Emma

Emma


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Pero Emma se dio la vuelta y corrió sintiéndose terriblemente tonta, en todo el camino no paraba de llorar y durante un tiempo dejó de hablarle. En una ocasión, Manuel se apareció por la casa de Emma y sin preguntar nada, la tomó del brazo, la llevó a la habitación y la tiró sobre la cama. 

–Voy a dejarla –le dijo–, si me dejas hacerte lo que le hago a ella, te voy a enseñar a ser una mujer como ella.

Se lanzó sobre ella y forcejearon un poco, pero algo dentro de Emma lo deseaba; y los celos que había sentido aquel día estaban quemándola.

–Tranquila  –le susurró al oído.

   Emma dejó de pelear, permitiendo que todo sucediera. <El infierno> pensaba, <me voy a ir al infierno> Pero se quedó allí a sentir qué era eso de ser mujer.

Manuel la besaba intensamente mientras se escurría sigiloso entre sus piernas. Después de experimentar la gloriosa dicha de “ser el primero” le dijo  – “cásate conmigo Emma”

Fue la primera vez que alguien le pidió matrimonio. Emma desconcertada, lo alejó de ella y se levantó de la cama.

–Vete Manuel.

–¿Lo haremos de nuevo? –preguntó Manuel.

–No sé –contestó Emma.

Manuel se levantó, se puso los pantalones y salió de su casa. Emma se dio una larga ducha para quitarse de encima la suciedad de lo que había pasado. Se sentía asquerosa, pecadora y temerosa del infierno.

 

Por supuesto tenía que irse de la casa. Ya no era “virtuosa” y sus tías y madre sospechaban y trataban de encararla y juzgarla; si caminaba así es que ya no era virgen, si usaba ropa corta buscaba hombre, si maquillaba sus labios de rojo carmesí era prostituta, si decía una mala palabra se iría al infierno, si renegaba de Dios era hereje, si se reía de más estaba poseída, si estaba callada escondía algo, si llegaba tarde había estado con alguien, si no le gustaba una comida era mal agradecida, si ya no saludaba, era marera, si no se bañaba era alcohólica, si se levantaba un día tarde era huevona, si tenía solo amigas era lesbiana, si tenía muchos amigos se acostaba con todos, si cantaba vivía en la fantasía, si lloraba estaba llena de pecados, y así era como transcurría su vida, los dedos del escarnio señalándola cada día.   Emma solo quería que unos brazos la abrazaran, tomar unas manos y caminar, huir, hacer una diferente vida, tener un hombre que la amara y a quien amar, tener una docena de hijos, vivir en un rancho cerca del mar, criar gallinas, patos, cerdos, vivir de la abundancia del campo y las delicias del mar. Sus sueños eran sencillos. Pero ¿lograría alcanzarlos?

Desapareció pues y se escondió de sus juezas y del hombre que robó su virtud. Visitar a su padre los fines de semana era divertido, pero vivir con él fue otra cosa. Siempre estaba una de tres cosas, borracho o drogado y solo lo amaba cuando estaba en la tercera cosa, sobrio para tocar hermosas melodías en el piano, el violín o la guitarra. Adoraba escucharlo, se sentaba y aplaudía su música. Compuso varias piezas para ella “Pirringuita”, “Mi sol”, “Muñequita linda”; y cuando las tocaba la hacía tan feliz.

Se ganaba la vida dando clases de música a hijos de gente adinerada. A veces la llevaba con él, Emma se quedaba en el patio o sentada en la cocina con los sirvientes, comiendo todo lo que le daban. Su padre vestía de forma extraña, collares raros, pantalones de vestir y zapatos tenis, además, se hacía una cola de caballo porque tenía el cabello largo. Para ella era motivo de risa, mientras que para su madre, su familia y demás ilusos, él era un ridículo, bueno para nada. Pero lo cierto era que ninguno de ellos se había detenido jamás a sentarse con ese hombre al que llamaban “ridículo” a escuchar sus historias; y no se deleitaron jamás con las melodías que sacaban sus ingeniosas manos, no, jamás lo hicieron. Se bañaba de vez en cuando, o cuando le daba la gana y casi nunca le daba la gana, así que olía raro, a mezcla de ropa sucia y sudor, pero era su padre y Emma lo amaba.

