Emma

Emma


Emma

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José María Vargas Vila

Emma

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Piolin 31.10.2021

José María Vargas Vila, 1983

 

Editor digital: Piolin

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Una de las más bellas tardes de diciembre tocaba a su fin. Era una de esas tardes apacibles de las tierras cálidas, en las cuales el viento vuela perfumado con el aliento que arrebata a los jazmines en flor y a los ramos cargados de azahar: en que el aire está poblado de suspiros y la brisa de voces misteriosas; el cielo azul sin una sombra y el horizonte inmenso, despejado. ¡Tardes americanas, siempre bellas! ¡Tardes de mi país, llenas de perfumes y de luz!

El sol, lanzando su rayo horizontal y postrimero a través de la reja entreabierta de una ancha ventana, bañaba con sus fulgores el rostro bellísimo y la figura escultural de una preciosa niña, que lánguidamente sentada en una silla mecedora, con la cabeza apoyada en la mano, y presa de espantosa tristeza, escuchaba absorta y abatida la conversación de un mancebo de diez y seis años, en cuyo acento apasionado y tierno se revelaban bien todo al ardor de la pasión primera y toda la timidez de una adolescencia pura.

Ella era hermosa, con sus ojos garzos, tristes y serenos, en cuya mirada había una ingénita y vaga melancolía y ese mirar poético y extraño de los seres destinados a vivir poco tiempo y que en medio de las sombras de la vida, alumbrados por misteriosas e interiores claridades, viven con la esperanza de lo eterno, pensando en Dios y contemplando el cielo. Almas de poetas y de mártires, que con la lira en la mano o con la hoguera al pie, inspirados por el genio o por la fe, soñando con la gloria o con el cielo, viven siempre tristes y agitando unas como alas invisibles, ansiosas y prontas a tender el vuelo en busca de lo ideal y de lo bello. Sus cabellos eran abundantes y de un color castaño, como el de la avellana; sus cejas y pestañas, negras, y su rostro pálido y blanco, como las azucenas de Nazaret. Vestía con sencillez y sobre su pecho agitado por los suspiros se balanceaba una flor, roja, tan roja como el color purpúreo de sus labios.

Su joven y amante compañero, con sus cabellos negros y ensortijados, su rostro ligeramente moreno y pálido, y sus facciones pronunciadas y correctas, era un tipo de romano de envidiable hermosura varonil.

Casi niños, tiernos y sensibles, se amaban con ese amor de la primera edad, amor que tiene todo el fuego del sol en el oriente, toda la belleza de una mañana estival, todo el encanto del primer día de primavera en una floresta americana, y todo el esplendor exuberante de la vegetación en una selva virgen. Amor que ni se extingue ni se olvida, que vive unido a nosotros con el recuerdo querido de los besos de la madre dados en la frente, la cual, huidos ya los encantos de la inocencia, empieza a cubrirse con las primeras sombras de la vida. Amor que después que han pasado sobre nosotros los vendavales de la desgracia, desgajando las flores de nuestra corona de ilusiones, llevándose nuestros sueños, nuestras esperanzas y nuestros ideales, aún se conserva puro, como el fuego sagrado en el fondo de nuestro corazón. Amor cuya memoria sobrevive cuando los desengaños del mundo y sus tristes decepciones han puesto en nuestro labio esa sonrisa fría y fingida que es como el centinela avanzado del despecho y de la desesperación ocultos, y que da al rostro no se qué tinte trágicamente sombrío; sonrisa que es una especie de luz como la del relámpago sobre el abismo de una tumba abierta. Sí; la memoria de ese amor se conserva querida en el fondo del alma, vagando en ella triste y solitaria, como esos fantasmas que forja la imaginación y vagan al rayo de la luna entre los rotos pórticos de los oscuros claustros de un monasterio arruinado. Amor sublime, poema divino, pero que casi siempre termina truncado por el desengaño o por la muerte: en el primer caso, las almas sensibles quedan para siempre profundamente heridas; en el segundo, quedan hastiadas de la vida y eternamente tristes.

Nacidos bajo un mismo techo, hijos de dos hermanas, ambos huérfanos de padre, se amaban desde la infancia con ese amor casto y puro que alimentan las almas inocentes, al dulce calor de la virtud. Eran dos tipos del amor ideal, dignos de ser pintados por Bernardino de Saint-Pierre, o Lamartine, los cantores de las pasiones puras y del amor sin sombras. Así, enamorados e inocentes, conversaban aquella tarde, y el sonido trémulo y apasionado de su voz semejaba el arrullo de dos tórtolas amantes, ocultas en un bosque solitario, o el ruido de dos alas que, viniendo de contrarias direcciones, se besan y se unen para ir a morir sobre una playa.

