Emily

Emily


Capítulo 2

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Capítulo 2

Las nuevas amistades fueron beneficiosas para todo el pequeño clan de los Grant. Sandra comenzaba a disfrutar de las excentricidades de Lady Thomson; el comportamiento de la vizcondesa, un tanto fuera de lo común con respecto al resto de la nobleza, le sentaba de maravillas a mamá Grant. Además, gracias a ella y a las exquisitas tardes de té, gozaba de la compañía de Grace Monroe, otra americana que le hacía de carabina a una jovencita que se encontraba en las mismas circunstancias de Emily, pero que, a diferencia de su hija, debía contraer matrimonio sí o sí por cierto escándalo que Sandra no tenía intenciones de indagar. Por su parte, Emily también estaba disfrutando a lo grande con las nuevas amistades, aunque una de ellas, Vanessa, originaria de Boston, lograba alterarla e incomodarla más rápido que todos sus hermanos juntos. En cuanto a Zachary, sin lugar a dudas, había sido el más favorecido con el giro de los acontecimientos, ya no tenía que procurarles entretenimiento a su madre y hermana, no requerían de su presencia constante para cortar con la aburrida monotonía londinense, lo que le permitía a él explorar el otro Londres, el de los hombres, con apuestas, juegos y mujeres de por medio.

Las cuatro jovencitas estaban a un día de su debut social, Lady Thomson se adelantaba a la temporada con una fiesta previa, tal como solía hacerlo cada año. Se esperaba máxima concurrencia y la asistencia de los nobles del más alto rango. Emily estaba ansiosa, y cuando esa emoción la atacaba, la combatía atragantándose con cuanta cosa se le cruzara al camino de su boca. Y en la mansión Thomson, había delicias para tentar a cualquiera, en especial a las ansiosas.

—Veo que el apetito hoy te desborda —le susurró al oído la joven de Nueva York al ver la mirada de desagrado en Vanessa—. Tienes crema en la comisura de tus labios. Ten... a mí suele sucederme lo mismo —dijo acercándole una servilleta.

—Oh, gracias... —Se quitó los restos de la boca y le sonrió a modo de muestra.

—Perfecto —finalizó Miranda.

Sentía más afinidad con ella, Miranda Clark; a diferencia de Vanessa y Cameron —la jovencita de Virginia—, ellas no habían nacido en cuna de oro, y carecían de los modales refinados que las otras poseían por pura naturaleza. La historia de las familias era bastante similar, lo conseguido había sido a fuerza de trabajo, y para qué negarlo, en el caso de los Grant, también de una dosis de suerte.

—¡Y la señorita Clark tenía que arruinar todo! —replicó Vanessa Cleveland, la bostoniana, con su habitual tono de sarcasmo—. Tenía intenciones de comprobar el tiempo que duraría ese rastro de crema en su rostro.

—¿Para qué? ¿Para burlarte de ella? —acusó Cameron, la joven de Virginia, que era una florecilla perfecta de modales y buenas costumbres.

—Sí y no. Es preferible que yo me burle de ella ahora, y no toda la nobleza después.

Tenía un buen punto, aunque las técnicas de aprendizaje no eran muy amables que digamos.

—No puedo evitarlo, cuando estoy ansiosa, como... como en exceso

—Ahora entiendo todo —remarcó Vanessa recorriendo el cuerpo de Emily con total descaro—, has vivido con ansiedad toda tu vida, entonces.

Tarde o temprano iba a suceder, Emily lo sabía, y el resto de las jovencitas también, las curvas de su cuerpo contaban una historia muy poco habitual, esa clase de historia que nadie lee, porque les desagrada, porque no les parece atractiva, o simplemente porque la juzgan por su portada.

—¡Vanessa! —Cameron era la que más tiempo llevaba vinculada a la joven de Cleveland, como ella, había sido una de las primeras en llegar a Londres. Por eso se dio el permiso de reprenderla por el comentario.

—Bien, me callo. Yo también tengo derecho a degustar los pastelitos de cocina francesa, por lo menos corta con tanta comida desabrida… pero sepan que no hacen ningún favor, esto es una farsa, una actuación costosa, más costosa que las del teatro, así que, si queremos salir bien paradas, debemos aprender el papel que nos toca.

