Emily

Emily


Capítulo 1

Página 3 de 35

Capítulo 1

Londres, Inglaterra, 1854.

La casa de ladrillo rojo, arcada blanca y ventanas que terminaban de manera hexagonal le resultaba agobiante a los Grant. Sandra, Zachary y Emily habían arribado hacía una semana y, si el viaje no hubiera sido tan extenuante, serían capaces de contemplar la posibilidad de empacar y regresar a California sin siquiera intentarlo.

Rendirse no estaba en el espíritu de los Grant. Viajar por mar tampoco.

El camino desde tierras californianas hasta la gran casona de Kensington en Londres había sido agotador, y los tres integrantes de la familia habían intentado mantener el espíritu en alto a modo de convencerse de lo fructífero del asunto: conseguirle un marido a Emily que mejorara el estatus de los Grant.

Se instalaron por sugerencia de un socio de Benedict en ese hermoso y pujante barrio situado en las cercanías del área comercial de la ciudad. Poseían, además de sus pertenencias, un par de recomendaciones de contactos y amigos con quienes empezar a relacionarse. Sandra no tenía intenciones de imponer un matrimonio a su hija y fue tajante al respecto, Emily conocería nobles y hombres de negocios, sin obligación a nada. De todos modos, la pequeña Grant estaba más que dispuesta a intentarlo con todas sus fuerzas, con esas que ya no empleaba en la tierra ni en el trabajo duro. De nada valía aferrarse a la labor con las vides, tarea que ahora llevaban los empleados del próspero rancho, por lo que no le quedaba más remedio que ser quien su nueva condición social demandaba: una señorita. Y las señoritas tenían un único fin, convertirse en señoras. Dicho fin se consideraba un éxito en tanto y en cuanto el hombre que la desposara fuera un acaudalado noble de buen nombre.

Emily se dejó caer sin gracia en uno de los mullidos sofás del salón principal, junto a la chimenea, y se permitió un segundo de autocompasión. Se sentía dichosa de la fortuna forjada por su familia y de saber que ella había colaborado, lo que no le agradaba demasiado era la situación en la que se hallaban. Ser «nuevos ricos», como los llamaban, los exponía a las lenguas viperinas, al desprecio social, al hermetismo de aquellos que ostentaban el poder… en definitiva, a la marginalidad. Como había escuchado más de una vez —siempre a sus espaldas— el dinero no podía comprar el buen gusto, ni la educación, ni varias cosas más que parecían ser condiciones sine qua non para pertenecer a la élite. Esas voces estaban equivocadas, así lo había expresado George L. Brown, inglés radicado en América y socio inversor de las minas Grant. El británico no dudó en ser, además de un propulsor en la extracción de oro, una brújula social para la familia. La educación, como bien sabía Emily en esos momentos, sí se podía comprar; un ejército de costosas institutrices lo comprobaban. También el buen gusto, solo bastaba con conseguir una modista prestigiosa y pagarle una cuantiosa suma para que les dijera cómo vestir. Y lo demás… lo demás también se compraba. Lo único que les faltaba era un buen nombre, y ahí estaba ella, con sus dólares americanos dispuesta a reemplazar el apellido Grant por uno de prestigio y, de ser posible, agregar un Lady antes de Emily.

Lo único que la mantenía a flote en la superficial, vacía y horrible tarea de conseguir un marido solo por el título era saber que detrás existía un motivo superior. California había explotado con la fiebre del oro, muchos se hicieron ricos, ellos más que nadie. Cada uno de sus hermanos reclamó las acres correspondientes al cumplir la mayoría de edad, las trabajaron con vides para que el gobierno se las otorgara y explotaron la minería. En cada parcela de tierra Grant hallaron oro. Habían pisado, labrado y cosechado sobre el valioso metal sin saberlo. Lo único que faltaba para que los negocios terminaran de prosperar era conseguir que California fuera más influyente dentro de los Estados Unidos de Norteamérica. Misión que requería dinero y… contactos. Tenían lo primero, les faltaba lo segundo. George pujaba por su parte en Washington, pero los Grant no tenían el peso suficiente para conseguirlo desde California. En cambio, si conseguían relacionarse bien…

No existía nada que hiciera babear más a los americanos snobs que un título nobiliario. Emily probaría que George L. Brown tenía razón, que todo estaba a la venta en este mundo.