Armando tenía entre las suyas la mano perfumada de Emma, fijos sus ojos en los castos ojos de esa mujer que todo lo absorbía; terminaban una de esas conversaciones sotto-voce, de palabras inarticuladas, de voces truncas, de esas frases de amor que sólo entienden los que se aman, pero dichas tan paso que sólo el ángel de la inocencia inclinado sobre ellos, podía escucharlas. Emma lo oía silenciosa, pues el dolor que embargaba su alma la hacía enmudecer. ¡Quien se haya separado una vez sola del ser que más se adora en el mundo, podrá comprender esa tristeza! ¡Pocas horas debían transcurrir y la cadena misteriosa que ataba esos dos seres se rompería! ¡La ausencia, ese enemigo de la felicidad y del amor, ese retrato tenebroso de la muerte, se iba a poner entre los dos! ¡Juegos de la infancia, amores de la adolescencia, inocentes paseos en la paterna heredad, ramilletes de flores, confidencias íntimas, todo iba a terminar para ellos! Armando lo comprendía así, y aumentaba su angustia el temor que le causaba pensar la impresión que tan rudo golpe causaría a la naturaleza enfermiza y delicada de aquella niña enamorada y triste, que como una flor enferma, sólo se abría al soplo de su amor; parásita silvestre, inclinada al borde de un abismo, se desplomaría en él cuando le faltara el arbusto, adherida al cual había vivido y que le daba sombra.

Durante un rato, el silencio envolvió el aposento y sólo se oían gemidos ahogados, y en la sombra que ya invadía la estancia, los ojos de aquellos dos seres se buscaban iluminando al través de sus pupilas las tinieblas de su alma solitaria.

Al fin, Armando, haciendo un supremo esfuerzo, se puso en pie, y en la presión de su mano temblorosa, en el acento de su voz truncada, ¡Emma comprendió que había llegado el momento fatal y se arrojó a sus brazos! Los bucles de su cabellera cayeron sobre el hombro del mancebo, y el mármol de su frente inmaculada se posó sobre el fuego de sus labios. Él la estrechó temblando, ella exhaló un grito imperceptible, y con la faz descompuesta por el dolor, volvió a dejarse caer sobre el asiento. Armando quiso socorrerla; pero, temiendo prolongar tan triste escena, salió del aposento huyendo como un loco y ahogando sus gemidos.

Pocos momentos después, Emma era conducida a su lecho, víctima de uno de esos ataques al corazón que desde niña ponían en peligro su vida.

Al día siguiente, tres mujeres lloraban la partida de Armando: su madre, su tía, madre de Emma, y ésta, que vuelta en sí, e inconsolable, buscaba en vano en su dolor una esperanza; todo era triste para ella: el pasado era un recuerdo que la atormentaba; el presente, un adiós, cuyo eco no se apagaba todavía; y con los ojos del alma mirando en lontananza, sólo veía un buque, el mar inmenso amenazante, el cielo indiferente, y muchos, años de ausencia…

Entonces inclinaba la frente, como un lirio tronchado en la llanura y el llanto corría por sus mejillas; era algo como un presentimiento: era la visión del porvenir.

En Roma; allí también las tardes son bellas como las tardes de la América, el cielo azul y sereno, y las brisas cálidas y suaves; la Ciudad Eterna, estaba iluminada por los últimos resplandores de un sol de primavera cuyos rayos se partían en las altas veletas de los templos, proyectando las sombras de las antiguas torres, y las innúmeras estatuas, en el pavimento de plazas y galerías; en uno de los barrios más populosos de la ciudad de los Césares, levanta el seminario de San S… sus viejos y macizos muros; en una de las ventanas del tercer piso, que da a la celda humilde de un estudiante, apoyados los codos en la reja, y en actitud meditabunda, se veía un joven, vestido con el traje talar que distingue a los estudiantes de aquel colegio: era Armando. Cuatro años habían pasado, dando a su fisonomía mayor gracia y enérgica expresión, con el desarrollo completo de la naturaleza atlética; el clima de Italia había conservado en él, el color moreno y pálido, de la belleza americana; sus grandes ojos negros, ya con la expresión grave que dan las luchas del pensamiento, tenían el tinte melancólico del huérfano apartado del hogar, y el aire varonil de su belleza, formaba el tipo acabado del hombre de nuestra raza; fijos los ojos en el horizonte, distraído por completo, no miraba la ciudad, ni escuchaba el bullicio que se oía debajo, como el zumbido de una colmena; su mirada, pasando con el pensamiento los mares buscaba tras ellos, la línea azul de las montañas queridas de su patria, y buscaba con los ojos del alma la imagen bendita de su madre, que sólo veía en sueños inclinada para hacerlo sobre su lecho de escolar; pero tras esta imagen querida, había otra, doliente y pura, luminosa y tierna, que hería su corazón: era Emma. Sí, Emma, la virgen de sus primeros amores, el sueño de sus castas ilusiones, más radiante, más bella, más ardiente que antes, al reflejarse en el presente, sobre su imaginación de veinte años; era quien no había podido olvidar un solo instante, cuya sombra lo acompañaba en las noches de insomnio, y vagaba cerca de él, en sus horas de estudio; su compañera de soledad, su consuelo en los cuatro años de interminable ausencia; ella siempre en su memoria, flotando entre las sombras del pasado; ella envuelta en el manto de luz de la esperanza en el presente; y ella como un anhelo vago, como el término deseado en la oscura región del porvenir.

