Emma

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CAPÍTULO XXVI

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FRANK CHURCHILL regresó; y si hizo esperar a su padre a la hora de cenar, en Hartfield no se enteraron; la señora Weston tenía demasiado interés en que el señor Woodhouse tuviese un buen concepto del joven para revelar imperfecciones que pudieran ocultarse.

Regresó con el cabello cortado, riéndose de sí mismo con mucha gracia, pero sin dar la impresión de que se avergonzase ni lo más mínimo de lo que había hecho. No veía ningún mal en querer llevar el pelo corto, ni consideraba reprochable este deseo; no concebía que hubiese podido ahorrar aquel dinero y emplearlo en algún otro fin más elevado. Se mostraba tan impertérrito y animado como de costumbre; y después de haberle visto, Emma razonaba para sí del modo siguiente:

—No sé si debería ser así, pero lo cierto es que las tonterías dejan de serlo cuando las comete alguien que tiene personalidad y sin avergonzarse de ellas. La maldad siempre es maldad, pero la tontería no siempre es tontería… Depende de la personalidad de cada cual. El señor Knightley

no es un joven alocado y vanidoso. Si lo fuera hubiera hecho esto de un modo muy distinto. O bien se hubiera jactado de lo que hacía o se hubiese sentido avergonzado. Se hubiese tratado o de la ostentación de un petimetre o del temor de alguien demasiado débil para defender sus propias vanidades. No, estoy completamente segura de que no es ni un vanidoso ni un alocado.

El martes le trajo la agradable perspectiva de volver a verle, y esta vez por más tiempo de lo que le había sido posible hasta entonces; de juzgarle por su actitud en general, y luego de deducir el significado que podía tener su actitud con respecto a ella; de adivinar cuándo le sería necesario adoptar un aire de frialdad; y de imaginarse cuáles serían los comentarios que harían los demás al verles juntos por primera vez.

Se proponía pasar una magnífica velada, a pesar de que el escenario tuviese que ser la casa del señor Cole; y aunque no pudiese olvidar que de los defectos del señor Elton, incluso en los tiempos en que gozaba de su favor, ninguno le había inquietado más que su propensión a cenar con el señor Cole.

La comodidad de su padre quedaba ampliamente asegurada, ya que tanto la señora Bates como la señora Goddard podían ir a hacerle compañía; y antes de salir de casa, su último y gustoso deber fue ir a despedirse cuando se hallaban de sobremesa; y mientras su padre prorrumpía en entusiásticos comentarios sobre la belleza de su vestido, se esforzó por atender a las dos señoras lo mejor que pudo, sirviéndoles grandes trozos de pastel y vasos llenos de vino para compensar las posibles e involuntarias negativas que hubiera podido motivar durante la comida, el habitual interés que su padre sentía por la salud de sus invitadas… Les había hecho preparar una abundante cena; pero tenía sus dudas de que su padre hubiera consentido a las dos señoras el disfrutarla.

Cuando Emma llegó a la puerta de la casa del señor Cole, su coche iba precedido de otro; y quedó muy complacida al ver que se trataba del señor Knightley; porque el señor Knightley, que no tenía caballos y no disponía de mucho dinero sobrante, y sí en cambio de una salud a toda prueba, de gran vigor y de una inusitada independencia de criterio, era más que capaz, según la opinión de Emma, de presentarse por los sitios como le pluguiera, y de no utilizar su coche tan a menudo como correspondía al propietario de Donwell Abbey. Y entonces tuvo ocasión de manifestarle su aprobación más calurosa por haber ido en coche, ya que él se le acercó para ayudarla a bajar.

—Esto es presentarse como es debido —le dijo—, como un caballero. Me alegro mucho de ver que ha cambiado de actitud. Él le dio las gracias, y comentó:

—¡Qué feliz casualidad haber llegado en el mismo momento! Porque por lo visto, si nos hubiéramos encontrado en el salón, no hubiera usted podido advertir si hoy me mostraba más caballero que de costumbre… y no hubiera podido darse cuenta por mi aspecto o mis modales.

