Emily

Emily


Preludio

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Preludio

California, Estados Unidos, 1849.

El gallo empezó a cantar. Emily Grant escondió la cara en la almohada y pensó en cuánto más mullida sería si le agregara las plumas del maldito animal. ¿Y el sol? ¿dónde estaba el sol? Se suponía que el cantar era para despertarlos al alba. Los Grant tenían un animal nocturno, determinó la muchacha, resignada a empezar el día antes del amanecer.

Los pasos retumbaron al son del último cacareo. Su madre estaba de pie, lo que significaba que ella debía apurarse. Sandra Grant prendía la cocina con un par de leños, si no se apuraba, Emily terminaría cubierta de olor a humo. La más pequeña de la familia dormía en un entrepiso, separada del resto, que eran todos hombres. Contaba con cuatro hermanos, Jonathan, Zachary, Elton y Louis. Su padre, Benedict, le había fabricado esa cama con sus propias manos, y a Emily le encantaba ese poco de intimidad que representaba. No tenía puerta, ni ninguna separación, solo una pequeña escalera colgante que la conectaba con la cocina.

Se vistió con premura, camisola, corsé frontal, enagua, camisa beige y falda del mismo tono, y bajó sin más dilataciones.

—Emily, ve a buscar agua del pozo —ordenó Sandra—. ¡Y trenza ese cabello!

—Sí, madre.

—Jonathan, tú ve a ver si quedó tocino en el saladero, Zach, los huevos… —Y las órdenes se ahogaron a medida que Emily se alejaba camino al pozo. Al menos, no le había tocado ordeñar a María, la vaca que tenían. Odiaba esa tarea, de seguro le había tocado a Elton, se burlaría de él más tarde. Buscó los baldes, los aseguró en la soga y los descendió por el pozo. Eran tantos metros que uno pensaría que sacaban el agua del otro lado del mundo.

¡California! Los Grant eran todo lo californiano que podía ser una persona sin nacer allí. Habían arribado el año anterior, cuando las tierras pasaron a ser propiedad de Estados Unidos tras el tratado de paz de Guadalupe Hidalgo con México. Según la ley, a cada hombre mayor le correspondían ciento cincuenta acres si trabajaban la tierra, eso bastaba para reclamarlas. Con esa ilusión llegaron allí, por fin tenían algo a su nombre. El norte los había expulsado con su industrialización, el este, con su esclavitud que no requería mano de obra blanca… el oeste los recibió con sus agrestes tierras y los brazos abiertos. Se enamoraron del tosco paisaje que parecía combinar perfecto con ellos. Trabajo duro para hombres y mujeres duros.

Benedict Grant sonreía como no lo había visto antes Emily, y Sandra solía besarlo cada mañana y murmurarle: eres el hombre del que me enamoré. Esa felicidad se le contagiaba a sus hijos, que, salvo alguna broma, jamás se quejaban del trabajo. Su padre también amó California a primera vista, y la cultura mexicana que ahí perduraba. A los Grant les encantaban las casonas coloniales de estilo español y habían dejado el protestantismo para abrazar el catolicismo. Los domingos eran una fiesta religiosa, con los niños de piel morena acicalados y listos para celebrar la misa. Cada evento del calendario cristiano era excusa para festejar, y se hacía con respeto, pidiéndole a Dios trabajo y buenaventura. Aprendieron el español, que por esos lares se hablaba más que el inglés, y pese a ser lo que en el norte llamaban brutos, ahí eran queridos por su capacidad de adaptarse y sacar provecho de las oportunidades.

—Plantaremos olivares y parras —sentenció Grant al llegar a sus nuevas tierras—, como en la Biblia. —Y con esa misión, todos, sin distinción, se pusieron manos a la obra.

Poseían ahora trescientas acres, porque Jonathan había podido reclamar las suyas, y como aún no había contraído matrimonio, las sumaba a las familiares. Allí, entre las rocas, las sierras, la tierra árida y la falta de agua, las vides se abrían paso con fuerza. A Emily le encantaban y debía contenerse para no arrancar las uvas y comerlas antes de tiempo.