Vivían en un cuarto de renta en una casa en el centro de la ciudad, el lugar más peligroso del país. Lo conocían todos los vecinos, los no vecinos y todas las vendedoras del mercado donde iban a comer. En las cenas era siempre lo mismo, deliciosos “choripanes”. El de Emma siempre salía gratis porque la dueña del comedor trataba de quedar bien con su padre. <Mi padre sí que tiene amistades> pensaba Emma. Muchas hermosas damas lo abrazaban y le prodigaban cariñosos besos. Charlaban con Emma de tonterías, pero en su mente solamente se grabó la sonrisa de doña Marta, la dueña del comedor “Martita”, ella tenía un diente de oro que lucía orgullosa cuando se reía. –Yo voy a ser tu madre– le decía. Era muy amable con Emma, le regalaba lápices labiales que ni usaba y peines porque no se peinaba mucho, a veces doña Marta le hacía trenzas que Emma deshacía una vez que volvía a casa. A su padre le regalaba jabones, desodorantes, lociones y pañuelos blancos, enviándole mensajes subliminales que en ese momento Emma ni enterada, la palabra subliminal no se la había presentado nadie.

Emma vivía y veía el mundo que ella quería ver, mientras estuviera con su padre, no le importaba nada más. Con el tiempo aprendió que esas hermosas damas pintadas se ganaban la vida vendiendo su virtud, que la mujer de los choripanes era la novia de su padre y que las habitaciones detrás de ese comedor eran para atender a los hombres que pagaban por un buen rato de placer. Allí aprendió todas las malas palabras que solía decir y aprendió el sabor de su primera cerveza y de una “pacha de guaro”. Aprendió cómo fumar sin toser y a imitar el estilo de las damas. Allí vio llorar a muchas mujeres y aprendió a discernir entre los buenos y los malos corazones. Veía crecer hijas que deseaban ser como sus madres y desde pequeñas maquillaban sus labios y ojos para parecerse a ellas. Era normal y entendía que si la madre de uno es una dama pintada, también quiere serlo porque es la vida que uno tiene, es el camino que a uno le enseñan.

¡Brujas!, esa parte era la que más le intrigaba. Su padre, por cierto, cuando escaseaba el trabajo de profesor de música se dedicaba a leer el tarot y a leer la mano. En la habitación donde vivían había una de esas cortinas de cuentas de colores y semillas extrañas que colgaban de largas hileras que iban del techo al piso, esa cortina separaba las camas del comedor–cocina donde también estaba el piano, una guitarra colgando de la pared, un viejo violín en un rincón y una concertina con la que a veces se iban al parque central y mientras su padre tocaba, Emma pasaba su gorra pidiendo dinero.

Luego la mandaba para la casa y él se lo iba a gastar en drogas y guaro, a veces desaparecía hasta tres días. Emma se iba sola al colegio y almorzaba con doña Marta, iba a sus clases de ballet por las tardes y regresaba a la habitación vacía. No se preocupaba porque siempre tenía la certeza de que su padre volvería y así lo hacía.

   La parte que le gustaba era la tirada de las cartas. Algunas veces lo hacía su padre, otras veces, lo hacía la dueña de la pensión de al lado. La gente llegaba a la habitación y preguntaba por “el profesor”; si estaba, los hacía pasar a la mesita plástica que servía de comedor, si no, les pedía que esperaran afuera, mientras iba a llamar a doña Tanchito. Se quedaba en su cama, tras la cortina, haciendo como que no escuchaba, abría sus libros y fingía que leía, pero en realidad, estaba atenta a todas las cosas que salían en las tiradas de las cartas. A todas las mujeres que llegaban, doña Tanchito les decía las mismas cosas y ellas se quedaban verdaderamente sorprendidas de que la bruja supiera tanto.

