Emma

Emma


PORTADA

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–Sabes que te quiero muchísimo –dijo Alison sonriendo con ternura.

–Lo sé –yo también te quiero mi pequeña Alison. Te irás pronto, me ha dicho Rebecca.

–Sí, debo volver a casa con Pablo. He pasado unas hermosas vacaciones con mi sobrina y vine porque también tenía muchas ganas de verte.

–Sí, tu hermosa hija Megan me ha escrito recientemente. Lleva ya veinte años trabajando en las Naciones Unidas. Era el sueño de Emma, pero es igual si Megan lo cumplió. Por favor envíale todo mi amor.

–Lo haré Daniel–. Cuídate mucho.

Rebecca recogió la mesa y lavó los platos mientras Daniel se recostó a tomar una siesta. Terminada la tarde se levantó y salieron al jardín. De nuevo sonaba “Kiss the rain” y Rebecca continuó leyendo el libro.

“Yo tampoco sé vivir,

estoy improvisando”

Kase–O

 

 

 

 

 

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Del grupo de amigos de la iglesia mormona, Emma eligió el peor, el que tenía un pie adentro y otro afuera, muchos de ellos no eran ni miembros, solamente iban como investigadores, y solo se aparecían en la iglesia cuando había fiestas. Después de terminar sus tareas escolares, religiosamente los buscaba y se reunían en un parqueo a charlar, a fumar y a pasarla bien. Se hacían llamar “la mara Champion” ya que en esa época comenzaron a ponerse de moda las maras. Al principio, Emma era la única mujer en “la mara”, pero después se sumaron otras dos. Fuera de fumar o tomar de vez en cuando, no le hacían daño a nadie. Solamente eran un grupo de amigos con un sobrenombre porque estaba de moda. En casa de Emma sobraban los calificativos para describir su conducta: marera, vaga, loca, viciosa, bola (y eso que nunca llegó a su casa en tales condiciones).

Todo partía de la imaginación absurda e inquisitiva de su madre; y por supuesto, “cualquiera” (aunque no se había acostado con ninguno de sus compañeros mareros), pero esa palabra era la favorita, a lo que Emma siempre contestaba: “si, si, lo que digas, eso soy”, así evitaba discusiones que no las llevarían a consensuar nada.

En la iglesia, ya que asistía con frecuencia a ella, había un chico recién llegado de su misión de predicar dos años el evangelio. Era un joven de carácter tranquilo y muy apegado a sus principios religiosos. Tenía una hermana que le había tomado mucho cariño a Emma. Ambos comenzaron a frecuentar la casa. Gabriel y Emma nunca llegaron a darse un solo beso pero un día Gabriel le escribió una carta que le envió con su hermana pidiéndole no ser su novio, sino su esposo. <¿Una carta?> Pensó Emma, lo que le pareció gracioso. Pero él era tan tierno con ella que quedó conmovida con todas las cosas lindas que decía. No era un chico guapo, la verdad, nada guapo, pero tenía un corazón de oro. Lo buscó el siguiente domingo y platicaron sobre el asunto.

–Me siento demasiado joven para casarme –le dijo Emma–. Tengo muchos planes en la mente, aún no he salido del colegio y quisiera estudiar primero en la universidad.

–No será porque soy muy pobre –le contestó Gabriel.

–¡No, no, no es por eso! Eso podrás cambiarlo después  –le dijo Emma–. No te enojes conmigo porque no quiero perder tu amistad. La verdad es que aunque nos llevamos bien, nuestras diferencias te van a pesar después. ¿Te acuerdas de Nancy? La chica no miembro que te presenté y bailó contigo en la fiesta pasada.

–Sí –le contestó Gabriel.

–A ella le gustaste, me lo dijo después de la fiesta. Creo que ustedes dos encajarían mejor que nosotros dos, pero por favor no lo tomes a mal.

A Gabriel no le pareció el rumbo que había tomado la plática de Emma y en un par de segundos se transformó. Se levantó de la banca y la dejó allí sin haber terminado su discurso. Dejó de hablarle por muchísimo tiempo. Emma nunca lo vio siendo novio de nadie más, pero volvió a hablarle varios años después. Esa fue la segunda vez que alguien le pedía matrimonio.