—Oh, no, estoy segura de que sí me hubiese dado cuenta. Cuando la gente se presenta en un sitio de un modo que sabe que es inferior a lo que le corresponde por su posición, siempre tiene un aire de indiferencia afectada, o de desafío. Debe usted de creer que le sienta muy bien esta actitud, casi lo aseguraría, pero en usted es una especie de bravata que le da un aire de despreocupación artificial; en esos casos siempre que me encuentro con usted lo noto. Hoy en cambio no tiene que esforzarse. No tiene usted miedo de que le supongan avergonzado. No tiene que intentar parecer más alto que los demás. Hoy me sentiré muy a gusto entrando en el salón en su compañía.

—¡Qué muchacha más desatinada! —fue su respuesta, pero sin mostrar la menor sombra de enojo.

Emma tuvo motivos para quedar tan satisfecha del resto de los invitados como del señor Knightley. Fue acogida con una cordial deferencia que no podía por menos de halagarla, y se le tuvieron todas las atenciones que podía desear. Cuando llegaron los Weston, las miradas más afectuosas y la mayor admiración fueron para ella, tanto por parte del marido como de la mujer; su hijo la saludó con una jovial desenvoltura que parecía distinguirla de entre todas las demás, y al acercarse a la mesa se encontró con que el joven se sentaba a su lado… y, por lo menos así lo creyó Emma firmemente, Frank Churchill no era ajeno a aquella «coincidencia».

La reunión era más bien numerosa, ya que se había invitado también a otra familia —una familia muy digna y a la que no podía hacerse ningún reproche, que vivía en el campo, y que los Cole tenían la suerte de contar entre sus amistades— y los miembros varones de la familia del señor Cox, el abogado de Highbury. El elemento femenino de menos posición social, la señorita Bates, la señorita Fairfax y la señorita Smith, llegarían después de la cena; pero ya durante ésta, las damas eran lo suficientemente numerosas para que cualquier tema de conversación no tardara en generalizarse; y mientras se hablaba de política y del señor Elton, Emma pudo dedicar toda su atención a las galanterías de su vecino de mesa. No obstante, al oír citar el nombre de Jane Fairfax se sintió obligada a prestar atención. La señora Cole parecía estar contando algo referente a ella que al parecer todos consideraban como muy interesante. Se puso a escuchar y se dio cuenta de que era algo digno de oírse. Su imaginación, tan desarrollada en ella, encontró allí una grata materia sobre la que actuar. La señora Cole estaba contando que había visitado a la señorita Bates y que, apenas entrar en la sala, se había quedado asombrada al verse delante de un piano… un magnífico instrumento, muy elegante… cuadrado, no demasiado grande, pero sí de unas dimensiones considerables; y el meollo de la historia, el final de todo el diálogo que siguió a aquella sorpresa, y las preguntas, y la enhorabuena por parte de la visitante, y las explicaciones por parte de la señorita Bates, era que el piano lo habían mandado de la casa Broadwood el día anterior, con el gran asombro de ambas, tía y sobrina, ante aquel inesperado regalo; que al principio, según había dicho la señorita Bates, la propia Jane tampoco sabía qué pensar de aquello, y tampoco tenía la menor idea de quién hubiera podido enviarlo… pero que luego ambas se habían convencido plenamente de que el piano no podía tener más que un origen; tenía que tratarse forzosamente de un obsequio del coronel Campbell.

—Era la única explicación posible —añadía la señora Cole—, y a mí sólo me sorprendió que hubieran tenido dudas acerca de esto. Pero parece ser que Jane acababa de tener carta suya, y no le decían ni una palabra del piano. Ella conoce mejor su manera de ser; pero yo no consideraría su silencio como un motivo para descartar la idea de que han sido los Campbell quienes le han hecho el regalo. Es posible que hayan querido darle una sorpresa.

Todos los presentes estaban de acuerdo con la señora Cole, y al dar su opinión nadie dejó de mostrarse igualmente convencido de que el obsequio procedía del coronel Campbell, y de alegrarse de que hubiesen tenido una fineza semejante; y como fueron muchos los que se mostraron dispuestos a comentar lo ocurrido, Emma tuvo ocasión de formarse un criterio personal, sin dejar por ello de escuchar a la señora Cole, quien seguía diciendo:

