Emma

Emma


CAPÍTULO XLVII

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–¡HARRIET, pobre Harriet!

Éstas eran las palabras que compendiaban las tristes ideas de las que Emma no podía librarse, y que para ella constituían el peor de los males de aquel caso. Frank Churchill se había portado muy mal con ella… muy mal en muchos aspectos… pero lo que le hacía estar más encolerizada con él no era sólo su proceder para con ella. Lo que más le dolía era la confusión a que la había inducido respecto a Harriet… ¡Pobre Harriet! Por segunda vez iba a ser víctima de los errores y del afán de casamentera de su amiga. Las palabras del señor Knightley habían sido proféticas cuando le había dicho en cierta ocasión: «Emma, usted no es una buena amiga para Harriet Smith…». Ahora temía que sólo le hubiera causado males… Claro que esta vez no podía acusarse, como la anterior, de haber sido la única y exclusiva responsable de la desgracia; entonces había insinuado la posibilidad de unos sentimientos que, de otro modo, Harriet nunca se hubiera atrevido a concebir; mientras que ahora Harriet había reconocido su admiración y su predilección por Frank Churchill antes de que ella hubiese insinuado nada acerca de la cuestión; pero se sentía totalmente culpable de haber alentado unos sentimientos que hubiese debido contribuir a disipar; hubiese podido evitar que Harriet se complaciera en esta idea y alimentara esperanzas. Su influencia hubiera bastado para ello. Y ahora se daba perfecta cuenta de que hubiese debido evitar aquella situación… Comprendía que había estado exponiendo la felicidad de su amiga sin tener motivos lo suficientemente sólidos. De haberse guiado por el sentido común, hubiese dicho a Harriet que no debía permitirse pensar en él, que había una sola posibilidad entre quinientas de que Frank llegase alguna vez a interesarse por ella.

«Pero me temo —añadía para sí— que sentido común no he tenido mucho».

Estaba muy enojada consigo misma; y de no estar enojada también con Frank Churchill, su estado de ánimo hubiese sido mucho peor. En cuanto a Jane Fairfax, por lo menos podía desentenderse de sentir inquietud por ella. Harriet le preocupaba ya suficientemente; no necesitaba, pues, seguir preocupándose por Jane, cuyos problemas y cuya falta de salud, como tenían, por supuesto, el mismo origen, debían tener igualmente la misma curación… Su vida de penurias y de desgracias había terminado… Pronto recuperaría la salud, sería feliz y disfrutaría de una buena posición… Emma comprendía ahora por qué su solicitud por ella había sido desdeñada. Aquella revelación había aclarado otras muchas cuestiones de menor importancia. Sin duda la causa habían sido los celos. Para Jane ella había sido una rival; y lógicamente todo lo que quisiera ofrecerle como ayuda o atenciones tenía que rechazarlo. Dar un paseo en el coche de Hartfield hubiese sido una tortura, el arrurruz procedente de las alacenas de Hartfield hubiese sido un veneno. Lo comprendía todo; y cuando lograba desprenderse de los sentimientos injustos que le inspiraba su orgullo herido, reconocía que Jane Fairfax merecía sobradamente todo el encumbramiento y la felicidad que sin duda iba ahora a tener. Pero ¡la pobre Harriet era un reproche viviente para ella! No podía dedicar sus atenciones a nadie que lo necesitase más. A Emma le dolía infinito que esta segunda decepción fuese aún más grave que la primera. Teniendo en cuenta que esta vez sus aspiraciones eran mucho mayores, debía serlo; y a juzgar por los poderosos efectos que aparentemente aquel enamoramiento había producido sobre el espíritu de Harriet, impulsándola al disimulo y al dominio de sí misma, así era… Sin embargo, debía comunicarle aquella penosa verdad lo antes posible. Al despedirse de ella el señor Weston la había conminado a guardar el secreto.

—Por ahora —le había dicho— todo este asunto debe seguir en secreto absoluto. El señor Churchill lo ha exigido así como muestra de respeto por la esposa que ha perdido hace tan pocos días; y todos estamos de acuerdo en que es a lo que nos obliga el decoro más elemental.

Emma lo había prometido; pero a pesar de todo Harriet debía ser una excepción; creía que éste era un deber superior.