 

Emma tuvo por fin su primer novio formal, Raúl, a quien su madre aceptaba porque no pertenecía a la mara que ella frecuentaba. Raúl la quería como era y no se complicaba porque ella perteneciera a esa mara, la que poco a poco fue abandonando para dedicarse solamente a él. Pasados ya varios meses de novios, se vieron en casa de Raúl una noche que su madre no estaría. Después de un buen rato de risas y chistes, comenzaron a tocarse más allá de los besos que siempre se habían prodigado. Llevaron el asunto hasta el extremo, él era virgen y Emma poco experimentada, así que era casi igual. Se quisieron mucho. Pero Emma arruinó todo debido a un juego de apuestas con su mejor amiga de esa época, Silvia, con quien había perdido un juego de póker y su castigo había sido besar al más feo de sus vecinos. Cuando lo hizo, el primo de Raúl que casualmente pasaba por allí los vio y eso acabó con la relación. Emma hizo cientos de locuras para lograr su perdón, pero lo único que logró fue que Raúl la tratara como a una cualquiera.

–Fue solo un inocente beso, ni siquiera me gustó, solo estaba jugando –le dijo. 

–Nada es inocente si proviene de ti, ya sé que haces apuestas con Silvia y besan otros chicos, pero ahora me tienes a mí y no me respetaste.

Para él ese inocente beso había sido el fin del mundo, para ella, era solo un juego. Después se encontraban en fiestas a las que Emma asistía con sus diez amigos de la mara y le rogaba que la perdonara.

En respuesta a sus ruegos, Raúl bailaba y se besaba con otras chicas. Pero de todas formas la buscaba y continuaban teniendo sus encuentros íntimos, después de los cuales, la ignoraba. Silvia, molesta por la situación, habló con Emma.

–Ya es suficiente Emma, si él no va a perdonarte algo tan simple, es mejor que dejes así las cosas, no permitas que juegue contigo. Debes ponerle un punto final al asunto y verás que luego él va a buscarte.

Emma siguió su consejo y la siguiente ocasión que se vieron y él le pidió que tuvieran un encuentro íntimo, lo confrontó tal como su amiga le había dicho.

–Ya desperté Raúl, nunca más me vas a tocar ni me voy a convertir en tu diversión, si no me perdonaste tu problema, sigue tu camino, yo seguiré el mío.

El pronóstico de Silvia fue exacto. Los papeles cambiaron y entonces él comenzó a rogarle que volvieran a ser novios y era ella quien lo rechazaba. Totalmente decepcionado, Raúl decidió enlistarse en el Ejército, ya que provenía de una familia de militares, y se fue a la montaña a pelear contra la guerrilla. Emma volvió a verlo cuando ya era madre de dos preciosos niños.

En una de sus salidas, Emma y su grupo de amigos de “la mara champion” venían de un baile anual que se celebraba en las calles de la colonia “Satélite”. Era de madrugada y Emma vio desde lejos desplazarse la sombra de su amiga “la muerte”. Se quedó parada, estática, vio a sus amigos tratando de adivinar a quién se llevaría la muerte esta vez. Mientras se hallaba petrificada en ese pensamiento se escucharon disparos y todos comenzaron a correr. Detrás de ellos venía otro grupo de jóvenes, huyendo del Ejército, que los había sorprendido con material guerrillero que habían conseguido en la fiesta. Emma se escondió debajo de un carro, mientras que sus amigos huían sin rumbo hacia diferentes lados, esquivando las balas. Algunos cayeron y otros lograron huir.

Por fortuna ninguno de sus amigos murió, sino un par de chicos del otro grupo.

–¿Has venido por mí? –le preguntó Emma a la muerte, ya que la misma se acostó junto a ella.

–No, solo vine a recoger un par de espíritus –le contestó la muerte sonriendo.

–Entonces vete, no quiero saber de ti.

–¿Es acaso que me has comenzado a temer Emma? –le preguntó la muerte.

–No te temo, llévame si quieres, a donde voy es más bonito que aquí –le susurró Emma, para que nadie la escuchara.

Y la muerte desapareció deslizándose hacia el camino donde estaban huyendo los otros chicos.