Tras sus minutos de penurias, se propulsó fuera del sofá en busca de algo por hacer. ¡Qué aburrimiento! Londres era demasiado comedido para el espíritu fogoso de la joven.

Llevaban algunos días allí y no encontraban la forma de agotar energías. Y ella no era la que peor la pasaba, su hermano Zachary caminaba por las paredes. Desde que habían encontrado la primera pepa de oro que Emily apenas hacía trabajo físico, las actividades de campo fueron reemplazadas por horas y horas de aprender literatura, modales, protocolo, música y cuanta cosa creyeran apropiada para el nuevo estatus. Lo mismo sucedió con Sandra, quien ahora debía encargarse de que la gran casona de estilo colonial que habían construido los Grant brindara fiestas, recibiera visitas y diera espacio a grandes negociaciones. Pero Zachary… los hombres de la familia recibieron la educación a la par que su trabajo crecía. Administraban las plantaciones porque eran las que les permitían conservar las tierras, ahora poseían más de mil acres de vides y olivares, y, sobre todo, de minas explotadas. Viajaban, trataban con capataces y obreros, negociaban con hombres del norte y del este, comprobaban las extracciones, aseguraban el transporte porque los robos estaban a la orden del día, protegían los extensos límites de la propiedad y, hacía tan solo un año, a todo eso le incorporaron las bodegas Grant. Los hermanos no tenían un segundo de paz, y cuando la conseguían, no sabían qué hacer con ella.

—Zach, por favor, detente, intento leer —se quejó Emily con el libro en la mano. Según una de sus institutrices, la lectura serenaba el espíritu. Ella disfrutaba de esas historias heroicas, y amaba leer antes de dormir, aunque en el día… en el día prefería vivirlas, y Londres no se lo permitía.

—Vayamos a montar al Hyde Park —propuso él.

—¿No acabas de llegar de allí? —Abandonó la lectura y la comodidad del sillón, le era imposible leer en su compañía.

—Sí, pero he ido solo. Ahora podemos ir ambos, y jugar una carrera. No sabes, analizo comprar un caballo árabe que he visto…

—Pensé que ya lo habías comprado —dijo Emily. Su hermano le pisaba los talones en las escaleras que iban a la planta alta y a las habitaciones de ellos. La casona era de tres plantas y un altillo. En la tercera se encontraban los sirvientes, que se limitaban al ama de llave, dos doncellas, un ayudante de cámara y un mayordomo. El resto de los empleados eran contratados de la forma moderna, es decir, por horas al día con uno libre por semana.

—No, adquirí una yegua, debes verla, Em —se entusiasmó—, la amarás. Este semental árabe puede ser bueno para la cruza, además de su belleza.

La alegría se le contagió a la joven y volteó el rostro para sonreír.

—Bueno, no puedes decirle «La yegua», deberás elegir un nombre. Cuando regresemos a California, medio barco serán tus cuadras si sigues así.

Zachary amaba los caballos, y si el dinero no podía comprar lo que más queríamos, para qué lo necesitábamos. Cada uno de los Grant les sumó a sus tareas en la mina su propia vocación. Así Benedict se había dado el gusto de tener su bodega, Jonathan estudiaba economía en una prestigiosa universidad del norte, Zachary comenzaba con su criadero de caballos, Elton amaba la construcción y, tras diseñar y dirigir la obra de la casa del rancho, se dedicaba a la arquitectura por encargo y Louis a la redacción de artículos periodísticos firmados con pseudónimo. La única que no había encontrado su rol era Emily, al parecer a lo único que podía aspirar era a la maternidad y ni siquiera era un anhelo que le quitara el sueño.