Ya había cerrado la noche, y Armando permanecía inmóvil, contemplando el horizonte, en el cual la imagen de la mujer amada, brillaba como un punto luminoso en medio de la sombra; cuando sintió que le tocaban suavemente el hombro, y al volverse vio tras sí, la faz imponente y fría, del Padre Andrés, uno de los superiores del colegio, que tenía especial preferencia por él.

—¿Qué haces ahí? —preguntó el Padre.

—Nada, señor.

—Eres incorregible: ¿no te he dicho que esa conducta retraída, este alejamiento continuo de tus condiscípulos, esa monomanía por la meditación y el aislamiento, concluirían por agriar tu carácter, y hacerte insoportable a todos?

—Padre mío —respondió el joven algo turbado—, ya os he dado las razones de mi conducta: nadie mejor que vos sabéis, pues desde que llegué a este convento, habéis sido mi confesor, conocéis los secretos de mi alma, habéis visto en el fondo de mi conciencia, y nada puedo ocultaros; vos sabéis que vivo consagrado a una memoria; que amo la soledad porque en la soledad la encuentro a ella: que busco tras las brumas del horizonte, las montañas de mi patria, y pienso en mi madre, pienso en ella; que anhelo volver a mi país, porque allá está ella, y finalmente, padre mío, que si pienso en Dios y rezo, pienso y rezo por ella.

Había tanta pasión, tanta lealtad en este arranque generoso, que cualquier otro se hubiera sentido conmovido; pero, no era la naturaleza del Padre Andrés petrificado por las austeras prácticas de un ascetismo continuo, la que podía entender ese lenguaje.

Era la virtud de aquel santo levita, una especie de torre de granito, contra la cual, se habían estrellado en vano, las tormentas de la pasión; de esas virtudes en que el cerebro, dominando por completo, logra ahogar los impulsos del corazón, y en las cuales se reflejan las pasiones, como un rayo de sol en un mar congelado; almas místicas que a fuerza de levantar la frente hacia el cielo, pierden pie en la tierra, y no sienten la llama del volcán que les calcina las plantas.

De esas virtudes, al parecer áridas, era la del Padre Andrés, cuyo rostro pálido y pensativo, y cuyo cuerpo enjuto, parecía una pintura arrancada al lienzo de esos cuadros que representan los Santos penitentes, aniquilados por la maceración y los cilicios; no era, pues, aquel varón contemplativo y místico, a propósito para comprender los torrentes de su pasión, que desbordaban de aquel corazón juvenil y enamorado; así es que al oír a su discípulo, exclamó con piadosa indignación:

—¡Quimeras, quimeras! ¿De dónde te ha venido el querer hacerme creer, que pueda uno enamorarse así, a los diez y seis años, y no olvidar jamás? ¿no ves que ésas son tentaciones del demonio, para alejarte del camino del bien, y perturbar tu espíritu? deja esos desvaríos, piensa lo que tantas veces te he dicho, sigue el camino de la salvación que te he mostrado, y al fin del cual está Dios; aparta de ti esos caprichos, que te encienden las pasiones y perturban los sentidos; piensa seriamente en abrazar la causa de Dios, y consagrarte a su servicio; ¿qué mejor carrera podrás escoger, cuál honrosa para ti, que ser soldado de aquel que todo lo puede? el mundo guarda sólo engaños y falsía; Dios, ni engaña ni miente, porque es la verdad suprema; vuélvete a él; el Padre superior, me ha indicado muchas veces, que te hablara sobre este asunto; tu madre ha dejado tu suerte, a la elección tuya y de nosotros, déjate de sueños, y busca la realidad; ten un poco de valor, rompe con el mundo, y mata ese recuerdo.

