Emma

Emma


CAPÍTULO XXXIV

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TODO el mundo de Highbury y de sus contornos que hubiese visitado alguna vez al señor Elton, estaba ahora dispuesto a obsequiarle con motivo de su boda. En honor suyo y de su esposa se organizaron una serie de comidas y de cenas; y las invitaciones afluyeron en tal número, que la señora Elton no tardó mucho en tener el placer de comprobar que no iban a tener ningún día libre.

—Ya veo lo que ocurrirá —decía ella—; ya veo la clase de vida que voy a tener que llevar a tu lado. Sí, vamos a llevar una existencia disipada. La verdad es que parecemos estar muy de moda. Si eso es vivir en el campo, te aseguro que no es nada envidiable. ¡Fíjate, desde el lunes hasta el sábado no tenemos ningún día libre! Una mujer con menos recursos de los que yo tengo ya no sabría donde tiene la cabeza.

Pero ninguna invitación le parecía inoportuna. Gracias a las temporadas que había pasado en Bath, estaba ya totalmente acostumbrada a cenar fuera de casa, y Maple Grove le había hecho familiarizarse con las invitaciones a comer. No dejó de quedar desagradablemente sorprendida al ver que en muchas de aquellas casas no había más que un salón, que los pasteles eran de tamaño bastante exiguo y que durante las partidas de cartas de Highbury no se servían bebidas heladas. A la señora Bates, la señora Perry, la señora Goddard y otras, les faltaba mucho mundo, pero

ella no tardaría en demostrarles cómo debían hacerse las cosas. Antes de que terminara la primavera iba a corresponder a estas atenciones, invitándolas a una reunión de gran estilo… en la que exhibiría sus mesas de juego con sus propios candelabros, y las barajas por estrenar, tal como es debido… contratando para la cena a más criados de lo que les permitía su fortuna, a fin de que sirviesen los refrescos exactamente en la hora adecuada, y en el orden debido.

Entretanto Emma no podía sentirse satisfecha hasta haber organizado una comida en Hartfield para los Elton. No podían ser menos que los demás, de lo contrario se exponía a malévolas sospechas y a ser considerada capaz de un triste resentimiento. La comida tenía que celebrarse. Después de que Emma hubiese estado hablando de ello durante diez minutos, el señor Woodhouse se mostró dispuesto a ceder, y sólo puso la habitual condición de que no fuera él quien presidiera la mesa, creando así la dificultad, también habitual, de tener que decidir quién ocuparía la cabecera.

En cuanto a las personas a quienes debía invitarse, no había mucho que pensar. Además de los Elton, tenían que venir los Weston y el señor Knightley; hasta aquí todo iba bien… pero también era inevitable pedir a la pobre Harriet que fuese el octavo invitado; pero esta invitación Emma ya no la hizo con el mismo entusiasmo, y por muchos motivos se alegró de que Harriet le rogara que le permitiese excusarse.

—Si puedo evitarlo, prefiero no verle mucho. Aún no puedo verle en compañía de su encantadora y feliz esposa sin sentirme un poco incómoda. Si tú no te lo tomas a mal, yo casi preferiría quedarme en casa.

Y eso era precisamente lo que Emma hubiese deseado, de haber creído que era lo suficientemente posible como para desearlo. Estaba admirada de la entereza de su amiguita… porque sabía que en ella era entereza renunciar a una reunión y preferir quedarse en casa. Y ahora podía invitar a la persona que realmente deseaba que fuese el octavo invitado, Jane Fairfax… Desde su última conversación con la señora Weston y el señor Knightley, sentía que su conciencia le inquietaba más que antes en lo referente a Jane Fairfax… No había podido olvidar las palabras del señor Knightley. Había dicho que la señora Elton tenía atenciones para con Jane Fairfax que nadie más había tenido.

«Ésta es la pura verdad —se decía a sí misma—, por lo menos por lo que respecta a mí, que es lo que ahora me importa… y es una vergüenza… Teniendo la misma edad… y conociéndonos desde niñas… yo hubiera debido ser más amiga suya… Ahora ella no querrá saber nada de mí. La he tenido olvidada durante demasiado tiempo. Pero le dedicaré más atención que antes».