La doncella de la muchacha puso mala cara antes de cerrar la puerta en las narices de Zachary, por muchos modales impuestos, los hermanos aún se manejaban como en los viejos tiempos, y no se llevaban demasiado bien con esas extrañas normas de separación de sexos. ¿Por qué no podía estar cerca de su hermana en soledad, a quien vio nacer y crecer? ¿o por qué de pronto Emily tenía prohibido verlo con la camisa desarreglada, descubriendo solo el nacimiento de su pecho cuando lo había hecho tantas veces en el pasado? Las normas sociales le parecían demasiado absurdas, como aquella que habían transmitido los ojos censuradores de la doncella: «Su ala es aquella, señor, el ala de los caballeros. No puede caminar por este corredor». Así que, por mucho que pagara la renta de esa lujosa casa londinense, tenía prohibidas ciertas habitaciones y secciones. Absurdo.

Emily se apresuró a cambiar su vestido de día por un traje de montar. Seguía detestando ir a mujeriegas, pero en aquel lugar no quedaba más remedio. En el rancho aún cambiaba las faldas por pantalones, se había hecho confeccionar algunos a su medida ya que hacía años que no compartía talla con Louis. Tenía prohibido usar esas prendas en público, pero para ir a montar por las mañanas o salir por las tierras Grant con sus hermanos bastaban.

El traje que ahora lucía era incómodo y más estético que funcional. Todo en ellos hablaba de dinero. Su hermano poseía un reloj de oro para el bolsillo por cada chaleco que usaba, los bordados en hilos de oro y plata decoraban cada una de sus prendas, sin contar con los tules, gasas, perlas, plumas, sedas, pedrería y demás extras. Así que el pobre caballo que eligiera esa mañana para pasear no acarrearía solo con el peso de Emily, que no era una muchacha menuda, sino también el de todo su decorado. La falda de terciopelo azul poseía una sobrefalda bordada con un delicado intrincado similar a los pañuelos árabes, la misma cubría las piernas de lado y terminaba en un enorme moño en la parte posterior que abultaba las caderas femeninas en contraposición a la estrecha cintura. Cintura que Emily debía forzar en demasía con el corsé. Jamás conseguiría esa finura que exigía la época, de menos de sesenta centímetros. Ella, con suerte y mucho trabajo, conseguía unos setenta y cinco, y cuando se observaba al espejo pensaba que en cualquier momento se quebraría a la mitad. El chaleco color crema con botones de perla cerraba sobre una camisa de volantes que no hacía más que incrementar el tamaño de sus pechos. Parecía una avispa empachada de miel. Sobre la trenza de mechones rubios que surcaba su coronilla, la doncella colocó un pequeño sombrero de lado, con un tul que caía hacia adelante, plumas hacia los costados y perlas por doquier. Pobre caballo, pensó Emily con resignación, pobre caballo y pobre de mí.

Zachary seguía ansioso aguardando por su hermana. Caminaba de punta a punta del corredor de caballeros, que era el que daba al frente de la casa. Se frenaba en el centro, y volvía en su andar. Cuando la doncella de Emily dejó la habitación, Zachary le regaló una sonrisa burlona, como un niño al que, en esa ocasión, no habían logrado pescar en su travesura.

—Vamos —exclamó Emily tan ansiosa como él. No soportaba más el encierro ni la tortura que había sido colocarse esas prendas.

—Tú eliges primero el caballo, porque soy bueno —expresó él al comprobar su vestuario.

—No lo haces por bueno —rio ella—, sabes que tienes ventaja al poder montar apropiadamente.

La charla se daba en voz alta, nada de susurros para los Grant. El problema… Sandra los oyó.

—¿Adónde van si se puede saber? —preguntó la mujer con un gesto duro.

—A montar —contestaron al unísono.

—¿Sin haber comido antes? ¿Es que ustedes han olvidado alimentarse?

