Emma

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CAPÍTULO XLII

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HIGHBURY, después de haber alimentado durante largo tiempo la esperanza de que el señor y la señora Suckling no tardarían en hacer una visita al pueblo, tuvo que resignarse a la mortificante noticia de que no les era posible acudir hasta el otoño. Por el momento, pues, su acervo intelectual se veía privado de enriquecerse con una importación de novedades de aquella magnitud. Y en el cotidiano intercambio de noticias de nuevo se vieron obligados a limitarse a los demás temas de conversación que durante algún tiempo habían ido emparejados al de la visita de los Suckling, como las últimas nuevas sobre la señora Churchill, cuya salud parecía ofrecer cada día aspectos diferentes, y el estado de la señora Weston, cuya felicidad era de esperar que pudiese verse incrementada por el nacimiento de un hijo, acontecimiento que iba también a producir gran contento entre todos sus vecinos.

La señora Elton se sentía muy decepcionada. Aquello representaba tener que aplazar una gran ocasión para divertirse y para presumir. Todas sus presentaciones y todas sus recomendaciones debían esperar, y todas las fiestas y excursiones de las que se había hablado, por el momento quedaban en simple proyecto. Por lo menos eso fue lo que pensó en un principio… pero después de reflexionar un poco, se convenció de que no era preciso aplazarlo todo. ¿Por qué no podían hacer una excursión a Box Hill aunque los Suckling aún no hubieran venido? En el otoño, cuando ellos ya estuvieran allí, podría repetirse la excursión. Quedó, pues, decidido que irían a Box Hill. Todo el mundo se enteró de este plan; e incluso sugirió la idea de otro. Emma nunca había estado en Box Hill; tenía curiosidad por ver aquello que todos consideraban tan digno de verse, y ella y la señora Weston habían acordado elegir alguna mañana en que hiciera buen tiempo para ir hasta aquel lugar. Sólo se pensaba admitir en su compañía a dos o tres personas más, cuidadosamente escogidas, y la excursión debía tener un carácter apacible, elegante y sin ninguna pretensión, sin que pudiera compararse con el bullicio y los aparatosos preparativos, el gran acopio de provisiones, y toda la ostentación de las giras campestres de los Elton y los Suckling.

Esto había quedado ya tan claro entre ellos, que Emma no pudo por menos de sentirse un poco sorprendida y un tanto contrariada al oír decir al señor Weston que había propuesto a la señora Elton que, puesto que su cuñado y su hermana aplazaban su visita, las dos excursiones podían fundirse en una e ir todos juntos al mismo sitio; y que, como la señora Elton había aceptado inmediatamente esta proposición, se había decidido hacerlo de ese modo, si ella no tenía inconveniente. Ahora bien, como su único inconveniente era la aversión que sentía por la señora Elton, de lo cual el señor Weston debía de estar ya perfectamente enterado, no valía la pena insistir más en aquello… No podía negarse sin hacerle un desaire a él, lo cual sería dar un disgusto a su esposa; y así fue como se vio obligada a aceptar un arreglo que hubiese querido evitar por todos los medios a su alcance; un arreglo que probablemente la exponía incluso a la humillación de que se dijese de ella que había asistido a la excursión de la señora Elton… Aquello la contrariaba extraordinariamente; y el tener que resignarse a aquella aparente sumisión dio una cierta acritud a sus íntimas opiniones acerca de la incorregible buena voluntad que caracterizaba el temperamento del señor Weston.

—Me alegro mucho de que apruebe mi plan —dijo él muy satisfecho—. Pero ya suponía que lo encontraría bien. Para esas cosas se necesita mucha gente. Nunca son demasiados. Una excursión con muchos siempre resulta divertida. Y en el fondo la señora Elton es muy buena persona. No podíamos dejarla de lado.

Emma no le contradijo en nada, pero en su fuero interno no podía estar más en desacuerdo con tales opiniones.

Estaban a mediados de junio y el tiempo era excelente; y la señora Elton se impacientaba por fijar la fecha y por acabar de ponerse de acuerdo con el señor Weston en lo referente al pastel de pichones y al cordero frío, cuando uno de los caballos del coche se torció una pata, dejando todos los preparativos en la más lamentable de las incertidumbres. Antes de que el caballo pudiera volver a utilizarse podían pasar semanas, o tal vez sólo unos pocos días, pero no podían arriesgarse a preparar nada, y todos los planes quedaron aplazados en medio de la desolación general. A la señora Elton le faltaron recursos para hacer frente a aquella contrariedad.