—Jamás, padre, jamás; yo, no me siento con fuerzas, para olvidar ni traicionar esa mujer, y comprendo que mientras ella viva, sólo a su lado podré ser feliz; sería un mal sacerdote, un ministro indigno, porque no podría nunca amar otra cosa que no fuera ella; ¿de qué serviría la pobreza material, si mi alma, mi pensamiento y mis deseos, vivirán ardiendo para ella? ¿qué valdría ese adulterio moral, y vivir en ese martirio sin gloria, que ni Dios mismo me habría de agradecer? no, padre mío, no exijáis de mí tamaño sacrificio, que no habéis de conseguir.

—Obcecación, error funesto, ardor de las pasiones que te ciegan, predominio de la materia sobre el alma, reinado del lodo, combate del polvo contra la luz: he ahí el estado de tu espíritu y, ¿triunfará el error? no, una voz secreta me hace conservar la esperanza de tu salvación; preveo que un día, olvidando ese capricho, y volviendo a Dios los ojos, tiendas a él las alas, como tu única esperanza.

—Mientras ella exista y, me ame, jamás, padre mío, jamás.

Había ya abandonado el superior el aposento, y aún se oía al joven, de pie y con la mirada severa, en medio de la sombra que lo rodeaba, decir:

—No, mientras ella me ame, jamás, jamás, jamás.

Los tristes años de su ausencia habían pasado sobre la frente de Emma, sin marchitar sus encantos, pero viéndola declinar al paso del dolor; pobre azucena, que se doblaba sobre su tallo, y languidecía en su bosque nativo, que era ya para ella campo de soledad y de abandono; casta violeta que el invierno heló; triste gaviota que arrullaba el nido vacío de sus amores, sin que nadie respondiera a las quejas de su alma.

Pequeños rayos de luz, venían a iluminar a veces, aquella soledad tan triste: eran las cartas de Armando; cuando las recibía, buscaba, el lugar más apartado del jardín, y allí, a la sombra de los mismos árboles que habían cobijado sus amores, sentada en uno de esos bancos, donde al lado de Armando había pasado las horas más felices de su vida, las leía y releía, hasta grabarlas en la memoria, para repetirlas como una oración aprendida en la niñez, de los labios de la madre; ¡cuántas veces se durmió pronunciando las últimas palabras de una carta y al despertar saludaba a Dios con el nombre del ser que la firmaba!

Enferma y solitaria, se sentía languidecer, sin tener a quien confiar sus dolores: constantemente abatida, los cuidados de su madre, no bastaban a reanimarla, y sólo sonreía, cuando pasaba uno de esos accesos que tan frecuente la ponían al borde del sepulcro, lograba quedarse sola, y levantaba a hurtadillas el cuadro de la Virgen que tenía a la cabecera de su cama, y tras el cual tenía oculto el retrato de Armando; lo había colocado allí, para que velara sus sueños de virgen, y fuera para ella, un segundo ángel guardián, y para consolar también su alma, después de levantar los ojos y, elevar su oración hacia la Madre de Dios.

Un día la niña amaneció más enferma que de costumbre: no pudo abandonar el lecho, y al declinar la tarde, en esa hora en que arrullan las palomas, y las aves marinas buscan la playa, y vuelven cantando al nido las parejas de pájaros errantes, y el alma sobrecogida de una vaga melancolía contempla con dolor la luz que se retira, y, la sombra que avanza lentamente; Emma, con un grito imperceptible, anunció que era presa de tremendo ataque que amenazaba su vida.

Las dos ancianas, llorosas y aturdidas, corrían de una a otra parte en busca de los auxilios de la ciencia, que no podían hallarse en aquel pueblo, donde no había un médico titulado, y sólo ejercían la profesión, los allí llamados curanderos.

El más afamado de éstos, fue cerca del lecho de la niña enferma, y cuantas aplicaciones inventó el empirismo y la herbolaria del pueblo, le fueron hechas; pero todo en vano, pues no volvió en sí.

Inclinada la hermosa cabeza sobre el hombro de la madre, parecía un niño que acabara de dormirse, húmedas aún las mejillas por los últimos besos maternales; sobre sus labios vagaba una sonrisa indefinible y en su boca, parecía aún como dormida la última oración que amenazaba a pronunciar, cuando sintió que el hielo de la muerte la tocaba; sus ojos habían quedado en el cuadro de la Virgen, como implorando misericordia y buscando quizás tras ella, el retrato de su amante.

Era la pobre niña un botón de rosa tronchado en el tallo maternal, una alondra desfallecida al pie de un árbol donde colgó su nido, una ola muerta al besar los arbustos de la playa, el último rayo de una luna clarísima extinguiéndose sobre el tenue cristal de una laguna.