—La comida aquí es horrible —se quejó Zachary.

—Además, apenas si gastamos energía, madre —agregó Emily.

—Ninguno de los dos sale sin comer. ¡Desde el desayuno que no ingieren nada! Están a punto de desaparecer —espetó la mujer mientras los evaluaba con ojos llenos de preocupación. Los hermanos se miraron y tuvieron que contener la risa ¿Desaparecer? Si Emily era de caderas anchas y pecho abultado, Zachary apenas pasaba por una puerta común con su metro noventa de altura y la amplitud de espalda.

—El desayuno fue hace dos horas, no es que…

—Y comiste como un pajarito —la interrumpió Sandra—, mírate nada más. Ese chaleco te queda holgado. Nada de ir a montar. A comer y luego a la modista que me recomendaron para que te tome las medidas y ajuste tus vestidos. ¡Si la temporada empieza este mismo miércoles!

Sí, pensó la joven Grant, como un pajarito que come casi el total de su peso en alimento. De todos modos, ambos hermanos acataron. Con expresiones de tristeza y resignación, siempre hacían lo que su madre pedía. Sabían de dónde provenía esa manía por alimentarlos a toda hora, de una época en la que no siempre hubo comida en la mesa. Así como los hombres habían encontrado en el dinero la posibilidad de cumplir sus sueños, Sandra había hallado la paz de saber que sus cinco hijos jamás pasarían hambre. Para la mujer, la moda no podía tener menos sentido. Sabía que los Grant no eran gordos, bastaba con verlos como habían llegado al mundo para saberlo. Huesos grandes, musculaturas firmes y apenas unas libras de reserva componían sus cuerpos, y ella tenía por misión asegurarse de que jamás usaran  esas reservas.

Tras un tentempié de media mañana, la señora Grant solicitó el carruaje y constató la dirección de la modista recomendada por George: Madame Dumont. Dumont y L’mer eran consideradas las mejores de la temporada, y conseguir que trabajaran para uno costaba un dineral. L’mer era más prestigiosa que Dumont, pues atendía a los nobles de mayor envergadura. Dumont, según había asegurado George, se coronaba como la reina de la vanguardia y creía que por su apertura mental estaría más dispuesta a atender a americanas por sobre las mujeres de la nobleza.

Emily decidió que no cambiaría su atuendo, no quería pasar una vez más por las horas de tortura que significaba y Sandra consideró eso sentido común. Además, agradeció la joven al subir al carruaje, el traje de montar llevaba un corsé más ligero, con menos ballenas metálicas y con una apertura pequeña que le daba movilidad al cabalgar. El único incordio era la sobrefalda que Zachary, sin contemplaciones, manipuló para entrar tras su hermana ganándose con ello una mirada de horror del lacayo.

—Gracias —musitó Emily en cambio, que también se mantenía ajena a esas normas de decoro.

Sandra conversaba a viva voz sobre el paisaje y los edificios, exclamaba con asombro lo mucho que le gustaría a Elton, o lo que se inspiraría Louis, o lo que aprendería Jonathan. Sin contar con que siempre agregaba «y lo orgulloso que debe estar Benedict». No quedaban dudas, la señora Grant añoraba su tierra y su familia. No era la única; sin embargo, los más jóvenes eran conscientes de que el abandono del nido se aproximaba, en cambio, Sandra buscaba todos los motivos para contenerlos a su lado.

El viaje fue breve, y los hermanos Grant comentaron cuánto más breve hubiera sido de hacerlo a pie. El centro de Londres bullía en actividad a esas horas, y como el inicio de la temporada era inminente, todos parecían estar ahí. La tienda de Madame Dumont se encontraba a mitad de manzana, con una pequeña escalinata que daba a la puerta principal donde un lacayo aguardaba para abrir y recibir a los clientes. A los lados, en las que serían las ventanas de la sala principal, se encontraban en exhibición algunas de las delicadas telas con las que se confeccionaban los vestidos.

