Emma

Emma


PORTADA

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EMMA

 

Alma del Valle

Título: Emma

© 2016 Alma Elizabeth del Valle

©De los textos: Alma Elizabeth del Valle

Ilustración de Portada:

Mario Morales

Primera edición

Todos los derechos reservados

ISBN: 978-9929-40-860-9

Índice

 

CAPITULO I              A DANIEL

CAPITULO II              LA INFANCIA DE EMMA

CAPÍTULO III              LA VIDA CON SU PADRE

CAPÍTULO IV              DE REGRESO EN CASA

CAPÍTULO V              UNA LOCURA DE AMOR

CAPÍTULO VI              ESTEBAN

CAPÍTULO VII              REFLEXIONES

CAPÍTULO VIII              EL GATO

CAPITULO IX              GUATEMALA

CAPÍTULO X              EL INNOMBRABLE

CAPÍTULO XI              NUEVOS RETOS

CAPÍTULO XII              DANIEL

CAPÍTULO XIII              UN VIAJE POR EL PRIMER MUNDO

CAPÍTULO XIV              DE REGRESO CON DANIEL

CAPÍTULO XV              REENCUENTRO CON EL PASADO

CAPÍTULO XVI              EL CÍRCULO DE DANIEL

PREFACIO

 

 

No es exagerado decir que si se trasciende de este mundo al más allá sin haber absorbido del amor toda su esencia, sería como haber vivido sin sentido. Y del amor lo que esperamos es lo que el mismo hombre ha dicho que es, un dulce sufrimiento. ¿Acaso ha habido en la historia mujer que no haya sido traspasada o corazón que no haya sido roto por el embrujo del amor? Si por él ha existido el poeta y el escritor de novela y hasta el más cruel de los hombres, a su manera ha amado.

En Emma el amor está muy bien representado, tanto como el placer del dolor propio y del ajeno. ¿Hasta cuánto puede una dulce mujer adentrarse en la sordidez de la vida? Ciertamente dijo Gilbran, “…cuando el bien siente hambre, procura alimentarse hasta en nuestros oscuros antros, y cuando siente sed, se sacia hasta en las aguas estancadas”.

Emma es una vida completa de matices extraordinarios, sus pasos la encaminan desde la despreciable pobreza a la vida privilegiada, del amor del hombre ingenuo al del idiota, al del arrogante, al del exitoso y por último al del nada perfecto amor de su verdadero amor. Enfrentándose contra todo y todos, en una maraña que entretejida por el prejuicio de su mundo y su propia humanidad errática la llevan del amor al odio, de los celos a la locura, del engaño al desasosiego, de la amargura a la crueldad.

De tanto andar y amar salen los libros.

Y si no tienen besos o regiones,

y si no tienen hombre a manos llenas,

si no tienen mujer en cada gota,

hambre, deseo, cólera, caminos,

no sirven para escudo ni campana:

están sin ojos y no podrán abrirlo,

tendrán la boca muerta del precepto”.

Pablo Neruda.

 

 

 

CAPITULO I

A DANIEL

 

 

Era la primavera del dos mil sesenta y tres y Daniel cumpliría ochenta y dos años. Tantos pensamientos y recuerdos giraban en torno a su envejecido pensamiento. Se levantó de su cama y se dirigió al espejo. Era de nuevo acechado por su pasado. –No envejecí –balbuceó.

–¡Abuelo! –Gritaba su pequeña nieta de seis años, mientras halaba la cinta de su bata azul desgastada por el uso–. Cuéntame de nuevo la historia de la hermosa mujer,  la vela encendida,  el olor a tortilla y la camisa limpia.

Daniel despertó, y su habitación seguía vacía. Ese sueño se repetía una y otra vez. La única amiga que le hacía compañía era la de siempre, la fiel soledad que lo estrechaba con sus delicados brazos, de los cuales a Daniel se le hacía difícil escapar.

<Kiss the rain> pensó, y se levantó bruscamente a buscar el disco que escuchaba cada tarde mientras esperaba que Rebecca lo visitara con algún manjar y se sentara a leerle algún libro que lo mantuviera despierto. Adoraba esas tardes.

Daniel vivía en la isla caribeña

de Livingston, en una hermosa casa que conservaba las peculiaridades de las casas construidas a principios de siglo. La pared del frente de la sala era de vidrio, así podía contemplar desde allí el mar. Los sofás de la sala eran de piel, completamente blancos, adornados con aterciopelados cojines rojos. En medio, un tapete blanco y sobre él una mesa de Cristal. A un lado de los muebles de la sala había un caladio dentro de un precioso jarrón rojo tallado y pintado a mano por artesanos lugareños. La mesa del comedor era de Cristal, con sillas de madera y cojines blancos. A un lado había un pequeño bar en el cual se podía encontrar toda clase de bebidas, para los invitados, ya que Daniel solamente bebía vino. Las paredes de la casa contenían pinturas de Dalí, Goya, Picasso, Van Gogh, Vermeer, Raphael Soyer y cualquier otra que reflejara la belleza femenina o paisajes y caminos silenciosos hacia bosques encantados. En la habitación principal estaba la pintura de una mujer desnuda, tirada sobre su pecho entre unas sábanas de seda con los brazos extendidos hacia la orilla de la cama, su rostro estaba de lado y su cabello caía en la misma dirección que sus brazos. “Autor desconocido” decía en la esquina inferior derecha. Daniel dormía sobre una inmensa cama, al pie de la cual había un cajón de madera repleto de frazadas suaves y aterciopeladas. La casa tenía tres habitaciones más donde alojaba a su familia y amigos que lo visitaban. Tenía un pequeño desván al que podía accederse desde la cocina. En la sala familiar había un sofá circular y otro individual que se extendía como camastrón, adornados ambos con cojines blancos. La mesa de centro tenía un tablero de cristal rojo y su base de madera se asentaba sobre un tapete completamente blanco. Había dos jarrones blancos, uno junto al sofá y otro junto a la chimenea.