Sí, pensó Cameron con un dejo de tristeza, era una farsa y ella era excelente actuando. No quería darle la razón a Vanessa, pero de nada valía discutir cuando tenía un punto, de modo que hizo lo que correspondía, asentir y cambiar de tema en un leve movimiento.

—Hablando de figuras que no sean las nuestras —dijo la virginiana—, ¿leyeron el último artículo del Doctor C?

El enigmático Doctor C escribía sus notas en un folletín para damas londinenses: Lady & Society, y Cameron se había hecho adepta a sus publicaciones. Era la primera en comprarlas y compartirlas con las demás.

—No —agradeció Emily el cambio de tema—, ¿de qué habla esta vez?

—De lo mismo que nosotras…

—Seguramente con menos atino —interrumpió Vanessa con una sonrisa socarrona.

—¡Eres imposible! —se quejó Miranda—, vamos, Cameron, no le hagas caso y cuenta, que no he podido comprarla.

—Eso es porque la señora Monroe no es tan excéntrica como Lady Thomson. —Sonrió Cameron. La joven de Virginia era la única hospedada bajo el techo de la vizcondesa junto a su odiosa tía. La lectura, de lo que fuera, era lo único que la salvaba de la locura—. Bueno, volviendo al tema, habla de los cánones de belleza de la sociedad británica. Ha armado un gran alboroto y por poco lo censuran, porque los ha comparado con… —La voz de la muchacha se hizo un susurro— un corsé.

—¿Por qué susurras? —exclamó la señorita Cleveland.

—Por lo mismo que casi prohíben la nota… no se puede hablar de ropa interior femenina en voz alta.

—¡Por Dios! —En esta ocasión fue Miranda la que coincidió con Vanessa—, es que no se puede hablar de nada aquí.

—Del clima —musitó Emily por lo bajo, el tono era de sarcasmo, pero su voz dulce y su porte tímido hacía parecer que todo lo que decía era muy en serio. La bostoniana arqueó las cejas con cierto deleite, esa versión de la señorita Grant era la única que le caía bien, y la muchacha se empecinaba en ocultarla—, por fortuna para los ingleses, en esta isla el tiempo cambia minuto a minuto. En California, que apenas llueve dos veces al año, se morirían del aburrimiento. «Otro día de sol, otro día de sol, qué raro está el clima… soleado».

Miranda rompió en una sonora carcajada que le granjeó la mirada de divertida censura de la mesa de las matronas. Todas menos Eleanor De Luca, la tía de Cameron, mujer odiosa como pocas. Vanessa mostraba una media sonrisa satisfecha, mientras que la señorita Madison ocultaba la suya con decoro detrás del borde de la taza de té.

Comentaron un poco más el artículo antes de despedirse; aunque coincidía con el Doctor C, de nada valía para Emily, ella debía ajustar las cintas, agregar ballenas y contener el aire, tanto de manera física como metafórica. Ni su figura ni su carácter se ajustaban, y los londinenses eran un corsé demasiado fuerte y rígido para luchar contra él.

Se asfixiaría, estaba segura…

∞∞∞

La fiesta de apertura de temporada de Lady Thomson había alterado los nervios de los Grant. Para colmo de males, Zachary no había podido excusarse y le correspondía cumplir con la tan amable anfitriona.

Le debían tanto…

Lady Mariana, la antigua soprano italiana y actual vizcondesa, era una de las mujeres mejor relacionadas de Inglaterra y, además, muy generosa. No dudaba en compartir su éxito con quienes apreciaba, y parecía haber resguardado bajo su ala protectora a los Grant. El motivo, según ella, era que conocía el desprecio de la élite en carne propia.

Como fuera, era la primera vez que los californianos asistirían a un evento de esa envergadura que en nada se parecía a las fiestas americanas. Un par de reuniones llevaban en Londres, menores y reducidas, y eso bastaba para saber que una fiesta todo a lo alto los intimidaría.

Emily estaba tan asustada que no opinó sobre el atuendo elegido. Por desgracia, aún no habían logrado conseguir una modista y solo contaban con las dotes de la doncella de la joven para arreglar los vestidos. Sandra parecía dudar sobre la elección, las joyas, los tocados y cada detalle. Estaba segura de que debían mostrar que, pese a no tener sangre noble, sí tenían dinero a raudales.