Zachary tenía prohibido el ingreso, pues Dumont trabajaba solo con damas, y los pocos caballeros que atravesaban el umbral eran los ricos nobles que deseaban acompañar a sus esposas y amantes. Para llevar a cabo tal tarea, debían solicitar una cita fuera de hora de modo que la mujer se asegurara la ausencia de otras mujeres. Zachary bufó molesto, de haberlo sabido, salía a montar sin su hermana. Se sentía culpable de solo pensarlo, conocedor del aburrimiento al que Emily era sometida. Optó, entonces, por dirigirse a un café, un lugar frecuentado por la clase media y que, de seguro, ayudaría a consolidar la imagen de brutos de los Grant. Desde la mesa junto a la ventana, vio a su madre y hermana perderse en el interior del local de la modista.

Emily miró derredor fascinada. Si bien la casa de alquiler estaba decorada con un gusto exquisito, la sala de espera de Dumont la superaba ampliamente. Tenía tupidas alfombras que ahogaban los pasos, decoradas en tonos tierra, algunos sillones de estilo Luis XV para que las mujeres aguardaran de manera cómoda a que fueran atendidas, y una enorme araña con gotas de cristal e infinidad de velas que colgaba sobre sus cabezas y que obligaba a alzar la vista para contemplar las delicadas molduras de yeso del cielorraso. El empapelado de las paredes, blancas, cortaban su armonía con enormes tapices que dejaban ver escenas de suntuosos bailes.

—Buenos días… mi… señora y señorita —completó una ayudante al observarlas. Les brindó una cálida sonrisa de cortesía—. ¿En qué podemos ayudarlas?

—Buenos días. —La mano de Sandra se extendió por costumbre, y la ayudante expresó  desconcierto. La señora Grant la dejó caer al notar su torpeza—. Mi hija, la señorita Emily Grant —la presentó, y tiró de ella para que dejara de mirar todo con la boca abierta—, necesita que le tomen un poco los vestidos. Ha perdido mucho peso en el viaje, ya sabe, altamar…

La mujer frente a ellas seguía con el rostro inescrutable, la sonrisa cortés y el silencio absoluto mientras la señora Grant contaba, con su particular acento, casi toda su vida. Desde lo que comían en California y las actividades que allí llevaban, hasta la vida de una tal señorita Linda que era la mejor costurera —sí, había usado el término costurera—, del sur de los Estados Unidos. Sandra se calló recién cuando se percató de que su charla en voz alta había llamado la atención de las clientas del lugar y de la misma Madame Dumont. Varios rostros se hicieron presentes en la sala de recepción, lo que le llevó a Emily a adivinar que esa gran puerta de doble panel que se abría al fondo daba lugar a otras salas, individuales, donde las clientas eran atendidas y se probaban los vestidos. De pronto, sintió gran pudor, y sus mejillas se sonrojaron ocultando las pecas por completo.

—Buenos días, señoras —cortó el incómodo momento Dumont—, soy Madame Dumont, ¿en qué puedo servirles?

El acento de la mujer tenía un fuerte dejo francés, casi exagerado.

—Un gran amigo nuestro, George… eh, Sir George L. Brown —se corrigió Sandra de manera apresurada—, nos recomendó sus servicios y…

La señora Grant iba a comenzar a contar toda su vida de nuevo, y Emily se avergonzó tanto que sintió culpa. Jamás en sus dieciocho años de vida se había avergonzado de su madre, hasta ese momento. Una joven mujer que se había asomado por el corredor las miraba como espectáculo de circo. Era tan bella y delicada que, aun así, con un vestido a medio colocar, destilaba más estilo y glamour del que Emily podría mostrar en toda su vida. Susurraba algo a otra joven, una que compartía la belleza pero no el porte, los ojos azules de la más joven se escondían detrás de pesadas gafas y su cabello renegrido estaba recogido en un moño simple, como el de las doncellas.