—¿No le parece indignante, Knightley? —exclamaba—. ¡Y con un tiempo tan bueno para hacer excursiones! ¡Esos aplazamientos y la inseguridad! ¡Es algo odioso! ¿Qué vamos a hacer? A este paso va a pasar todo el año sin que hagamos nada. Mire, el año pasado, antes de que llegara esta época, ya habíamos hecho una excursión deliciosa desde Maple Grove a Kings Weston.

—Sería mejor que hicieran la excursión a Donwell —replicó el señor Knightley—. Para eso no necesitan caballos. Vengan y comerán mis fresas. Ya están empezando a madurar.

Si el señor Knightley lo había dicho en broma no tardó en verse obligado a tomárselo en serio, porque su proposición fue aceptada en el acto y con gran entusiasmo; y los ademanes que acompañaron al «¡Oh! ¡Cuánto me gustaría!», fueron tan expresivos como las palabras mismas. Donwell era famoso por sus fresales, lo cual parecía justificar el entusiasmo con que acogió la invitación; pero no era necesario justificar nada; un campo de coles hubiera bastado para tentar a aquella dama, que sólo estaba deseando ir a alguna parte, fuera donde fuese. Ella le prometió una y otra vez que irían, con más insistencia de lo que él había supuesto… y quedó extremadamente complacida ante aquella prueba de íntima amistad, de tan marcada deferencia, pues se empeñó en considerarlo de este modo.

—Puede usted contar conmigo —le dijo—. Tenga la seguridad de que iré. Fije usted mismo la fecha, e iré a su casa. ¿No le importará que venga conmigo Jane Fairfax?

—No puedo fijar el día —dijo él— hasta que no haya hablado con otras personas que quisiera que viniesen con usted.

—¡Oh! ¡Déjelo todo de mi cuenta! Sólo le pido que me dé carta blanca… Deje que yo lo organice todo, ¿eh? Es

mi excursión. Yo ya llevaré amigos.

—Confío en que lleve usted a Elton —le dijo—; pero no quiero que se tome la molestia de buscar más invitados.

—¡Ah, qué desconfiado es usted! Pero mire… No tiene que tener ningún miedo de delegar su autoridad en

. No soy una jovencita sin experiencia. Puede tener confianza en una mujer casada como yo, ¿sabe usted? Ésta es

mi excursión. Déjelo todo de mi cuenta. Yo ya me encargaré de invitar a los demás.

—No —replicó él calmosamente—, sólo hay una mujer casada a la que yo permitiré que invite a quien quiera a Donwell; y esa mujer es…

—… la señora Weston, supongo —le interrumpió la señora Elton, un poco molesta.

—No… La señora Knightley; y mientras aún no exista, de esas cuestiones me encargo yo mismo.

—¡Ah! ¡Qué original es usted! —exclamó satisfecha al no verse preterida por nadie—. Tiene usted mucho sentido del humor, y todo lo que dice queda bien. Mucho sentido del humor, sí. Bueno, pues me acompañará Jane… Jane y su tía… Los demás se los dejo para usted… No tengo ningún inconveniente en que venga la familia de Hartfield… Ni el menor reparo. Ya sé que tiene usted mucha amistad con ellos.

—Si puedo convencerles, no dude usted de que vendrán; en cuanto a la señorita Bates, antes de volver a mi casa pasaré a visitarla.

—¡Oh! Pero es completamente innecesario; yo veo a Jane todos los días… pero como usted prefiera. Tiene que ser por la mañana, ¿sabe usted, Knightley? Una cosa de lo más sencilla. Yo me pondré un sombrero de alas anchas y llevaré uno de mi cestitos colgando del brazo. Éste… probablemente este mismo, con una cinta de color rosa. Ya ve, no puede ser más sencillo. Y Jane llevará otro igual. Quiero decir que no será ninguna exhibición… un poco a lo gitano… Pasearemos por sus jardines, nosotros mismos cogeremos las fresas y nos sentaremos debajo de un árbol… y todo lo demás con lo que quiera usted obsequiarnos se sirve al aire libre… Una mesa a la sombra, ¿sabe usted? Todo de la manera más natural y más sencilla que sea posible. ¿No es eso lo que pensaba usted hacer?

—No, en absoluto. Para mí, lo sencillo y lo natural es que se ponga la mesa en el comedor. A mi entender, la naturalidad y la sencillez de los caballeros y las damas, junto con sus criados y los muebles, se observa mejor cuando las comidas se sirven dentro de casa. Cuando se cansen ustedes de comer fresas en el jardín, se servirá una comida fría en el comedor.