Todas las invitaciones fueron aceptadas. Nadie tenía otro compromiso y todos estaban encantados de asistir… Sin embargo todavía surgieron inconvenientes en los preparativos de la cena. Se dio una circunstancia en principio poco grata. Se había acordado que los dos hijos mayores del señor Knightley hicieran aquella primavera una visita de varias semanas a su abuelo y a su tía, y su padre ahora propuso traerlos, sin que él pudiera permanecer en Hartfield más que un día… precisamente el mismo día en que iba a celebrarse la cena. Sus ocupaciones profesionales no le permitían cambiar la fecha, pero padre e hija quedaron muy contrariados de que las cosas ocurrieran así. El señor Woodhouse consideraba que ocho personas en una cena era lo máximo que sus nervios podían soportar… y tendría que haber nueve… y Emma pensaba que el noveno invitado estaría de muy mal humor ante el hecho de que no podía ir a Hartfield ni por cuarenta y ocho horas sin encontrarse con una cena o una fiesta.

Consoló a su padre mejor de lo que podía consolarse a sí misma, haciéndole ver que aunque evidentemente serían nueve en vez de ocho, su yerno hablaba tan poco que el aumento de ruido sería casi imperceptible. En el fondo pensaba que ella saldría perdiendo con el cambio, ya que el lugar del señor Knightley lo ocuparía su hermano, con su seriedad y su poca afición a hablar.

En conjunto, todo lo que ocurrió fue más favorable al señor Woodhouse que a Emma. Llegó John Knightley; pero al señor Weston se le reclamó urgentemente en Londres y tuvo que ausentarse precisamente aquel mismo día. A su regreso podía ir a reunirse con ellos y participar de la velada, pero ya no podía asistir a la comida. El señor Woodhouse se tranquilizó por completo; y al darse cuenta de ello, unido a la llegada de los niños y a la filosófica resignación de su cuñado al enterarse de lo que le esperaba, hizo que desapareciera buena parte de la contrariedad de Emma.

Llegó el día, todos los invitados acudieron puntualmente y desde el primer momento el señor John Knightley pareció dedicarse a la tarea de hacerse agradable. En vez de llevarse a su hermano junto a una ventana para conversar a solas mientras esperaban la comida, se puso a hablar con la señora Fairfax. Había estado contemplando en silencio (queriendo sólo formarse una idea para poder luego informar a Isabella) a la señora Elton, quien mostraba tanta elegancia como podían prestarle sus encajes y sus perlas, pero la señorita Fairfax era una antigua conocida y una muchacha apacible, y con ella se podía hablar. La había encontrado antes del desayuno, cuando regresaba de dar un paseo con los niños, en el mismo momento en que empezaba a llover. Era natural decir alguna frase cortés sobre el estado del tiempo, y él dijo:

—Supongo que esta mañana no se aventuraría usted muy lejos, señorita Fairfax, de lo contrario estoy seguro de que se habrá mojado. Nosotros apenas tuvimos tiempo de llegar a casa. Confío en que usted también regresó en seguida.

—No iba más que a correos —dijo ella—, y cuando la lluvia arreció ya volvía a estar en casa. Es mi paseo de cada día. Cuando estoy aquí siempre soy yo la que va a recoger las cartas. Así se evitan inconvenientes, y tengo un pretexto para salir. Un paseo antes del desayuno me sienta bien.

—Pero supongo que un paseo bajo la lluvia no. —No, pero cuando salí de casa no caía ni una gota. El señor John Knightley sonrió y replicó:

—Eso es un decir, pero parece que tenía usted mucho interés en dar este paseo, porque cuando tuve el placer de encontrarla no había andado usted ni seis yardas desde la puerta de su casa; y ya hacía bastante rato que Henry y John veían caer más gotas de las que podían contar. Hay un período de la vida en el que la oficina de correos ejerce un gran encanto. Cuando tenga usted mis años, empezará a pensar que nunca vale la pena mojarse para ir a buscar una carta.

Ella se ruborizó ligeramente, y luego contestó:

—No puedo tener esperanzas de llegar a verme en la situación en que se halla usted, rodeado de todos los seres más queridos, y por lo tanto tampoco puedo suponer que sólo por tener más años vayan a serme indiferentes las cartas.