 

Era miércoles, y Rebecca llegó como siempre. Esta vez llevaba flores y manzanas en una hermosa cesta de mimbre, regalo de su tía Alison.

–¡Encontré un libro! –dijo entusiasmada a Daniel–.  En el cajón que tienes en el desván. Dice que está dedicado a Daniel. Ese eres tú.

El corazón de Daniel se detuvo.

–Daniel, ¿estás bien?  –dijo Rebecca angustiada.

Daniel no lograba decir una palabra. Rebecca lo llevó a su silla mecedora en el pasillo de atrás de la casa, donde siempre se sentaban a compartir historias y a leer. En medio del jardín había una pequeña fuente con la escultura de una mujer que miraba hacia un hombre que desde el piso abrazaba su cintura.

–“Ella vive ahora en un bosque encantado, pero una vez fue real”. –Le decía a Rebecca cada vez que se sentaban a contemplar el jardín.

Cuando Daniel recobró el aliento, le pidió a Rebecca que le mostrara el libro. Lo tomó y lo acarició con sus temblorosas manos, abriéndolo con sumo cuidado pues sus hojas eran tan antiguas como su historia, habían dormido por el espacio de muchos años y Daniel lo había leído una sola vez, cuando aún era muy joven. Abrió la portada del libro y la primera hoja decía “a Daniel”. Las lágrimas nublaron sus ojos, mientras Rebecca lo miraba sin comprender nada. Fue arrebatado en un pensamiento viéndose bailar con su amada Emma a la luz de las velas que matizaban el preludio de un encuentro físico en el que se unirían y elevarían sus dos almas. La sensación le daba nueva vida. –¡Daniel!– le susurraba Emma, mientras sus manos buscaban la fuente con la que se embriagaba cada noche. Daniel la besaba intensamente dejándose poseer y poseyéndola.

–Tú eres ese Daniel, ¿no es cierto? –le preguntó Rebecca, sacándolo de su pensamiento.

–Sí  –contestó Daniel, enjugando con su mano las pequeñas gotas de lágrimas que asomaban a sus ojos.

–Sabes Rebecca, hace muchos años se presentó una mujer a mi casa.

Me dijo que había sido amiga de Emma y que le había encargado escribir la historia de su vida. Me entregó esta impresión informal del libro, en su portada vi que había una dedicatoria para mí. “Debes darle un nombre al libro” –me dijo. Decidí que fuera “Emma”, pero jamás lo publiqué.

–¿Este libro es la historia de nuestra Emma, mi abuela? Entonces Daniel, ¿siempre ha sido ella la de tu historia de la hermosa mujer y la vela encendida? ¿Por qué has guardado tanto tiempo este secreto?  ¿Por qué nunca me lo has dicho? Ahora que encontré el libro, te ruego que me cuentes todo la historia.

–Léeme el libro Rebecca, sus páginas te dirán todo lo que quieres saber –contestó Daniel.

Rebecca, muy ansiosa por conocer el misterio de amor que podría encerrar el libro, adornó la mesita con las flores que llevaba y sirvió frutas y jugo. Luego, se sentó frente a Daniel y se dispuso a leer. “A Daniel” comenzó leyendo.

“Sentada en la habitación de mi pensamiento, estoy por enterrar el libro que cuenta la historia de un amor que llenaba y vaciaba mi copa con tanta fuerza que no era posible contenerlo. La vida como habrás ya aprendido, es un laberinto de trampas y salidas, la gente que encontré, esclavos de sus conciencias y verdugos con sus juicios, nada que envidiar, de todos aprendí un poco. Con el resto lloré sus penas y abrigué con cuidado su dolor. Para mí, mi amado Daniel, la vida fue mi enemiga y el destino la bestia contra la que siempre luché. Me dieron y me arrebataron tanto que al final no sé si perdí la batalla o la gané. Viví y es lo importante, comí y bebí de tu amor en abundancia, es de lo único de lo que no me arrepiento. Cuando haya partido, que será pronto, no me busques.

Busca la costa para que el sol tiña con su pincel dorado tu hermosa piel, besa apasionadamente la lluvia cuando caiga y vive intensamente todos los días de tu primavera, pues cuando el otoño caiga inevitable sobre tu cuerpo y el tiempo haya marchitado tu piel vendré en sueños a buscarte y envuelto en una delicada sábana de estrellas te haré de nuevo mío como en nuestros mejores tiempos”.

 

 

–¡Oh Emma! Suspiró Daniel.

–¿Deseas que deje de leer? –preguntó Rebecca angustiada, pues Daniel parecía languidecer.

–¡No! Continúa –dijo Daniel con un ademán y con su voz rota.

“Y lo bonito de esta vida

es coser sueños, bordar historias

y poder desatar los nudos

de nuestros días”.

Cidinha Araujo

 

 

 

CAPITULO II

LA INFANCIA DE EMMA

 

Emma estaba allí sentada, en las gradas que daban a los apartamentos del vecindario donde vivía, se sentía atemorizada, sin saber hacia dónde ir o qué hacer. ¿Dónde estaba su madre? Había dejado de escuchar su voz dentro de la casa vecina y había caminado por los callejones, tratando de encontrarla. Finalmente, tomó el camino hacia su casa, venciendo su temor a la oscuridad y soledad de la noche, se sentó frente a la puerta y decidió esperar. Pasaban las horas y nadie llegaba, mientras ella temblaba de temor y de frío, <tal vez la habían asesinado> pensó, tratando de asimilar y enfrentar la terrible noticia. Por fin, a lo lejos las vio llegar, a su hermana Sofía y a su madre. Corrió para abrazarlas, y cuando estaba cerca, sintió que de un “manotazo” su madre la hizo volar por el aire. Cayó en el piso, incapaz de procesar la agresión de la que estaba siendo víctima a manos de su propia progenitora. Apenas se estaba incorporando cuando su madre la recogió del piso, la levantó de ambos brazos y comenzó a golpearla contra la pared. Carecía de poder para controlar su angustia y su ira, y la violencia era el único modo que conocía para desquitarse.