Estás sufriendo por el amor, decía. Tienes problemas económicos, sientes una gran soledad, estás acorralada y no sabes dónde ir ni qué hacer. Eran las frases de cajón que Emma aprendió de memoria para recitarlas ella mientras le hacía burla jugando a las cartas con su padre.  Una cosa cierta era que jamás una tirada era igual a otra. En una ocasión, la carta de la muerte apareció varias veces en una tirada acompañada de una luna y la bruja le dijo a la señora que su esposo la iba a dejar y así fue. Lo no extraño fue que la hija de la bruja era la amante del marido de la señora y efectivamente se lo quitó, por lo que doña Tanchito sí sabía que sucedería. Lo extraño fue que las cartas que aparecieron en la tirada efectivamente indicaban la ruptura. ¿Coincidencia? Emma pensaba mucho en esas cosas. Pero no podía decir con certeza nada. Solo sabía que el destino fue mostrado y no había marcha atrás.

Su padre también leía la mano, sabía el significado de cada línea, hablaba de la inteligencia, del corazón, de la longevidad e incluso de la suerte que para unos es una y para otros otra.  

–Padre, ¿cómo es eso de que las manos dicen la cantidad de suerte que se tiene, si se tendrá o no dinero, si se tendrá o no éxito, si la persona se casará o no? Y ya que las líneas no cambian, ¿entonces la suerte, el destino está marcado y no se puede cambiar?

–Emma, esto te diré y debes recordarlo siempre. Tú tienes el poder de tomar decisiones en tu vida, el poder de soñar con lo que deseas y buscar la forma de hacerlo realidad. Pero el producto de lo que hagas no depende de ti, sino de un poder mucho más grande.

–Mi línea del matrimonio apenas se dibujaba en mis manos. No voy a casarme jamás ¿no es así? Y aunque busque la manera de hacerlo, ¿el destino conspirará contra mí para que no suceda? Si yo fuera hombre, por supuesto que sería más fácil casarme –le dijo Emma– Pero soy mujer.

–Te casarás Emma, será cuestión de tiempo, pero seguramente te casarás–. Le contestó su padre, un poco pensativo y no muy seguro de su respuesta.

Si bien es cierto suficientes veces durante su vida, muchos hombres le pidieron matrimonio a Emma, no se casó porque deseaba hacerlo con el hombre del cual estuviera enamorada y no con el primero que le pidiera matrimonio, porque eso no tenía sentido para ella, si no, se hubiera casado con Manuel. Y tal vez, pero solo tal vez, habría logrado la vida sencilla que quiso, pero se hubiera perdido en cambio de todos los colores con los que el universo pintó su vida, matices que la definieron. No habría recorrido los caminos que recorrió y no habría conocido la gente que conoció, ni a Daniel, a quien amó y odió con ciega abnegación. “A ti Daniel, a quien tanto he dado y de quien tanto he tomado, a ti, que me das y me quitas, que me elevas con tus ganas y me hundes con tu orgullo, a ti mi amor, por quien el corazón que ya no tengo todavía late”. Había escrito Emma en su diario.

Así, pasaron tres años. Emma se acostumbró a su padre y lo aceptó y quiso como era. Los fines de semana lavaba su ropa en un enorme lavadero que había en la pensión, la planchaba y la colgaba en cerchas de alambre en el pequeño closet que había en la habitación. Mientras vivió con él nunca le faltó ropa limpia y zapatos bien lustrados. A los dieciséis años había dejado la Escuela de Ballet y se sentía liberada. Estuvo diez años en un mundo que no era el suyo, su padre hacía un esfuerzo por pagarle la escuela y no se perdía ninguna de sus presentaciones, donde se encontraban con alumnos que él invitaba, y las inquisidoras que la llenaban de regalos y falsos besos. Cada año desde su primera presentación a los ocho años, sus padres enteraban a media ciudad de que ella bailaría, pero Emma se avergonzaba de que sus parientes pobres llegaran a verla en medio de tanta gente de sangre azulada que sentía tanta exquisitez por el ballet.  Vivió odiando a sus maestras y a sus compañeras ricas que la marginaban. Nadie en su casa jamás le preguntó si tenía amigas en ese espantoso lugar. Obviamente no tenía. Emma era la niña pobretona y marginada con la que nadie jugaba, jamás iba a sus cumpleaños y ella como no los celebraba, tampoco las invitaba, ni se habría atrevido. Siempre estaba sola, si era muy temprano y la clase aún no comenzaba, se sentaba en unas gradas a platicar con Rosa, la hija del vendedor de dulces, mientras sus compañeras jugaban en el patio. Ella siempre fue la más pequeña de todas y como no encajaba en tamaño con el grupo, en las presentaciones era la solista, lo que las hacía enojar, pero esa pequeña desventaja suya, se convirtió en su única arma contra ellas. 