A pesar de su mal humor, no pudo por menos de encontrar casi ridículo el que ahora tuviera que dar a Harriet la misma penosa y delicada noticia que la señora Weston acababa de darle a ella misma. El secreto que con tanto miedo se le había comunicado, ahora era ella quien con no menos intranquilidad debía comunicarlo a otra persona. Sintió acelerarse los latidos de su corazón al oír los pasos de Harriet y su voz; pensó que lo mismo debía de haberle ocurrido a la pobre señora Weston cuando ella entraba en Randalls. ¡Ojalá la conversación tuviera un desenlace igualmente feliz! Pero por desgracia de ello no había ninguna posibilidad.

—Bueno, Emma —penetrando apresuradamente en la estancia—, ¿no te parece la noticia más extraordinaria que jamás se ha oído?

—¿A qué noticia te refieres? —replicó Emma, incapaz de adivinar por su aspecto o su voz si Harriet se había enterado de algo.

—Lo de Jane Fairfax. ¿Has oído alguna vez una cosa tan rara? ¡Oh!, no tienes que tener ningún reparo en confesármelo porque el señor Weston ya me lo ha dicho todo. Acabo de encontrarle. Me ha dicho que era un secreto para todos; y por lo tanto yo no pensaba decírselo a nadie excepto a ti, pero me ha dicho que ya lo sabías.

—¿Qué te ha contado el señor Weston? —preguntó Emma, aún sin saber qué pensar.

—Pues… Me lo ha contado todo; que Jane Fairfax y el señor Frank Churchill van a casarse, y que han estado prometidos en secreto desde hace mucho tiempo. ¡Qué cosa tan rara!, ¿verdad?

Ciertamente era muy raro; la reacción de Harriet era tan extremadamente rara que Emma no sabía cómo interpretarla. Parecía como si su carácter hubiese cambiado por completo; como si se propusiera no demostrar ninguna emoción, ninguna decepción, ningún interés especial por aquel hecho. Emma la contemplaba muda de asombro.

—¿Tú suponías —preguntó Harriet— que estaban enamorados el uno del otro? Bueno, a lo mejor tú sí que lo supusiste… Como sabes leer tan bien —dijo ruborizándose— en los corazones de todo el mundo…; pero nadie más.

—Te prometo —dijo Emma— que empiezo a dudar de que tenga semejante don. Pero, Harriet, ¿cómo puedes preguntarme en serio si yo suponía que estaba enamorado de otra mujer cuando (si no de un modo declarado, sí tácitamente) te estaba alentando a concebir esperanzas? Hasta hace una hora nunca he tenido ni la menor sospecha de que el señor Frank Churchill se sintiese atraído por Jane Fairfax. Puedes tener la seguridad de que si yo hubiese sospechado algo de este tipo te hubiera prevenido de acuerdo con mis sospechas.

—¿A mí? —exclamó Harriet ruborizándose llena de asombro. ¿Por qué tenías que prevenirme? No supondrás que yo me interesaba por el señor Frank Churchill…

—No sabes lo que me alegra oírte hablar de este asunto con tanta serenidad —replicó Emma sonriendo—; pero no pretenderás negarme que hubo una época… que por cierto, no está aún muy lejos… en que me diste motivos para suponer que te interesabas por él…

—¿Por él? ¡Oh, nunca, nunca! Querida Emma, ¿cómo pudiste entenderme tan mal? —dijo Harriet, volviendo el rostro, muy dolida.

—¡Harriet! —exclamó Emma, después de un momento de pausa. ¿Qué quieres decir? ¡Por lo que más quieras, dime qué has querido decir…! ¿Qué te he entendido mal? Entonces, tengo que suponer…

No pudo seguir hablando… Había perdido la voz; y se sentó esperando con ansiedad a que Harriet contestara. Harriet, que estaba de pie, a cierta distancia, volviéndole la espalda, tardó unos minutos en hablar; y cuando por fin lo hizo, su voz estaba tan alterada como la de Emma.

—Nunca me hubiese parecido posible —empezó diciendo— que me entendieras tan mal… Ya sé que acordamos que nunca le nombraríamos… pero teniendo en cuenta lo infinitamente superior que es a todos los demás, nunca hubiese creído posible que creyeras que me refería a otra persona. ¡El señor Frank Churchill! Nadie puede fijarse en él estando presente el otro. Creo que no tengo tan mal gusto como para pensar en el señor Frank Churchill, que no es nadie al lado de

él. ¡Y que tú hayas tenido esta confusión…! ¡No lo entiendo! Estoy segura de que si no hubiera creído que tú aprobabas mis sentimientos y que los alentabas, al principio hubiese considerado casi como una presunción excesiva por mi parte el atreverme a pensar en él; al principio, si no me hubieras dicho que cosas más difíciles habían ocurrido; que se habían celebrado matrimonios más desiguales (éstas fueron las palabras que empleaste)…; de haberme dicho todo esto, yo no me hubiera atrevido a tener esperanzas… No lo hubiese considerado posible… Pero si

, que tienes tanta amistad con él…

—Harriet… —exclamó Emma, dominándose resueltamente—. Es mejor que ahora nos entendamos las dos, sin que haya posibilidad de que volvamos a equivocarnos otra vez… Estás hablando de… del señor Knightley, ¿no?