–¡Te he buscado por horas! ¿Dónde estabas?, ¡pensé que te habían secuestrado, o matado!  Emma no la escuchaba, estaba distraída viendo a su hermana rogar a su madre que la soltara. Después de recibir tantos golpes, perdió la conciencia.

Emma despertó en los brazos de su hermana, que lloraba pensando que estaba muerta. Escenas como esa se repetían con frecuencia contra las dos pequeñas. En ocasiones, las vecinas intervenían, las rescataban de los abusos de su madre y las llevaban a sus casas, les daban juguetes, comida, dulces y especialmente cariño para hacerlas olvidar. Una tarde, cuando las hermanas regresaban del colegio, una de sus tías estaba esperándolas con una maleta para llevarlas a su casa, pues se habían llevado a su madre a un hospital psiquiátrico ya que había perdido la razón. Su tía Magdalena las cuidó durante los dos años siguientes mientras la madre se recuperaba.

En las vacaciones, las llevaba al pueblo de Santiago, cerca de la costa, en El Salvador. Allí convivían con toda clase de animales de la granja, caballos, vacas, cerdos, gallos y demás. Los domingos las llevaba a una iglesia evangélica del pueblo, jugaban juegos de mesa con sus primos mayores y de vez en cuando los acompañaban a sus vigilias en las que oraban por abundancia en sus hogares y la sanación de sus cuerpos y almas. A Emma le gustaba jugar de panadera, así que fabricaba panes de diferentes formas con lodo que ponía a secar bajo el sol. Su compañera de juego era su prima Ana, mientras que su hermana siempre estaba alejada de ellas. Su tía Magdalena era como la describía frecuentemente su madre “una evangélica rematada”, había tenido once hijos, a quienes mantenía gracias a su habilidad para procesar los productos que sacaba de la leche de las vacas.

Se levantaba a las dos de la mañana todos los días a remover la enorme olla de leche de la que al amanecer ya había sacado, queso, crema y requesón para vender. No desperdiciaba nada, pues el suero que sacaba se lo daba a los cerdos. Sus hijos se iban antes del amanecer a vender la leche al pueblo, mientras que Emma y Sofía acompañaban a la tía Magdalena a los pueblos cercanos a vender el queso y la crema. Se subían en una canoa para cruzar un estero y caminaban junto a ella llevando el queso a las tiendas y el mercado. El marido de Magdalena, Faustino, era un déspota, un malnacido a quien Emma detestaba. Era de esos hombres que creían saberlo todo.   

Se pasaba horas aprendiendo de memoria la información del almanaque mundial y luego sorprendía a la gente con preguntas que era imposible responder. ¿Cuál es el río más pequeño del mundo? ¿Cuántos habitantes tiene China? ¿Cómo se llama el presidente de Yibuti? ¿Cuál es la extensión territorial de Australia? ¿A quién en ese pueblito de un país del tercer mundo le iba a interesar estudiar sobre esos temas? Todos estaban dedicados a buscar el pan de cada día, y su horizonte estaba limitado. Como nadie sabía qué contestar, Faustino los trataba de ignorantes.

–¡No dice que es estudiado pues, y no sabe nada! –les decía con tono burlón–. Mire yo no estudié y sé más que usted.

En una ocasión le preguntó a Emma ¿cuánto era 200 x 4500? A ella, una niñita de apenas seis cortos añitos, que para comenzar no sabía ni ubicar el pueblito donde estaba. Emma se quedó parada viendo la expresión de satisfacción de Faustino porque sabía que ella no podría responderle.

–¿A qué vas a la escuela? No te enseñan nada o no aprendes nada, –le dijo burlándose de la pobre niña.Si ya lo odiaba un poco por el maltrato físico y psicológico que le propiciaba a su pobre tía, ese día terminó de odiarlo. Dejó de saludarlo, aunque le dijera “malcriada”  y cuando lo veía dentro de la casa, se salía al patio a jugar; siempre estaba huyendo de su arrogante presencia. <¡Qué desperdicio!> pensaba Emma, porque la tía Magdalena era una hermosa mujer de tez blanca y cabello rubio, su rostro estaba cubierto de pequeñas pecas y tenía unos hermosos ojos azules; hija de un francés que tuvo una aventura romántica con su abuela y cuyo resultado fue esa lindísima niña que hubiera merecido un mejor trato de la vida. Un breve relato de su historia fue alguna vez contado por una de sus hijas quien decía que el francés había sido el “patrón” que al perderla, fue al pueblo en su búsqueda con el sueño de educarla y darle cuanto la pequeña Magdalena merecía, pero que las amistades de la madre, de pensamientos obtusos, le aconsejaron que no debía dejarse hallar y así fue que la vida les negó conocerse y estableció como destino un calvario para Magdalena.

En su locura y furia, Faustino con frecuencia ponía de rodillas a Magdalena y le ataba las manos hacia atrás, la obligaba a recostar su cabeza sobre el tronco de árbol donde cortaban la leña y amenazaba con cortarle la cabeza mientras sostenía un hacha en su mano. El ritual consistía en que ella le rogara por su vida y le pidiera perdón. Una vez conseguido que ella jurara no hacerlo enojar, la pesadilla terminaba y ambos continuaban en sus labores cotidianas como si nada hubiera pasado. Cuanto odio sentía Emma por él y cuanta compasión por su pobre tía Magdalena quien años más tarde descansó por fin en los brazos de su Dios.