En uno de los peores episodios de su vida, citaron a su padre a un juzgado de familia, pues su madre con tal que Emma volviera a la casa con ella, había interpuesto una demanda contra su padre, en la que decía que no era apto para criarla y que ella debía estar en un hogar honesto y cristiano donde pudiera recibir buenos ejemplos.

Fueron seis meses en los que se presentaron personas a testificar cómo vivía su padre y cómo se ganaba la vida. Los días que había audiencias José, el padre de Emma le compraba ropa nueva en el mercado, él se bañaba y se ponía el desodorante y la loción que le había regalado doña Marta. Para verse bien se rasuraba, pero jamás se cortó el cabello. Emma siempre llegaba con un vestido modesto y doña Marta le hacía trenzas.

Había una trabajadora social que defendía los intereses de José y de Emma, pero que sinceramente parecía congraciarse más con Beatrice. Emma y su padre llevaron sus propios testigos que hablaban buenas cosas de José, que la trataba bien, que no le pegaba ni le gritaba, que le daba sus tres tiempos de comida, le compraba ropa, le pagaba el ballet y el colegio. Emma presentó sus notas del colegio que eran excelentes y una maestra suya  que se había dado a la labor de protegerla, atestiguó a favor de su padre. Finalmente, ningún argumento fue capaz de convencer a la jueza de que Emma se encontraba en las mejores manos. Por supuesto que era imposible decir que las mejores manos eran las de un hombre que se emborrachaba, se drogaba, pedía en el parque central, tiraba el tarot y leía la mano. La descripción tan detallada que dio la trabajadora social de Beatrice, respecto al vecindario donde vivía José, puso a la jueza con los cabellos de punta y hasta se refirió a un posible ¡¡¡incesto!!! <¿Qué?> pensó Emma. La palabra era tan desconocida para ella como lo era el sabor de una buena copa de vino. Y mientras trataba de digerir el absurdo al que se habían referido, la jueza ordenó que un doctor la revisara. Nadie sabía hasta entonces lo que había sucedido con Manuel y era un secreto que ella había guardado celosamente para no repetirlo nunca. Los citaron para una última audiencia en la que la jueza tomaría una decisión. A Emma le indignaba que pensaran que su padre la hubiera lastimado de la forma en que lo insinuaron, él jamás le había puesto una mano encima, ni para tocarla, ni para lastimarla.

Si bien es cierto Emma sabía muy bien que su padre era un demonio–ángel ella lo amaba. “Del bien que hay en vosotros puedo hablar, escribió Emma, citando a Khalil Gibran en El Profeta, mas no del mal. Porque ¿qué es el mal? sino el mismo bien castigado por su hambre y por su sed”. Era la descripción perfecta de su padre.

Regresaron de la audiencia a la habitación y no hablaron mucho. Como de costumbre cenaron con doña Marta. Su padre le preguntó si quería irse y Emma le contestó que no. Doña Marta emprendió una larga plática con ella.

–Sabes Emma, creo que tu madre tiene razón. En este lugar no aprenderás buenas cosas, además, ahora que te ves más bonita alguien puede aprovecharse de ti. Te quiero, te queremos mucho, así que puedes visitarnos cuando quieras.