—Les aseguro que hace tiempo que no había oído una noticia que me alegrase más… Siempre he sentido mucho que Jane Fairfax, que toca tan maravillosamente, no tuviese un piano. Me pareció una vergüenza, sobre todo teniendo en cuenta que hay tantas casas en las que hay pianos magníficos que no sirven para nada. Yo esto casi lo considero como un bofetón para nosotros, y ayer mismo le decía al señor Cole que me sentía verdaderamente avergonzada de mirar nuestro gran piano nuevo del salón y de pensar que yo no distingo una nota de otra y que nuestras hijitas, que apenas empiezan ahora a estudiar música, tal vez nunca harán nada de este piano; y aquí está la pobre Jane Fairfax que entiende tanto en música y que no tiene nada que se parezca a un instrumento ni siquiera la espineta[13] más vieja y más lamentable para distraerse un poco… Ayer mismo le estaba diciendo todo eso al señor Cole, y él estaba completamente de acuerdo conmigo; pero es tan extraordinariamente aficionado a la música que no resistió la tentación de comprarlo, confiando que alguno de nuestros buenos vecinos fuera tan amable que viniese de vez en cuando a darle un uso más adecuado del que a nosotros nos es posible darle; y en realidad éste es el motivo de que se comprara el piano… de no ser así estoy convencida de que deberíamos avergonzamos de tenerlo… Tenemos la esperanza de que esta noche la señorita Woodhouse accederá a tocar para nosotros.

La señorita Woodhouse dio la debida conformidad; y viendo que no iba a enterarse de nada más por las palabras de la señora Cole se volvió a Frank Churchill.

—¿Por qué sonríe? —dijo ella.

—¿Yo? ¿Y usted?

—¿Yo? Supongo que sonrío por la alegría que me da el ver que el coronel Campbell es tan rico y tan generoso… Es un regalo precioso.

—Lo es.

—Lo que me extraña es que no se lo hubiese hecho antes.

—Tal vez la señorita Fairfax es la primera vez que pasa aquí tanto tiempo.

—O que no le regalara su propio piano… que ahora debe de estar en Londres cerrado y sin que nadie lo toque.

—Debe de ser un piano muy grande y debía de pensar que en casa de la señora Bates no tendrían espacio suficiente.

—Puede usted decir lo que quiera… pero su actitud demuestra que su opinión acerca de este asunto es muy semejante a la mía.

—No sé. Más bien creo que me considera usted más agudo de lo que en realidad soy. Sonrío porque usted sonríe, y probablemente sospecharé siempre que usted sospeche; pero ahora no acierto a ver claro en todo eso. Si no ha sido el coronel Campbell, ¿quién habrá podido ser?

—¿No ha pensado usted en la señora Dixon?

—¡La señora Dixon! Cierto, tiene usted mucha razón. No había pensado en la señora Dixon. Ella debe de saber igual que su padre la ilusión que le haría un regalo así; y tal vez el modo de hacerlo, el misterio, la sorpresa, todo ello es más propio de la mentalidad de una joven que la de un anciano. Estoy seguro de que ha sido la señora Dixon. Ya le he dicho que serían sus sospechas las que guiarían las mías.

—Si es así, debe usted extender sus sospechas y hacer que alcancen también al

señor Dixon.

—¡El señor Dixon! Muy bien, de acuerdo. Ahora me doy cuenta de que ha tenido que ser un regalo conjunto del señor y la señora Dixon. El otro día ya sabe usted que estábamos hablando de que él era un apasionado admirador de sus dotes musicales.

—Sí, y lo que entonces me dijo usted acerca de este caso confirmó una suposición que yo me había hecho hacía tiempo… No dudo de las buenas intenciones del señor Dixon o de la señorita Fairfax, pero no puedo por menos de sospechar que, o bien después de haber hecho proposiciones matrimoniales a su amiga tuvo la desgracia de enamorarse de ella, o bien se dio cuenta de que Jane sentía por él algo más que afecto. Claro está que siempre es posible imaginar veinte cosas sin llegar a acertar la verdad; pero estoy segura de que ha tenido que haber un motivo concreto para que prefiera venir a Highbury en vez de acompañar a Irlanda a los Campbell. Aquí tiene que llevar una vida de privaciones y aburrimiento; allí todo hubieran sido placeres. En cuanto a lo de que le convenía volver a respirar el aire de su tierra natal, lo considero como una simple excusa… Si hubiera sido en verano, aún; pero ¿qué importancia puede tener para alguien el aire de la tierra natal en los meses de enero, febrero y marzo? Una buena chimenea y un buen coche son más indicados en la mayoría de los casos de una salud delicada, y me atrevería a decir que en el suyo también. Yo no le pido que me siga usted en todas mis sospechas, aunque sea usted tan amable como para pretenderlo; yo sólo le digo honradamente lo que pienso.

