Emma

Emma


CAPÍTULO XXXIX

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ESTA pequeña explicación con el señor Knightley dejó muy satisfecha a Emma. Era uno de los recuerdos más agradables del baile, que al día siguiente por la mañana, paseando por el césped, la joven evocaba complacidamente… Se alegraba mucho de que estuviesen tan de acuerdo respecto a los Elton, y de que sus opiniones sobre marido y mujer fuesen tan parecidas; por otra parte, su elogio de Harriet, las concesiones que había hecho en favor suyo eran particularmente de agradecer. La impertinencia de los Elton, que por unos momentos había amenazado con estropearle el resto de la velada, había dado ocasión a que tuviese la mayor alegría de la fiesta; y Emma preveía otra buena consecuencia… la curación del enamoramiento de Harriet… Por la manera en que ésta le habló de lo ocurrido antes de que salieran de la sala de baile, deducía que había grandes esperanzas… Daba la impresión de que hubiese abierto súbitamente los ojos, de que fuese ya capaz de ver que el señor Elton no era el ser superior que ella había creído. La fiebre había pasado, y Emma no podía abrigar muchos temores de que el pulso volviera a acelerarse ante una actitud tan insultantemente descortés. Confiaba en que las malas intenciones de los Elton proporcionarían todas las situaciones de menosprecio voluntario que más tarde fuesen necesarias… Harriet más razonable, Frank Churchill no tan enamorado, y el señor Knightley sin querer disputar con ella… ¡qué verano tan feliz le esperaba…!

Aquella mañana no vería a Frank Churchill. Él le había dicho que no podría detenerse en Hartfield porque tenía que estar de regreso hacia el mediodía. Emma no lo lamentaba.

Después de haber reflexionado detenidamente sobre todo eso y de haber puesto en orden sus ideas, se disponía a volver a la casa con el ánimo avivado por las exigencias de los dos pequeños (y del abuelito de éstos), cuando vio que se abría la gran verja de hierro y que entraban en el jardín dos personas, las personas que menos hubiera podido esperar ver juntas… Frank Churchill llevando del brazo a Harriet… ¡a Harriet en persona! En seguida se dio cuenta de que había ocurrido algo anormal. Harriet estaba muy pálida y asustada, y su acompañante intentaba darle ánimos… La verja de hierro y la puerta de entrada de la casa no estaban separadas por más de veinte yardas; los tres no tardaron en hallarse reunidos en la sala, y Harriet inmediatamente se desvaneció en un sillón.

Cuando una joven se desvanece hay que hacer que vuelva en sí; luego tienen que contestarse una serie de preguntas y explicarse una serie de cosas que se ignoran. Estas situaciones son muy emocionantes, pero su incertidumbre no puede prolongarse por mucho tiempo. Pocos minutos bastaron a Emma para enterarse de todo lo sucedido.

La señorita Smith y la señorita Bickerton, otra de las pensionistas de la señora Goddard, que también había asistido al baile, habían salido a dar una vuelta y habían echado a andar por un camino… el camino de Richmond, que aunque en apariencia era lo suficientemente frecuentado para que se considerase seguro, les había dado un gran susto… A una media milla de Highbury, el camino formaba un brusco recodo sombreado por grandes olmos que crecían a ambos lados, y durante un considerable trecho se convertía en un lugar muy solitario; y cuando las jóvenes ya habían avanzado bastante, de pronto advirtieron a poca distancia de ellas, en un ancho claro cubierto de hierba que había a uno de los lados del camino, una caravana de gitanos. Un niño que estaba apostado allí para vigilar, se dirigió hacia ellas para pedirles limosna; y la señorita Bickerton, mortalmente asustada, dio un gran chillido, y gritando a Harriet que la siguiera trepó rápidamente por un terraplén empinado, franqueó un pequeño seto que había en la parte superior y tomando un atajo volvió a Highbury todo lo aprisa que pudo. Pero la pobre Harriet no pudo seguirla. Después del baile se había resentido de fuertes calambres, y cuando intentó trepar por el terraplén volvió a sentirlos con tanta intensidad que se vio incapaz de dar un paso más… y en esta situación, presa de un extraordinario pánico, se vio obligada a quedarse donde estaba.

Cómo se hubieran comportado los vagabundos si las jóvenes hubiesen sido más valerosas nunca podrá saberse; pero una invitación como aquella a que las atacaran no podía ser desatendida; y Harriet no tardó en verse asaltada por media docena de chiquillos capitaneados por una fornida mujer y por un muchacho ya mayor, en medio de un gran griterío y de miradas amenazadoras, aunque sin que sus palabras lo fueran… Cada vez más asustada inmediatamente les ofreció dinero, y sacando su bolso les dio un chelín, y les suplicó que no le pidieran más y que no la maltrataran… Para entonces se vio ya con fuerzas para andar, aunque muy lentamente, y empezó a retroceder… pero su terror y su bolso eran demasiado tentadores, y todo el grupo fue siguiéndola, o mejor dicho, rodeándola, pidiéndole más.