—Bueno… como quiera; pero que no sea muy ostentoso. Y, dicho sea de paso, si cree usted que mi ama de llaves o yo podemos serle de alguna utilidad… Dígalo con toda sinceridad, Knightley. Si quiere que hable con la señora Hodges o que me cuide de algo…

—Muchas gracias, pero no hace ninguna falta.

—Bueno… pero si surge alguna dificultad mi ama de llaves es una mujer muy dispuesta.

—Tengo la seguridad de que la mía se considera tan dispuesta como la que más, y de que rechazaría la ayuda de cualquier otra persona.

—Me gustaría que tuviéramos borricos. Todas nosotras podríamos ir montadas en borriquillos, Jane, la señorita Bates y yo… y mi

caro sposo, andando a mi lado. Sí, sí, tengo que hablar con él para que compre un borrico. Viviendo en el campo, me parece una cosa muy necesaria; porque, aunque una mujer tenga muchos recursos, no es posible que se quede siempre encerrada en casa; y, ya sabe usted, para dar paseos largos… en verano hay polvo, y en invierno todo es barro.

—En el camino de Highbury a Donwell no encontrará usted ni una cosa ni otra. Es un camino en el que nunca hay polvo, y ahora no puede estar más seco. De todas maneras, si lo prefiere venga montada en un borrico. Puede pedirlo prestado a la señora Cole. Quisiera que todo fuera tan a su gusto como fuese posible.

—¡Ah, de eso sí que estoy segura! No crea que no sé apreciar sus cualidades, mi buen amigo. Ya sé que bajo esa especie de sequedad y de modales un poco bruscos, oculta usted un gran corazón. Como le digo siempre al señor E., tiene usted un gran sentido del humor… Sí, sí, créame, Knightley, me doy perfectamente cuenta de la deferencia que ha tenido conmigo al imaginar todo ese plan. Ha elegido usted la cosa que más me complace.

El señor Knightley tenía otro motivo para negarse a que se sacara una mesa al aire libre, a la sombra de un árbol. Deseaba convencer al señor Woodhouse para que aceptase su invitación junto con Emma, y sabía que era darle un disgusto permitir que delante de él alguien se pusiera a comer al aire libre. Ni siquiera con la excusa de hacer un poco de ejercicio matinal y de pasar un par de horas en Donwell, el señor Woodhouse se sentiría tentado a ser testigo de una imprudencia semejante.

Se le invitó, pues, de buena fe. Sin que se le reservaran penosos espectáculos que le hubieran hecho arrepentirse de su ingenua credulidad. Y aceptó. Hacía dos años que no había estado en Donwell.

—Una mañana que haga buen tiempo podemos llegamos hasta allí con Emma y Harriet. Yo me quedo sentado charlando tranquilamente con la señora Weston, mientras ellas dan un paseo por los jardines. No creo que haya mucha humedad a esas horas del mediodía. Me gustaría mucho volver a ver aquella casa, y charlar con el señor y la señora Elton y otros amigos… No tengo ningún inconveniente en ir con Emma y Harriet, con tal de que sea una mañana en que haga un tiempo muy bueno… El señor Knightley ha tenido una gran idea al invitarnos… es muy amable de su parte… es una gran persona… Y es mucho mejor así que no comer al aire libre… No me gustan las comidas al aire libre.

El señor Knightley tuvo la buena suerte de que todo el mundo aceptara con gran entusiasmo su ofrecimiento. La invitación fue tan bien acogida por todos que parecía como si, al igual que la señora Elton, cada cual considerase el plan como una especial deferencia que se tenía con ellos… Emma y Harriet esperaban pasar un día muy divertido; y el señor Weston, sin que se lo pidieran, prometió hacer todo lo posible para que Frank pudiese también acompañarles; una demostración de agrado y de gratitud que hubiese podido ahorrarse… ya que entonces el señor Knightley se vio obligado a decir que se alegraría mucho de que pudiera venir; y el señor Weston se comprometió a escribirle sin pérdida de tiempo, y a no escatimar argumentos para convencerle para que viniese.

Entretanto, el caballo cojo había sanado tan aprisa que volvió a pensarse jubilosamente en la excursión a Box Hill; y por fin se fijó la ida a Donwell para un día, y la excursión de Box Hill para el siguiente… ya que el buen tiempo parecía ya estable.