—¿Indiferentes? ¡Oh, no! No he querido decir que vayan a serle indiferentes. Con las cartas no se trata de indiferencia. Generalmente lo que son es una verdadera peste.

—Usted habla de cartas de negocios; las mías son cartas de amistad.

—Más de una vez he pensado que son mucho peores que las otras —replicó él fríamente—. Los negocios pueden dar dinero, pero la amistad es muy difícil que lo dé.

—¡Ah! No hablará en serio. Conozco demasiado bien al señor John Knightley… Estoy convencida de que sabe apreciar lo que vale la amistad tan bien como cualquier otra persona. Comprendo perfectamente que las cartas signifiquen muy poco para usted, mucho menos que para mí, pero la diferencia no está en el hecho de que sea usted diez años mayor que yo… no se trata de la edad, sino de la situación. Usted tiene siempre a su lado a las personas a las que quiere más, mientras que yo probablemente nunca más volveré a verlas reunidas a mi alrededor; y por lo tanto, hasta que no hayan muerto en mí todos mis afectos, una oficina de correos tendrá siempre el suficiente poder de atracción como para hacerme salir de casa, incluso con un tiempo peor que el de hoy.

—Cuando le decía que con la edad, que con el paso de los años cambiará usted —dijo John Knightley—, me refería también al cambio de situación que generalmente los años traen consigo. En mi opinión son dos cosas que suelen ir juntas. El tiempo casi siempre debilita nuestro afecto por las personas que no se mueven dentro de nuestro círculo cotidiano… pero no era éste el cambio que yo preveía para usted. Señorita Fairfax, permita que un viejo amigo le desee que dentro de diez años vea usted reunidas a su alrededor a tantas personas queridas como yo ahora.

Eran palabras verdaderamente cordiales y que no podían estar más lejos de tener mala intención. La joven le correspondió con un cortés «muchas gracias», como dando la impresión de que lo tomaba a broma, pero su rubor, el temblor de sus labios y la lágrima que se asomó a sus ojos demostraban que lo había tomado muy en serio. Inmediatamente reclamó su atención el señor Woodhouse, quien, de acuerdo con su costumbre en estas ocasiones, iba de grupo en grupo saludando a cada uno de sus invitados, y sobre todo dedicando cumplidos a las damas, y con ella terminaba su recorrido… Y con la más ceremoniosa de sus cortesías le dijo:

—Señorita Fairfax, acabo de oír que esta mañana ha salido usted de su casa cuando llovía… No sabe usted cuánto lo siento. Las jóvenes deberían tener mucho cuidado. Las jóvenes son plantas delicadas. Deberían cuidar mucho de su salud. Querida, ¿ya se ha cambiado las medias?

—Sí, sí, desde luego. No sabe usted lo que le agradezco que se tome tanto interés por mi salud.

—Mi querida señorita Fairfax, una joven siempre merece toda clase de solicitudes. Supongo que su abuela y su tía siguen bien, ¿verdad? Forman parte de mis amistades más antiguas. Ojalá mi salud me permitiera cumplir mejor con mis deberes de vecino. ¡Ah! Esta noche nos hace usted un gran honor con su presencia, puede estar segura. Mi hija y yo apreciamos su bondad en todo lo que vale, y tenemos una gran satisfacción de verla en Hartfield.

El cordial y cortés anciano podía entonces volver a sentarse convencido de que ya había cumplido con su deber, contribuyendo a dar la bienvenida a todas las bellas damas que había invitado.

Mientras, la noticia del paseo bajo la lluvia había llegado a oídos de la señora Elton, y ahora fueron sus reconvenciones las que se dirigieron contra Jane.

—¡Mi querida Jane! ¿Qué es lo que he oído? ¡Ir a la oficina de correos cuando llovía! Te digo que nos has debido hacer eso… ¡Atolondrada! ¿Cómo has podido hacer una cosa semejante? ¡Cómo se ve que yo no estaba allí para cuidar de ti!

Jane, muy paciente, le aseguró que no se había resfriado.