—Ay, Emily, querida —se quejó la mujer—, es que es lo único que tenemos para ofrecer, debemos mostrarlo todo —acotó sin percatarse de que sus palabras herían hondo en el espíritu de su hija.

Emily jamás se había acomplejado hasta el momento, nada tenía de qué avergonzarse. En California era una muchacha alegre, feliz, algo díscola y enérgica. Con sus cabalgatas al amanecer, sus atuendos masculinos y sus modales francos. Tampoco parecía molestar su aspecto corpulento ni las pecas en su cutis. En Londres, en cambio, daba la impresión de que toda ella estaba fuera de lugar, y comenzaba a hacer mella en su ánimo.

No quería darle la razón a Vanessa… no. Había escapado de las lenguas viperinas de América como para tener que lidiar con ellas ahí en Inglaterra. Vanessa con su educación y su actitud soberbia le recordaba que en Estados Unidos tampoco los aceptaban, Cameron, por suerte, le mostraba la otra cara. No todos los que habían nacido en cuna de oro eran despectivos… aunque últimamente le costaba encontrar ejemplos.

No debía ser injusta, se dijo, enderezó la espalda, tomó aire y dejó que Kim, la doncella, ajustara más las cintas del corsé. Lady Mariana era una buena mujer… Y tiene orígenes humildes, completó su mente. Al igual que Miranda, la otra señorita americana con la que tan bien se llevaba. Intentó hacer un recuento de las personas que había conocido hasta el momento y quiénes habían sido amables, luego filtró esa escasa lista por aquellos que no tenían un pasado de trabajo duro y el resultado daba dos. Dos personas nada más: Cameron y Lady Daphne Webb. Bueno, está bien, Vanessa cada tanto, agregó para sentirse mejor y llevar su resumen a dos personas y media. Sonrió.

Se colocó las medias de seda que eran tan suaves y delicadas que parecían una segunda piel. Terminaban en una línea de encaje bordado a mano y en un liguero que se unía a sus pololos. Le resultaba lindo y femenino, lástima que eso fuera por debajo y nadie pudiera verlo. La ropa interior era un gusto culposo de Emily, lo único que podía elegir ella sin preocuparse por cómo se vería o por su practicidad. Una vez enfundada en ella, Kim la ayudó con la bata y la instó a sentarse en el tocador para comenzar con el peinado. El corsé fue una tortura, y para evadirse del dolor físico volvió a concentrarse en la gente amable.

Lady Daphne Webb era la hija del conde de Sutcliff y la sensación de la temporada. Tenía apenas dieciséis años y todos daban por sentado que se casaría ese mismo año, los pretendientes parecían caer rendidos a sus pies. Emily no podía culparlos, ella había caído rendida ante los encantos de la dama de modales amables, sonrisa sincera y un brillo pícaro en la mirada. Lady Daphne tenía prohibido entablar relaciones con las americanas de Thomson, como había escuchado que las nombraban, pero la joven había hecho oídos sordos.

Emily había atado cabos, no conocía demasiadas personas en Inglaterra y los pocos nombres le quedaron grabados en el recuerdo. Sutcliff, Webb, Lady Anne y el maldito encontronazo en la tienda Dumont. Se había atrevido a preguntarle a Daphne en privado.

—Sí, el Lord Webb del que hablan es mi hermano. —La afirmación fue acompañada de una expresión de hastío burlón, como el que Emily usaba cuando las anécdotas de Louis la superaban—. En la fiesta de Lady Thomson te lo presentaré, no es tan malo como parece.

—¿Es verdad que se va a casar con Lady Anne? —preguntó curiosa.

—¡No! —exclamó la muchacha—. La ha dejado —completó el chisme en un susurro—, aunque al parecer Lady Anne no se ha dado por vencida. ¿Sabes? No debería decirte esto…

Emily se inclinó hacia su compañera de té con intriga. Le agradaba tener amigas mujeres, con quien compartir cosas. Adoraba a sus hermanos, y la libertad que el mundo de hombres le ofrecía, sin embargo, la camaradería entre congéneres le resultaba divertida y relajada. Por lo menos cuando se daba con gente buena. Ese reducido té brindado por un conocido de Sir George L. Brown le había permitido ampliar sus horizontes al respecto.

