolor. Para mí, mi amado Daniel, la vida fue mi enemiga y el destino la bestia contra la que siempre luché. Me dieron y me arrebataron tanto que al final no sé si perdí la batalla o la gané. Viví y es lo importante, comí y bebí de tu amor en abundancia, es de lo único de lo que no me arrepiento. Cuando haya partido, que será pronto, no me busques.

Busca la costa para que el sol tiña con su pincel dorado tu hermosa piel, besa apasionadamente la lluvia cuando caiga y vive intensamente todos los días de tu primavera, pues cuando el otoño caiga inevitable sobre tu cuerpo y el tiempo haya marchitado tu piel vendré en sueños a buscarte y envuelto en una delicada sábana de estrellas te haré de nuevo mío como en nuestros mejores tiempos”.

 

 

–¡Oh Emma! Suspiró Daniel.

–¿Deseas que deje de leer? –preguntó Rebecca angustiada, pues Daniel parecía languidecer.

–¡No! Continúa –dijo Daniel con un ademán y con su voz rota.

“Y lo bonito de esta vida

es coser sueños, bordar historias

y poder desatar los nudos

de nuestros días”.

Cidinha Araujo

 

 

 

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Emma estaba allí sentada, en las gradas que daban a los apartamentos del vecindario donde vivía, se sentía atemorizada, sin saber hacia dónde ir o qué hacer. ¿Dónde estaba su madre? Había dejado de escuchar su voz dentro de la casa vecina y había caminado por los callejones, tratando de encontrarla. Finalmente, tomó el camino hacia su casa, venciendo su temor a la oscuridad y soledad de la noche, se sentó frente a la puerta y decidió esperar. Pasaban las horas y nadie llegaba, mientras ella temblaba de temor y de frío, <tal vez la habían asesinado> pensó, tratando de asimilar y enfrentar la terrible noticia. Por fin, a lo lejos las vio llegar, a su hermana Sofía y a su madre. Corrió para abrazarlas, y cuando estaba cerca, sintió que de un “manotazo” su madre la hizo volar por el aire. Cayó en el piso, incapaz de procesar la agresión de la que estaba siendo víctima a manos de su propia progenitora. Apenas se estaba incorporando cuando su madre la recogió del piso, la levantó de ambos brazos y comenzó a golpearla contra la pared. Carecía de poder para controlar su angustia y su ira, y la violencia era el único modo que conocía para desquitarse.

–¡Te he buscado por horas! ¿Dónde estabas?, ¡pensé que te habían secuestrado, o matado!  Emma no la escuchaba, estaba distraída viendo a su hermana rogar a su madre que la soltara. Después de recibir tantos golpes, perdió la conciencia.

Emma despertó en los brazos de su hermana, que lloraba pensando que estaba muerta. Escenas como esa se repetían con frecuencia contra las dos pequeñas. En ocasiones, las vecinas intervenían, las rescataban de los abusos de su madre y las llevaban a sus casas, les daban juguetes, comida, dulces y especialmente cariño para hacerlas olvidar. Una tarde, cuando las hermanas regresaban del colegio, una de sus tías estaba esperándolas con una maleta para llevarlas a su casa, pues se habían llevado a su madre a un hospital psiquiátrico ya que había perdido la razón. Su tía Magdalena las cuidó durante los dos años siguientes mientras la madre se recuperaba.

En las vacaciones, las llevaba al pueblo de Santiago, cerca de la costa, en El Salvador. Allí convivían con toda clase de animales de la granja, caballos, vacas, cerdos, gallos y demás. Los domingos las llevaba a una iglesia evangélica del pueblo, jugaban juegos de mesa con sus primos mayores y de vez en cuando los acompañaban a sus vigilias en las que oraban por abundancia en sus hogares y la sanación de sus cuerpos y almas. A Emma le gustaba jugar de panadera, así que fabricaba panes de diferentes formas con lodo que ponía a secar bajo el sol. Su compañera de juego era su prima Ana, mientras que su hermana siempre estaba alejada de ellas. Su tía Magdalena era como la describía frecuentemente su madre “una evangélica rematada”, había tenido once hijos, a quienes mantenía gracias a su habilidad para procesar los productos que sacaba de la leche de las vacas.

Se levantaba a las dos de la mañana todos los días a remover la enorme olla de leche de la que al amanecer ya había sacado, queso, crema y requesón para vender. No desperdiciaba nada, pues el suero que sacaba se lo daba a los cerdos. Sus hijos se iban antes del amanecer a vender la leche al pueblo, mientras que Emma y Sofía acompañaban a la tía Magdalena a los pueblos cercanos a vender el queso y la crema. Se subían en una canoa para cruzar un estero y caminaban junto a ella llevando el queso a las tiendas y el mercado. El marido de Magdalena, Faustino, era un déspota, un malnacido a quien Emma detestaba. Era de esos hombres que creían saberlo todo.   

