Emma

Emma


CAPÍTULO IX

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—A ti te parece duro —dijo Emma— porque tú eres demasiado blando; pero si pudieras compararle con otros padres no te parecería duro. Él quiere que sus hijos sean trabajadores y decididos; y cuando de vez en cuando se descarrían, tiene que pararles los pies con alguna palabra enérgica; pero es un padre muy cariñoso… ¡y tanto como es un padre cariñoso el señor John Knightley! Los dos niños le adoran.

—Y luego llega su tío, y los lanza al aire de un modo que asusta, y casi les hace tocar el techo.

—Pero, papá, a ellos les gusta; es lo que les gusta más de todo. Les divierte tanto que si su tío no hubiera impuesto la norma de que deben turnarse, cuando empieza con uno nunca querría ceder su sitio al otro.

—Bueno, pues eso yo no lo entiendo.

—Papá, eso nos ocurre a todos. La mitad del mundo es incapaz de entender las diversiones de la otra mitad.

A última hora de la mañana, ya cuando las jóvenes iban a separarse para preparar la habitual comida de las cuatro, el héroe de aquella inimitable charada volvió a pasar por la casa. Harriet volvió el rostro; pero Emma le recibió con la sonrisa de siempre, y su perspicaz mirada no tardó en advertir que él era consciente de haber jugado una baza importante… de haberse arriesgado a echar los dados sobre la mesa; y supuso que venía a ver si la suerte le había favorecido. Sin embargo, el pretexto de su visita era el de preguntar si podían prescindir de él en la reunión de aquella noche, en casa del señor Woodhouse, o si es que era absolutamente necesaria su presencia en Hartfield. De ser así, dejaría de lado todo lo demás. Pero en caso contrario, su amigo Cole había insistido tanto en que cenara con él… había puesto tanto interés en ello, que le había prometido, aunque condicionalmente, que acudiría a su casa.

Emma le dio las gracias, pero no consintió que desatendiese a su amigo por causa suya; sin duda su padre podría encontrar otro jugador. Pero insistió… ella rehusó de nuevo; y cuando el joven se disponía ya a iniciar la reverencia para despedirse, Emma cogió la hoja de papel que estaba encima de la mesa y se la devolvió.

—¡Ah! Aquí tiene usted la charada que tuvo la amabilidad de prestarnos; muchas gracias por habérnosla dejado. Nos ha gustado tanto que me he tomado la libertad de copiarla en el álbum de la señorita Smith. Espero que su amigo no lo va a tomar a mal. Desde luego sólo he copiado los ocho primeros versos.

Se veía claramente que el señor Elton no sabía muy bien qué decir. Parecía indeciso, y algo confuso; dijo algo acerca de que «era un gran honor»; miró a Emma y a Harriet, y luego, viendo el álbum abierto sobre la mesa, lo cogió y lo examinó muy atentamente. Con objeto de salir de aquella situación un tanto embarazosa, Emma dijo sonriendo:

—Le ruego que me excuse delante de su amigo; pero no era posible que una charada tan bonita como ésta fuera conocida tan sólo por una o dos personas. Mientras escriba de un modo tan galante, su amigo puede contar con la admiración de todas las mujeres.

—No vacilo en declarar —replicó el señor Elton, aunque vacilaba no poco al pronunciar estas palabras—, no vacilo en declarar… por lo menos si es que mi amigo siente lo que yo siento… no tengo la menor duda de que si viese su modesta expansión poética honrada como yo la veo ahora —dirigiendo de nuevo la mirada hacia el álbum y volviendo a dejarlo sobre la mesa— consideraría este instante como uno de los más dichosos de su vida.

Y tras decir esto se fue lo antes que pudo. Pero a Emma aún le pareció que tardaba demasiado; pues, a pesar de sus brillantes dotes, el joven hacía unas pausas al hablar que a ella le provocaban la risa. Salió, pues, de allí para reír a sus anchas, dejando que Harriet paladeara a solas la ternura y la sublimidad de la escena.

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