En una luminosa mañana de sol, casi de pleno verano, el señor Woodhouse se trasladó cómodamente en su coche con una ventanilla bajada, hasta Donwell Abbey; allí, en una de las habitaciones más confortables, especialmente acondicionada para él con el fuego de la chimenea que había estado encendido durante toda la mañana, se arrellanó en un sillón, y feliz y tranquilo, se dispuso a charlar complacidamente de la hazaña que había llevado a cabo, y a aconsejar a todos que fueran a sentarse con él y que no se acaloraran demasiado… La señora Weston, que parecía haber ido andando con el único objeto de cansarse y estar con él durante todo el tiempo, se quedó a hacerle compañía como la más cordial y pacienzuda de sus oyentes, mientras los demás se dejaban convencer para salir al aire libre.

Hacía tanto tiempo que Emma no había estado en la Abadía, que tan pronto como se convenció de que su padre se hallaba plenamente a su gusto, no tuvo reparo en dejarle y en dar una vuelta por allí; ansiosa de refrescar su memoria y corregir los errores de sus recuerdos, fijándose con más atención en cada detalle, formándose una idea más exacta de una casa y de unas tierras que tan íntimamente ligadas iban a estar para siempre a ella y a toda su familia.

Sentía todo el justo orgullo y la complacencia que su parentesco con el actual y el futuro propietario de Donwell podían permitirle, mientras contemplaba las considerables dimensiones y el estilo de la construcción de la casa, su característica situación tan ventajosa, en un terreno bajo y bien resguardado… sus amplios jardines que descendían hasta unos prados regados por un arroyuelo que, desde la Abadía, debido a la típica indiferencia que se sentía en otros tiempos por las buenas vistas, apenas se divisaban… y su abundancia de árboles formando hileras y avenidas, árboles que ni las modas ni la extravagancia habían logrado hacer cortar… La casa era mayor que la de Hartfield y totalmente distinta; ocupaba una gran extensión de terreno de forma irregular, y contenía muchas estancias cómodas y una o dos realmente magníficas… Era exactamente lo que debía ser, y parecía lo que era… Emma contemplándola sentía crecer el respeto que sentía por ella, como la casa solariega de una familia de auténtico abolengo, intachable tanto desde el punto de vista de la sangre como desde el de la inteligencia. John Knightley tenía ciertos defectos de carácter; pero al casarse con él Isabella había hecho una boda excepcionalmente buena. Ni el apellido, ni la familia, ni los bienes de ella desmerecían al lado de los de su marido. Éstos eran pensamientos agradables, y Emma mientras paseaba iba paladeándolos hasta que le fue necesario imitar a los demás e ir a reunirse con ellos en los fresales… Allí se habían reunido todos, exceptuando a Frank Churchill, que se esperaba llegase de Richmond de un momento a otro; y la señora Elton, agresivamente feliz, con su sombrero ancho y su cestita, abría la marcha, sin consentir que se pensara ni hablara de otra cosa que no fueran fresas, y sólo fresas… «Es la fruta mejor que se cría en Inglaterra… la que prefiere todo el mundo… siempre sienta bien… éstos son los mejores fresales… las fresas de mejor clase… es delicioso cogerlas una misma… es la única manera de disfrutarlas de veras… desde luego la mañana es la mejor hora… nunca me cansan… todas las clases son buenas… pero la

hautboy[19] es infinitamente superior a las demás… no pueden compararse… las demás apenas son comestibles… pero hay muy pocas

hautboy… prefieren las de Chile… las blancas son las que tienen más perfume a bosque… el precio de las fresas en Londres… abundan en la región de Bristol… Maple Grove… cultivos… fresales cuando tienen que renovarse… los jardineros opinan todo lo contrario… no hay una norma general… a los jardineros no hay quien les haga cambiar de costumbre… una fruta deliciosa… lástima que sea demasiado dulce para poder comer muchas… no son tan buenas como las cerezas… las grosellas son más refrescantes… el único inconveniente de coger fresas es que hay que agacharse… el sol pica mucho… estoy cansadísima… ya no puedo más… tengo que ir a sentarme a la sombra».

Durante media hora ésta fue la conversación… interrumpida sólo una vez por la señora Weston que salió, preocupada por su hijastro, para preguntar si ya había llegado… Estaba un poco inquieta… Tenía miedo de que le hubiera ocurrido algo con el caballo.