—¡Oh! ¡Qué me vas a contar! Eres una atolondrada y no sabes cuidar de ti misma… ¡Ir a correos! Señora Weston, ¿ha oído usted decir algo parecido? Desde luego, usted y yo tenemos que ejercer nuestra autoridad.

—Me siento tentada —dijo la señora Weston de un modo amable y persuasivo— a dar mi parecer. Señorita Fairfax, no debería usted exponerse a esos peligros… Siendo propensa a los resfriados fuertes, la verdad es que debería usted ir con mucho más cuidado, sobre todo en esta época del año. Siempre he pensado que la primavera es una estación que requiere tomar más precauciones. Es mejor esperar una hora o dos, o incluso medio día, para ir a recoger las cartas, que exponerse a volver a tener tos. ¿No le parece que hubiese sido más sensato esperar un poco más? Sí, estoy segura de que es usted muy razonable. Tengo la impresión de que ya no volvería a hacer una cosa así.

—¡Oh! ¡No

volverá a hacerlo! —intervino rápidamente la señora Elton—. ¡No le permitiremos que vuelva a hacerlo! —y cabeceando como si reflexionara, añadió—: Buscaremos un modo de arreglarlo, sí, lo buscaremos. Hablaré con el señor E. Cada mañana un criado nuestro (uno de nuestros criados, no me acuerdo de cómo se llama) va a recoger nuestras cartas… Puede pedir también las tuyas y llevártelas a tu casa. De este modo se evitan todos los inconvenientes; y me parece, mi querida Jane, que tratándose de

nosotros, no tendrás ningún escrúpulo en aceptar este pequeño favor…

—Es usted muy amable —dijo Jane—; pero no puedo renunciar a mi paseo de la mañana. Me han recomendado que tome el aire todo lo que pueda, y tengo que ir a algún sitio, y con lo de las cartas tengo un pretexto; y le aseguro que casi es la primera vez que hace un tiempo tan malo por la mañana.

—Mi querida Jane, no digas nada más. Ya está decidido… quiero decir —riendo con afectación— hasta donde llegue mi autoridad de decidir algo sin el consentimiento de mi dueño y señor. Ya sabe, señora Weston, usted y yo tenemos que ir con mucho cuidado en cómo nos expresamos. Pero yo puedo vanagloriarme, mi querida Jane, de tener cierta influencia sobre mi esposo. Por lo tanto, si no tropezamos con dificultades insuperables, considéralo como una cosa hecha.

—Perdone —dijo Jane con firmeza—, pero en modo alguno puedo consentir en una cosa así que forzosamente dará tantas molestias a su criado. Si el ir a correos no fuera un placer para mí, ya iría a por las cartas la criada de mi abuela, como va siempre cuando yo no estoy en Highbury…

—¡Oh, querida…! ¡Pero Patty tiene tanto que hacer! Y no es ninguna molestia para nuestros criados…

Jane no parecía dispuesta a dejarse convencer; pero en vez de contestar volvió de nuevo a dirigir la palabra al señor John Knightley.

—La oficina de correos es algo maravilloso —dijo—. Me admira su regularidad y su prontitud… Si se piensa en todo lo que tienen que hacer y en que lo hacen tan bien, es algo realmente asombroso.

—Desde luego, está muy bien organizada.

—Es tan poco frecuente que tengan olvidos o errores… Es tan poco frecuente que una carta, entre millares que van constantemente de un lado a otro del reino, se lleve a un lugar equivocado… ¡y yo supongo que ni siquiera una de entre un millón llega a perderse! Y cuando se piensa en la variedad de escrituras, y en la mala letra de muchos, que tiene que descifrarse, aún resulta mucho más asombroso…

—La costumbre da mucha práctica a los empleados… Cuando empiezan necesitan tener cierta rapidez de vista y de manos, y con la práctica adquieren mucha más. Y si quiere comprenderlo mejor —siguió diciendo mientras sonreía—, les pagan por eso. Ésta es la explicación de que sean tan hábiles. El público paga y tienen que servirle bien.

Luego se habló de la gran variedad de los tipos de letra, y se hicieron los comentarios de costumbre.