 

Beatrice, la madre de Emma, salió del hospital dos años después, las niñas volvieron de nuevo con ella.  Emma notó con más frecuencia en su casa la presencia de un hombre que no era su padre. Hacía ya varios años que salía con su madre y lo veía brevemente, pues solo llegaba de noche y normalmente ya estaba dormida. Su tía Carmen hablaba muy bien de él y decía que había apoyado mucho a su madre cuando estuvo internada en el hospital. Comenzó a quedarse más tiempo en la casa y los fines de semana las llevaba a Emma y a su hermana de paseo a lugares alejados de la ciudad. No se acercaba a ellas más que para aconsejarlas, pero Emma solo veía que su boca se movía mostrando sus impecables dientes; extendía sus discursos a horas, o al menos así le parecía a la pobre niña, mientras que su pensamiento se concentraba en lo que estaría haciendo su verdadero padre. El novio de su madre era un diputado del partido Demócrata Cristiano, y a Emma le parecía un buen hombre. En una ocasión, Emma lo vio aparecer en una foto de La Prensa junto al Presidente Duarte, recortó la noticia y la guardó por años porque se sentía orgullosa de conocer a una persona importante. El doctor Rivera como debía decírsele al diputado, era un hombre sumergido en la política de esa época, viajaba con frecuencia a Centro y Sur América desde donde le enviaba cartas de amor a su madre que Emma leía sin que su madre la viera.  Con el tiempo, Emma se enteró que la casa donde vivían la había comprado él y que la comida que comían la llevaba él y que se hacía cargo de todos los otros gastos, incluyendo los escolares.

Cuando Beatrice lo permitía, que era casi nunca, el padre de Emma llegaba a recogerlas y las llevaba a un parque en el centro de la ciudad llamado “parque infantil” que estaba ubicado cerca de la pensión donde vivía.  Las llevaba siempre de la mano, protegiéndolas. Caminaban por el parque y jugaban en los columpios y deslizaderos de ese lugar.

 

–“Si adivinas en qué mano tengo un dulcito, te lo voy a dar, si no, se lo doy a tu hermana”.

Eran los juegos de su padre. Emma se emocionaba y se reía. Pero señalaba siempre la mano donde ella sabía que no estaba, así le daría a Sofía la ventaja. Sabía que su padre la prefería y no le gustaba ver que su hermana sufriera por esa razón. Emma se sentaba en el regazo de su padre y le contaba cuentos que inventaba para hacerlo reír y lo llenaba de besos porque sabía que no tenía a nadie que se los diera. Ninguna persona de su familia lo quería, así que como le gustaba llevar la contraria en todo, solo lo quería ella.

–Tonta eres –le decía su madre–, con un dulce te gana el corazón. Dinero es lo que tiene que traer para que coman, como si con un dulce las puedo alimentar.

A Emma le parecía muy cruel lo que decía Beatrice, ya que su pobre padre no podía ni alimentarse él mismo, y no era justo pensaba ella, que su madre le exigiera lo que no tenía. Un día, para la navidad del año 1976, José, el padre de Emma, apareció con un chico de más o menos ocho años y le pidió a Beatrice que lo cuidara un tiempo porque la verdadera madre lo había abandonado. Salomón, como se llamaba el pequeño, vivió con ellas unos años, no había forma de negar el parecido con su padre, se acoplaron sin problema y se quisieron mucho. De repente un día cuando Salomón había cumplido los 12 años, apareció la madre biológica y sin muchas explicaciones se lo llevó. No volvieron a verse nunca y Emma supo de él hasta la muerte de su padre.

Emma y su familia pertenecían a una iglesia mormona en la que la bautizaron. Y ya que la mayor parte de la familia de su madre era evangélica, vivían en tremenda contienda debido a las dos religiones. En cuanto al Doctor Rivera, desapareció de la vida de Emma cuando ella tenía 14 años. Su madre se quedó de nuevo sola, pero el doctor continuaba enviándole cartas en las que le contaba de sus viajes y logros, uno de los cuales fue pertenecer al primer Parlamento Centroamericano.

Beatrice era demasiado estricta para el gusto de Emma y desconfiaba de todo lo que hacían sus hijas, por lo que contendían mucho. Decir la verdad o mentir era lo mismo, nunca creía nada. No era difícil acercarse a ella para comentarle algo, era imposible; así que Emma se guardaba todos sus asuntos para platicarlos con su padre las escasas ocasiones que podía verlo. La soledad y abandono en las que terminó la madre de Emma la convirtieron de nuevo en una mujer abusadora. Les gritaba y las castigaba físicamente por cualquier cosa, las agredía con lo que encontrara primero, eso incluía, escobas, cerchas de madera, trapos mojados, cinchos, zapatos, etc. Emma no podía quererla, y la verdad era que dejó de esforzarse por hacer que eso sucediera. Desde sus diez años, Emma ya se iba sola a sus clases de ballet, por lo que se volvió independiente a esa corta edad. Hacía sola sus tareas escolares y nunca le pedía ayuda a su madre, así que Beatrice no tuvo que llevar esa carga.

“¿Normal? ¿Qué es normal?

en mi opinión, lo normal es solo lo ordinario,

lo mediocre.

la vida pertenece a aquellos individuos raros

y excepcionales que se atreven

a ser diferentes”.

