Emma

Emma


CAPÍTULO XXVI

Página 30 de 64

—Cierto… Pero, verás, hace un rato se me ha ocurrido que podría ser peligroso que Jane Fairfax volviera andando a su casa a una hora ya tan avanzada y con lo frías que son ahora las noches. Y mientras la contemplaba, aunque la verdad es que nunca la había encontrado con un aspecto más saludable, me di cuenta de que estaba un poco acalorada y que por lo tanto era mucho más fácil que al salir de aquí se resfriase. ¡Pobre muchacha! No podía soportar la idea de que se expusiera de este modo. De modo que, apenas entró el señor Weston en el salón, cuando pude hablar con él a solas le propuse que la acompañáramos en nuestro coche. Ya puedes suponer, que inmediatamente estuvo dispuesto a complacerme; y contando con su aprobación, entonces me dirigí a la señorita Bates para tranquilizarla y decirle que el coche estaría a su disposición antes de que nos llevara a nosotros a casa; porque yo creía que al decirle eso le quitaría un peso de encima. ¡Vaya por Dios! Desde luego te aseguro que se mostró muy agradecida (ya sabes, «Nadie puede considerarse tan afortunada como yo»), pero después de darnos las gracias no sé cuántas veces, me dijo que no había motivo de que nos tomáramos ninguna molestia porque habían venido en el coche del señor Knightley, y el mismo coche volvería a dejarlas en su casa. Yo no podía quedarme más sorprendida; y muy contenta, desde luego; pero realmente pasmada. Eso es una atención amabilísima… y además una atención meditada de antemano… Algo que se les hubiera ocurrido a muy pocos hombres. Y después de todo, conociendo su manera de ser, estoy casi segura que fue tan solo para llevarlas a ellas que se decidió a sacar su coche. Me sospecho que para él solo no se hubiera molestado en buscar un par de caballos, y que si lo hizo fue exclusivamente para poder hacerles este favor.

—Es muy probable —dijo Emma—, eso es lo más probable de todo. No conozco a nadie más propenso que el señor Knightley a hacer ese tipo de cosas… a hacer cualquier cosa que sea realmente amable, útil, bien intencionada y caritativa. No es un hombre galante, pero sí de muy buenos sentimientos, muy humano; debe de haber tenido en cuenta la delicada salud de Jane Fairfax, y ha debido de creerlo un caso de humanidad; no hay nadie como el señor Knightley para hacer una obra de caridad con menos ostentación. Yo ya sabía que hoy había venido con caballos… porque nos encontramos al llegar; y yo me reí de él por este motivo, pero no dejó escapar ni una palabra acerca de todo eso.

—¡Vaya! —dijo la señora Weston sonriendo—. Veo que en este caso le concedes una bondad más desinteresada que yo; porque mientras la señorita Bates me estaba hablando empecé a concebir una sospecha, y aún no he logrado desecharla. Cuanto más pienso en ello, más probabilidades le veo. En fin, para resumir, que estoy previendo una boda entre el señor Knightley y Jane Fairfax. ¡Ya ves las consecuencias de hacerte compañía! ¿A ti qué te parece?

—¿El señor Knightley y Jane Fairfax? —exclamó Emma—. Querida, ¿cómo se te ha podido ocurrir una cosa semejante? ¡El señor Knightley! ¡El señor Knightley no tiene que casarse! No querrás que el pequeño Henry no herede Donwell, ¿verdad? ¡Oh, no, no, Donwell tiene que ser para Henry! De ningún modo puedo consentir que el señor Knightley se case; y además estoy segura de que no hay la menor probabilidad de ello. Me deja pasmada que hayas podido pensar en una cosa así.

—Mi querida Emma, ya te he contado lo que ha hecho que se me ocurriese esta idea. Yo no tengo ningún interés por que se haga esta boda… ni quiero perjudicar al pequeño Henry… pero han sido las circunstancias las que me lo han sugerido; y si el señor Knightley quisiera realmente casarse no serías tú la que le hiciera desistir de su proyecto con el argumento de Henry, un niño de seis años que no sabe nada de todo esto.

—Sí que lo conseguiría.

No podría soportar el que alguien suplantara a Henry. ¡Casarse el señor Knightley! No, nunca se me había ocurrido esta idea y ahora no puedo aceptarla. ¡Y además precisamente con Jane Fairfax!

—Bueno, sabes perfectamente que siempre tuvo una gran predilección por ella.

—¡Pero una boda tan inoportuna!

—Yo no digo que sea oportuna; sólo digo que es probable.