Pues su amiga Silvia, a quien Emma describía en su diario como “tremenda”, era de esas chicas locas con la que todos quieren y ella le daba a quien le daba la gana. Vivía en un apartamento tan humilde como el de Emma, pero tenía un novio que estudiaba en “El Liceo”, un prestigioso colegio para niños ricos. Una de las paredes de su apartamento tenía un agujero, el cual estaba tapado con un trapo, era la pared que daba a la cocina. Silvia le decía a Emma que se escondiera y que levantara el trapo para verla haciendo el amor con Gustavo. Él jamás supo que Emma los veía, así que actuaba muy natural. Todavía no existían en su mundo las computadoras y menos el internet, pero tenía pornografía en vivo y en directo, sin pagar un centavo.

–Mira, para que aprendas –le decía.

Era divertida, pero Emma en relación a ese tema, ya había tenido su propia práctica con Raúl y quería que la siguiente vez, valiera la pena.  

Les gustaba jugar verdad o consecuencia. Jugaban cartas y la perdedora tenía que besar a un chico feo. Se burlaban de todos, caminaban por el colegio en las horas de recreo como si fueran las divas y le hablaban solo a quien querían.

Fumaban en casa de Silvia y tomaban cerveza. Silvia era haragana para estudiar, así que a Emma le tocaba ayudarla, sobre todo con matemáticas. La pasaban de grado por cariño, pero definitivamente, los números eran sus grandes enemigos. Se mudó, y como no existían los celulares y pocas casas tenían teléfonos fijos, jamás volvieron a hablarse ni a verse. Emma la sustituyó por otra chica, Imelda, totalmente lo opuesto a Silvia. Su casa se convirtió en su segunda casa y su madre en la segunda madre de Emma, la quería tanto como ella a Emma. El hermano menor de Imelda, Arnoldo, tenía un mejor amigo llamado Ernesto quien sería “su siguiente vez especial” que había estado esperando.

Pero antes de conocer a Ernesto, e incluso mientras había sido novia de Raúl, tuvo un enamorado del colegio que la esperaba a la salida con bolsitas de mango verde sazonadas con sal y alguashte, porque le encantaban. Eran de esos amigos que se cuentan todo. No tenía ningún vicio y la regañaba por los que ella tenía. Sus padres eran dueños de una salinera en la costa. Cuando Raúl la desechó por lo que le hizo, Samuel se convirtió en su paño de lágrimas. Se hicieron novios por una semana, pero la verdad es que no tenían mucho en común como pareja. Un domingo llegó con todo y padres a casa de Emma a “pedir su mano”, sin decirle absolutamente nada antes. La madre de Emma estaba tan sorprendida como ella misma, pero como le tenía cariño, no quiso ridiculizarlo frente a sus padres, así que la reunión transcurrió como si de verdad se hubieran comprometido. El lunes que como siempre la esperaba afuera del colegio, Emma le pidió que no volviera a buscarla porque ella no quería casarse, ni mucho menos con él. Una cosa era que ella hubiera aceptado que fueran novios, y otra casarse. La verdad, era que lo único que ella quería era consuelo y como él la quería, Emma se sentía cómoda.

–…y en una semana de noviazgo no decides casarte –le dijo.

–Pero llevamos dos años de amigos –le contestó Samuel.

–Si –asentó Emma con la cabeza– Amigos es diferente. Ahora no seamos ni amigos te lo ruego, no quiero saber nada de ti.

El siguiente mes Emma se enteró que Samuel se había comprometido con una chica del colegio que estudiaba en otra sección, era Linda, eso fue lo mejor para él. En cuanto a Emma, esa fue su tercera propuesta de matrimonio.

“Si la pasión, si la locura

no pasaran alguna vez por las almas…

¿Qué valdría la vida?”

Jacinto Benavente

 

 

 

 

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–¡Es solo marihuana!  ¿Nunca la has probado?

–¡No! –contestó Emma sorprendida.

–Es fácil –dijo Ernesto–. No te marea, solo te hace sentir diferente, todo te da risa y haces cosas locas.

–Mmm… no lo sé –le contestó Emma–. Lo haré, pero quédate conmigo, no me dejes sola.

–No te va a pasar nada, no seas cobarde –le contestó Ernesto–. Conozco un lugar donde podemos fumar sin que nos mire nadie, ¿vamos?

A Emma le parecía un chico tierno y lindo, y no podía resistirse a sus encantos, aún no le había dado un primer beso y lo estaba deseando tanto. Llegaron a un motel escondido que Emma jamás había visto, refundido en una colonia alejada de sus casas.