A.C Andrews

 

 

 

CAPÍTULO III

LA VIDA CON SU PADRE

 

 

 

Pero… ¿se quedaba a vivir con su madre o se fugaba a la casa de su padre? El primer dilema que a Emma le tocó vivir. A los catorce años ya se tiene una idea de cómo hacer un balance. Si me quedo pensaba Emma <quizá ella me mate o yo la mate… si me voy, tendré la libertad a la que aspiro con el peligro de ser violada por algún fulano… no lo sé… supongo que me quedaré>. Y ella pensaba que estaba más segura en casa de su madre que lejos, en casa de su padre, pero se equivocó. Después que un amigo de su madre logró con astucia “robar su virtud”, decidió que era momento de cambiar su espacio, no quería saber de golpes y gritos, pero le aguardaban los inexplorados vicios que entonces no conocía.

 

Manuel, el amigo de Beatrice, había despertado en Emma sentimientos no descubiertos por ella; la hacía sentirse bonita, interesante, inteligente. Emma se sentía con tanto poder cuando estaba cerca de él. “Un beso a la vez”, le decía. Cada vez que aparecía por la casa se fugaban a besarse. Las hormonas de Emma comenzaron a enloquecer por él, a sentir un deseo del que antes nada sabía. Manuel le pidió un día a Emma que lo buscara en su casa para darle un dinero que necesitaba su madre, así que ella llegó y lo vio en la puerta con aquella linda mujer. Se abrazaban y tocaban enloquecidos mientras Emma se quedó allí parada, sin nada que decir, tratando de entender.

–Acércate –dijo Manuel.

Pero Emma se dio la vuelta y corrió sintiéndose terriblemente tonta, en todo el camino no paraba de llorar y durante un tiempo dejó de hablarle. En una ocasión, Manuel se apareció por la casa de Emma y sin preguntar nada, la tomó del brazo, la llevó a la habitación y la tiró sobre la cama. 

–Voy a dejarla –le dijo–, si me dejas hacerte lo que le hago a ella, te voy a enseñar a ser una mujer como ella.

Se lanzó sobre ella y forcejearon un poco, pero algo dentro de Emma lo deseaba; y los celos que había sentido aquel día estaban quemándola.

–Tranquila  –le susurró al oído.

   Emma dejó de pelear, permitiendo que todo sucediera. <El infierno> pensaba, <me voy a ir al infierno> Pero se quedó allí a sentir qué era eso de ser mujer.

Manuel la besaba intensamente mientras se escurría sigiloso entre sus piernas. Después de experimentar la gloriosa dicha de “ser el primero” le dijo  – “cásate conmigo Emma”

Fue la primera vez que alguien le pidió matrimonio. Emma desconcertada, lo alejó de ella y se levantó de la cama.

–Vete Manuel.

–¿Lo haremos de nuevo? –preguntó Manuel.

–No sé –contestó Emma.

Manuel se levantó, se puso los pantalones y salió de su casa. Emma se dio una larga ducha para quitarse de encima la suciedad de lo que había pasado. Se sentía asquerosa, pecadora y temerosa del infierno.

 

Por supuesto tenía que irse de la casa. Ya no era “virtuosa” y sus tías y madre sospechaban y trataban de encararla y juzgarla; si caminaba así es que ya no era virgen, si usaba ropa corta buscaba hombre, si maquillaba sus labios de rojo carmesí era prostituta, si decía una mala palabra se iría al infierno, si renegaba de Dios era hereje, si se reía de más estaba poseída, si estaba callada escondía algo, si llegaba tarde había estado con alguien, si no le gustaba una comida era mal agradecida, si ya no saludaba, era marera, si no se bañaba era alcohólica, si se levantaba un día tarde era huevona, si tenía solo amigas era lesbiana, si tenía muchos amigos se acostaba con todos, si cantaba vivía en la fantasía, si lloraba estaba llena de pecados, y así era como transcurría su vida, los dedos del escarnio señalándola cada día.   Emma solo quería que unos brazos la abrazaran, tomar unas manos y caminar, huir, hacer una diferente vida, tener un hombre que la amara y a quien amar, tener una docena de hijos, vivir en un rancho cerca del mar, criar gallinas, patos, cerdos, vivir de la abundancia del campo y las delicias del mar. Sus sueños eran sencillos. Pero ¿lograría alcanzarlos?

Desapareció pues y se escondió de sus juezas y del hombre que robó su virtud. Visitar a su padre los fines de semana era divertido, pero vivir con él fue otra cosa. Siempre estaba una de tres cosas, borracho o drogado y solo lo amaba cuando estaba en la tercera cosa, sobrio para tocar hermosas melodías en el piano, el violín o la guitarra. Adoraba escucharlo, se sentaba y aplaudía su música. Compuso varias piezas para ella “Pirringuita”, “Mi sol”, “Muñequita linda”; y cuando las tocaba la hacía tan feliz.

Se ganaba la vida dando clases de música a hijos de gente adinerada. A veces la llevaba con él, Emma se quedaba en el patio o sentada en la cocina con los sirvientes, comiendo todo lo que le daban. Su padre vestía de forma extraña, collares raros, pantalones de vestir y zapatos tenis, además, se hacía una cola de caballo porque tenía el cabello largo. Para ella era motivo de risa, mientras que para su madre, su familia y demás ilusos, él era un ridículo, bueno para nada. Pero lo cierto era que ninguno de ellos se había detenido jamás a sentarse con ese hombre al que llamaban “ridículo” a escuchar sus historias; y no se deleitaron jamás con las melodías que sacaban sus ingeniosas manos, no, jamás lo hicieron. Se bañaba de vez en cuando, o cuando le daba la gana y casi nunca le daba la gana, así que olía raro, a mezcla de ropa sucia y sudor, pero era su padre y Emma lo amaba.