—Yo no veo que sea nada probable, a no ser que tengas mejores argumentos que los que me has contado. Su bondad, sus buenos sentimientos, como ya te he dicho, bastan para explicar perfectamente lo de los caballos. Ya sabes que siente un gran afecto por las Bates, independientemente de Jane Fairfax… Y siempre está dispuesto a hacerles un favor. Querida, no te metas ahora a casamentera. Lo haces muy mal. ¡Jane Fairfax la dueña de Donwell Abbey! ¡Oh, no, no!… No quiero ni imaginármelo. Por el propio bien del señor Knightley no quisiera verle cometer una locura así.

—Podría ser una cosa inoportuna… pero no una locura. Exceptuando la desigualdad de fortuna y tal vez una pequeña diferencia de edades, no veo nada más que se oponga.

—Pero el señor Knightley no quiere casarse. Estoy segura de que jamás se le ha ocurrido esta idea. No se la metas en la cabeza. ¿Por qué se tiene que casar? Él solo es todo lo feliz que puede desear; con su granja, sus ovejas, sus libros y toda la parroquia para manejar; y quiere muchísimo a los hijos de su hermano. No tiene ningún motivo para casarse, no va a hacerlo ni para ocupar su tiempo ni su corazón.

—Mi querida Emma, mientras él piense así las cosas serán como tú dices; pero si se enamora de veras de Jane Fairfax…

—¡Qué bobada! El no piensa lo más mínimo en Jane Fairfax. Fijarse en ella en el sentido de enamorarse, estoy segura de que no lo ha hecho. A ella o a su familia les haría toda clase de favores; pero…

—Verás —dijo riendo la señora Weston—, tal vez el mayor favor que podría hacerles sería el de ofrecer un nombre tan respetable a Jane.

—Es posible que esto fuera un bien para ella, pero estoy segura que para él las consecuencias serían funestas; sería un enlace poco digno de su posición, del que se avergonzaría. ¿Cómo iba a aceptar que la señorita Bates entrase en su familia? ¿Qué cara iba a poner cuando la viese rondando por Donwell Abbey dándole las gracias durante todo el santo día por la gran bondad que había mostrado al casarse con Jane? «¡Es un caballero tan amable, tan atento!… ¡Claro que siempre había sido tan buen vecino!» Y siempre interrumpiéndose en mitad de una frase para hablar de las faldas viejas de su madre. «No, en el fondo no es que sean unas faldas tan viejas… porque todavía podrían durar mucho tiempo y la verdad es que ya puede estar contenta de que sus faldas sean todas de un género tan resistente…».

—¡Emma, por Dios, no la imites escarneciéndola! Me haces reír, aunque mi conciencia me lo reproche. Y por mi parte tengo que decirte que no creo que la señorita Bates causara muchas molestias al señor Knightley. Las cosas pequeñas no le irritan. Desde luego ella no para de hablar; y para decir algo no tendría otro remedio que hablar en voz más alta y ahogar la suya. Pero la cuestión no está en si éste sería un enlace poco digno de él, sino en si el señor Knightley lo desea; y a mí me parece que así es. Yo le he oído hablar, y supongo que tú también, haciendo los mayores elogios de Jane Fairfax. El interés que se toma por ella… lo que se preocupa por su salud… lo que lamenta que no tenga perspectivas más halagüeñas… ¡Le he oído hablar con tanto apasionamiento acerca de todo eso…! ¡Es un admirador tan entusiasta de su habilidad como pianista y de su voz! Le he oído decir que se pasaría la vida escuchándola. ¡Oh! Y aún se me olvidaba una idea que se me ha ocurrido… ese piano que le ha regalado alguien… aunque todos nosotros estemos tan convencidos de que haya sido un obsequio de los Campbell, ¿no puede habérselo mandado el señor Knightley? No puedo por menos de sospecharlo. Me parece que es la persona más apropiada para hacer una cosa así incluso sin estar enamorado.

—Entonces éste no es un argumento que pruebe que esté enamorado. Pero no me parece que sea una cosa propia de él. El señor Knightley no hace nada de un modo misterioso.

—Yo le he oído lamentarse muchas veces de que Jane no tuviese piano; muchas más veces de lo que hubiera supuesto que una circunstancia como ésta, si todo hubiera sido completamente normal, le hubiese preocupado.

—Bien, de acuerdo; pero si hubiera querido regalar un piano se lo hubiese dicho.

—Mi querida Emma, ha podido tener ciertos escrúpulos de delicadeza. He observado una cosa en él que me ha llamado mucho la atención. Estoy segura de que cuando la señora Cole nos lo contó todo durante la cena su silencio era muy significativo.