Llenó los dos baldes de agua, y antes de cargarlos, bebió de uno haciendo una canastilla con la mano. También se enjuagó el rostro y aprovechó para trenzarse el dorado cabello de manera apresurada antes de volver. Elton pasó con la jarra de leche sin mirarla, a sabiendas de que su hermana le haría una broma. Los hermanos se querían, y como lo hacían, podían pelear por todo sin que el lazo se quebrara. No había jornada que no terminara en alguna chiquilina competencia o, incluso, a los golpes. Hasta ella dejaba de lado las advertencias de su madre de cómo debía ser una niña y se unía a una riña por alguna necedad.

Al regresar a la pequeña casa, la cocina ya estaba prendida y el aroma a tocino y huevos, mezclado con café, inundaba el lugar.

—¡Nada de leche! —advirtió la señora Grant—, que esa vaca está cada día más perezosa, y lo que sacamos se hará queso. —Seis rostros mostraron su tristeza y bebieron el café solo de un trago.

Emily se lamentó, no por la falta de leche en el desayuno, sino porque odiaba hacer queso y seguro le tocaba a ella la actividad. Los ojos de Elton se fijaron en los celestes de su hermana con sorna, y ella le devolvió el gesto sacándole la lengua. Ya sabía con quién se pelearía ese día.

Tras engullir la suculenta comida, se apuraron a levantar y lavar los trastos para comenzar la jornada. A diferencia de en el pasado, cuando vivían en el norte, allí todos colaboraban con las tareas domésticas, porque necesitaban las manos de la señora Grant en la tierra, como uno más, no podían darse el lujo de dejar a un integrante puertas adentro. Benedict le prometía que pronto podrían contratar a alguien que los ayudara, y Sandra sonreía, restándole importancia.

Emily sabía que su madre jamás dejaría las labores de campo, las amaba igual que ella. Ninguna de las dos disfrutaba de las tareas asociadas a la mujer. Por algo Dios les había otorgado esa figura, pensaba la pequeña, de espalda y cadera anchas, de cintura amplia que parecía almacenar reservas y músculos firmes que podían acarrear cualquier peso. Sí, estaban hechas para el trabajo, y según el sacerdote, desperdiciar un talento era pecado.

Benedict les pidió a sus hijos que fueran al pueblo en busca de provisiones, esa era la única labor que no podían hacer las mujeres. No importaba cuán rudas fueran, los hombres que se abrían paso en California lo eran más. Los modales, las formas, lejos estaban de esas cantinas olvidadas en el medio del desierto. Jonathan, Zachary y Louis ataron la vieja mula al carro y se dispusieron al viaje de más de una hora, debían volver con tanto como pudieran comprar. El rancho no era sustentable por sí solo, y la huerta del fondo pocos frutos daba. El suelo árido y arenoso, sumado a las pocas lluvias, daba como resultado una importante escasez de alimento. Sin contar con que el puerto no estaba conectado al norte, y los productos llegaban por tierra, con suerte. Por ese motivo, aun cuando ya se cumpliría un año de la adición de las tierras a Estados Unidos, los californianos comercializaban más con México que con sus nuevos coterráneos. Era difícil determinar dónde comenzaba el contrabando cuando la legislación era tan nueva, al fin de cuentas, todavía no era un Estado admitido por completo. Los habitantes se encontraban en un intermedio, y eso daba como resultado una difusa línea entre lo legal y lo ilegal.

Sus hermanos llevaban, además de algunos dólares, las armas de caza y las pistolas a la cintura. Los robos y la apropiación de las tierras ya trabajadas por otros estaban a la orden del día.

Emily también llevaba una pistola, sabía disparar, cazar, pelear, sembrar, cosechar… A sus trece años ya era capaz de administrar un rancho por ella misma. A diferencia de su padre, no estaba segura de querer que el gobierno federal se apurara en admitir a California como Estado, porque mientras las cosas no estuvieran claras, ella podía fantasear con tener sus propias tierras al cumplir la mayoría de edad, como sucedía con los hombres. No era una niña que anhelara lo que las demás: un esposo y varios niños. No, ella quería seguir con la labor de campo, con cuidar las vides de sol a sombra…

—Sombra —exclamó agotada—, solo un poco de sombra.