Vivían en un cuarto de renta en una casa en el centro de la ciudad, el lugar más peligroso del país. Lo conocían todos los vecinos, los no vecinos y todas las vendedoras del mercado donde iban a comer. En las cenas era siempre lo mismo, deliciosos “choripanes”. El de Emma siempre salía gratis porque la dueña del comedor trataba de quedar bien con su padre. <Mi padre sí que tiene amistades> pensaba Emma. Muchas hermosas damas lo abrazaban y le prodigaban cariñosos besos. Charlaban con Emma de tonterías, pero en su mente solamente se grabó la sonrisa de doña Marta, la dueña del comedor “Martita”, ella tenía un diente de oro que lucía orgullosa cuando se reía. –Yo voy a ser tu madre– le decía. Era muy amable con Emma, le regalaba lápices labiales que ni usaba y peines porque no se peinaba mucho, a veces doña Marta le hacía trenzas que Emma deshacía una vez que volvía a casa. A su padre le regalaba jabones, desodorantes, lociones y pañuelos blancos, enviándole mensajes subliminales que en ese momento Emma ni enterada, la palabra subliminal no se la había presentado nadie.

Emma vivía y veía el mundo que ella quería ver, mientras estuviera con su padre, no le importaba nada más. Con el tiempo aprendió que esas hermosas damas pintadas se ganaban la vida vendiendo su virtud, que la mujer de los choripanes era la novia de su padre y que las habitaciones detrás de ese comedor eran para atender a los hombres que pagaban por un buen rato de placer. Allí aprendió todas las malas palabras que solía decir y aprendió el sabor de su primera cerveza y de una “pacha de guaro”. Aprendió cómo fumar sin toser y a imitar el estilo de las damas. Allí vio llorar a muchas mujeres y aprendió a discernir entre los buenos y los malos corazones. Veía crecer hijas que deseaban ser como sus madres y desde pequeñas maquillaban sus labios y ojos para parecerse a ellas. Era normal y entendía que si la madre de uno es una dama pintada, también quiere serlo porque es la vida que uno tiene, es el camino que a uno le enseñan.

¡Brujas!, esa parte era la que más le intrigaba. Su padre, por cierto, cuando escaseaba el trabajo de profesor de música se dedicaba a leer el tarot y a leer la mano. En la habitación donde vivían había una de esas cortinas de cuentas de colores y semillas extrañas que colgaban de largas hileras que iban del techo al piso, esa cortina separaba las camas del comedor–cocina donde también estaba el piano, una guitarra colgando de la pared, un viejo violín en un rincón y una concertina con la que a veces se iban al parque central y mientras su padre tocaba, Emma pasaba su gorra pidiendo dinero.

Luego la mandaba para la casa y él se lo iba a gastar en drogas y guaro, a veces desaparecía hasta tres días. Emma se iba sola al colegio y almorzaba con doña Marta, iba a sus clases de ballet por las tardes y regresaba a la habitación vacía. No se preocupaba porque siempre tenía la certeza de que su padre volvería y así lo hacía.

   La parte que le gustaba era la tirada de las cartas. Algunas veces lo hacía su padre, otras veces, lo hacía la dueña de la pensión de al lado. La gente llegaba a la habitación y preguntaba por “el profesor”; si estaba, los hacía pasar a la mesita plástica que servía de comedor, si no, les pedía que esperaran afuera, mientras iba a llamar a doña Tanchito. Se quedaba en su cama, tras la cortina, haciendo como que no escuchaba, abría sus libros y fingía que leía, pero en realidad, estaba atenta a todas las cosas que salían en las tiradas de las cartas. A todas las mujeres que llegaban, doña Tanchito les decía las mismas cosas y ellas se quedaban verdaderamente sorprendidas de que la bruja supiera tanto.

Estás sufriendo por el amor, decía. Tienes problemas económicos, sientes una gran soledad, estás acorralada y no sabes dónde ir ni qué hacer. Eran las frases de cajón que Emma aprendió de memoria para recitarlas ella mientras le hacía burla jugando a las cartas con su padre.  Una cosa cierta era que jamás una tirada era igual a otra. En una ocasión, la carta de la muerte apareció varias veces en una tirada acompañada de una luna y la bruja le dijo a la señora que su esposo la iba a dejar y así fue. Lo no extraño fue que la hija de la bruja era la amante del marido de la señora y efectivamente se lo quitó, por lo que doña Tanchito sí sabía que sucedería. Lo extraño fue que las cartas que aparecieron en la tirada efectivamente indicaban la ruptura. ¿Coincidencia? Emma pensaba mucho en esas cosas. Pero no podía decir con certeza nada. Solo sabía que el destino fue mostrado y no había marcha atrás.

Su padre también leía la mano, sabía el significado de cada línea, hablaba de la inteligencia, del corazón, de la longevidad e incluso de la suerte que para unos es una y para otros otra.  

–Padre, ¿cómo es eso de que las manos dicen la cantidad de suerte que se tiene, si se tendrá o no dinero, si se tendrá o no éxito, si la persona se casará o no? Y ya que las líneas no cambian, ¿entonces la suerte, el destino está marcado y no se puede cambiar?

–Emma, esto te diré y debes recordarlo siempre. Tú tienes el poder de tomar decisiones en tu vida, el poder de soñar con lo que deseas y buscar la forma de hacerlo realidad. Pero el producto de lo que hagas no depende de ti, sino de un poder mucho más grande.

–Mi línea del matrimonio apenas se dibujaba en mis manos. No voy a casarme jamás ¿no es así? Y aunque busque la manera de hacerlo, ¿el destino conspirará contra mí para que no suceda? Si yo fuera hombre, por supuesto que sería más fácil casarme –le dijo Emma– Pero soy mujer.

–Te casarás Emma, será cuestión de tiempo, pero seguramente te casarás–. Le contestó su padre, un poco pensativo y no muy seguro de su respuesta.