—Y yo le doy mi palabra de que sus suposiciones me parecen muy probables. Lo que puedo asegurarle es que la preferencia que siente el señor Dixon por la manera de tocar de la señorita Fairfax es muy acentuada.

—Y además él le salvó la vida. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de eso? Un paseo en barca; no sé qué pasó que ella estuvo a punto de caer al agua. Y él la sujetó a tiempo.

—Sí, ya lo sé. Yo estaba allí… iba con ellos en la barca.

—¿De veras? ¡Vaya! Pero por supuesto entonces usted no advirtió nada, porque al parecer eso no se le había ocurrido antes de ahora… Si yo hubiera estado allí no hubiera dejado de hacer algún descubrimiento.

—Estoy seguro de que los hubiera hecho; pero yo, pobre de mí, sólo vi el hecho que la señorita Fairfax estuvo a punto de caer al agua y de que el señor Dixon la sujetó a tiempo… Todo ocurrió en un momento y aunque la consiguiente sorpresa y el susto fueron muy grandes y duraron más tiempo (la verdad es que creo que pasó media hora antes de que ninguno de nosotros volviera a tranquilizarse) fue una impresión demasiado general para que nos fijáramos en los matices de las reacciones. Sin embargo eso no quiere decir que usted no hubiese podido descubrir algo más.

La conversación se interrumpió en este punto. Se vieron obligados a compartir con los demás el tedio de una pausa demasiado larga entre plato y plato, y a intercambiar con los otros invitados las frases triviales y corteses de rigor; pero cuando la mesa volvió a estar convenientemente cubierta de platos, cuando cada fuente ocupó exactamente el lugar que le correspondía y se restableció la calma y la normalidad, Emma dijo:

—La llegada de este piano ha sido algo decisivo para mí. Yo quería saber un poco más y esto me lo revela todo. Puede usted estar seguro, no tardaremos en oír decir que ha sido un regalo del señor y la señora Dixon.

—Y si los Dixon afirmaran que no saben absolutamente nada de ello tendremos que concluir que han sido los Campbell.

—No, estoy segura de que no han sido los Campbell. La señorita Fairfax sabe que no han sido los Campbell, o de lo contrario lo hubiese adivinado desde el primer momento. No hubiera tenido ninguna duda si se hubiese atrevido a pensar en ellos. Tal vez no le he convencido a usted, pero yo estoy totalmente convencida de que el señor Dixon ha tenido el papel principal en este asunto.

—Le aseguro que me ofende usted suponiendo que no me ha convencido. Sus razonamientos han hecho cambiar totalmente mi criterio. Al principio, cuando yo suponía que estaba usted convencida de que el coronel Campbell había sido el donante, lo consideraba sólo como una muestra de afecto paternal y creía que era la cosa más natural del mundo. Pero cuando usted ha mencionado a la señora Dixon me he dado cuenta de que era mucho más probable que se tratara de un tributo de cálida amistad entre mujeres. Y ahora sólo puedo verlo como una prueba de amor.

No hubo ocasión para ahondar más en la materia. El joven parecía verdaderamente convencido; daba la impresión de que era sincero. Emma no insistió más y se pasó a otros temas de conversación; y mientras terminó la cena; se sirvieron los postres, entraron los niños y fueron ellos los que atrajeron la atención de todos y motivaron las frases de ritual en esos casos; se oían algunas frases inteligentes, muy pocas, algunas rematadamente bobas, tampoco muchas, y la gran mayoría no era ni una cosa ni otra… Nada más y nada menos que los comentarios de siempre, los tópicos anodinos, las viejas noticias que todo el mundo sabía y las bromas de dudosa gracia.