—¿Qué? No le diré a nadie, lo prometo —insistió Emily.

—Mi madre pertenece a la sociedad de lectura de damas londinenses, lo que en realidad es… un club de damas.

—¿Cómo?

—Claro, como los clubes de caballeros. Mi padre pertenece al White, y mi madre a la sociedad de lectura. Y aunque cada tanto leen algo, en realidad hacen lo mismo que los caballeros, comentar rumores y apostar…

Los ojos de ambas brillaron con deleite. Eso era lo más escandaloso que una dama podía hacer.

—Ya me gustaría pertenecer a uno.

—Cuando te cases con un noble y seas Lady Emily, fundaremos el nuestro —prometió Daphne—, de momento, nos contentaremos con las cosas que escucho tras las puertas. Por ejemplo, que hay apuestas sobre mi hermano Colin y Lady Anne. Así fue como mi madre se enteró de que la viuda de Merrington hizo pública su relación con Colin, y está que trina. Por poco cancelamos la invitación a la fiesta de Lady Thomson porque mi madre no quiere pisar el mismo salón que Lady Anne.

Por fortuna para Emily, Lady Marion Sutcliff cambió de parecer. La joven californiana agradecía tener una aliada de su edad, sobre todo una muchacha que sabía tanto de nobleza y de normas, y que no dudaba en enseñar con mano firme, pero sin menospreciar ni burlar.

Tres horas de tortura más tarde, los Grant estaban listos para subir al carruaje y dirigirse a la mansión de Lord Thomson, el vizconde de Sameville. Que los tres californianos, con todos sus atuendos, cupiesen en el coche era un misterio del universo.

Cada uno de ellos llevaba consigo gran parte de su guardarropa. Sandra lucía un vestido color obispo, entallado a la cintura, con las mangas abullonadas y una falda que se abría para dejar ver una porción debajo de otro tejido color dorado que hacía juego con el cuello que asomaba con recato sobre la línea del pecho. El atuendo de por sí vistoso era complementado con un gran collar de oro y diamantes con sus pendientes a tono. El tocado, no más discreto, contaba de varias plumas del mismo color que el vestido y con un gancho de diamantes que sostenía la apenas entrecana melena de la señora Grant. Emily quería creer que ella era más mesurada en su apariencia… era una creencia vacía.

La muchacha iba de amarillo y dorado, como si no bastara con su apellido para decir que eran dueños del oro de América. Todo ella era una gran pepa recién extraída, y aunque Lady Thomson insistía en que la rusticidad no le quitaba valor, Emily empezaba a dudarlo. Lo único que le gustaba de su atuendo era que le recordaba al sol de California, y sí, si lo mirabas fijo por mucho tiempo podías quedar ciego. El vestido era amplio, con una gran enagua llena de alambres que le impedían moverse con facilidad, una cintura estrecha a fuerza de un corsé lleno de ballenas, un enorme moño que aumentaba todavía más el diámetro de sus caderas y un cuello alto que se abría con encaje bordado a mano hacia los lados de su esternón y brazos, brindándole a su pecho un protagónico que ella quería quitar. En vano… pues además de todo eso, lucía un enorme zafiro amarillo incrustado en una cadena de oro que se correspondía con dos pendientes de la misma piedra, y una más, en su cabellera, rodeada de pequeñas perlas negras que contrarrestaban con la melena rubia casi platinada.

Tanta ostentación la incomodaba, y la llevaba a una extrema timidez. No solo extrañaba California, a sus hermanos y a su padre, también comenzaba a extrañarse ella. La que se ocultaba debajo de ese atuendo, la que solo elegía la ropa interior. Cabizbaja, se adentró en la suntuosa mansión de Lady Mariana y la buscaron para presentarle sus respetos. A lo lejos, Emily divisó a Daphne y se sintió mejor, con ella cerca podría desempeñarse con mayor seguridad.