Pasadas tres horas, el empírico le tomó el pulso; no latía; le tocó la frente, estaba yerta; buscaba su respiración, no la halló; entonces, con el aire arrogante de la ignorancia, exclamó:

—Ha concluido.

Las dos ancianas se lanzaron sobre el cuerpo inanimado de la joven, dando gritos desgarradores, y llamándola con desesperación; la vecindad, el pueblo todo, tomaron parte en tan inmensa desgracia; tras los primeros momentos del dolor, un pariente recordó que al día siguiente partiría el correo para Europa, y comunicó la idea de escribirle a Armando.

—Hágalo usted —le dijo la madre de éste—, pues yo no tengo fuerzas para hacerlo; comuníquele en mi nombre, la terrible desgracia que acaba de caer sobre nosotros. ¡Pobre hijo mío, la quería como a una hermana!

Poco después, un expreso llegaba a la ciudad, de donde debía partir el correo, las cartas contentivas de tan horrible nueva; parientes, amigos, y, todos los que pudieron enviar al joven una tarjeta de duelo, así lo hicieron.

¡Pobre Armando! ¡la cruel noticia, recibida a tantas leguas de la patria, iba a ser el premio de tantas inquietudes, tantos desvelos y tantas esperanzas!

Trasladémonos al humilde aposento del estudiante en Roma.

Ya éste no esperaba apoyado de codos en la ventana. El correo que aguardaba con tanto anhelo acababa de llegar y en este momento rompía con mano temblorosa una carta cuya letra veía él que no era la de su madre. Pálido como un cadáver, leyó los primeros renglones; después, sus piernas flaquearon, giró sus ojos en rededor como si la vista hubiese huido de ellos, llevóse las manos a la frente, dio un grito inarticulado como el de un sordomudo en la desesperación, y se desplomó en la orilla de su lecho. En aquel momento la puerta del cuarto se abrió suavemente dando paso al Padre Andrés, quien al ver la actitud de su discípulo, quedó un momento confuso, pero luego avanzando hasta donde él estaba, tomó la carta que había caído de las manos de Armando y la leyó con avidez. El dolor se pintó sobre su rostro inmóvil y severo, porque era un buen corazón y amaba entrañablemente a aquel joven; pero un rayo de esperanza brilló en sus ojos. Acercándose a Armando lo tocó en el hombro; éste alzó la vista atónita y al ver ante sí la figura severa pero querida de su amigo, se arrojó a sus brazos exclamando:

—¡Padre mío, cuán desgraciado soy! Ella me ha abandonado; ha… —No pudo continuar, porque el llanto ahogó su voz.

—Todo lo sé —respondió el Padre conmovido—. Debes llorarla como a una hermana y respetar su memoria.

—¿Qué haré ahora, padre mío? ¿Para qué quiero la vida? ¿Qué hago yo en el mundo? Yo debo morir como ella, para unimos en el cielo, ya que aquí fue imposible. ¡Oh! sí, la vida me es odiosa.

—Calla, hijo mío, no digas impiedades. Aún queda para ti felicidad en el mundo; aún hay quien pueda dártela.

—¿Quién?

—¡Dios!

—¿Dios? —respondió el mancebo sarcásticamente— ¿Dios, que me ha quitado cuanto podía hacerme feliz en este mundo? ¿Dios, que ha desvanecido mi sueño, que ha disipado mis esperanzas, que ha matado mi ilusión? ¡Ah! ¿Qué felicidad podría darme?

—Silencio, silencio, exclamó el Padre con espanto. ¡Desgraciado! ¿Sabes acaso lo que estás diciendo? ¿No ves que estás blasfemando? ¿No sabes que no se mueve la hoja del árbol sin la voluntad de Dios? Dobla la frente y acata sus designios. Si él te la ha arrebatado, será para tu bien. Inclina la frente y calla. Acaso esa mujer era un escollo para tu verdadera y eterna felicidad.

—¿Qué decís?

—Que acaso Dios lo ha suprimido para tu propia salvación. Calló el joven, y el anciano sacerdote siguió hablándole.

Largo tiempo se oyeron aún conversando el maestro y el discípulo, y al fin se le oyó exclamar al último:

—Bien, padre mío, muerta ella, el mundo es un desierto para mí; quiero huir de sus halagos y consagrarme a Dios, quiero postrarme al pie de sus altares y si no puedo olvidarla, con una vida ejemplar santificaré su memoria, y después la encontraré en el cielo.