Se encontraban lugares adecuados para sentarse a la sombra; y Emma se vio obligada a oír lo que hablaban la señora Elton y Jane Fairfax… Un empleo, un magnífico empleo, era el tema de la conversación. La señora Elton se había enterado de él aquella mañana, y estaba entusiasmada. No era con la señora Suckling, no era con la señora Bragge, pero era una casa casi tan digna y conveniente como en cualquiera de las otras dos; se trataba de una prima de la señora Bragge, una amiga de la señora Suckling, una señora muy conocida en Maple Grove. Agradabilísima, encantadora, alta posición, gran mundo, distinción, buena sociedad, todo… y la señora Elton deseaba ardientemente que el ofrecimiento se aceptara sin perder ni un segundo… Se mostraba exultante, enérgica, triunfal… y se negó en redondo a aceptar la negativa de su amiga, a pesar de que la señorita Fairfax seguía asegurándole que por el momento no quería comprometerse con nadie, repitiéndole los mismos motivos que ya le había dado en otras ocasiones… Pero la señora Elton seguía insistiendo para que se le autorizara para escribir al día siguiente mismo aceptando el ofrecimiento… Emma se maravillaba de que Jane pudiese soportar todo aquello… Se la notaba molesta y hablaba en un tono casi agresivo… Hasta que por fin, con una decisión que no era habitual en ella, propuso que se fueran de allí.

—¿Y si diéramos un paseo? El señor Knightley podría enseñarnos los jardines… todos los jardines… Me gustaría verlo todo…

La terquedad de su amiga parecía superior a lo que ella podía soportar.

Hacía calor; y después de pasear un rato por los jardines, todos desperdigados, sin que apenas hubiera grupos de tres, insensiblemente uno tras otro fueron acercándose a la deliciosa sombra de una ancha y corta avenida de limeros, que, extendiéndose más allá del jardín y a medio camino del río, parecía marcar el límite de los terrenos destinados al recreo… No conducía a ninguna parte; y terminaba en un muro de piedra bajo, con altos pilares, que parecía destinado a anunciar la proximidad de la casa, que nunca había estado allí. Sin embargo, aunque el gusto de quien lo había construido era discutible, no dejaba de constituir un paseo encantador, y el panorama que se disfrutaba desde allí era extraordinariamente sugestivo… La considerable cuesta casi al pie de la cual se hallaba la Abadía iba haciéndose cada vez más abrupta a medida que se iba alejando de sus tierras; y a una media milla de distancia había una ribera de impresionante aspecto, considerablemente escarpada y bien cubierta de árboles; y debajo, en una situación muy favorable y bien resguardada, se elevaba la granja de Abbey-Mill, ante la cual se extendían unos prados, y que el río abrazaba formando un bello y pronunciado recodo.

Era una vista preciosa… que halagaba los ojos y el espíritu. Verdor inglés, civilización inglesa, bienestar inglés, bajo un luminoso sol no demasiado agobiante.

En este paseo Emma y la señora Weston encontraron reunidos a todos los demás; y al fondo de la avenida, la joven distinguió inmediatamente al señor Knightley y a Harriet, delante de los demás, encabezando la marcha. ¡El señor Knightley y Harriet! ¡Un singular

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tête! Pero se alegró de verlo; en otro tiempo él hubiera desdeñado su compañía y se la hubiese quitado de encima con pocos cumplidos. Ahora parecían disfrutar de una agradable conversación. También en otro tiempo a Emma le hubiese preocupado ver a Harriet en un lugar que favorecía tanto sus recuerdos de Abbey-Mill Farm; pero ahora ya no lo temía. No había peligro en que contemplara todas sus muestras de prosperidad y de belleza, sus ricos pastos, sus rebaños diseminados, su huerta floreciente y la leve columna de humo que ascendía hasta el cielo. Fue a reunirse con ellos junto al muro y les encontró más atentos a la conversación que a la vista que se disfrutaba desde allí. Él estaba informando a Harriet sobre cuestiones de agricultura, etc., y Emma recibió una sonrisa que parecía querer decir: «Esto es lo mío. Tengo derecho a hablar de esas cosas sin que se sospeche que estoy favoreciendo la causa de Robert Martin…». Ella no sospechaba tal cosa. Era una historia demasiado vieja. Probablemente Robert Martin ya había dejado de pensar en Harriet… Juntos dieron varias vueltas por el paseo… La sombra era un consuelo refrescante, y Emma pensó que aquéllos eran los momentos más agradables del día.