—Me han asegurado —decía John Knightley— que generalmente los miembros de una misma familia tienen el mismo tipo de escritura; y cuando el maestro es el mismo, la cosa no puede ser más natural. Pero por esta misma razón yo más bien imagino que el parecido debe de limitarse sobre todo a las mujeres, porque los niños apenas son un poco mayores ya dejan de estudiar, y entonces sacan la letra que pueden. En mi opinión, Isabella y Emma tienen una letra muy parecida. Yo nunca he sido capaz de distinguir la escritura de la una y de la otra.

—Sí —dijo su hermano, dubitativamente—, hay un parecido. Ya sé a lo que te refieres… pero Emma tiene una letra más enérgica.

—Tanto Isabella como Emma tienen una letra preciosa —dijo el señor Woodhouse—, y siempre la han tenido. Y la pobre señora Weston también —añadió dedicándole a un tiempo un suspiro y una sonrisa.

—Nunca había visto una letra de caballero como… —empezó a decir Emma, mirando también hacia la señora Weston.

Pero se interrumpió al darse cuenta de que la señora Weston estaba conversando con otra persona… y la pausa le dio tiempo para reflexionar. «Y ahora ¿cómo voy a hablar de él? ¿Voy a llamar la atención si cito su nombre delante de todos? ¿Tengo que emplear algún rodeo? Tu amigo del Yorkshire… Tu corresponsal del Yorkshire… Supongo que es lo que tendría que hacer si me sintiese muy desgraciada. No, puedo pronunciar su nombre sin que me produzca la menor desazón. Desde luego, cada vez me siento mejor… Adelante pues…». La señora Weston volvía a prestarle atención, y Emma empezó de nuevo:

—El señor Frank Churchill tiene una de las letras de hombre más bonitas que he visto en mi vida.

—A mí no me gusta —dijo el señor Knightley—; es demasiado menuda, le falta energía. Parece letra de mujer.

Ninguna de las damas presentes estuvo de acuerdo con esta opinión. Todas protestaron de aquella dura crítica. No, no le faltaba energía ni mucho menos… no era una letra grande, pero sí muy clara y de mucho carácter. Preguntaron a la señora Weston si no llevaba encima ninguna carta suya para poderla enseñar. Pero aunque había tenido noticias suyas hacía muy poco tiempo, ya había contestado a su carta y la tenía guardada.

—Si estuviéramos en la otra sala —dijo Emma—, donde tengo mi escritorio, podría enseñarles una muestra. Tengo una nota suya que me escribió. ¿No recuerdas que un día le hiciste escribirme una nota en tu nombre?

—Fue él quien se empeñó en…

—Bueno, bueno, el caso es que tengo la nota. Después de la cena se la enseñaré para convencer al señor Knightley.

—¡Oh! Cuando un joven tan galante como el señor Frank Churchill —dijo secamente el señor Knightley— escribe a una dama tan encantadora como la señorita Woodhouse, es de esperar que se esfuerce en hacerlo lo mejor que sepa.

La cena estaba servida… y la señora Elton, antes de que le dijeran nada ya estaba dispuesta; y antes de que el señor Woodhouse se le acercase para ofrecerle su brazo y entrar juntos en el comedor, dijo:

—¿Yo tengo que ser la primera? La verdad es que me da un poco de reparo ser siempre la primera de todos…

La insistencia de Jane en ir personalmente a recoger sus cartas no había pasado inadvertida para Emma. Lo había oído y visto todo; y sentía cierta curiosidad por saber si el paseo bajo la lluvia de aquella mañana había sido fructífero. Ella sospechaba que sí; que no hubiese tenido tanto empeño en salir de no tener la certeza de recibir noticias de alguien muy querido… y lo más probable era que la salida no hubiese sido en vano. La parecía que tenía un aire más alegre que de costumbre… que tenía más aspecto de salud, de animación.

Hubiese podido hacer una o dos preguntas acerca del envío y el coste del correo para Irlanda; casi las tuvo en la punta de la lengua… pero se contuvo. Estaba totalmente decidida a no dejar escapar ni una sola palabra que pudiese herir los sentimientos de Jane Fairfax; y siguiendo a las demás señoras las dos jóvenes entraron en el comedor cogidas del brazo, con una apariencia de buena concordia que armonizaba perfectamente con la belleza y la gracia de ambas.

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