—Hijo mío, Dios se ha dignado purificarte por el dolor y tocar tu corazón. ¡Bendito sea! Él, que tiene consuelo para los grandes infortunios, mitigará el tuyo y te hará feliz en el mundo y en la eternidad.

—Así sea, dijo el joven.

Pocos días después el seminario estaba de gala.

Un estudiante americano había entrado al servicio de la iglesia: era Armando. Aquel día había recibido de manos del Obispo la dignidad sacerdotal y pocas horas después de su consagración, podía vérsele en su antiguo aposento, de rodillas al pie de un crucifijo, el rostro bañado en lágrimas y estrechando el corazón con ambas manas, exclamar:

—¡Dios mío, Dios mío! El sacrificio está consumado; dame valor para seguir hasta el fin y perdóname, Señor, si no puedo olvidar la imagen seductora de la mujer que tanto he amado. Perdóname, si en mis noches de soledad lloro por ella, si uno su nombre al tuyo en las oraciones que levanto, si vivo consagrado a su memoria, si la amo con el alma todavía. Dame valor para resistir esta lucha, o arranca esta imagen de mi mente, porque siento que ella es la esencia de mi vida y es una imagen de mi propio ser que no puedo arrancar del pensamiento.

Y luego tocándose las manos, donde estaba fresco aún el óleo del sacramento, volvía a inclinar la frente y se le oía murmurar muy paso, como un hombre que lucha con la tenacidad de alguna idea:

—¡Todo está consumado! ¡Todo está consumado!…

Casi a la misma hora, pocas tardes después, el Padre Andrés conversaba confidencialmente con el superior.

—¿Qué hacemos con esas cartas? —le decía.

—Guardadlas. Han llegado demasiado tarde. ¿A qué perturbar su espíritu con esta nueva noticia? Él está ya pronto a volver a América; dejad que lo sepa todo en el seno de su familia; allí encontrará mayores consuelos.

—¿No habremos obrado con demasiada precipitación?

—Él fue quien últimamente lo solicitó con tanto ahínco.

—¡Es verdad; pobre joven! —dijo el Padre Andrés.

—Dios tenga compasión de él —murmuró el superior.

Y las cartas selladas de nuevo, fueron remitidas otra vez a América.

Volvamos al lecho donde yacía tendida Emma, rodeada de su familia inconsolable.

A las cinco de la mañana se sintió en el patio el ruido de las herraduras de un caballo y se vio un jinete que se apeaba. Era el médico de la ciudad vecina que había sido enviado a buscar.

Cuando el doctor entró, la joven yacía tendida sobre el lecho, cubierta apenas con una sábana. El hábil facultativo la pulsó, puso el oído sobre el pecho para percibir los latidos del corazón, y exclamó:

—Aún hay esperanza.

Inmediatamente, todos fueron puestos en movimiento, y a las tres horas, después de innúmeras aplicaciones, y como quien vuelve de un largo sueño, la joven abrió los ojos.

Imposible pintar la alegría, la admiración y el entusiasmo, que se apoderó de cuantos rodeaban a la enferma; la madre, la estrechaba y la besaba, como loca de placer.

Emma permaneció un momento como quien recuerda algo, y luego pronunció débilmente un nombre: Armando; al recuerdo de aquel nombre, su tía se acordó de la carta que había sido escrita a su hijo, y dirigiéndose con precipitación al escritorio, escribió rápidamente una carta en la que decía: «Todo ha pasado, Emma vive».

Inmediatamente, despachó un peón que la llevara a la ciudad vecina para que fuera incluida si no había partido la correspondencia para Europa; pero por desgracia, llegó tarde, y debía demorarse hasta el correo inmediato; en aquellos tiempos de malos correos, y en lugares lejanos de la costa esto indicaba una gran dilación; pero ¿quién consideraba el mal que esta noticia podría causar a Armando?, todos, inclusive la madre ignoraban sus amores, y no pudieron medir las inmensas consecuencias que tendría sobre su porvenir; además, ¿cómo prever, que al llegar la carta sería demasiado tarde, y sólo serviría para ocasionar la perplejidad de sus superiores y de ser devuelta por éstos?

En tanto, Emma, vuelta en sí, acariciada por la esperanza, nada sabía: ¡pobre niña! así duermen las gacelas sin sentir el cazador que las ojea; más le hubiera valido no volver a una vida donde sólo la esperaba, la pena y el dolor.

Es en el mar. En la faja azul del horizonte se divisa una línea imperceptible: son las costas rojas y ardientes, las costas de la Patria.

Desde la proa del navio, hay varios pasajeros, que las miran con cariño y avidez; entre ellas un sacerdote joven y hermoso, cuyos ojos fijos en la ribera, están cubiertos de lágrimas.