Se pasaba horas aprendiendo de memoria la información del almanaque mundial y luego sorprendía a la gente con preguntas que era imposible responder. ¿Cuál es el río más pequeño del mundo? ¿Cuántos habitantes tiene China? ¿Cómo se llama el presidente de Yibuti? ¿Cuál es la extensión territorial de Australia? ¿A quién en ese pueblito de un país del tercer mundo le iba a interesar estudiar sobre esos temas? Todos estaban dedicados a buscar el pan de cada día, y su horizonte estaba limitado. Como nadie sabía qué contestar, Faustino los trataba de ignorantes.

–¡No dice que es estudiado pues, y no sabe nada! –les decía con tono burlón–. Mire yo no estudié y sé más que usted.

En una ocasión le preguntó a Emma ¿cuánto era 200 x 4500? A ella, una niñita de apenas seis cortos añitos, que para comenzar no sabía ni ubicar el pueblito donde estaba. Emma se quedó parada viendo la expresión de satisfacción de Faustino porque sabía que ella no podría responderle.

–¿A qué vas a la escuela? No te enseñan nada o no aprendes nada, –le dijo burlándose de la pobre niña.Si ya lo odiaba un poco por el maltrato físico y psicológico que le propiciaba a su pobre tía, ese día terminó de odiarlo. Dejó de saludarlo, aunque le dijera “malcriada”  y cuando lo veía dentro de la casa, se salía al patio a jugar; siempre estaba huyendo de su arrogante presencia. <¡Qué desperdicio!> pensaba Emma, porque la tía Magdalena era una hermosa mujer de tez blanca y cabello rubio, su rostro estaba cubierto de pequeñas pecas y tenía unos hermosos ojos azules; hija de un francés que tuvo una aventura romántica con su abuela y cuyo resultado fue esa lindísima niña que hubiera merecido un mejor trato de la vida. Un breve relato de su historia fue alguna vez contado por una de sus hijas quien decía que el francés había sido el “patrón” que al perderla, fue al pueblo en su búsqueda con el sueño de educarla y darle cuanto la pequeña Magdalena merecía, pero que las amistades de la madre, de pensamientos obtusos, le aconsejaron que no debía dejarse hallar y así fue que la vida les negó conocerse y estableció como destino un calvario para Magdalena.

En su locura y furia, Faustino con frecuencia ponía de rodillas a Magdalena y le ataba las manos hacia atrás, la obligaba a recostar su cabeza sobre el tronco de árbol donde cortaban la leña y amenazaba con cortarle la cabeza mientras sostenía un hacha en su mano. El ritual consistía en que ella le rogara por su vida y le pidiera perdón. Una vez conseguido que ella jurara no hacerlo enojar, la pesadilla terminaba y ambos continuaban en sus labores cotidianas como si nada hubiera pasado. Cuanto odio sentía Emma por él y cuanta compasión por su pobre tía Magdalena quien años más tarde descansó por fin en los brazos de su Dios.

 

Beatrice, la madre de Emma, salió del hospital dos años después, las niñas volvieron de nuevo con ella.  Emma notó con más frecuencia en su casa la presencia de un hombre que no era su padre. Hacía ya varios años que salía con su madre y lo veía brevemente, pues solo llegaba de noche y normalmente ya estaba dormida. Su tía Carmen hablaba muy bien de él y decía que había apoyado mucho a su madre cuando estuvo internada en el hospital. Comenzó a quedarse más tiempo en la casa y los fines de semana las llevaba a Emma y a su hermana de paseo a lugares alejados de la ciudad. No se acercaba a ellas más que para aconsejarlas, pero Emma solo veía que su boca se movía mostrando sus impecables dientes; extendía sus discursos a horas, o al menos así le parecía a la pobre niña, mientras que su pensamiento se concentraba en lo que estaría haciendo su verdadero padre. El novio de su madre era un diputado del partido Demócrata Cristiano, y a Emma le parecía un buen hombre. En una ocasión, Emma lo vio aparecer en una foto de La Prensa junto al Presidente Duarte, recortó la noticia y la guardó por años porque se sentía orgullosa de conocer a una persona importante. El doctor Rivera como debía decírsele al diputado, era un hombre sumergido en la política de esa época, viajaba con frecuencia a Centro y Sur América desde donde le enviaba cartas de amor a su madre que Emma leía sin que su madre la viera.  Con el tiempo, Emma se enteró que la casa donde vivían la había comprado él y que la comida que comían la llevaba él y que se hacía cargo de todos los otros gastos, incluyendo los escolares.

Cuando Beatrice lo permitía, que era casi nunca, el padre de Emma llegaba a recogerlas y las llevaba a un parque en el centro de la ciudad llamado “parque infantil” que estaba ubicado cerca de la pensión donde vivía.  Las llevaba siempre de la mano, protegiéndolas. Caminaban por el parque y jugaban en los columpios y deslizaderos de ese lugar.