—Desde luego. No podía haber pensado en nadie más… y creía que tú debías de saberlo. Cuando hablamos de él no podía quedar más claro.

—No tan claro —replicó Emma, con forzada calma—, porque todo lo que entonces dijiste me pareció que se refería a una persona distinta. Casi hubiera podido asegurar que habías

citado al señor Frank Churchill. Recuerdo perfectamente que se habló del favor que te había hecho el señor Frank Churchill al defenderte de los gitanos.

—¡Oh, Emma! ¡Cómo olvidas las cosas!

—Mi querida Harriet, recuerdo muy bien lo que en substancia te dije en aquella ocasión. Te dije que no me extrañaba que te hubieses enamorado; que teniendo en cuenta el favor que te había hecho era la cosa más natural del mundo… Y tú estuviste de acuerdo, y dijiste con mucho apasionamiento que estabas muy agradecida, e incluso mencionaste las sensaciones que tuviste al verle venir en tu ayuda… Fue una impresión que me quedó grabada en la memoria.

—¡Querida! —exclamó Harriet—. ¡Ahora me acuerdo de lo que quieres decir! Pero es que yo entonces estaba pensando en algo muy diferente. No me refería a los gitanos… ni al señor Frank Churchill. ¡No! —adoptando un tono más solemne—. Pensaba en otra circunstancia más importante… Pensaba en el señor Knightley acercándose e invitándome a bailar, después de que el señor Elton se negó a bailar conmigo, cuando no había ninguna otra pareja en el salón. Éste fue el gran servicio que me prestó; ésta fue su noble comprensión, su generosidad; eso fue lo que hizo que empezara a darme cuenta de que estaba muy por encima de todos los demás seres de la tierra.

—¡Santo Cielo! —exclamó Emma—. ¡Qué error más desgraciado…! ¡Oh, qué lamentable! Y ahora, ¿qué puede hacerse?

—¿No me hubieras alentado si entonces hubieses sabido a lo que me refería? Por lo menos ahora mi situación no es peor que lo que lo hubiera sido de haberse tratado de la otra persona; y ahora… es posible…

Hizo una breve pausa. Emma no se veía con ánimos para hablar.

—Emma, no me extraña —siguió diciendo— que veas una gran diferencia entre los dos… tanto en mi caso como en el de cualquier otra. Debes pensar que está infinitamente mucho más por encima de mí que el otro. Pero yo espero, Emma, que suponiendo… que si… por extraño que pueda parecer… Ya sabes que fueron tus propias palabras: Cosas más difíciles han ocurrido, matrimonios más desiguales se han celebrado, que el que hubiera podido celebrarse entre Frank Churchill y yo; y, por lo tanto, me parece que si, incluso una cosa así puede haber ocurrido antes de ahora… y si yo fuese tan afortunada, tanto, que… si el señor Knightley llegara… si a él no le importara la desigualdad, confío, querida Emma, que tú no te opondrías… que no nos crearías dificultades. Pero estoy segura de que eres demasiado buena para hacer una cosa así.

Harriet estaba de pie, junto a una de las ventanas. Emma se volvió para lanzarle una mirada llena de consternación y dijo rápidamente:

—¿Tienes algún indicio de que el señor Knightley corresponde a tus sentimientos?

—Sí —replicó Harriet, con humildad, pero sin temor—. Puedo decir que sí lo tengo.

Inmediatamente Emma desvió la mirada. Y durante unos minutos permaneció en silencio, meditando, con los ojos fijos. Unos pocos minutos bastaron para revelarle lo que había en su propio corazón. Una inteligencia como la suya una vez concebía una sospecha hacía rápidos progresos hacia su objeto. Emma suponía… admitía… reconocía toda la verdad. ¿Por qué era mucho peor que Harriet estuviera enamorada del señor Knightley en vez de estarlo de Frank Churchill? ¿Por qué aquella contrariedad adquiría proporciones tan enormes con el hecho de que Harriet tuviera esperanzas justificadas de ser correspondida? Una convicción se abrió paso con la celeridad de una flecha en el ánimo de Emma: ¡el señor Knightley sólo podía casarse con ella!