Luego se dirigieron hacia la casa, donde todos debían reunirse para comer; se aposentaron en el interior y Frank Churchill seguía sin llegar. La señora Weston salía una y otra vez para vigilar el camino, pero en vano. Su esposo no quería reconocer que estaba intranquilo y se reía de sus temores; pero ella no podía por menos de formular el deseo de que no hubiese venido en su yegua negra. El joven les había asegurado con toda certeza que iría… Su tía había mejorado tanto que no tenía la menor duda de que conseguiría el permiso para irse… Pero como muchos recordaron a su madrastra, el estado de salud de la señora Churchill era propicio a cualquier variación inesperada que podía frustrar las más razonables esperanzas de su sobrino… y por fin convencieron a la señora Weston de que pensara, o al menos dijera, que no había podido acudir debido a alguna súbita indisposición de la señora Churchill… Mientras se discutía este asunto, Emma no perdía de vista a Harriet; pero la muchacha parecía indiferente y no delataba ninguna emoción.

Una vez terminada la comida fría, todos volvieron a salir para visitar lo que aún les faltaba por ver, los estanques de la antigua abadía; o tal vez llegar hasta el prado de los tréboles, que iba a empezar a guadañarse al día siguiente, o, en cualquier caso, tener el placer de acalorarse, para poder refrescarse luego… El señor Woodhouse, que ya había dado una pequeña vuelta por la parte más alta de los jardines, en donde ni siquiera él tuvo la sensación de notar la humedad del río, ya no volvió a moverse; y su hija decidió quedarse a hacerle compañía para que la señora Weston aceptara salir con su marido, hacer un poco de ejercicio y tener la distracción que su estado de ánimo parecía necesitar en aquellos momentos.

El señor Knightley había hecho todo lo posible para que el señor Woodhouse no se aburriera. Libros de grabados, cajones de medallas, camafeos, corales, conchas y todas las demás colecciones familiares que había en la casa, se sacaron para que su viejo amigo se distrajese durante la mañana; y su solicitud obtuvo el resultado deseado. El señor Woodhouse había estado muy entretenido. La señora Weston había estado enseñándoselo todo, y ahora él se lo enseñaría a Emma; por fortuna el buen señor sólo se parecía a los niños en su total falta de criterio para apreciar lo que veía, pues era lento, constante y metódico… Sin embargo, antes de que empezara este repaso Emma salió al vestíbulo para contemplar por unos momentos con toda tranquilidad la entrada de la casa y las tierras inmediatas a ella, pero apenas estuvo allí apareció Jane Fairfax, que venía del jardín a grandes pasos como si huyera de alguien… Como no esperaba encontrar tan pronto a la señorita Woodhouse, al principio se sobresaltó un poco; pero precisamente la señorita Woodhouse era la persona a quien andaba buscando.

—Por favor —dijo—, ¿será tan amable de decirles, cuando me echen de menos, que me he ido a casa? Me voy ahora mismo… Mi tía no se da cuenta de lo tarde que es y de que hace ya demasiado tiempo que estamos ausentes… Pero estoy segura de que mi abuela nos echará de menos y prefiero irme ahora mismo. No he dicho nada a nadie. Sería ocasionarles molestias y hacer que se preocuparan. Unos han ido a ver los estanques y otros están en el paseo de los limeros. Hasta que vuelvan no me echarán de menos, y entonces, ¿tendrá usted la bondad de decirles que me he ido?

—Desde luego, si es eso lo que desea; pero… no va a volver a Highbury andando y sola.

—Sí… no hay ningún peligro; yo ando de prisa; en veinte minutos estoy en mi casa.

—Pero, por Dios, es demasiado lejos para ir andando completamente sola. Puede acompañarle el criado de mi padre… Voy a mandar que preparen el coche. En cinco minutos está listo.

—Gracias, muchas gracias… Pero no vale la pena… Prefiero ir andando… Y no voy a tener miedo a ir sola… ¡Yo que tan pronto tendré que vigilar y proteger a otros!

Hablaba con gran agitación, y Emma le respondió con afecto:

—Eso no justifica el que ahora se exponga a un peligro. Voy a hacer que preparen el coche. Incluso el calor puede perjudicarla… Ya está cansada…

—Sí… —respondió ella—, sí, estoy cansada; pero no es la clase de cansancio… Andar aprisa me sentará bien… Señorita Woodhouse, todos sabemos lo que es estar a veces cansado de espíritu. Y confieso que ahora mis ánimos están agotados. El mayor favor que puede hacerme es dejar que me vaya sola y sólo decir que me he ido cuando sea necesario.

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