Un objeto, el parecer pequeño, se cruzó entre el horizonte y ellos.

—¿Qué es aquello? —preguntaron.

El vapor correo; y veloz como un águila, se perdió entre las brumas del mar, aquella embarcación que llevaba cartas amantes para un estudiante, cuya celda estaba ya vacía. Al declinar la noche; los pasajeros pisaban tierra. Tres días después, también a las últimas horas de la tarde, un coche se detuvo a la puerta de la casa donde ha principiado esta narración.

Un hombre joven se apeó de él y penetró; era un sacerdote; avanzó, irresoluto y vacilante hacia la sala; una anciana estaba allí; a la vista del clérigo, se puso de pie y quedó perpleja; pero al fijarse en sus facciones, al verlo acercarse, lo reconoció, y se lanzó en sus brazos gritando:

—¡Hijo mío, hijo mío!

El joven la estrechó contra su pecho, y por un momento reinó el silencio de la emoción. Luego la anciana, fijando los ojos en las negras vestiduras de su hijo, exclamó:

—¿Qué es esto?

—Perdonad, madre mía —dijo el joven—, pero muerta ella nada me quedaba qué esperar, y… En aquel momento se entreabrió la puerta de aposento, y una figura blanca se dibujó tras ella:

—¿Y qué? —replicó la madre, haciendo hincapié en la última palabra de su hijo.

—Y me he hecho sacerdote.

—¿Sacerdote? —clamó una voz dulcísima, detrás de él.

El sonido de aquella voz, despertó en el corazón del viajero, un mundo de recuerdos queridos, y de esperanzas que él, creía muertas; Y. como deslumbrado por un rayo el joven levita volvió los ojos, buscando a quien las pronunciaba. Una mujer estaba en pie detrás de él. ¡Era Emma! Emma, que estaba allí, radiante de belleza y de candor; Emma, que lo miraba con ojos atónitos, como quien vuelve de un sueño; que lo contemplaba con un delirio infinito de pasión. Ella, la pura y casta virgen de sus primeros amores, el sueño y la esperanza de su vida, más bella y más seductora que pocos años antes de partir de allí.

El joven se llevó las manos a los ojos, creyéndose víctima de una alucinación y exclamó:

—Es su sombra, su sombra bendita ¡Dios mío!

—Armando —dijo entonces ella, con una dulce voz como el gemido de una tórtola.

—¡Madre mía! ¿No ha muerto? —murmuró el presbítero.

—No, hijo mío, no.

—Emma, Emma, dijo el joven avanzando hacia ella con los brazos extendidos como para cerciorarse.

Pero no alcanzó a llegar; porque la joven, mirándolo un instante con dulzura, sonrió tristemente y, llevándose las manos al corazón, exhaló en grito y se desplomó al suelo.

—¡Se muere! ¡Socórranla, madre mía! —gritó Armando. Era la media noche.

Emma había vuelto en sí y con su sonrisa triste como los celajes del invierno y como los crepúsculos de la tarde, había hablado con su madre, se había hecho bendecir y había pedido que le llamaran a Armando.

Pocos momentos después estaban juntos.

—Hermano mío —le dijo ella tomándole una mano y mostrándole un asiento cerca del lecho—, quiero despedirme de ti. ¡Dios no ha querido que nos unamos en el mundo y siento que voy a precederte en la marcha a la eternidad, pero te espero en el cielo! Muero tranquila, porque no me has sacrificado al amor de ninguna otra mujer, sino a mi propio amor, no me llores, no te desesperes; consagra al bien la vida que te quede. Yo estaré siempre a tu lado para sostener tu espíritu desfalleciente en las horas de prueba. Cuida de tu madre y de la mía, mientras nos encontramos en el cielo.

Armando la oía mudo de dolor y el rostro bañado en lágrimas, e iba acercando su oído al rostro de la joven, cuya voz se apagaba poco a poco, como el eco de una música lejana, hasta que al fin se hizo ininteligible, temblorosa, se trocó en un murmullo sombrío y se extinguió…

¡Quedó inmóvil! Sus grandes ojos abiertos parecían querer llevar a la tumba, impresa en sus pupilas, la imagen del ser que había amado tanto. Iluminada por los últimos resplandores de la vida, destacaba la blancura de su rostro sobre el manto de sus cabellos destrozados como un botón de rosa blanca arrojado al ocaso sobre un paño mortuorio; como la hoja desgajada de una azucena que arrojara el viento sobre el mármol negro de una tumba.

Armando se acercó a la puerta y llamó al médico. Todos entraron tras él.