En aquel corto espacio de tiempo comprendió cuál había sido su conducta y vio claro en su propio corazón. Lo vio todo con una lucidez como hasta entonces nunca había tenido. ¡Qué mal se había estado portando con Harriet! ¡Con qué falta de atención y de delicadeza! ¡Qué insensato y qué cruel había sido su proceder! ¿Cómo había podido dejarse llevar por aquella ceguera, aquella locura? Se daba perfectamente cuenta de lo que había hecho y estaba tentada de aplicarse a sí misma los términos más duros. Sin embargo, un resto de respeto por sí misma, a pesar de todas sus culpas… la preocupación por salvar las apariencias, y un intenso deseo de ser justa para con Harriet… (no necesitaba

compasión la muchacha que se creía amada por el señor Knightley… pero era justo que ahora ella no pudiera sentirse dolida al verse tratada con frialdad)… impulsaron a Emma a esperar y a soportarlo todo con calma e incluso con aparente afabilidad… Por su propio bien era preciso que se enterara de todo lo posible concerniente a las esperanzas de Harriet; y Harriet no había hecho nada para que le negara el cariño y el interés que ella le había otorgado tan voluntariamente… ni merecía ser ahora menospreciada por la persona cuyos consejos siempre habían sido desacertados… Así pues, abandonando sus reflexiones y dominando su emoción, se volvió de nuevo hacia Harriet y en un tono más acogedor reanudó la conversación; porque el tema que la había iniciado, la sorprendente historia de Jane Fairfax, había ya perdido todo interés; ambas pensaban tan sólo en el señor Knightley y en ellas mismas.

Harriet, que había estado absorta en sus gratos ensueños, no dejó de sentirse halagada cuando la despertaron de ellos, al ver la alentadora invitación a hablar que le hacía una persona de tanto criterio, une amiga como la señorita Woodhouse, y no necesitó más que una insinuación para referir toda la historia de sus esperanzas con gran deleite, pero temblorosa de emoción… Mientras hacía preguntas y recibía las respuestas, Emma lograba ocultar mejor que Harriet su emoción, que no era menor que la suya. Su voz no temblaba; pero su espíritu no podía hallarse más turbado por aquel descubrimiento que acababa de hacer, por la aparición de aquel peligro tan amenazador, por la confusión que producían todas aquellas impresiones tan súbitas… Escuchó el relato de Harriet con un gran sufrimiento interior, pero aparentando una gran serenidad; no podía esperar de su amiga que se expresase de un modo metódico, ordenado ni tampoco demasiado claro; pero, una vez distinguidos los equívocos y las repeticiones de la narración, ésta contenía aún sustancia suficiente como para dejarla muy abatida… sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias que su propia memoria evocaba ahora, y que corroboraban el hecho de que el señor Knightley había ido teniendo cada vez una opinión más favorable de Harriet.