A la señorita Grant las mejillas le ardían tanto que tuvo que refrescarlas con el dorso de su mano sin guantes. ¡Los guantes!, exclamó en pensamientos. Comenzaba a lamentar todas las ideas de esa mañana, desde no cambiar su traje de montar, como el de acceder a los planes de Sandra. De pronto, dejó la nebulosa de bochorno atrás para centrarse en lo que sucedía. Su madre discutía a viva voz con la madame, mientras la bella mujer, Lady Anne había escuchado que se llamaba, se burlaba ya sin ocultarlo. ¿De qué?, mejor dicho, de quién. De ella. De su atuendo de montar lleno de adornos, de que fuera vestida así sin caballo, de que al parecer con aflojar el corsé volvería a llenar la talla sin problemas…

—¡Oh, por Dios, Lady Anne! ¿Qué sabes tú de belleza? De verdad te riges por los británicos ¿has visto cómo prefieren su puré? Igual de soso que tú. —La defensa llegó de una melodiosa voz que avanzaba, sin preocupaciones, por el corredor. A esa voz de ángel le siguió una figura no muy distinta a la de las mujeres Grant, solo que, a diferencia de ellas que llevaban sus cuerpos con practicidad, la mujer lo hacía con porte de reina.

En esos momentos, no solo Emily quería desaparecer. Madame Dumont empezó a abanicarse con ahínco. Sus mejores clientas se estaban peleando entre sí, nada bueno podía salir de eso.

—Creo saber un poco más que tú, Lady Mariana, por lo menos de británicos. ¿O debo recordarte tus orígenes?

—A ninguna de nosotras nos conviene ir por ese lado, pero a ti menos, pues de las dos eres la única que se avergüenza de ellos. Además, y volviendo al punto anterior, te recuerdo que yo llevo una alianza de un vizconde inglés, uno que se casó conmigo en la flor de la edad —agregó con malicia, haciendo hincapié en el matrimonio concertado de Lady Anne con Lord Merrington—, ¿y tú? ¿Aún esperas ser la próxima Lady Sutcliff? Quizá debieras escuchar nuestros consejos, comer un poco más y, cuando tengas algo más que ofrecer que ya no hayas ofrecido, Lord Webb te proponga matrimonio.

Los ojos de las presentes comenzaban a abrirse en desmesura con cada acusación. Emily no sabía de quiénes demonios hablaban, quiénes eran ellas, quién era Lord Webb, ni cuáles eran los escandalosos orígenes de ambas, lo que sí concluía era que la tal Lady Mariana había acusado a Lady Anne de tener de amante al mencionado hombre, y al parecer, la joven mujer quería cambiar eso. La puja cumplió el cometido de quitar el peso del pudor de los hombros de la muchacha y, con cariño, le rodeó los hombros a su madre. Se sentía mal por haberse avergonzado, al igual que esa mujer que había salido en defensa, ellas no tenían nada qué lamentar de su pasado.

—Vamos, madre. Ya conseguiremos a alguien…

—¡De ninguna manera! —interrumpió la huida Lady Mariana—. Madame Dumont, si usted no atiende a esas damas…

—¿Damas? —fue el burlón comentario de Lady Anne—, basta verlas para saber que no lo son, milady. Mira…

—Sí, damas —sentenció la vizcondesa—. Y si usted, Madame, no las atiende como se merecen, entonces cierro mi cuenta aquí y me buscaré otra modista.

Madame Dumont palideció y comenzó a balbucear una respuesta afirmativa que Lady Anne cortó.

—Y si las atiende como si estuvieran a mi nivel —remarcó la viuda de Merrington—, entonces seré yo la que me marche con otra. —Alzó el mentón de manera desafiante.