Si bien es cierto suficientes veces durante su vida, muchos hombres le pidieron matrimonio a Emma, no se casó porque deseaba hacerlo con el hombre del cual estuviera enamorada y no con el primero que le pidiera matrimonio, porque eso no tenía sentido para ella, si no, se hubiera casado con Manuel. Y tal vez, pero solo tal vez, habría logrado la vida sencilla que quiso, pero se hubiera perdido en cambio de todos los colores con los que el universo pintó su vida, matices que la definieron. No habría recorrido los caminos que recorrió y no habría conocido la gente que conoció, ni a Daniel, a quien amó y odió con ciega abnegación. “A ti Daniel, a quien tanto he dado y de quien tanto he tomado, a ti, que me das y me quitas, que me elevas con tus ganas y me hundes con tu orgullo, a ti mi amor, por quien el corazón que ya no tengo todavía late”. Había escrito Emma en su diario.

Así, pasaron tres años. Emma se acostumbró a su padre y lo aceptó y quiso como era. Los fines de semana lavaba su ropa en un enorme lavadero que había en la pensión, la planchaba y la colgaba en cerchas de alambre en el pequeño closet que había en la habitación. Mientras vivió con él nunca le faltó ropa limpia y zapatos bien lustrados. A los dieciséis años había dejado la Escuela de Ballet y se sentía liberada. Estuvo diez años en un mundo que no era el suyo, su padre hacía un esfuerzo por pagarle la escuela y no se perdía ninguna de sus presentaciones, donde se encontraban con alumnos que él invitaba, y las inquisidoras que la llenaban de regalos y falsos besos. Cada año desde su primera presentación a los ocho años, sus padres enteraban a media ciudad de que ella bailaría, pero Emma se avergonzaba de que sus parientes pobres llegaran a verla en medio de tanta gente de sangre azulada que sentía tanta exquisitez por el ballet.  Vivió odiando a sus maestras y a sus compañeras ricas que la marginaban. Nadie en su casa jamás le preguntó si tenía amigas en ese espantoso lugar. Obviamente no tenía. Emma era la niña pobretona y marginada con la que nadie jugaba, jamás iba a sus cumpleaños y ella como no los celebraba, tampoco las invitaba, ni se habría atrevido. Siempre estaba sola, si era muy temprano y la clase aún no comenzaba, se sentaba en unas gradas a platicar con Rosa, la hija del vendedor de dulces, mientras sus compañeras jugaban en el patio. Ella siempre fue la más pequeña de todas y como no encajaba en tamaño con el grupo, en las presentaciones era la solista, lo que las hacía enojar, pero esa pequeña desventaja suya, se convirtió en su única arma contra ellas. 

En uno de los peores episodios de su vida, citaron a su padre a un juzgado de familia, pues su madre con tal que Emma volviera a la casa con ella, había interpuesto una demanda contra su padre, en la que decía que no era apto para criarla y que ella debía estar en un hogar honesto y cristiano donde pudiera recibir buenos ejemplos.

Fueron seis meses en los que se presentaron personas a testificar cómo vivía su padre y cómo se ganaba la vida. Los días que había audiencias José, el padre de Emma le compraba ropa nueva en el mercado, él se bañaba y se ponía el desodorante y la loción que le había regalado doña Marta. Para verse bien se rasuraba, pero jamás se cortó el cabello. Emma siempre llegaba con un vestido modesto y doña Marta le hacía trenzas.

Había una trabajadora social que defendía los intereses de José y de Emma, pero que sinceramente parecía congraciarse más con Beatrice. Emma y su padre llevaron sus propios testigos que hablaban buenas cosas de José, que la trataba bien, que no le pegaba ni le gritaba, que le daba sus tres tiempos de comida, le compraba ropa, le pagaba el ballet y el colegio. Emma presentó sus notas del colegio que eran excelentes y una maestra suya  que se había dado a la labor de protegerla, atestiguó a favor de su padre. Finalmente, ningún argumento fue capaz de convencer a la jueza de que Emma se encontraba en las mejores manos. Por supuesto que era imposible decir que las mejores manos eran las de un hombre que se emborrachaba, se drogaba, pedía en el parque central, tiraba el tarot y leía la mano. La descripción tan detallada que dio la trabajadora social de Beatrice, respecto al vecindario donde vivía José, puso a la jueza con los cabellos de punta y hasta se refirió a un posible ¡¡¡incesto!!! <¿Qué?> pensó Emma. La palabra era tan desconocida para ella como lo era el sabor de una buena copa de vino. Y mientras trataba de digerir el absurdo al que se habían referido, la jueza ordenó que un doctor la revisara. Nadie sabía hasta entonces lo que había sucedido con Manuel y era un secreto que ella había guardado celosamente para no repetirlo nunca. Los citaron para una última audiencia en la que la jueza tomaría una decisión. A Emma le indignaba que pensaran que su padre la hubiera lastimado de la forma en que lo insinuaron, él jamás le había puesto una mano encima, ni para tocarla, ni para lastimarla.

Si bien es cierto Emma sabía muy bien que su padre era un demonio–ángel ella lo amaba. “Del bien que hay en vosotros puedo hablar, escribió Emma, citando a Khalil Gibran en El Profeta, mas no del mal. Porque ¿qué es el mal? sino el mismo bien castigado por su hambre y por su sed”. Era la descripción perfecta de su padre.

Regresaron de la audiencia a la habitación y no hablaron mucho. Como de costumbre cenaron con doña Marta. Su padre le preguntó si quería irse y Emma le contestó que no. Doña Marta emprendió una larga plática con ella.

–Sabes Emma, creo que tu madre tiene razón. En este lugar no aprenderás buenas cosas, además, ahora que te ves más bonita alguien puede aprovecharse de ti. Te quiero, te queremos mucho, así que puedes visitarnos cuando quieras.