Emma solamente lloraba sin decir una palabra, porque en ese mundo en el que estaba todas la querían, era “el chinchín” de las hermosas damas y nadie la señalaba con el dedo del escarnio, como lo hacían su madre y sus tías.

El tiempo pasaba rápido y en pocos días Emma tendría la cita con el ginecólogo, y no sabía qué hacer. Así que tomó una decisión. Le dijo a su padre que volvería con su madre. Tomó algunas cosas y las guardó en su mochila del colegio. Se despidió con lágrimas, pero su padre se mantuvo firme, diciendo que era lo mejor. Bajó a despedirse de doña Tanchito. Extrañaría sus tiradas de carta y el olor a puro impregnado en ella. Una noche antes de irse le llevó varios muñecos hechos con palitos y listones, y otros de cera que ella misma le había enseñado a fabricar, con los que hechizaba a las personas. Doña Tanchito estaba feliz porque ya se le habían acabado y decía que no le gustaban los que vendían en el mercado. Emma también había conseguido una caja con botes de vidrio en desuso, los había lavado y se los regaló para que metiera en alcohol las fotos de los hechizados.

Era todo lo que podía darle, ella la había tratado bien y la había querido. Doña Tanchito le dio también un regalo, dijo que no lo abriera hasta llegar a casa y que debía esconderlo de su madre. Pero Emma lo abrió en cuanto se subió al bus que la llevaría hacia un rumbo diferente del que había dicho. Era como sospechó, un mazo de cartas. Con eso podía comenzar una nueva vida, <puedo leer las cartas como vi que mi padre lo hacía> pensó, y con eso pagaría sus cuentas.

No estaba dispuesta a ir con ningún doctor para que anunciara la verdad frente a todos y luego acusar a su padre de algo que no había hecho. Se fue a vivir a casa de una amiga suya llamada Antonieta, en un pueblecito alejado de la civilización. La chica vivía con su abuela quien casi no escuchaba y a quien había que cuidar y atender. A Emma le gustó el lugar, había patos, pollos, cerdos y gran cantidad de árboles de fruta, sobre todo, mangos. Cuando no había qué comer, era lo que les salvaba el día  y siempre estaban enfermas del estómago por comer tantos.

No tuvo que leer las cartas a nadie para sobrevivir, pues esa tierra era bendita y les daba todo para comer, además, su amiga recibía un dinero mensual que le enviaba su madre que vivía en los Estados Unidos. Pero le duró bien poco tiempo la huida porque su madre había alertado a las autoridades sobre su desaparición y la encontraron. Por fortuna, la fecha de la audiencia se había perdido y su madre no volvió a solicitar nada pues Emma había vuelto, de una u otra forma.

Le prohibió que visitara a su padre, pero era imposible. Doña Marta llegó un día a casa de Emma a decirle que su padre estaba muy mal de salud y que era mejor que fuera con él. Sin preguntarle a su madre, tomó su mochila y se fue con ella. A José le había dado un derrame y estaba en el hospital. Cuanto odió a su madre por eso y por muchos meses no le dirigió la palabra más que para lo necesario.

Cuando su padre salió del hospital,  el doctor le indicó a Emma que debía cuidarlo porque contaría con apenas seis meses de vida. Así lo hizo.  Pero para cuidarlo tuvo que llevarlo a casa de su madre. Comenzó a trabajar por las tardes para que ella no renegara por la comida que él comería. Su prima Ana lo cuidaba mientras Emma estudiaba y trabajaba. Los fines de semana Emma lo bañaba y lo sacaba al parque bien abrigado; le contaba las mismas historias que habían vivido juntos, pero él apenas se reía. Comía muy poco y el resto de la comida se la daba a los gatitos que siempre estaban debajo de la mesa en espera de los restos.