Desde aquellos dos bailes decisivos Harriet se había ido dando cuenta de que la actitud del señor Knightley respecto a ella era distinta… Emma sabía que en aquella ocasión él la había encontrado muy superior a todo lo que esperaba. Desde aquel día, o por lo menos desde el momento en que la señorita Woodhouse la alentó a pensar en él, Harriet había empezado a advertir que su amigo hablaba con ella mucho más de lo que antes tenía por costumbre y de que la trataba de una manera totalmente diferente; en su trato había una amabilidad, un afecto… Cada vez iba siendo más consciente de ello. Cuando habían estado paseando todos juntos, ¡él se le había acercado tan a menudo para andar a su lado y le había hablado de un modo tan cariñoso! Parecía como si quisiera tener más amistad con ella. Emma sabía que esta impresión respondía a una realidad. Muchas veces ella misma había observado el cambio casi tanto como su amiga… Harriet repetía frases de aprobación y de elogio que él le había dedicado… y Emma se daba cuenta de que concordaban perfectamente con lo que ella sabía de sus opiniones acerca de Harriet. La elogiaba por carecer de artificio y de afectación, por ser sencilla, sincera, generosa… Sabía que él veía todas estas cualidades en Harriet; le había hablado de ellas en más de una ocasión… Muchas de las cosas que ella guardaba en su memoria, muchos pequeños detalles que revelaban la atención que él le prestaba, una mirada, una frase, el hecho de pasar de una silla a otra, un cumplido disimulado, una preferencia sobreentendida, habían pasado inadvertidos para Emma porque no había sospechado nada semejante. Circunstancias que hubieran bastado para llenar un relato de media hora, y que contenían múltiples indicios para quien las había presenciado, habían pasado por alto a Emma, que ahora escuchando a Harriet se enteraba por vez primera; pero los dos últimos indicios que mencionó, los que constituían las mejores esperanzas para la muchacha, habían tenido como testigo a la propia Emma… El primero era el coloquio que habían sostenido los dos solos en el paseo de los limeros de Donwell, donde habían estado paseando durante un rato antes de la llegada de Emma, y donde él había tenido mucho interés (según ella estaba convencida) por hacer que ambos se separaran de los demás… Y al principio él le había hablado de un modo muy particular, como no lo había hecho nunca antes de entonces, sí, de un modo muy particular… (Harriet al recordarlo no pudo evitar sonrojarse). Él parecía estar casi preguntándole si había entregado su corazón a alguien… Pero apenas apareció (la señorita Woodhouse) y dio la impresión de que iba a reunirse con ellos, cambió de tema y empezó a hablar de sus cultivos… El segundo indicio era la conversación que sostuvo con ella durante casi media hora antes de que Emma regresase de su visita, la última mañana en que el señor Knightley estuvo en Hartfield… a pesar de que cuando llegó dijo que no podía quedarse más de cinco minutos… y el haberle dicho durante la conversación que aunque debía ir a Londres, era muy contra su voluntad que dejaba su casa, lo cual era mucho más (como advirtió Emma) de lo que su amigo había reconocido ante

ella. El que, como este hecho indicaba, tuviera más confianza con Harriet, dejó a Emma muy dolida.

Acerca del primero de estos dos indicios, después de reflexionar un poco Emma se atrevió a formular la siguiente pregunta:

—¿Y si hubiese querido decir otra cosa? ¿No es posible que al preguntarte, según creíste entender, si ya habías entregado tu corazón, estuviese aludiendo al señor Martin? ¿No podía estar pensando en los intereses del señor Martin?

Pero Harriet rechazó enérgicamente la suposición:

—¿El señor Martin? No, no, desde luego que no. No aludió para nada al señor Martin. Creo que ahora tengo demasiada experiencia para pensar en el señor Martin o para que se sospeche que pienso en él.

Una vez Harriet hubo terminado su relato, apeló a la señorita Woodhouse para que le dijera si tenía motivos o no para alimentar esperanzas.

—Yo nunca me hubiese atrevido a pensar en él —le dijo Harriet— si no hubiese sido por ti. Me dijiste que le observara bien, y que mis sentimientos se dejaran guiar por su proceder… y eso es lo que he hecho. Pero ahora empiezo a pensar que tengo motivos justificados para sentir lo que siento; y que si él me elige no me parecerá una cosa tan extraordinaria.

La amargura, la terrible amargura que Emma sintió en su interior al oír estas palabras, le obligó a hacer un gran esfuerzo para dominarse y poder contestar:

—Harriet, yo lo único que puedo decirte es que el señor Knightley es una persona absolutamente incapaz de dar a entender deliberadamente a una mujer que siente por ella más atracción de la que en realidad siente.

Harriet pareció casi dispuesta a adorar a su amiga por una frase tan grata; y Emma sólo logró evitar sus manifestaciones de entusiasmo y de cariño, que en aquel momento le hubieran sido particularmente penosas, gracias a que se oyeron los pasos de su padre que se dirigía hacia el salón; Harriet estaba demasiado alterada para poder presentarse ante él.

—No podría dominarme… El señor Woodhouse se alarmaría… Es mejor que me vaya…

Y así, con la inmediata aprobación de su amiga, salió por otra puerta… Y apenas hubo salido los sentimientos de Emma se exteriorizaron en una espontánea exclamación:

—¡Dios mío! ¡Ojalá nunca la hubiese conocido!