En California se trabajaba de sol a sol, pensó Emily con una sonrisa y la vista puesta en el cielo azul despejado. Su madre y Elton habían ido hacia el límite Este a controlar los pocos olivares que tenían. El oeste y el norte de las tierras, que terminaban en un cerro bajo, estaban recubiertas de vides. Benedict siempre se encargaba del límite oeste, porque lindaba con tierra de nadie y era propenso a dar cobijo a bandidos. El norte quedaba rodeado por los acres que su hermano Zachary reclamaría en breve, por lo que era más seguro. Hacía allí iría Emily.

—Llévate a Baltazar —sugirió su padre, preocupado porque algo le sucediera. Si bien era el sector más resguardado, no confiaba en la ausencia de delincuentes. El único caballo de la familia le daría ventaja a su hija en caso de emergencia. Sandra estaría con Elton, y él debía ir sí o sí hacia el oeste, a comprobar si las huellas que había visto Jonathan pertenecían a un coyote o a un intruso.

—No te preocupes —accedió ella, mientras buscaba la montura—. No tardaré, el sol está muy fuerte hoy, incluso para mí.

Benedict le acarició la nariz con el índice, justo donde se le dibujaban las pecas.

—Lleva sombrero —fue la última orden. Emily corrió a acatar, y cuando su padre no podía verla, reemplazó la falda por unos viejos pantalones de montar de Louis. Detestaba ir a mujeriegas, le resultaba incómodo a ella y a Baltazar.

Con la camisa arremetida en los pantalones, el sombrero de paja calzado hasta la frente y sostenido con una raída cinta, la pistola en la cintura y las herramientas en la alforja, se dispuso a comprobar el estado de las parras. Su padre se había decantado por las uvas verdes de la cepa del chardonnay, al ver que eran las que mejor se adaptaban al clima californiano. Eran dulces e invitaban a devorarlas sin esperar a la maduración. Emily descendió de Baltazar al llegar a las últimas hileras de vides, las plantas más jóvenes; con los guantes de piel y las filosas tijeras de podar, comenzó la labor de comprobar planta por planta el estado de las hojas, de las raíces, si debían temer por plagas y cuánto faltaría para que dieran fruto.

Si bien eran plantas que se llevaban bien con la sequía, los meses sin lluvia comenzaban a impactar en ellas. Emily alzó la vista como si buscara algún indicio de lluvia. Ni una nube.

—Oh, Baltazar —le habló al animal—, ¿qué haremos sin agua?

Podían implementar canales de riego, pero eran demasiado costosos y apenas si tenían dinero para subsistir día a día. Solo quedaba rezarle a Dios y pedirle que intercediera por ellos en los cielos.

∞∞∞

Los hermanos Grant volvieron del pueblo con los ceños fruncidos y algunos moretones.

—Por Dios, Louis, que eres tonto. Siempre nos metes en problemas, no aprendes más —se quejó el mayor. Benedict los vio arribar y fue a su encuentro. Los muchachos habían podido conseguir provisiones, sobre todo algo de carne que les venía bien, y en el camino habían cazado una liebre. El éxito no se ajustaba con sus rostros compungidos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el hombre—, ¿por qué esos ánimos?

—Louis lo ha hecho de nuevo —se quejó Zachary al tiempo que empujaba a su hermano menor fuera del carro—, la próxima nos llevamos a Elton, que tiene el cerebro donde debe y no en los pantalones.

—¡Muchachos, muchachos! —los serenó su padre. Jonathan le regaló una mirada furiosa antes de descender y comenzar a desatar a la mula.

—Es siempre la misma historia, padre —se quejó el mayor. Louis pateó el suelo en un berrinche que ponía en evidencia su corta edad. Tenía quince años, y si bien en esas tierras era imposible no perder la inocencia y volverse rudo, el más joven de los hombres Grant aún transitaba la adolescencia con todos los vaivenes propios de esa etapa.