—Querida, cuando te empeñas en una cosa no hay quien te haga cambiar de opinión; y conste que eso es algo que hace mucho tiempo que vienes reprochándome. Yo no veo que nada demuestre este enamoramiento del que hablas… De lo del piano no creo nada… Y necesitaría tener pruebas evidentes para convencerme de que el señor Knightley ha pensado alguna vez en casarse con Jane Fairfax.

Siguieron discutiendo la cuestión en términos parecidos durante un rato más, y era Emma la que parecía ir ganando terreno respecto a la opinión de su amiga; porque de las dos la señora Weston era la que estaba más acostumbrada a ceder; hasta que un pequeño revuelo en el salón les indicó que el té había terminado y que se estaba disponiendo el piano; inmediatamente el señor Cole se les acercó para rogar a la señorita Woodhouse que les hiciese el honor de tocar alguna pieza. Frank Churchill, a quien ella había perdido de vista en el arrebato de su discusión con la señora Weston, excepto para advertir que se había sentado al lado de la señorita Fairfax, llegó tras el señor Cole para terminar de convencerla con sus insistentes súplicas; y como en todos los aspectos, le correspondía a Emma ser la primera, no tuvo inconveniente en dar su conformidad.

La joven conocía demasiado bien sus propias limitaciones como para atreverse a tocar algo que no se supiera capaz de ejecutar con cierta brillantez; no le faltaban ni gusto ni talento para la música, sobre todo en las composiciones de poco empeño que suelen interpretarse en esos casos, y se acompañaba bien con su propia voz. Pero esta vez tuvo la agradable sorpresa de oír que una segunda voz acompañaba su canción… la de Frank Churchill, no muy vigorosa, pero bien entonada. Al terminar la canción, Emma se disculpó como era de rigor, y se sucedieron los cumplidos de costumbre. El joven, por su parte, fue acusado de tener una voz muy bonita y un perfecto conocimiento de la música; lo cual él negó como era de esperar, afirmando que era totalmente profano en la materia, y dando toda clase de seguridades de que no tenía nada de voz. Ambos volvieron a cantar juntos una nueva canción; y luego Emma tuvo que ceder su lugar a la señorita Fairfax, cuya interpretación, tanto desde el punto de vista vocal como instrumental, Emma no pudo por menos de reconocer en su fuero interno que era infinitamente superior a la suya.

Presa de sentimientos contradictorios, Emma fue a sentarse a cierta distancia de los invitados que formaban corro en torno al piano para escuchar mejor. Frank Churchill cantó de nuevo. Al parecer ambos habían cantado juntos una o dos veces en Weymouth. Pero el hecho de ver que el señor Knightley figuraba entre los oyentes más atentos, no tardó en distraer la atención de Emma; y empezó a reflexionar sobre las sospechas de la señora Weston, y las bien entonadas voces de los dos cantores sólo interrumpían momentáneamente sus meditaciones. Los inconvenientes que veía al matrimonio del señor Knightley seguían pareciéndole muy graves. Era algo que sólo podía traer malas consecuencias. Sería una gran decepción para el señor John Knightley; y por lo tanto también para Isabella. Algo que perjudicaría muchísimo a los niños… un cambio que crearía una situación muy desagradable, y que significaría una gran pérdida material para todos; el propio señor Woodhouse sería uno de los que más lo sentirían, ya que vería sensiblemente alterado el ritmo habitual de su vida… y en cuanto a ella, le resultaba inconcebible pensar en Jane Fairfax como en la dueña de Donwell Abbey. ¡Una señora Knightley ante la cual todos deberían inclinarse! No, el señor Knightley no debía casarse. El pequeño Henry tenía que seguir siendo el heredero de Donwell.

En aquel momento el señor Knightley volvió la cabeza, y al verla fue a sentarse al lado de la joven. Al principio sólo hablaron de la música. Desde luego el entusiasmo que manifestaba por las dotes de la intérprete era considerable; pero Emma pensó que, de no ser por las palabras de la señora Weston, ello no le hubiese sorprendido. Sin embargo, como buscando una piedra de toque, Emma sacó a relucir su amabilidad al traer a la reunión a tía y sobrina; y aunque su respuesta fue la de alguien que preferiría cambiar de conversación, Emma consideró que ello sólo indicaba que su interlocutor era muy poco aficionado a hablar de los favores que había hecho.

—Muchas veces —dijo ella— pienso que es una lástima que nuestro coche no sea más útil a los demás en estas ocasiones. Y no es que yo no quiera; pero ya sabe usted que es imposible que mi padre se avenga a que James se ponga al servido de otras personas.

—Desde luego, no hay ni que pensarlo, ni que pensarlo —replicó—; pero estoy seguro de que si pudiera usted lo haría muy a menudo.