–¿Entramos? –Le dijo con una sonrisa.

 

Ella se quedó parada sin saber qué decir. Ernesto se acercó a ella y la besó. Se le doblaron las rodillas con ese beso y no le diría que no. Escogieron una habitación que sería la misma que frecuentarían durante un largo año. Ernesto sacó un poco de marihuana de una bolsita plástica y unos papelitos. Escribió su nombre en uno y el de Emma en el otro, luego puso un poquito de marihuana en cada uno y los dobló como todo un experto, hasta convertirlos en un par de puritos.

–Inhala –le dijo–. Y no sueltes el humo hasta que yo te diga. 

Emma así lo hizo, y continuaron hasta terminarlos. Era cierto que ella se reía de todo cuanto él decía, fue una experiencia extrema. Se entregaron con locura, porque no podría decirse una cosa diferente sobre lo que sucedió esa noche. Emma sentía todo en un plano astral, totalmente relajada, sus sentidos estaban alterados, y sentía que todo transcurría despacio. A pesar de que todo cuanto Ernesto hacía se traducía en el cuerpo de Emma en satisfacción, la misma no fue plena, su cuerpo quería explotar y no lograba concentrarse en ese punto, solo lo veía disfrutar de su cuerpo y luego nada, todo terminó y ella no logró satisfacer sus ganas.

Después de ese encuentro, fumaban y tenían sexo en todas partes; además del motel, lo hacían en los parqueos; en las gradas de los edificios, cuando era muy tarde en la noche y poca gente caminaba por las calles; lo hacían en casa de Emma cuando su madre no estaba, en el jardín, en la cocina, en los pasillos; también se iban al pueblo donde vivía el padre de Ernesto y se quedaban fines de semana encerrados en la casa. Todo era diversión y risas hasta que Emma quedó embarazada justo al año de esa locura. Cuando se lo dijo a Ernesto, él se quedó sin palabras, se sentó y puso sus manos en la cabeza, luego se paró y dio varias vueltas mientras decía ¡no, no, no!

–¿Es todo lo que dirás? ¡No, no, no! Qué tal si pensamos en lo que haremos  –le dijo Emma.

Ernesto se fue y la dejó con la palabra en la boca. Después de dos semanas de no verlo ni saber de él, armada de valor intentó llegar a su casa a buscarlo.

 

En el camino y justo antes de llegar a la casa, se encontró con la madre de Ernesto, quien al verla le recitó un rosario y varias Aves María.

–No sé por qué vienes a buscar a mi hijo, no eres otra cosa que el mismísimo demonio, has pervertido a mi hijo, estás vieja para él. Nunca voy a permitir que te cases con él o que estén juntos, ni siquiera ha terminado el colegio, es solo un niño. Por favor aléjate de él, déjalo, eres una arpía y lo has envuelto con astucia, pero no te vas a salir con la tuya, antes muerta que permitir que mi hijo esté contigo.

La pobre Emma no supo qué decir y solo se le ocurrió llorar. Intentó explicarle que su hijo no era un niño, la verdad es que a sus quince años sabía más de la vida que ella misma, y que todas las cosas terribles que ella, el demonio, hacía, las había aprendido nada menos que del demonio de su hijo; que no había sido ella quien lo perdió, sino él a ella. Por supuesto, todo se quedó en su mente, ya que la mujer no le permitió decir ni una sola palabra. Le gritó otra gran cantidad de barbaridades pidiéndole que se fuera, alargando su brazo derecho y mostrándole el camino hacia donde debía ir, ese camino era: “bien lejos de la vida de Ernesto”. Por fin se fue y Emma se quedó en la calle llorando inconsolable.

Su mejor amiga, Imelda, había sido testigo de toda la terrible agresión verbal y emocional; escondida en el jardín de su casa había presenciado todo sin decir tampoco una palabra. Se acercó a Emma y caminaron a su casa.

–Te dije que Ernesto era un imbécil, nos dijo que así no quería estar contigo, que mejor deberías considerar abortar ese niño.

–No es cierto –le contestó Emma–. Ernesto no es así.

–Ay Emma, ¿que no ves? La única razón por la que Ernesto está contigo es por el sexo.