En las noches, al volver del trabajo se acercaba a su habitación y lo abrigaba, siempre estaba despierto, esperándola, así que se sentaba junto a él y le contaba cómo había estado su día hasta que se quedaba dormido. Una noche no entró para abrigarlo porque llegó a la casa tardísimo y pensó que estaría dormido, no quiso molestarlo ni entrar a decirle buenas noches. Temprano en la mañana, entró a su habitación para saludarlo. Su frazada estaba en el suelo, Emma se apresuró a levantarla y lo abrigó, tocó su rostro y estaba frío, sus brazos al tacto se sentían como un tronco de árbol sin vida, como rama seca que cuando se toca se sabe que ya no hay nada dentro

de ella y que está lista para ser  usada como leña. La habitación estaba fría, la muerte aún estaba allí y Emma podía sentirla. No le temía.

–¡Te lo has llevado sin que yo me despida!  –Le dijo.

–Ya era su momento –le contestó la muerte, manteniéndose entre la sombras–. Si tú no entraste anoche a decir adiós, fue tu decisión, no la mía.

–¿Dónde está ahora?

–Lejos Emma, despidiéndose de su familia.

–¿Tienes el poder de hacer que vuelva a la vida?

–Tengo el poder de recoger el espíritu, más no de traerlo a la vida.

–¿Por qué estás aún aquí?

–Curiosidad. Esperaba que por primera vez me hablaras. Y lo has hecho.

–No te temo, si me quieres llevar también a mí, ¡hazlo!

–¡No! Tienes mucho que aprender. Todavía quedan montañas que conquistar, caminos inciertos que andar. Tengo todo el tiempo para ver cómo te resbalas y cómo te levantas. Si te descuidas estaré allí para llevarte o para decidir dejarte. La decisión final nunca será tuya.

Emma se acostó junto al cuerpo inerte de su padre y lo abrazó. –¡Cuanto voy a extrañarte!

La muerte de José pasó por la vida de su familia como la llovizna imprevista de verano, que cae un rato y luego nada. Sin mayor asombro, sin pesar, sin dolor. El odio y el rencor que Beatrice y Sofía abrigaban hacia José era un sentimiento que Emma nunca pudo comprender. “En vida no me dio nada” dijo su hermana “y en la muerte tampoco me dejó nada”. Una piedra habría sentido más pesar por él que el corazón duro de ella. Pocos asistieron a su entierro, doña Marta y algunas hermosas damas estaban allí, junto a Emma, llevaron muchísimas flores. Beatrice no se cansaba de decir que estaría ardiendo en el infierno. Mientras que Emma pensaba que aún estaría con vida, en otro tipo de existencia, desintoxicándose de los vicios mundanos que lo esclavizaron. Lo soñó después durante muchos años.

A veces en la calle creía verlo, se bajaba de los buses y seguía a los ancianos que se parecían a él para que tal vez, tuviera la dicha de encontrarse de nuevo con su avejentado rostro. Pensaba que se había ido lejos, en un largo viaje, y que pronto podría verlo, que podrían jugar cartas, reírse de doña Tanchito y sus tiradas y volverían al comedor de doña Marta a comer choripanes.

   Emma fue a la habitación del centro a recoger las cosas de su padre y se encontró con dos sorpresas. Una carta de Salomón, su medio hermano, con una foto, contándole a su padre que se había casado, que estaba viviendo en México y que era muy feliz. Su esposa tendría, según la foto, unos treinta años, contra los dieciséis que tenía él. Había una dirección en la carta a la cual Emma escribió, pero jamás recibió respuesta. La otra sorpresa fue que alguien había robado los instrumentos de José. Sólo quedaban las dos camas viejas, el piano, la mesita y una estufa oxidada. Le dijo a doña Tanchito que vendiera el piano y las otras cosas y que se quedara con el dinero. Emma para entonces ya tenía dieciocho gloriosos años. No volvió jamás a visitar a doña Marta, pero pensaba a veces en ella y en lo buena que había sido con su padre en ese mundo tan pequeño, que tiene cada día el mismo andar, las mismas personas, los mismos lugares, los mismos chistes, los  mismos saludos. “Y así van deslizándose los días –decía Bécquer, – unos de otros en pos, hoy lo mismo que ayer…y todos ellos, sin gozo ni dolor” <Tiene que haber algo más que un conjunto de juezas que no te dan vida> pensaba Emma, y algo más que un montón de hermosas damas que te hacen reír cada día, más que un solo comedor para comer y más que una sola calle donde caminar, ¿qué más hay?