—Louis, ve a buscar a Emily —le ordenó Benedict—, está al norte, justo junto al cerro.

—Sí, padre. —Bajó la cabeza y escondió el morado del pómulo, producto de la pelea con sus hermanos y algunos extraños. Sabía que la orden tenía un vestigio de castigo, pues era un tramo extenso para hacer a pie.

—Ahora —prosiguió cuando quedó con los mayores. Fueron a la cuadra de la mula y emprendieron la tarea de bajar las provisiones—, ustedes dos. Ya saben que Louis está en esa edad, deben ser un poco más compasivos… al fin de cuenta, todos la hemos pasado.

—Pero no como él, padre —se lamentó Zachary, y Benedict rio por lo bajo.

—Sí, exactamente como él. ¿Qué ha sido esta vez? —pidió que le relataran, aunque sabía de antemano por dónde venía el asunto. El más joven de los Grant era un enamoradizo. Al alboroto de hormonas propio de la edad se le sumaba su temple romántico.

—Le regaló una hogaza de pan a Salma, además de las flores silvestres de siempre y sus poemas sin rimas —relató Jonathan.

Benedict volvió a sonreír. Sabía que no debía hacerlo, pero le llenaba el pecho de orgullo haber criado un buen cristiano. Su hijo era noble y de una inocencia inagotable.

—¿Y los golpes? —inquirió.

—El dueño del burdel, el señor Ramírez… no le hizo ninguna gracia que Salma recibiera algo gratis… —No tuvo que decir más. Si una prostituta recibía las atenciones bien intencionadas de un hombre, no necesitaba trabajar por ello. Y si no atendía clientes, Ramírez se quedaba sin su parte.

—Hablaré con él cuando regrese.

—¡Es una prostituta! —se quejó Zachary de que su padre le restara importancia al asunto. Sin embargo, Benedict le palmeó la espalda con cariño antes de contestar:

—¿Y qué nos ha enseñado la Biblia? El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra.

∞∞∞

Emily vio la sombra de Louis recortarse en el horizonte. Venía cabizbajo, pateando las pequeñas rocas del camino. Su hermana no necesitó saber demasiado para atar los cabos, el pequeño Grant llevaba casi un año medio enamorado de la prostituta del pueblo, Salma. La adoraba y, a veces, gracias a la ternura que regía el carácter de Emily, Louis se confesaba con ella sobre los sentimientos.

Su padre decía que era la edad, que todos los jóvenes pasaban por esas etapas de enamoramiento. Lo tomaba como algo pasajero, con una dosis de humor. A Emily la mantenían un poco alejada de esas «cosas de hombres», como lo llamaban, pero sabía por retazos de conversación oídas a escondidas que Benedict creía que era algo que terminaría cuando al fin el pequeño Grant estuviera con una mujer. A la joven Grant le gustaba pensar que no, que su hermano amaba a Salma y que un día se casaría con ella, la salvaría de las garras del regente del burdel y la llevaría de nuevo a la buena senda cristiana. Sí, los Grant eran en el fondo unos románticos.

—¿Cómo va todo? —preguntó Louis al llegar junto a ella. Emily vio las marcas en el pómulo, y por lo superficiales adivinó que se trataba de una disputa de hermanos, no se había medido con Ramírez.

—Bien… bueno, no —se sinceró ella—. La sequía está haciendo de las suyas. Aún me quedan algunas plantas que revisar, pero… debemos traer algo de agua para aquí, solo que no sé cómo.

Louis se encogió de hombros, ajeno al real problema. Emily supuso que estaba triste. Avanzaron entre las vides en silencio, hasta que el muchacho se sintió cómodo para hablar.

—Yo la quiero de verdad, Emily, en serio —se confesó.