 

–“Si adivinas en qué mano tengo un dulcito, te lo voy a dar, si no, se lo doy a tu hermana”.

Eran los juegos de su padre. Emma se emocionaba y se reía. Pero señalaba siempre la mano donde ella sabía que no estaba, así le daría a Sofía la ventaja. Sabía que su padre la prefería y no le gustaba ver que su hermana sufriera por esa razón. Emma se sentaba en el regazo de su padre y le contaba cuentos que inventaba para hacerlo reír y lo llenaba de besos porque sabía que no tenía a nadie que se los diera. Ninguna persona de su familia lo quería, así que como le gustaba llevar la contraria en todo, solo lo quería ella.

–Tonta eres –le decía su madre–, con un dulce te gana el corazón. Dinero es lo que tiene que traer para que coman, como si con un dulce las puedo alimentar.

A Emma le parecía muy cruel lo que decía Beatrice, ya que su pobre padre no podía ni alimentarse él mismo, y no era justo pensaba ella, que su madre le exigiera lo que no tenía. Un día, para la navidad del año 1976, José, el padre de Emma, apareció con un chico de más o menos ocho años y le pidió a Beatrice que lo cuidara un tiempo porque la verdadera madre lo había abandonado. Salomón, como se llamaba el pequeño, vivió con ellas unos años, no había forma de negar el parecido con su padre, se acoplaron sin problema y se quisieron mucho. De repente un día cuando Salomón había cumplido los 12 años, apareció la madre biológica y sin muchas explicaciones se lo llevó. No volvieron a verse nunca y Emma supo de él hasta la muerte de su padre.

Emma y su familia pertenecían a una iglesia mormona en la que la bautizaron. Y ya que la mayor parte de la familia de su madre era evangélica, vivían en tremenda contienda debido a las dos religiones. En cuanto al Doctor Rivera, desapareció de la vida de Emma cuando ella tenía 14 años. Su madre se quedó de nuevo sola, pero el doctor continuaba enviándole cartas en las que le contaba de sus viajes y logros, uno de los cuales fue pertenecer al primer Parlamento Centroamericano.

Beatrice era demasiado estricta para el gusto de Emma y desconfiaba de todo lo que hacían sus hijas, por lo que contendían mucho. Decir la verdad o mentir era lo mismo, nunca creía nada. No era difícil acercarse a ella para comentarle algo, era imposible; así que Emma se guardaba todos sus asuntos para platicarlos con su padre las escasas ocasiones que podía verlo. La soledad y abandono en las que terminó la madre de Emma la convirtieron de nuevo en una mujer abusadora. Les gritaba y las castigaba físicamente por cualquier cosa, las agredía con lo que encontrara primero, eso incluía, escobas, cerchas de madera, trapos mojados, cinchos, zapatos, etc. Emma no podía quererla, y la verdad era que dejó de esforzarse por hacer que eso sucediera. Desde sus diez años, Emma ya se iba sola a sus clases de ballet, por lo que se volvió independiente a esa corta edad. Hacía sola sus tareas escolares y nunca le pedía ayuda a su madre, así que Beatrice no tuvo que llevar esa carga.

“¿Normal? ¿Qué es normal?

en mi opinión, lo normal es solo lo ordinario,

lo mediocre.

la vida pertenece a aquellos individuos raros

y excepcionales que se atreven

a ser diferentes”.

A.C Andrews

 

 

 

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Pero… ¿se quedaba a vivir con su madre o se fugaba a la casa de su padre? El primer dilema que a Emma le tocó vivir. A los catorce años ya se tiene una idea de cómo hacer un balance. Si me quedo pensaba Emma <quizá ella me mate o yo la mate… si me voy, tendré la libertad a la que aspiro con el peligro de ser violada por algún fulano… no lo sé… supongo que me quedaré>. Y ella pensaba que estaba más segura en casa de su madre que lejos, en casa de su padre, pero se equivocó. Después que un amigo de su madre logró con astucia “robar su virtud”, decidió que era momento de cambiar su espacio, no quería saber de golpes y gritos, pero le aguardaban los inexplorados vicios que entonces no conocía.

 

Manuel, el amigo de Beatrice, había despertado en Emma sentimientos no descubiertos por ella; la hacía sentirse bonita, interesante, inteligente. Emma se sentía con tanto poder cuando estaba cerca de él. “Un beso a la vez”, le decía. Cada vez que aparecía por la casa se fugaban a besarse. Las hormonas de Emma comenzaron a enloquecer por él, a sentir un deseo del que antes nada sabía. Manuel le pidió un día a Emma que lo buscara en su casa para darle un dinero que necesitaba su madre, así que ella llegó y lo vio en la puerta con aquella linda mujer. Se abrazaban y tocaban enloquecidos mientras Emma se quedó allí parada, sin nada que decir, tratando de entender.

–Acércate –dijo Manuel.

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