 

La madre de Emma no tardó en darse cuenta de su estado, ya que Emma dormía más de lo acostumbrado y había cambiado sus hábitos alimenticios y su humor. La encaró una tarde y Emma no tuvo más remedio que aceptarlo.

–Te vas de la casa –le dijo–. No seré la vergüenza de los vecinos y los hermanos de la iglesia, yo no te crié para que fueras “una cualquiera”

–¿Una cualquiera? Tener un novio y divertirse con él, hacer el amor y vivir la relación intensamente ¿Te convierte en una cualquiera? Le dijo Emma. 

–Si no te arrepientes de tu pecado Dios te va a castigar –le gritó–. Te vas a ir al infierno, pero en esta casa decente no te puedes quedar.

–No tengo a dónde ir –le contestó Emma.

–Ese es tu problema –le gritó Beatrice alterada–. Hubieras pensado en eso antes de volverte pecadora, te desconozco como hija, cuando regrese no te quiero ver aquí.

Emma se encerró en su habitación y no salió hasta el siguiente día. En la mañana muy temprano llegó su tía Martina, la única no inquisidora; guardó su ropa en una maleta y le dijo que la llevaría a vivir con ella. Como Emma la quería mucho pensó que era su mejor salida, así que se fueron a su casa donde pasó todo el tiempo de su embarazo. Al principio, su amiga Imelda la visitaba y le llevaba cartas de Ernesto, quien quería que lo perdonara y que le permitiera llegar a visitarla. Emma lo perdonó y durante los siguientes meses no faltaba cada noche para verla. Su tía Martina y Ernesto llegaron a quererse mucho.

Martina era una hermosa dama pintada, bueno, lo había sido durante su juventud, pero ya se había puesto vieja para ese trabajo, así que se dedicaba a vender comida en el mercado y pasaba las noches leyendo la Biblia, tratando de enmendar una vida llena de errores; visitaba una y otra iglesia, sin que ninguna le pareciera totalmente buena. <Si fuera aún joven> pensaba Emma, seguramente seguiría con su misma vida, así que su arrepentimiento ¿de dónde provenía? Si era porque ya estaba anciana y por lo tanto cercana a la muerte y le temía al infierno, a Emma no le parecía válido.

¿Por qué sucede con frecuencia que cuando la gente se acerca a la vejez y ya no puede ser físicamente capaz de los excesos de la juventud, decide tomar el camino del arrepentimiento? Había escrito Emma en su diario. Es frecuente que ante un anciano o anciana, se despierten nuestros más tiernos sentimientos, como si se tratase de seres plenamente inocentes, pero ¿lo son? En su presente de ancianidad, seguramente no rompen un plato porque ya no pueden hacerlo, no necesariamente porque ya no quieran hacerlo. Entonces, ¿es un arrepentimiento real, o se trata de un arrepentimiento que se acomoda según la conveniencia de la edad? De frente a la muerte, ningún arrepentimiento de última hora surtirá efecto, dice la doctrina mormona, mientras que los católicos mandan a llamar a los sacerdotes para que perdonen los pecados de las almas que agonizan; sin importar si esa alma ha expresado o no su deseo de arrepentimiento, el cura aparece en la última escena de la vida del desahuciado ¿a salvar su alma del seol? ¿Será perdonada una persona que se arrepiente en la hora de su muerte? No lo creo, escribió Emma. Porque el arrepentimiento tiene que ver con restitución. Para demostrar que estoy arrepentida de haber robado, debo no volver a robar en todo el tiempo que me queda de vida y si puedo restituir lo robado, lo hago.  

Pero todo esto requiere tener suficiente tiempo de vida terrenal para poder demostrar que se arrepintió. Si se trata de la última hora de alguien, ¿cómo puede demostrar a través de su conducta futura que se arrepintió verdaderamente? No puede, y cuando muera, ya sin el cuerpo mortal que es contra quien luchamos, ¿qué hará? ¿Surtirá efecto un arrepentimiento que no puede ser demostrado? El ladrón no volverá a robar, si no tiene a quién, ni el calumniador dirá ningún chisme de alguien cuando ya no importan esas cosas una vez muerto. ¿Sería justo otorgarle el perdón a una persona que en su lecho de muerte se arrepiente igual que se le otorga a una que se arrepiente siendo aún joven y enmienda su error durante el resto de su vida? No lo sé, pero qué se yo de justicia. Los seres superiores sabrán. Pienso que si lo que le constriñe a uno a arrepentirse es el terror que causa la posibilidad de vivir eternamente en el lugar de fuego y azufre, no es válido.