—Lo sé…

—Si nadie la ayuda, ni la respeta, no va a poder dejar esa vida. Y luego la juzgan de pecadora, ¿no son peores quienes la llevan a eso? —se lamentó—. Jonathan dice que le pague… —se calló a tiempo. El rubor en las mejillas de Emily le indicó que no debía hablar con tanta franqueza—. Lo siento, perdón. No le digas a padre… por favor —rogó desesperado. Su hermana le sonrió.

—No le diré. No te preocupes, ve con Baltazar de regreso a casa y dile lo de las plantas secas. Yo volveré a pie…

—Pero…

—Si no lo haces, sí le diré —lo extorsionó con buena intención. Sabía que estaba cansado por el viaje al pueblo y la siguiente caminata. Ella se sentía descansada.

—Te espero —propuso, y ella se negó.

—Tengo que terminar de podar algunas, ve, en serio, y bebe agua, que con este calor todos lo necesitamos. ¿Sí? —Él accedió y montó a Baltazar, antes de que se alejara, Emily lo detuvo—. Prométeme algo más —pidió.

—¿Qué?

—No cambies. —Le sonrió con ternura—. No dejes de tratar a Salma con cariño. —Su hermano le devolvió la sonrisa y regresó a su casa de mucho mejor ánimo. Siempre le hacía bien hablar con Emily.

La muchacha lo vio partir y esperó a que se perdiera antes de volver a las plantas. No debía alentarlo, se dijo, pero no podía evitarlo. Le agradaba pensar que todos eran dignos de amor, y que ese sentimiento era el que te hacía buena persona. Si uno sabía que era capaz de amar y ser amado, todo se volvía posible. Solo un hombre al que quisiera con locura y que le retribuyera el sentimiento sería capaz de hacerla cambiar de parecer respecto a la vida conyugal y familiar. Y si lo hallaba, sería como Louis, no le importaría ningún pasado, ningún defecto, ningún obstáculo. Lo único de lo que se creía incapaz era de atarse a alguien sin amor de por medio.

Terminó la hilera de vides y se enderezó. La espalda le escoció un poco por la mala postura,  alzó los brazos y respiró profundo para estirar toda la columna. El aroma dulzón del aire le inundó los pulmones, además de las uvas, otro se unía al conjunto, haciendo del perfume un elixir.

—¡Agua! —Emily buscó en el cielo, desesperada, al percibir el inconfundible olor de la lluvia—. ¿Dónde? ¿Dónde?

El cielo se seguía viendo despejado, hasta que…

—¡Maldición! —exclamó la muchacha. Tras las sierras, los nubarrones negros y bajos avanzaban de manera apresurada. No le darían tiempo de llegar hasta la casa, debía encontrar refugio en los cerros y esperar a que la tormenta pasara.

En el tiempo que llevaba allí se había convertido en una experta del clima. Las escasas lluvias eran colosales, pero duraban poco. El problema eran los vientos que levantaban la arena del suelo imposibilitando avanzar con los ojos abiertos. Se cubrió con el sombrero y se encaminó al centro de la tempestad. Debía apurarse si no quería quedar a la intemperie cuando el aguacero se desatara. De todos modos, corrió con una risa feliz y una plegaria de agradecimiento a Dios en los labios. Las vides se salvarían y conseguirían la primera cosecha.

Las sierras contaban con algunas zonas que brindaban reparo. Cuevas naturales en las cuales había que irse con cuidado de no encontrar alimañas. En una de ellas se escabulló la muchacha justo en el momento en el que un rayo rompía el firmamento y llegaba a tierra seguido de su estruendo. Las piedras temblaron, las rocas se sacudieron y las más pequeñas cayeron sobre su cabeza. Emily se cubrió con los brazos para protegerse de los posibles golpes y se ovilló a esperar que todo sucediera rápido.

No podía negar el susto, el temor de que en lugar de pequeños pedruscos se le cayera parte de la cueva encima. Como sus padres decían, lo mejor en esas circunstancias era pedirle a Dios que interviniera, pues nada más restaba por hacer. Si salía, los vientos la azotarían, ahí, corría riesgo de perecer bajo un derrumbe.