—¿Cuánto tiempo creéis que le queda de vida? —le preguntó.

—Muy pocos minutos —respondió el facultativo.

Todos volvieron con cariñosa ansiedad los ojos a aquel ser que se iba tan pronto.

Armando con la serenidad del que lucha para vencerse, fuerte por carácter, templado por la fe y por la virtud, dominando su emoción, se revistió con sus propios ornamentos, tomó un crucifijo de marfil, se acercó al lecho y lo colocó entre las manos de Emma. Un sonido imperceptible salía de su garganta: era el estertor de la agonía.

El sacerdote abrió su Breviario y empezó a rezar las oraciones de los agonizantes. Era aquello el adiós de dos almas en la puerta de la eternidad. El rostro inmutado de presbítero, su voz insegura, en la que a veces casi se asomaba un gemido, todo anunciaba la violencia de la lucha interior que sostenía. Su madre, cerca de él sosteniendo con mano temblorosa una vela de cera, seguía con angustia las emociones que se retrataban en el rostro de su hijo y las huellas de la muerte que iban extendiendo sobre el rostro de la agonizante su velo misterioso. La palidez azul de los sepulcros sombreaba ya aquella faz tan hermosa, su nariz se afilaba por instantes, su rostro se desencajaba y sus labios perdían el hermoso carmín que los teñía.

En aquel cuadro sombrío sólo se oyó durante un rato el fúnebre estertor de la agonizante, los suspiros y los ayes, y la voz severa del sacerdote como departiendo con la muerte en nombre de Dios y dominándolo todo. La muerte se cernía allí y el hielo del sepulcro invadía la estancia.

Últimamente, Emma hizo un esfuerzo débil, como para quejarse, sonrió tristemente como una niña, y una lágrima brotó de sus ojos cerrados ya, y quedó suspendida en sus pestañas como una gota de rocío oscilando en las zarzas de una selva. Un estremecimiento nervioso agitó todo su cuerpo y dio un suspiro… Era el último.

—¡Jesús! —exclamó el sacerdote, extendiendo sobre ella la mano para bendecirla.

—Ha concluido —murmuró el doctor.

—Hija mía, hija mía —gritó la madre lanzándose sobre el cadáver.

—Hijo mío —dijo la otra lanzándose al sacerdote—. ¡Ten valor!…

Pocas horas después yacía el cadáver en el lecho cubierto con una sábana: el silencio de la muerte reinaba en tomo.

Armando que estaba en la sombra, se acercó, tomó la mano de Emma, y contemplándola mudo y sombrío, lloró largo rato.

Después, dobló las rodillas, se inclinó sobre el cadáver y quiso acariciar con sus labios aquella frente ya fría; pero al acercar el rostro tropezó con el crucifijo que Emma sostenía sobre el pecho, ¡Dios siempre entre ella y él! Aplicó los labios a la santa imagen y dobló la frente.

Después se le oía murmurar muy paso, parecía como si hablase con el cadáver. Era que rezaba. Estaban para extinguirse las últimas luces cuando se puso en pie.

—¡Adiós! ¡Adiós! —dijo mirando el cadáver y sacudiendo como con desesperación aquella mano ya helada.

—¡Adiós! —Volvió a decir por última vez, casi ahogado por el torrente de sus lágrimas. Soltó la mano y volvió la espalda. Su madre estaba allí.

—Perdón, madre mía —exclamó arrojándose a sus brazos. ¿Lo habéis comprendido todo?

—Todo, todo, hijo mío —dijo la anciana deshecha en lágrimas.

—Pues bien, entonces ya comprenderéis que yo no puedo vivir aquí porque el recuerdo de tanto pesar me mataría. Vámonos, madre mía, vámonos.

—¿A dónde?

—Donde el deber me mande.

—Te seguiré después —dijo la madre.

El sacerdote la besó en la frente, y mirando por última vez aquel cadáver tan querido, partió precipitadamente. Después se oyó en el empedrado el galope de un caballo que llevaba a un jinete y se ocultaba entre las sombras y las sinuosidades del camino…

Si pasáis por el pequeño pueblo de V… hallaréis al Padre Armando envejecido y triste al pie de los altares, y casi al término de su vida. Herido por los años y los dolores, ha vivido en aquel pueblo que lo ama con pasión. Solitario y triste ha visto morir en su rededor cuanto él amaba. Su madre, única compañera de su vida, lo abandonó también. Todos han caído en su rededor, y él, como el árbol que desafía la tormenta, espera que el hacha de la muerte venga a derribarlo, y sueña con vivir en la otra vida al lado de Emma, en perdurable amor.

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