Emily

Emily


Capítulo 1

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Eso fue una daga directa al pecho de Lady Anne, la furia tiñó de rojo ardiente las mejillas de la joven mujer. No iba a continuar ese intercambio de palabras con la vizcondesa, sus posibilidades de ganar eran nulas, y eso no era todo, el vínculo de los Thomson para con los Sutcliff se fortalecía día a día, y Anne no deseaba que su papel de viuda frágil y delicada se hiciera trizas a causa de unas brutas extranjeras. Se mordió los labios y empujó a su hermana hacia el interior del vestidor.

—Thelma, ayúdame con este maldito vestido...

Thelma no reaccionaba, todavía estaba fascinada por lo vivido minutos atrás, que alguien se atreviera a bajarle el ego de un hondazo a su hermana siempre era algo para el silencioso disfrute.

—¡Thelma! ¡Maldición... —bufó por lo bajo para que las demás clientas no la oyeran— regresa a la tierra, la luna te queda demasiado grande!

—Lo... lo siento —Casi que tartamudeó, lo hacía solo ante situaciones incómodas, y quien conocía a la auténtica Lady Anne sabía que vivir junto a ella era una incomodidad constante—. ¿Qué necesitas?

—Que te muevas, Thelma... que te muevas y me ayudes con el vestido. —Se giró para que le desprendiera los botones—. Si Lady Thomson se marcha, nosotras también.

—Pe... pero si recién hemos llegado. —Anne se había probado solo dos vestidos, para ella eso significaba estar «recién llegadas», las visitas a la tienda Dumont solían consumir gran parte del día.

—Tú nunca entiendes nada, ¿verdad? —Era una batalla de orgullos, quedarse significaba otorgarle el triunfo a Lady Mariana—. ¡Vamos, apúrate!

Todas estaban apuradas, en especial, las Grant. Para lamento de ambas, dada la zona céntrica y concurrida, el cochero se había visto obligado a llevar el carruaje a un par de calles de ahí. Zachary, que había contemplado la abrupta salida de las mujeres desde el otro lado de la acera, salió al rescate y a la captura del carruaje, por lo que solo les quedaba esperar.

Lady Mariana les hizo compañía de inmediato, ellas apenas la percibieron, el momento vivido les había menguado la atención y los ánimos.

—¡Vaya, qué casualidad, nos volvemos a encontrar! —bromeó con una sonrisa contagiosa en los labios. Así sucedió, ni bien Sandra y Emily giraron hacia ella, sonrieron—. Ahora que estamos en buena compañía —dijo guiñando el ojo en complicidad a Emily—, hagamos las presentaciones como es debido. Lady Mariana Thomson ante ustedes.

Sandra Grant no podía arrancar la raíz de sus costumbres, ni bien la palabra «presentación» resonó en su cabeza, su mano se extendió de manera automática hacia la mujer y, cuando cayó en cuenta de su comportamiento tan poco apropiado para la nobleza, se detuvo a medio camino. Tanto Emily como ella habían oído que la mujer era una «vizcondesa». Con el mismo automatismo con el que Sandra extendió la mano, la retrajo. Antes de que pudiera excusarse y ocultar el gesto, Mariana se aferró a su mano para corresponder con un suave apretón.

—Por favor, Londres y la nobleza británica pueden ser un auténtico veneno, y la mejor manera de ser inmune es manteniendo las barreras de nuestros orígenes en alto.

—Pues nos han dicho lo contrario. —Emily evadió las reglas protocolares recién aprendidas y habló sin previa autorización.

—¡Emily! —Sandra le llamó la atención, no porque así lo quisiera, sino porque el manual londinense lo demandaba.

Mariana rio. La muchachita rubia y rozagante, con unas curvas muy poco vistas por esos lares, le resultó por demás simpática. Tenía una belleza y un encanto muy peculiar, por no decir rústico.

—¿Y de quién lo has oído? Déjame adivinar... ¡de algún inglés!

Emily se sonrojó, y la timidez la llevó a encorvarse. Se hizo pequeñita, y eso que no lo era, su contextura no era fácil de ocultar.

—Emily, niña... —susurró mamá Grant a modo de dulce reprimenda—, la espalda erguida, la frente arriba.

—Hazle caso a tu madre, dulzura, que Londres no te intimide.

—Eso no es tan fácil, Lady Thomson, por lo menos no para nosotros —alegó la señora Grant con los ánimos en alza.

—Nunca lo es, señora Grant.

—Sandra, por favor, llámeme Sandra.

—De acuerdo, Sandra... —Le hubiese encantado retribuirle con lo mismo, pero presentía que iba a hacer más mal que bien, ella no tenía problema en que la llamaran por su nombre, no así el resto de la nobleza, hacerlo podría convertirse en una sentencia—. Por eso... —continuó para no dilatar más su verdadera intención, su carruaje estaba ya dispuesto para ella—, si me lo permiten, me gustaría hacer más sencilla su estadía en la ciudad. Todos necesitamos de amigos locales...