La hija de Emma por fin nació, mientras pasaba por sus no conocidas horas de dolor durante toda una larga madrugada. Su tía Martina había encendido decenas de velas por toda la casa, le rezó a Dios y a las vírgenes y santos conocidos y por conocer para que Emma no muriera, puesto que durante toda su niñez había padecido de la que en otro tiempo fue llamada “la enfermedad de la muerte” (epilepsia). Según Martina, Emma era fruto del “pecado” y por ello estaba maldecida con esta enfermedad de la que un día no volvería. La verdad era que de lo poco que quedó en la memoria de Emma relacionado con su niñez, recordaba que después de un cuadro epiléptico, en el colegio, en la casa o en la calle, despertaba en camas de hospitales, y a su lado, la sombra de la muerte la acompañaba, tomando su mano y soltándola. Pasó la mayor parte de su niñez tomando cientos de medicamentos contra un mal que finalmente venció.

–Entonces, estás de nuevo aquí –Dijo Emma a la muerte.

–Es un buen lugar para recoger espíritus –le contestó.

–No me llevarás a mí, todavía tengo montañas que subir, dijiste una vez.

–No, he venido solo por si acaso –le dijo– Asisto a todos los nacimientos ¿No has escuchado que los alumbramientos ponen a las mujeres en la línea que divide la vida de la muerte? Si el doctor comete un error, ningún ruego a los santos ayudará. La mayoría de las personas que mueren son víctimas de errores humanos, propiciados por otros o por ellas mismas.

–Entonces, debo elegir un buen doctor para evitar que me lleves –le replicó Emma.

–Solo asegurarte que sus evaluaciones de la universidad haya superado el número noventa, así las probabilidades de que cometa un error serán solo de diez por ciento.

Emma y la muerte tenían ya una historia de amistad que venía desde hacía muchos años. Con el tiempo, esa amistad se había fortalecido. Era difícil creer que la misma muerte fuera su amiga. Algún día le tocaría recoger su espíritu, pero Emma seguramente se iría en paz.

Durante los tres meses siguientes al nacimiento de Dulce, Ernesto llegaba casi todas las noches a estar con su hija, era solo un chico de dieciséis años, todavía perdido y confundido por lo que estaba sucediendo. Su pequeña hija había pesado nada menos que cuatro libritas al nacer, pero estaba allí, producto de la locura de amor en la que Ernesto y Emma se habían envuelto. Con el tiempo, Ernesto dejó de ver a Emma con amor.

–La niña es más importante que yo –decía–. Ya no salimos, ya no hacemos ninguna locura, te has vuelto aburrida.

Dejó de llegar un tiempo, y cuando volvió, era otro. Llegaba drogado pidiéndole dinero que ella le daba por lástima. Emma comenzó a temer por su vida y la de su hija. Una noche, Ernesto llegó completamente fuera de sus cinco sentidos, subió a la habitación, sacó una navaja y amenazó con asesinarlas.

–¡Pelea! –dijo la muerte. Esta noche tal vez recoja a alguien.

Segura de que no moriría, Emma comenzó a pelear, pero

Ernesto era más fuerte y finalmente logró someterla, la tiró en la cama y la obligó a tener sexo anal. Tiraba de su cabello con fuerza maldiciéndola, mientras mantenía la navaja en su cuello. Emma no quería gritar para no despertar a la niña; y para preservar su vida, no se opuso. La muerte se iría con las manos vacías. En el momento justo que terminó, se escuchó en el primer nivel, que la puerta se abría. Era su tía Martina que estaba llegando. Ernesto se apresuró a subirse los pantalones, escondió la navaja y salió apresurado despidiéndose como si nada. Emma no quería que su tía se enterara, así que entró al baño a lavarse la cara para cubrir las lágrimas. Cuando su tía subió para ver cómo estaban fingió que todo estaba bien.

–¿Peleaste con Ernesto? –le preguntó preocupada.

–Sí, él está de nuevo metiéndose drogas y peleamos por eso.

–Creo que deberías enviarlo a algún centro de rehabilitación, antes que las cosas se salgan de lugar.

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