Mientras esperaban que lady y lord Thomson saludaran a los invitados de mayor envergadura, Emily se detuvo junto a Zachary, que parecía tan fuera de lugar como ella. Ambos llamaban la atención, y sentían las miradas fijas en ellos. Lamentaba que Lady Daphne no pudiera acercarse, como le había explicado, el título de su padre demandaba que fuera ella quien se dirigiera en primer lugar a modo de respeto. Había agregado que esa norma le parecía absurda, pero Emily no se podía dar el gusto de romperla adrede. Bastantes quebraba sin querer.

—Mira, Zach —le señaló la joven Grant a su hermano—, si fuese tan bella como ella no necesitaría andar colgando diamantes.

—Llevas zafiros —contradijo él, confundido. No entendía demasiado de egos femeninos. Emily, acostumbrada a eso, rio.

—Es una forma de decir, cabezotas.

—Bueno, es que últimamente estás melancólica. ¿Será que siempre llueve por aquí?

—Sí, debe ser eso —musitó la muchacha, sin querer ahondar en lo mal que se sentía. Sabía que Zachary no la entendería, y no por no comprender sus sentimientos, sino porque para él no había nada malo en los Grant. Ella solía pensar igual, y esa noche maldijo a todos los ingleses por haberla apagado de esa manera. Los ojos claros de su hermano se fijaron en ella con perspicacia.

—No, no es eso… —rectificó—, ¿qué ocurre, Emily?

—Nada. Solo… nunca me importó ser bella, hasta ahora. Ahora siento que todo está mal conmigo.

—¡Patrañas!

—¡Zachary Grant! —lo reprendió Sandra por la palabrota dicha en voz alta. Más de uno se volteó al escucharlos. Los hermanos volvieron a los susurros.

—Mira de nuevo a Lady Daphne, y dime la verdad…

—Es bella, sí, pero no existe una única forma de belleza, Em. Menos cuando de hombres se trata —agregó con un guiño—, a algunos le gustan los angelitos como Lady Daphne, a otros las fierecillas…

—¿A ti?

—Yo prefiero a la morena…

—¿A qué morena? —inquirió Emily, sorprendida de que alguien hubiera llamado la atención de Zachary, el más esquivo de sus hermanos. Lo vio sonrojarse, y abrió los ojos de manera exagerada ante la sorpresa.

—A las morenas, en general —se corrigió—. Y ya verás, de seguro entre estos estirados nobles hay uno que se pondrá a babear tras tus… atributos.

La única respuesta válida al tono en el que dijo «atributos» fue un duro golpe con la libreta de baile, que, vaya sorpresa, era de oro.

—Lo dudo... —confesó por lo bajo con el primer atisbo de tristeza en la voz de la noche.

—Ese es tu problema, Em, dudas... siempre dudas —aseguró Zachary con la mirada perdida en un punto estratégico del salón, parecía que había hallado algo de su interés—. ¿No has aprendido nada de nosotros? Decide lo que quieres y ve por ello. —Sus palabras no fueron solo una pequeña lección, fueron también la despedida. El saludo a la vizcondesa fue breve por la cantidad de gente, apenas una reverencia seguida de un cruce de miradas cómplices para que se tuvieran que hacer a un lado y permitirle el paso a un barón—. Ahora, no es mi intención abandonarlas, pero el embravecido mar de la nobleza británica me invita a nadar en sus aguas. —Tiró de su falda a modo de infantil juego, le sonrió y se perdió entre los invitados.

Quería maldecirlo por dejarla sola, de una extraña manera, se sentía débil, como una presa fácil, dispuesta a ser atacada por las más despiadadas fieras. Unas fieras que, sin piedad, comenzaban a examinarla con miradas devoradoras. La incomodidad fue compartida por su madre, sí, era verdad, sus atuendos pedían a gritos la atención de los presentes, es más, podían compararse a dos pavos reales monocromáticos.

—Veo a la señora Monroe... ven. —Sandra se dispuso a la marcha. En contraposición a su hija, las miradas ajenas no le impedían la acción, lucía su vestido y joyas con mucha honra. Tenía un orgullo que la nobleza jamás conocería, el del logro y el triunfo a fuerza de trabajo y plena voluntad—. ¡Emily! —la llamó por lo bajo al comprobar que no se movía, parecía una estatua de fuente.

—No puedo, madre... en verdad, no puedo moverme. —Pánico, eso era lo que experimentaba, las tardes de té en casa de Lady Thomson no habían sido suficiente, nada la había preparado para eso.