—Oh, Lady Mariana, es muy amable de su parte, pero no tiene que tomarse la molestia.

Las Grant eran de armas tomar, se lanzaban a tempestades solas, se enfrentaban a los leones hambrientos.

—No es una molestia, al contrario, es un placer, de hecho... —Podía percibir la naturaleza independiente de las mujeres, y eso hacía que el agrado fuese mayor—, en el presente cuento con visitas americanas, hay dos jovencitas como tú, Emily... una de Boston, otra de Virginia, y en breve otra se sumará, de seguro te encantará conocerlas. Creo que una protocolar reunión de té en mi casa tendrá doble función, entretenerlas y prepararlas para lo peor. —Era más que lógico suponer el motivo de sus presencias en el país: el inicio de la temporada—. ¿Qué me dicen?

El brillo en los ojos de Emily fue la respuesta esperada, para las jóvenes británicas, una americana no era buena compañía, en consecuencia, estaba sufriendo la soledad a la fuerza, no le quedaba más alternativa que pasar el tiempo libre con Zachary, cuya idea de entretenimiento se escapaba, por lejos, de las actividades ideales para jóvenes damas. Sandra consideró esto último y, aunque no tenía deseos de comprometer a la vizcondesa con una relación de amistad tan poco beneficiosa —ya estaba por demás claro que para los snobs británicos, al igual que para la élite americana, el dinero de los nuevos ricos tampoco justificaba la aceptación social— salvaguardar el espíritu de Emily valía la pena. ¿Qué era lo peor que podía suceder?

En ese preciso instante, el carruaje de las Grant hacía su llegada con Zachary incluido, el gran muchachote, sin prestar atención alguna a su alrededor, abrió la portezuela, y con todo el peso de su cuerpo, impactó en la acera justo en una baldosa floja que albergaba debajo de ella un poco de agua estancada. El salpicón fue a parar de lleno a la falda de Mariana.

—¡Zachary Grant! Tienes que ser más cuidadoso, muchacho. —Por primera vez desde la llegada a Londres, las mejillas de Sandra se enrojecieron por la vergüenza.

Los ojos de Lady Thomson recorrieron el cuerpo de Zachary de punta a punta.

—¿Y todo esto es un Grant? —preguntó conteniendo las ganas de reír con desparpajo. El «muchacho» de muchacho no tenía nada, era todo un hombre, con unas cualidades físicas envidiables; para observarlo por completo, la cabeza de Mariana debía de tocar su espalda. ¡Estaba a un paso de la torticolis! Si alguien se atreviera a preguntarle a la vizcondesa qué era lo que más le gustaba de América, desde ese día en adelante, diría: los hombres americanos.

—Lo siento, milady —dijo Zach con una dulzura que parecía en desarmonía con su cuerpo—. Todavía no me acostumbro a estos carruajes, creo que no son aptos para mí... como el resto de Londres —agregó con una sonrisa final.

—No te preocupes, muchacho... apenas se nota —dijo comprobando el estado de su falda. Era verdad, el tono azul se había fundido con la suciedad—. Con respecto a lo otro, tienes razón, a Londres le estaría faltando más muchachos como tú —confesó con un travieso aire de picardía, y volvió a guiñar un ojo a Emily —. Retomando... aún no han aceptado mi invitación.

Lady Anne atravesó la puerta de la tienda Dumont imitando la salida triunfal de la vizcondesa, la de ella tuvo otro efecto, solo capturó la mirada de los hombres; deslumbraba, era imposible negarlo. Las miradas de las mujeres iban en dirección a su sombra, la pobre Thelma, que cargaba una pila de cajas con sombreros. La muy pobrecita, encima que contaba con gafas para sopesar los problemas de vista, tenía una barrera de cartón que le impedía ver hacia adelante, si a eso se le agregaba la sutil pero real renguera que tenía desde pequeña a causa de la polio, como resultado final obtenías una catástrofe. Una catástrofe de la moda.

Tal vez fue un imperceptible trastabille, o el leve empujón del hombre que pasó a su lado como si no existiera. Tal vez tenía la cabeza en otro lado, otra vez en la luna, esa que, a Dios gracias, no habitaba con Anne. Como fuera, las cajas de sombreros fueron a parar al piso. Una de ellas rodó por la acera hasta la calle, se abrió, y el delicado accesorio que se hallaba en su interior, deseoso de escapar de las garras de Lady Anne —porque, para qué mentir, lo que tenía de bella por fuera, lo tenía de arpía por dentro— se dejó llevar por el viento y se refugió debajo el carruaje.

—¡Thelma, mira lo que has hecho! ¡Recógelo ahora mismo!