En esta situación la encontró Frank Churchill, ella temblando de miedo y suplicándoles, ellos gritando cada vez con más insolencia. Por una feliz casualidad, Frank había retrasado su partida de Highbury lo suficiente como para poder acudir en su ayuda en aquel momento crítico. Aquella mañana la bonanza del tiempo le había movido a salir de su casa andando y a hacer que sus caballos fueran a buscarle por otro camino a una milla o dos de Highbury… y como la noche anterior había pedido prestadas unas tijeras a la señorita Bates y había olvidado devolvérselas, se vio forzado a pasar por su casa y entrar por unos minutos; de modo que emprendió la marcha más tarde de lo que había imaginado; y como iba a pie no fue visto por los gitanos hasta que estuvo ya muy cerca de ellos. El terror que la mujer y el muchacho habían estado inspirando a Harriet, entonces les sobrecogió a ellos mismos; la presencia del joven les hizo huir despavoridos; y Harriet apoyándose en seguida en su brazo y apenas sin poder hablar, tuvo fuerzas suficientes para llegar a Hartfield antes de caer desvanecida. Fue idea de él el llevarla a Hartfield; no se le había ocurrido ningún otro lugar.

Ésta era toda la historia… lo que él, y luego Harriet, apenas hubo recobrado el sentido, le contaron… El joven, una vez hubo visto que ya se encontraba mejor, declaró que no podía quedarse por más tiempo; todos aquellos retrasos no le permitían perder ni un minuto más; y después de que Emma le hubo prometido que la dejaría sana y salva en casa de la señora Goddard, y que avisaría al señor Knightley de la presencia de los gitanos por aquellos contornos, él se fue entre las mayores muestras de agradecimiento de Emma, tanto por su amiga como por ella misma.

Una aventura como aquélla… un apuesto joven y una linda muchacha encontrándose en un lance como aquél, no podía por menos de sugerir ciertas ideas al corazón más insensible y a la mente menos fantasiosa. Por lo menos eso era lo que pensaba Emma. ¿Cómo era posible que un lingüista, un gramático, incluso un matemático, hubiesen visto lo que ella, hubiesen presenciado la llegada de los dos juntos y oído el relato de su historia, sin pensar que las circunstancias habían hecho que los protagonistas del hecho tenían que sentirse particularmente interesados el uno por el otro? ¡Cuánto más ella con toda su imaginación! ¿Cómo no iba a estar como sobre ascuas, haciendo proyectos y previendo acontecimientos? Sobre todo teniendo en cuenta que encontraba el terreno abonado por las suposiciones que había hecho de antemano.

Realmente había sido un suceso de lo más extraordinario… A ninguna joven del lugar le había ocurrido nunca nada parecido, al menos que ella recordase; ningún encuentro como éste, ningún susto de este género; y ahora le ocurría a una persona determinada y a una hora determinada, precisamente cuando otra persona daba la casualidad de que pasaba por allí y que tenía ocasión de salvarla… ¡Ciertamente algo extraordinario! Y conociendo como ella conocía el favorable estado de ánimo de ambos en aquellos días, todavía la dejaba más asombrada. Él estaba deseando ahogar su afecto por Emma, ella apenas empezaba a recuperarse de su enamoramiento por el señor Elton. Parecía como si todo contribuyese a prometer las consecuencias más interesantes. No era posible que aquel encuentro no hiciese que ambos se sintieran mutuamente atraídos…

En la breve conversación que había sostenido con él, mientras Harriet aún estaba medio inconsciente, Frank Churchill le había hablado del terror de la muchacha, de su candidez, de la emoción con que se había cogido a su brazo y apoyado en él de un modo que le mostraba a la vez halagado y complacido; y al final después de que Harriet hubiera hecho su relato, él expresó en los términos más exaltados su indignación ante la increíble imprudencia de la señorita Bickerton. Sin embargo, todo iba a discurrir por sus cauces naturales, sin que nadie interviniera ni ayudase. Ella no daría ni un paso, no haría ni una insinuación. No hacía daño a nadie teniendo proyectos, simples proyectos pasivos. Aquello no era más que un deseo. Por nada del mundo accedería a hacer nada más.

La primera intención de Emma fue procurar que su padre no se enterara de lo que había ocurrido… para evitarle la inquietud y el susto; pero no tardó en darse cuenta de que ocultarlo era algo imposible. Al cabo de media hora todo Highbury lo sabía. Era un acontecimiento de los que apasionan a los más aficionados a hablar, a los jóvenes y a los criados; y toda la juventud y toda la servidumbre del lugar no tardaron en poder disfrutar de noticias emocionantes. El baile de la noche anterior parecía haber quedado eclipsado ante lo de los gitanos. El pobre señor Woodhouse se quedó temblando, y tal como Emma había supuesto no se tranquilizó hasta haberles hecho prometer que nunca más se arriesgarían a pasar del plantío. Pero le consoló bastante el que fueran muchos los que vinieran a interesarse por el y por la señorita Woodhouse (porque sus vecinos sabían que le encantaba que se interesasen por él), y también por la señorita Smith, durante todo el resto del día; y se daba el placer de contestar que nadie de ellos estaba muy bien, lo cual, aunque no era exactamente cierto, ya que Emma se encontraba perfectamente y Harriet casi también, nunca era desmentido por su hija. En general la salud de Emma no armonizaba en absoluto con los temores de su padre, ya que raras veces sabía lo que era encontrarse mal; pero si él no le inventaba una enfermedad, el señor Woodhouse no podía hablar de su hija.

Los gitanos no esperaron a que la justicia entrara en acción, y levantaron el campo en un abrir y cerrar de ojos. Las jóvenes de Highbury podían volver a pasear con toda seguridad antes de que empezaran a tener pánico, y toda la historia pronto degeneró en un suceso de poca importancia… excepto para Emma y para sus sobrinos; en la imaginación de ella seguía siendo un acontecimiento, y Henry y John preguntaban cada día por la historia de Harriet y de los gitanos, y corregían tenazmente a su tía, si ésta alteraba el menor de los detalles con respecto al relato que les había hecho en un principio.

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