—Oh, por favor —se lamentó la señora Grant. Se la veía compungida, cosa rara en ella. Tanto la madre como la hija estaban acostumbradas a los desplantes, pero siempre por la espalda, algo que podían digerir con té y pastelitos mientras despotricaban en su salón. Jamás se habían visto envueltas en algo semejante, y por desgracia, tantos lady, lord, vizconde, conde y otros títulos habían cumplido la tarea de intimidarlas—. No debe hacerlo, madame —balbuceó la mujer—, nos iremos nosotras y olvidaremos que esto ha sucedido. —Se giraron para marcharse, y se encontraron con el robusto cuerpo de Lady Mariana impidiéndoles el paso.

—Tic, Tac, Dumont —dijo la mujer—, si se marchan, me marcho.

—Si se quedan, me marcho —contradijo Anne.

Dumont bajó la mirada, rendida. Esas riñas de nobles eran parte del trabajo, al igual que la supuesta rivalidad con L’mer. Rivalidad que no era tal y que las llevaba a tener sus agendas repletas de pedidos. En esa ocasión, la habían acorralado. Mariana tenía muchos contactos, Anne tenía una figura infernal que hacía que muchas clientas fueran corriendo a pedirle que les confeccionara un vestido que las hiciera lucir así…

—Ambas han hablado de sus supuestos orígenes —intervino la señora Grant y volvió a hablar como Emily sabía que podía hacer, con una autoridad que llamó a todas al silencio. Esa era su madre, y la joven Grant sonrió orgullosa—, si es así, entonces ambas saben lo duro que es abrirse camino en la vida. Puede que lamente este desplante, que crea inapropiado lo que han dicho… Lady Anne, aférrese a la belleza tanto como pueda, pues se termina, y no le quedan tantos años de ella. Lady Mariana, gracias por salir a nuestro favor, los Grant recordamos a quienes nos dieron una mano. Pero esto se termina aquí y ahora, nos marchamos y no perjudicaremos el trabajo de una mujer que se gana el pan, eso es más importante que un par de centímetros en la cintura de mi hija. —Alzó el mentón, tomó del brazo a Emily y dejó el lujoso salón como una reina sin corona.

Dumont largó el aire, Lady Mariana sonrió… así que Grant ¿eh? Esas mujeres merecían estar en su círculo, pensó con satisfacción. La única que había perdido de verdad en la disputa era Lady Anne, quien quedó como una cabeza de chorlito, superficial y con pocas luces para conseguir marido. Ya verían esas dos, prometió, quien reía último reía mejor, y ella lo haría desde el altar junto a Lord Webb.

Lady Thomson reconocía a un americano ni bien lo veía y, sobre todo, cuando lo oía; y no podía evitarlo, cuando de mujeres del otro lado del océano se trataba, se lanzaba a la aventura. Siempre hallaba argumentos para justificar su afición de madrinazgo, los negocios de Lord Thomson crecían de la mano de los extranjeros, en especial de los del continente occidental. El nombre de George L. Brown hizo eco en su memoria, había tenido el placer de conocerlo tiempo atrás, no era uno de los socios de su esposo, pero en un futuro no muy lejano podría llegar a serlo. Con eso ya le bastaba, para ella y su esposo. Además, su tan característica empatía le permitía ponerse en los zapatos del otro, en primera persona sabía lo difícil que era intentar hacerse un lugar dentro de la aristocracia británica, y sin una amistad adecuada, era una tarea hercúlea. Para suerte de las Grant, lady Thomson no creía en lo imposible. Se despidió de madame Dumont movida por la ansiedad, por supuesto, antes de poner un pie fuera del lugar, tuvo que repetirle una y otra vez que el vínculo de modista-clienta no se había roto como consecuencia de la partida de las mujeres.

—No se preocupe, la semana próxima estaré de regreso, solo he recordado que otros asuntos requieren de mi presencia inmediata —dijo eso sin quitar los ojos del cristal de la vitrina principal, desde ahí podía ver a las Grant, estaban a la espera de un carruaje—. Aunque yo que usted, madame, revaluaría el comportamiento de algunas de sus clientas, no hay peor vulgaridad que la que sale de la boca.

Ir a la siguiente página

Report Page