Fue una hora, quizá dos, hasta que todo terminó. Las nubes negras seguían con su avance y detrás de ellas los rayos de sol teñían el cielo de anaranjado. La belleza del paisaje cortaba el aliento. Emily intentó abandonar la cueva, pero se encontró atrapada. Varias rocas habían caído en el ingreso y debía removerlas una a una. El atardecer no tardaría en llegar, y no deseaba pasar la noche en ese lugar. Sin quererlo, comenzó a llorar aterrada ante la idea.

—¡Emily! ¡Emily! —las voces le llegaron lejanas. Eran las de todos los demás Grant que se habían repartido el terreno para buscarla—. ¡Emily!

—¡Aquí! —gritó— ¡Aquí! ¿Me escuchan? —Siguió quitando las piedras de la entrada, se detuvo cuando descubrió que los movimientos bruscos propiciaban más derrumbes. Era el problema de la composición arenosa del terreno californiano. Todo se deshacía con el agua y el viento—. Aquí, en una cueva.

Continuó gritando y escarbando con cuidado, hasta que escuchó la voz de Benedict al otro lado.

—¡Te hallé, pequeña! Zach, Jonathan —los llamó para que lo ayudaran. Tres pares de brazos se encargaron de remover rocas, al igual que hacía Emily desde el interior. La luz no tardó en colarse en la cueva trayendo con ella serenidad. La muchacha ya no temía, y el terror de pasar la noche atrapada remitió por completo. Eso le permitió observar mejor el lugar en el que se hallaba, y lo raro de las rocas. Una de ellas se había partido a la mitad revelando lo que parecía ser una imperfección en el centro. Intentó llevarla hacia el resplandor del exterior para observar mejor, pero no lograba estar segura.

—Emily —dijo Zachary—, prueba salir por ese agujero. Dice Louis que llevas pantalones.

Aunque debían reprenderla por romper las normas de las faldas, en ese momento los hombres Grant estaban agradecidos con la pequeña por la osadía. Emily guardó el pedazo de piedra en uno de los gastados bolsillos e intentó pasar por el hueco de rocas que habían despejado sus hermanos con su padre. Como no era para nada menuda, necesitó de la ayuda de la fuerza masculina para deslizarse. Las manos de Jonathan la tomaron al otro lado y la arrastraron con cautela para que no se raspara demasiado con las puntas filosas. Una vez del otro lado, cuando sus pies no podían empujar contra nada, Zachary la ayudó con el último tramo.

—Te tenemos, pequeña. —La abrazó su padre, y a los pocos segundos, su madre, Louis y Elton estaban a su lado con los rostros mutados por la preocupación—. Nos has dado un susto de muerte.

—No iba a llegar a casa… —se disculpó.

—Fuiste muy lista, muy lista —agradeció Benedict besándola en la frente—. Ya ha pasado todo, volvamos así cenamos y nos tomamos un merecido descanso. Lo que pudo haber sido una tragedia fue una bendición —completó, contento de tener a su hija entera y de que el agua les hubiera dado un respiro. Avanzaron por el camino todos juntos, hasta que Emily recordó la piedra y la sacó del bolsillo para observarla con verdadero detalle.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Louis, a su lado. Parecía incapaz de separarse de ella, algo culpable de haberse llevado la montura.

—No lo sé, ¿qué crees que sea eso del medio? —Ambos rostros se acercaron a ver la mancha en el centro de la roca cortada—. Parece… pero eso no puede ser, ¿o sí?

Louis se la quitó de las manos.

—Sí, sí parece y creo que es… —sus ojos brillaron como el sol californiano.

—¿De qué hablan? —inquirió Zachary y le sacó la roca. Su rostro se desfiguró—. ¿Dónde hallaste esto?

—Fue Emily, en la cueva.

Ahora Jonathan, Elton, Sandra y Benedict se acercaban a contemplar el descubrimiento.

—¿Es?

—Parece.

—¿Será?

—Creo que sí.

—Es… ¡Oro! —gritaron al unísono las siete voces Grant.

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