Y le sonrió como si estuviera tan satisfecho de esta convicción, que dio pie a Emma para intentar un paso más.

—Ese regalo que han hecho los Campbell —dijo ella—, este piano, ha sido algo muy amable por su parte.

—Sí —replicó, sin dejar de traslucir ni la menor sombra de embarazo—; pero hubieran hecho mejor avisándola de antemano. Estas sorpresas son una tontería. La alegría que proporcionan no es mayor, y a menudo los inconvenientes suelen ser considerables. Yo creía que el coronel Campbell era un hombre de más criterio.

A partir de aquel momento Emma hubiese jurado que el señor Knightley no tenía nada que ver con el regalo del piano. Pero de lo que aún tenía ciertas dudas era acerca de si no sentía ningún afecto especial por la joven… de si no tenía por ella una clara preferencia. Hacia el final de la segunda canción de Jane, su voz se hizo más grave.

—Basta ya —dijo él, cuando hubo terminado, como pensando en voz alta—. Por esta noche ya ha cantado suficientemente… ahora descanse.

Sin embargo en seguida le rogaron que cantara otra canción.

—Una más, por favor. No le fatigará mucho, señorita Fairfax; y será la última que le pediremos.

Y se oyó la voz de Frank Churchill que decía:

—Creo que esta canción no le requerirá un gran esfuerzo; la primera voz no tiene gran importancia; es la segunda la que lleva todo el peso.

El señor Knightley se indignó.

—Ese individuo —dijo encolerizado— no piensa en nada más que en exhibir su voz. Esto no puede ser.

Y abordando a la señorita Bates, que en aquel momento pasaba cerca de allí, le dijo:

—Señorita Bates, ¿está usted loca? ¿Cómo deja que su sobrina siga cantando con la ronquera que ya tiene? Haga algo por impedirlo. No tienen compasión de ella.

La señorita Bates, que estaba ya verdaderamente preocupada por la garganta de Jane, apenas sin tiempo para agradecer esta indicación, se dirigió hacia el grupo e impidió que su sobrina siguiera cantando. Y aquí terminó, pues, el concierto de la velada, ya que la señorita Woodhouse y la señorita Fairfax eran las únicas jóvenes presentes que sabían música; pero muy pronto (al cabo de unos cinco minutos) alguien —sin que se supiera exactamente de quién había partido la iniciativa— propuso bailar, y el señor y la señora Cole acogieron la idea con tanto entusiasmo que rápidamente se empezó a desembarazar el salón de estorbos para dejar espacio libre. La señora Weston, especialista en las contradanzas, se sentó al piano, y empezó a tocar un irresistible vals; y Frank Churchill, acercándose a Emma con un gesto irreprochablemente galante, la tomó de la mano y ambos iniciaron el baile.

Mientras aguardaban que los demás jóvenes se les unieran, Emma, sin dejar de atender a los cumplidos que su pareja le dedicaba acerca de su voz y de su talento musical, tuvo ocasión de mirar a su alrededor y de fijarse en lo que hacía el señor Knightley. De la actitud que adoptase podía sacar muchas deducciones. En general no solía bailar. Si ahora se apresuraba a ofrecer su brazo a Jane Fairfax, el hecho sería muy significativo. Pero de momento no parecía decidido a tal cosa. No… estaba hablando con la señora Cole y mostraba un aire indiferente; alguien sacó a bailar a Jane y él siguió hablando con la señora Cole.

Emma dejó de sentir miedo por el porvenir de Henry; sus intereses estaban a salvo; y se entregó al placer del baile con una jovial y espontánea alegría. Sólo llegaron a formarse cinco parejas; pero como había sido algo tan inesperado y un baile era una cosa tan poco frecuente en Highbury, el acontecimiento ilusionaba a todos, y por otra parte Emma estaba satisfecha de su acompañante. Formaban una pareja digna de ser admirada.

Desgraciadamente sólo pudieron permitirse dos bailes. Se iba haciendo tarde, y la señorita Bates tenía prisa por volver a su casa, en donde le esperaba su madre. De modo que, después de varios intentos frustrados para que se les dejara empezar un nuevo baile, se vieron obligados a dar las gracias a la señora Weston y, muy a pesar suyo, dar por terminada la velada.

—Quizás ha sido mejor así —decía Frank Churchill, mientras acompañaba a Emma hasta su coche—. De lo contrario hubiese tenido que sacar a bailar a la señorita Fairfax, y después de haberla tenido a usted por pareja no hubiese podido adaptarme a su manera lánguida de bailar.

Ir a la siguiente página

Report Page