Hacía poco que las señoras se habían instalado en la sala de estar cuando llegaron las otras damas en diversos grupos. Emma prestó mucha atención a la entrada de su amiga más íntima; y aunque su elegancia y su distinción no fueran como para entusiasmarla demasiado, no pudo por menos de admirar su lozanía, su dulzura, y la espontaneidad de sus movimientos, y de alegrarse de todo corazón de que poseyera aquel carácter superficial, alegre y poco dado al sentimentalismo, que le permitían distraerse tan fácilmente en medio de las congojas de un amor contrariado. Hela allí sentada… ¿Y quién hubiera podido adivinar las incontables lágrimas que había vertido hacía tan poco tiempo? Verse rodeada de gente, llevando un vestido bonito y viendo que las demás llevaban también otros muy lindos, verse sentada en un salón sonriendo y sabiéndose atractiva, y no decir nada, era suficiente para la felicidad de aquel momento. Jane Fairfax la aventajaba en belleza y en gracia de movimientos; pero Emma sospechaba que se hubiera cambiado muy gustosa por Harriet, que muy gustosamente hubiera aceptado la mortificación de haber amado (sí, de haber amado en vano, incluso al señor Elton) a cambio de poderse privar del peligroso placer de saberse amada por el marido de su amiga.

En una reunión tan concurrida no era indispensable que Emma la abordara. No quería hablar del piano, se sentía poseedora del secreto y no le parecía honrado demostrar curiosidad o interés, y por lo tanto se mantuvo lejos de ella a propósito; pero los demás introdujeron inmediatamente este tema de conversación, y Emma advirtió el sonrojo con el que recibía las felicitaciones, el sonrojo de culpa que acompañaba el nombre de «mi excelente amigo el coronel Campbell».

La señora Weston, siempre cordial y además muy aficionada a la música, se mostraba particularmente interesada por el caso, y Emma no pudo por menos de encontrar divertida su insistencia en tratar de la cuestión; y sus innumerables preguntas y comentarios acerca del tono, del teclado y de los pedales, totalmente ajena al deseo de decir lo menos posible sobre aquello que podía leerse claramente en el agraciado rostro de la heroína de la reunión.

No tardaron en unirse al grupo varios de los caballeros; y el primero de todos fue Frank Churchill, el más apuesto de los invitados; y tras dedicar unas frases de cortesía a la señorita Bates y a su sobrina, se dirigió directamente hacia el lado opuesto del grupo, donde estaba la señorita Woodhouse; y no quiso sentarse hasta que no encontró sitio al lado de ella. Emma adivinaba lo que todos los presentes debían de estar pensando. Ella era el objeto de sus preferencias y todo el mundo tenía que darse cuenta. Emma le presentó a su amiga, la señorita Smith, y algo más tarde, cuando se presentó la ocasión, pudo enterarse de las opiniones respectivas que cada uno de los dos se había formado del otro. La del joven: «Nunca había visto una cara tan atractiva, me encanta su ingenuidad». La de ella, que sin duda pretendía ser un gran elogio: «Tiene algo que me recuerda un poco al señor Elton». Emma contuvo su indignación y se limitó a volverle la espalda en silencio.

La joven y Frank Churchill cambiaron unas sonrisas de inteligencia cuando ambos divisaron a la señorita Fairfax; pero lo más prudente era evitar todo comentario. Él le dijo que había estado impaciente por salir del comedor… que no le gustaba prolongar la sobremesa… y que siempre era el primero en levantarse cuando podía hacerlo… que su padre, el señor Knightley, el señor Cox y el señor Cole se habían quedado allí discutiendo animadamente sobre asuntos de la parroquia… pero que, a pesar de todo, el rato que había estado con ellos no se había aburrido, ya que había visto que en general eran personas distinguidas y de muy buen criterio; y empezó a hacer tales elogios de Highbury, considerándolo como un lugar en el que abundaban extraordinariamente las familias de trato muy agradable, que Emma estuvo tentada de pensar que hasta entonces no había sabido apreciar debidamente el pueblo en que vivía. Ella le hizo preguntas acerca de la vida de sociedad que se llevaba en el condado de York, acerca de los vecinos que tenían en Enscombe y otras cosas por el estilo; y de sus respuestas dedujo que por lo que se refería a Enscombe, la vida social era muy limitada, que sólo se trataban con unas pocas familias de gran posición, ninguna de las cuales vivía muy cerca de allí; y que incluso cuando se había fijado una fecha y se había aceptado una invitación, no era demasiado raro que la señora Churchill, bien por falta de salud, bien por falta de humor, no se viera con ánimos para salir de su casa; que tenían a gala no hacer visitas a nadie que no conocieran de tiempo atrás; y que, aunque él tenía sus amistades particulares, se veía obligado a vencer una gran resistencia y a desplegar toda su habilidad para que,

sólo de vez en cuando, le permitieran efectuar visitas él solo o introducir en la casa por una noche a alguno de sus conocidos de todo lo que se propusiera con tal de disponer de tiempo.