¿Recogerlo? ¡Cómo si fuese tan sencillo! Debía dejarse caer de rodillas al suelo y extender el brazo a una distancia que no alcanzaría. Ni mención hacer que la falda de su vestido se mojaría con el agua estancada de los adoquines. Thelma no tenía intenciones de discutir con su hermana, no contaba con las fuerzas para hacerlo, las había perdido años atrás, desde que su padre había muerto. No discutía, no desafiaba, Thelma acataba; sin la belleza y la gracia de su hermana, no había conseguido esposo, y sin esposo, no tenía sostén económico. Recibía las migajas que su hermana le obsequiaba bajo sus normas y demandas. Sin más, para dar por finalizada la espantosa escena, respiró profundo y se aferró a la falda dispuesta a acuclillarse... El cuerpo de un hombre, un gran hombre, se interpuso entre ella y el sombrero. Es más, la detuvo antes de que sus rodillas tocaran el suelo.

—Por favor, señorita, permítame ayudarla.

La voz de Zachary, intensa, profunda y amable a la vez, atravesó los oídos de Thelma llevándola a la inmovilidad total. El hombre tenía grandes y largos brazos, pero la contextura ancha de su torso no le permitía obtener la comodidad necesaria para llegar al preciado objeto, sin otra alternativa, apoyó la rodilla sobre los adoquines mojados, y llegó hasta él. Desde esa posición, le entregó el sombrero a Thelma que seguía acuclillada a escasos centímetros de su cuerpo. Zachary sonrió cuando notó que las manos de la muchacha temblaban.

—¿Se encuentra bien, señorita?

—Por supuesto que se encuentra bien —gruñó Anne, fastidiada, ya no por el hecho del sombrero, sino porque acababa de comprobar que el amable, atractivo y musculoso caballero formaba parte del séquito de las desagradables americanas que le habían arruinado la tarde en la tienda Dumont. Y eso no era todo, la vizcondesa estaba junto a ellas también. Le arrancó el sombrero de la mano a Zachary y, con desgano, moduló un pobre «gracias». Luego arremetió contra su hermana—. Thelma, levántate de una buena vez.

Thelma no iba a levantarse, no mientras ese hombre se mantuviera de rodillas ante ella sonriendo.

La presión de la mano de Anne en su brazo hizo de las suyas, tiró de ella para romper el hechizo. Lo consiguió. Casi a la rastra, logró meterla dentro del carruaje, luego le demandó al cochero que se encargara del reguero de sombreros por ellas.

De la boca de la muchacha no salió palabra alguna de agradecimiento, y Zachary no se lo tomó para nada personal, al contrario, el silencio de Thelma no había sido ocasionado por esos aires de superioridad londinense que él detestaba, sino por una notoria timidez. Le fascinaba la timidez en las mujeres, en su continente, en este y en cualquier otro.

Cuando el carruaje de las hermanas se alejó, Zachary fue sorprendido por un brazo desconocido, el de Lady Mariana. La mujer parecía encantada con lo que había visto.

—Voy a repetir mis palabras de minutos atrás, a Londres le estaría faltando más muchachos como tú, Zachary Grant. —Juntos avanzaron hasta reencontrarse con Sandra y Emily—. Si fueses una muchacha, sin duda te convertiría en la sensación de la temporada —bromeó, y Grant no pudo evitar lanzar una carcajada al aire.

—¿Puedo cederle mi puesto a alguien? —preguntó con picardía, a diferencia de su madre y hermana, Zachary sí tomaba todas las oportunidades que se le cruzaban—. Conozco una Grant que ha cruzado el océano justo para eso. —Se detuvieron frente a Emily, la observaron de pies a cabeza—. ¿Qué opina?

Emily fulminó con la mirada a su hermano y se enrojeció de la vergüenza una vez más. Tenía esa extraña capacidad, la expresar dos sentimientos dispares a la vez.

—Qué tiene el material para serlo. —Sí, necesitaba pulirse, pero tenía la materia prima para ser una auténtica dama inglesa. Emily Grant era la clase de aventura casamentera en la que a Lady Mariana le encantaba embarcarse—. Siempre y cuando acepten mi invitación, aún no lo han hecho.

Se sintieron acorraladas, primero por la vizcondesa; segundo, por Zachary, que parecía haberse convertido en amigo íntimo de la mujer en cuestión de segundos. Sandra no podía imaginarse compartiendo el té de la tarde con una vizcondesa y sus amistades, de todas maneras, aceptó, por el bien de su hija. Porque al fin de cuentas, ese viaje... todo se trataba de su hija.

—Nos encantaría aceptar su invitación, Lady Thomson. ¿No es así, Emily?

Muchachas americanas en territorio británico, eso era comparable a una gota de agua en el desierto. ¡Por supuesto que estaba encantada! Sonrió de par en par. Londres comenzaba a agradarle un poco más.

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