El resto del día y la noche siguiente apenas bastaron a sus pensamientos… Se hallaba turbada por la confusión de todo lo que había irrumpido en su vida en aquellas últimas horas… Cada momento había aportado una nueva sorpresa; y cada sorpresa era un motivo más de humillación para ella… ¿Cómo podía comprenderlo todo? ¿Cómo podía comprender que hubiera estado engañándose a sí misma de aquel modo hasta entonces, viviendo en aquel engaño? ¡Aquellos errores, aquella ceguera de su mente y de su corazón! Se quedó sentada, se paseó, anduvo de una a otra habitación, probó a pasear por el plantío… En todos los lugares, en todas las posiciones no podía dejar de pensar que había obrado de un modo insensato; que se había dejado engañar por los demás de un modo mortificante; que se había estado engañando a sí misma de un modo más mortificante aún; que se sentía desgraciada y que probablemente aquel día no era más que el principio de sus desgracias.

Por el momento lo primero que debía hacer era ver claro, ver totalmente claro en su propio corazón. Hacia este objetivo tendieron todos los momentos de ocio que le permitían tener sus obligaciones para con su padre, y todos los momentos de involuntario ensimismamiento.

¿Cuánto tiempo hacía que sentía aquel afecto por el señor Knightley que ahora sus sentimientos le revelaban con toda evidencia? ¿Cuándo había empezado a ejercer su influencia, aquella clase de influencia, sobre ella? ¿Cuándo había conseguido ocupar en su afecto el lugar que Frank Churchill por un breve espacio de tiempo había ocupado también? Intentó recordar; comparó a los dos… les comparó según la estimación que había sentido por cada uno de ellos desde la época en que conoció a Frank… y como tarde o temprano hubiera tenido que compararlos… ¡Oh! ¡Qué feliz ocurrencia hubiese tenido si se le hubiera ocurrido antes hacer aquella comparación! Se daba cuenta de que en todo momento había considerado al señor Knightley como infinitamente superior al otro, que en todo momento había sentido por él un afecto mucho mayor. Se daba cuenta de que al convencerse a sí misma de lo contrario, al imaginarse que así debía ser y obrar en consecuencia, se había engañado, ignorando totalmente lo que había en su propio corazón… y en resumen… ¡qué en realidad nunca había sentido la menor atracción por Frank Churchill!

Ésta fue la conclusión de sus primeras reflexiones. Ésta fue la primera convicción sobre sí misma a la que llegó respondiendo a las primeras preguntas que se había formulado; y sin que necesitara mucho tiempo para ello… Se sentía a un tiempo enojada y apenada… Y se avergonzaba de todos sus sentimientos, menos del que acababa de descubrir… su afecto por el señor Knightley… Todo lo demás que encontraba en su interior le repugnaba.

Con una imperdonable vanidad, se había creído poseedora del secreto de los sentimientos de todo el mundo; con una inexcusable arrogancia, se había propuesto arreglar las vidas de todo el mundo. Y se había demostrado que se había equivocado en todo; y ni siquiera no había hecho nada… porque había provocado desgracias… Había traído la desgracia a Harriet, a ella y mucho se temía que también al señor Knightley…. Si aquella unión, la más desigual de todas las que podían imaginarse, llegaba a ser una realidad, ella sería la responsable de haberla alentado en sus inicios; porque sólo podía pensar que aquel mutuo afecto no había nacido de otra cosa que de la actitud de Harriet; y aunque no hubiera sido así, él nunca hubiera llegado a conocer a Harriet de no ser por las fantásticas imaginaciones de Emma.

¡El señor Knightley y Harriet Smith! Una unión como para hacer olvidar el asombro que pudiera producir cualquier otro enlace… Al lado de éste, el enamoramiento entre Frank Churchill y Jane Fairfax era una cosa corriente, vulgar, que no despertaba ninguna sorpresa ni ofrecía ninguna disparidad, que no se prestaba a decir ni a comentar nada… ¡El señor Knightley y Harriet Smith! ¡Cómo iba a encumbrarse ella y cómo iba a rebajarse él! A Emma le horrorizaba pensar en cómo iba a desmerecer su amigo en la opinión general, le horrorizaba prever las sonrisas, las burlas, las mofas que se harían a sus expensas; la humillación y el desdén de su hermano, las mil dificultades que aquello representaría para él mismo… ¿Era posible? No; no lo era. Y sin embargo estaba lejos, muy lejos de ser algo imposible… ¿Sería la primera vez que un hombre de grandes prendas se sintiese atraído por una mujer muy inferior a él? ¿Sería la primera vez que alguien, quizá demasiado ocupado en sus negocios para buscar por sí mismo, se dejase seducir por una muchacha interesada en agradarle? ¿Sería la primera vez que ocurría en el mundo algo desproporcionado, inconsistente, incongruente… y que un azar o unas circunstancias, como causas segundas, dirigiesen el destino humano?

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