Emma se daba cuenta de que en Enscombe no se encontraba demasiado a gusto y que era natural que Highbury, mirado con buenos ojos, atrajera más a un joven que en su casa llevaba una vida mucho más retirada de lo que hubiera deseado. La influencia de que gozaba en Enscombe era más que evidente. Aunque no se jactaba de ello, por sus palabras se adivinaba que en cuestiones en las que su tío nada podía hacer, él conseguía convencer a su tía, y cuando Emma se lo hizo notar sonriendo él reconoció que creía que (exceptuando una o dos cosas) podía llegar a convencer a su tía de todo lo que se propusiera con tal de disponer de tiempo. Y entonces mencionó una de esas cosas en las que su influencia era nula. Le hacía mucha ilusión salir al extranjero, y la verdad es que había insistido mucho para que le permitieran emprender algún viaje, pero su tía no quería ni oír hablar de ello. Eso había ocurrido el año anterior.

—Aunque —añadió—

ahora empiezo a no desearlo tanto como antes.

El otro punto en el que su tía era irreductible el joven no lo mencionó, aunque Emma adivinaba que era portarse debidamente con su padre.

—Acabo de hacer un desagradable descubrimiento… —dijo él tras una breve pausa—. Mañana hará una semana que estoy aquí… La mitad de mi tiempo disponible. Nunca creí que los días pasaran tan aprisa. ¡Pensar que mañana hará una semana! Y apenas he empezado a disfrutar de Highbury. El tiempo justo para conocer a la señora Weston y a algunas otras personas… Me es muy penoso pensar en eso…

—Tal vez empiece usted ahora a lamentar haber dedicado todo un día, teniendo tan pocos, a hacerse cortar el cabello.

—No —dijo él sonriendo—, eso no lo lamento en absoluto. No me encuentro a gusto entre mis amigos si no tengo la seguridad de que mi aspecto es irreprochable.

Como el resto de los invitados había entrado ya en el salón, Emma se vio obligada a separarse de él durante unos breves minutos y a atender al señor Cole. Cuando el señor Cole tuvo que separarse de ella y pudo volver a prestar atención al joven, vio que Frank Churchill estaba mirando fijamente a la señorita Fairfax, que se hallaba exactamente enfrente de él, en el lado opuesto de la estancia.

—¿Ocurre algo? —le preguntó.

Él se sobresaltó y contestó rápidamente:

—Gracias por llamarme la atención. Creo que lo que estaba haciendo no era muy cortés; pero es que la señorita Fairfax se ha peinado de un modo tan extraño… tan extraño… que no puedo apartar los ojos de ella. ¡En mi vida había visto algo tan exagerado! Esos rizos… Esa fantasía tiene que habérsele ocurrido a ella. No veo que nadie más lleve un peinado semejante. Tengo que ir a preguntarle si es una moda irlandesa. ¿Qué hago? Sí, iré a preguntárselo… Fíjese usted cómo reacciona; a ver si se ruboriza.

El joven se dirigió inmediatamente hacia ella; y Emma no tardó en verle de pie delante de la señorita Fairfax y hablándole; pero lo que respecta a su reacción, Emma no pudo apreciar absolutamente nada, porque sin querer Frank Churchill se había colocado entre las dos, exactamente enfrente de la señorita Fairfax.

Antes de que él volviera a su silla, la señora Weston reclamó su atención:

—Una reunión con tanta gente es deliciosa —dijo—; una puede acercarse a todo el mundo y hablar de todo con todos. Mi querida Emma, hace rato que estoy deseando hablar contigo. He estado enterándome de una serie de cosas y haciendo planes, igual que tú, y tengo que hablar contigo ahora que las ideas aún están frescas en la cabeza. ¿Ya sabes cómo han venido la señorita Bates y su sobrina?

—¿Qué cómo han venido? Supongo que las invitaron, ¿no?

—¡Oh, claro que sí! Quiero decir de qué modo han venido… quién las ha traído…

—Pues supongo que han venido a pie; ¿de qué otro modo iban a venir?

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