La tumba de su padre no la visitó jamás porque en vida había llenado su corazón con su amor, su ser ya no estaba allí, había trascendido, había abierto la puerta que todos abriremos un día y estaría en algún lugar existiendo, despojado de su obsoleto cuerpo, siendo tan eterno como el tiempo mismo.   

Trascendió en ella con lo bueno y lo malo y aprendió lo bueno y lo malo de él, le dejó una herencia de conocimiento que para ella fue de gran valor.

 

–¡Daniel, Daniel! Te quedaste dormido –dijo Rebecca.

–¡No! Solamente cerré mis ojos para imaginar la historia. No me he perdido nada.

–Ciertamente fue una época difícil. Pero me impresiona el amor hacia su padre –continuó Rebecca.

–Mi querida niña, Emma se entregaba completa a cuanto amaba. Para ella fue siempre todo o nada, blanco o negro; y amó o no a la gente que estaba a su alrededor y se ganó el amor de unos, tanto como el odio de muchos otros.

– Mañana volveré para continuar la historia –le dijo a Daniel mientras acariciaba su cabello.

Daniel había fijado su mirada en un punto lejano.

–Entonces, ¿vengo mañana? –insistió Rebecca.

–Sí, te ruego que vuelvas mañana.

Tomó su mano y lo acompañó a la alcoba. En la misma había una pequeña mesa y dos sillas, todo de madera. Allí, generalmente cenaba o se tomaba una pequeña copita de vino. Rebecca le sirvió un plato con verduras y un pequeño filete de pollo.

–¿Me darías una copa de vino? –Le preguntó Daniel cariñosamente.

–Por supuesto –contestó Rebecca.

El pensamiento de Daniel abrió de nuevo sus alas y voló hacia su antigua casa donde había pasado algunos años en compañía de Emma. Ella se reía y bromeaba sobre un maestro de la universidad. El la veía completamente absorto con su pequeño vestido negro de flores de malva y margarita que a él le encantaba arrancar por las noches.

–Bien, aquí está tu copa –dijo Rebecca.

–¿Me acompañarías? –preguntó Daniel.

–¡Claro! No veo por qué no. Así celebraremos desde ahora tu cumpleaños.

Rebecca se sirvió y ambos acercaron sus copas.

–¿Por la mujer del bosque encantado? –Preguntó Rebecca.

–Sí –contestó Daniel –Por Emma.

 

Era jueves, el 82avo cumpleaños de Daniel. Rebecca preparó un delicioso almuerzo y lo acompañaron ella y su tía Alison, la esposa de Pablo. La primavera había llenado el jardín de Daniel con hermosas flores. Una pequeña parcela de tierra, junto a la fuente, estaba repleta de margaritas, que él cuidaba con mucho esmero.

–Mi padre te envía todo su amor y ha dicho que pronto vendrá a verte –dijo Rebecca a Daniel.

Daniel sonrió.

–Tu padre es un gran hombre. Lo conocí cuando apenas tenía tres años, en una ocasión en que Emma lo llevó a mi casa para presentármelo, nos quisimos desde ese momento. Como sabes, lo amo como si fuera mi hijo.

Por supuesto Rebecca conocía esa pequeña parte de la historia a la que Daniel siempre se refería cuando hablaban de Cris.

–¿Por qué nunca te casaste Daniel? –preguntó Rebecca.

–Es complicado –Contestó Daniel.

Mientras Alison y Rebecca platicaban, Daniel dedicaba su pensamiento en los años que aún le quedaban. Y en las ansias que sentía por trascender y descansar.

Terminaron el almuerzo y Alison se despidió. Le dio un beso en la frente y lo abrazó.

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