Emma solamente lloraba sin decir una palabra, porque en ese mundo en el que estaba todas la querían, era “el chinchín” de las hermosas damas y nadie la señalaba con el dedo del escarnio, como lo hacían su madre y sus tías.

El tiempo pasaba rápido y en pocos días Emma tendría la cita con el ginecólogo, y no sabía qué hacer. Así que tomó una decisión. Le dijo a su padre que volvería con su madre. Tomó algunas cosas y las guardó en su mochila del colegio. Se despidió con lágrimas, pero su padre se mantuvo firme, diciendo que era lo mejor. Bajó a despedirse de doña Tanchito. Extrañaría sus tiradas de carta y el olor a puro impregnado en ella. Una noche antes de irse le llevó varios muñecos hechos con palitos y listones, y otros de cera que ella misma le había enseñado a fabricar, con los que hechizaba a las personas. Doña Tanchito estaba feliz porque ya se le habían acabado y decía que no le gustaban los que vendían en el mercado. Emma también había conseguido una caja con botes de vidrio en desuso, los había lavado y se los regaló para que metiera en alcohol las fotos de los hechizados.

Era todo lo que podía darle, ella la había tratado bien y la había querido. Doña Tanchito le dio también un regalo, dijo que no lo abriera hasta llegar a casa y que debía esconderlo de su madre. Pero Emma lo abrió en cuanto se subió al bus que la llevaría hacia un rumbo diferente del que había dicho. Era como sospechó, un mazo de cartas. Con eso podía comenzar una nueva vida, <puedo leer las cartas como vi que mi padre lo hacía> pensó, y con eso pagaría sus cuentas.

No estaba dispuesta a ir con ningún doctor para que anunciara la verdad frente a todos y luego acusar a su padre de algo que no había hecho. Se fue a vivir a casa de una amiga suya llamada Antonieta, en un pueblecito alejado de la civilización. La chica vivía con su abuela quien casi no escuchaba y a quien había que cuidar y atender. A Emma le gustó el lugar, había patos, pollos, cerdos y gran cantidad de árboles de fruta, sobre todo, mangos. Cuando no había qué comer, era lo que les salvaba el día  y siempre estaban enfermas del estómago por comer tantos.

No tuvo que leer las cartas a nadie para sobrevivir, pues esa tierra era bendita y les daba todo para comer, además, su amiga recibía un dinero mensual que le enviaba su madre que vivía en los Estados Unidos. Pero le duró bien poco tiempo la huida porque su madre había alertado a las autoridades sobre su desaparición y la encontraron. Por fortuna, la fecha de la audiencia se había perdido y su madre no volvió a solicitar nada pues Emma había vuelto, de una u otra forma.

Le prohibió que visitara a su padre, pero era imposible. Doña Marta llegó un día a casa de Emma a decirle que su padre estaba muy mal de salud y que era mejor que fuera con él. Sin preguntarle a su madre, tomó su mochila y se fue con ella. A José le había dado un derrame y estaba en el hospital. Cuanto odió a su madre por eso y por muchos meses no le dirigió la palabra más que para lo necesario.

Cuando su padre salió del hospital,  el doctor le indicó a Emma que debía cuidarlo porque contaría con apenas seis meses de vida. Así lo hizo.  Pero para cuidarlo tuvo que llevarlo a casa de su madre. Comenzó a trabajar por las tardes para que ella no renegara por la comida que él comería. Su prima Ana lo cuidaba mientras Emma estudiaba y trabajaba. Los fines de semana Emma lo bañaba y lo sacaba al parque bien abrigado; le contaba las mismas historias que habían vivido juntos, pero él apenas se reía. Comía muy poco y el resto de la comida se la daba a los gatitos que siempre estaban debajo de la mesa en espera de los restos.

En las noches, al volver del trabajo se acercaba a su habitación y lo abrigaba, siempre estaba despierto, esperándola, así que se sentaba junto a él y le contaba cómo había estado su día hasta que se quedaba dormido. Una noche no entró para abrigarlo porque llegó a la casa tardísimo y pensó que estaría dormido, no quiso molestarlo ni entrar a decirle buenas noches. Temprano en la mañana, entró a su habitación para saludarlo. Su frazada estaba en el suelo, Emma se apresuró a levantarla y lo abrigó, tocó su rostro y estaba frío, sus brazos al tacto se sentían como un tronco de árbol sin vida, como rama seca que cuando se toca se sabe que ya no hay nada dentro

de ella y que está lista para ser  usada como leña. La habitación estaba fría, la muerte aún estaba allí y Emma podía sentirla. No le temía.

–¡Te lo has llevado sin que yo me despida!  –Le dijo.

–Ya era su momento –le contestó la muerte, manteniéndose entre la sombras–. Si tú no entraste anoche a decir adiós, fue tu decisión, no la mía.

–¿Dónde está ahora?

–Lejos Emma, despidiéndose de su familia.

–¿Tienes el poder de hacer que vuelva a la vida?

–Tengo el poder de recoger el espíritu, más no de traerlo a la vida.

–¿Por qué estás aún aquí?

–Curiosidad. Esperaba que por primera vez me hablaras. Y lo has hecho.

–No te temo, si me quieres llevar también a mí, ¡hazlo!

–¡No! Tienes mucho que aprender. Todavía quedan montañas que conquistar, caminos inciertos que andar. Tengo todo el tiempo para ver cómo te resbalas y cómo te levantas. Si te descuidas estaré allí para llevarte o para decidir dejarte. La decisión final nunca será tuya.

Emma se acostó junto al cuerpo inerte de su padre y lo abrazó. –¡Cuanto voy a extrañarte!

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