Sandra podía notar el estado de nerviosismo en su hija, y la tristeza también hizo de lo suyo en ella, se había planteado muchas veces su presencia en ese país, en esa vida; esa noche, por primera vez, se reprochó la decisión tomada. Temía romper el ímpetu de su hija, fragmentar su corazón en torno a una realidad que nunca le pertenecería.

—Vamos, toma mi brazo. —Así lo hizo Emily, como pudo enredó el brazo al de su madre en busca de soporte. Caminar, bueno, ese era otro cantar—. Respira, pequeña... solo respira y da un paso a la vez.

No pudo, no tenía la fuerza, ni de cuerpo ni de espíritu.

—Buenas noches, señora Grant. —Una voz familiar se dirigió a su madre y rompió la burbuja de terror en la que ella estaba encerrada. Era Vanessa Cleveland. Su brazo también se enredó al de Emily para tirar de ella. Le habló en confidencia al oído—. Por algún motivo que no entiendo, colocan a las americanas en el mismo costal, si tú caes, todas caemos contigo, y yo no pienso caer en tu patética desgracia... ¿has oído? —Emily asintió sin emitir palabra alguna—. Así me gusta... sonría y mueva ese trasero, señorita Grant.

La detestaría en otro momento, porque en ese, Vanessa fue lo único capaz de hacerla reaccionar. Respiró profundo, dio un paso y luego otro. Sin pensarlo, llegó a destino. Sin pensarlo, dejó los miedos atrás.

Miranda estaba junto a la señora Monroe, ni bien las vio, se apresuró a darles una cálida bienvenida.

—Hasta que por fin llegas. —La tomó de las manos, se las apretujó con cariño y se las ingenió para murmurar sin que la señorita Cleveland la oyera—. Estaba a segundos del suicidio, combatir contra Vanessa sola no es tarea sencilla.

Emily rio. De un instante a otro dejaba atrás el colapso inicial.

—¿Y Cameron? —preguntó curiosa, al fin de cuentas, la joven de Virginia vivía bajo ese techo, su ausencia era extraña.

—Eso mismo me pregunto. —Miranda se sumó a su interrogación.

—Y yo... —agregó Vanessa—, aunque conociendo a su tía, puedo suponer el motivo de su ausencia. —Desplegó el abanico para propiciarse una ventisca, tenía las mejillas enrojecidas—. No me va a quedar más alternativa que ir por ella. Tenemos una reputación que mantener, y solo lo haremos en conjunto. Ya regreso... —dijo aferrándose a la falda para girar sobre sus talones, su delgada figura se mezcló con la de los invitados en cuestión de segundos. Cuando Vanessa se proponía algo, lo conseguía, la señorita Madison les haría compañía a la brevedad.

—No he tenido el gusto de tratar con la tía de Cameron. —La cercanía de Miranda terminó de tranquilizarla, las palabras comenzaban a abandonar sus labios sin problema alguno.

De las cuatro jovencitas, Emily era la que menos tiempo pasaba en la mansión Thomson, sí, iban de visita a beber té y a cotillear sobre la nobleza, pero Vanessa, en cierta forma, estaba condicionada a una mayor estadía en el lugar, sobre todo cuando su tutor se marchaba de la ciudad; y Miranda, junto a la señora Monroe, también, la mujer era una muy buena amiga de la vizcondesa.

—¡Lo afortunada que has sido! —se desahogó Miranda—. Vanessa es un ángel del Señor en comparación a ella. —Casi que gruñó al recordarla—. ¡Nunca conocí mujer más desagradable en mi vida! —Sus ojos danzaron por el salón en busca de un rostro familiar, lo halló. Era Lady Webb, que parecía tratar de hacer contacto visual con ellas—. ¿Me parece a mí, o Daphne Webb nos está haciendo señas con su mirada?

—Lady Daphne. —La corrigió Emily.

—Bah, ya pareces Cameron... o Lady Thomson, o Grace. —Sandra y la señora Monroe se encontraban muy entretenidas compartiendo detalles del evento, y Miranda se valió de esa escasa atención para permitirse una pequeña escapada en compañía de la joven Grant—. Vamos, creo que quiere que nos acerquemos... —La tomó del brazo y la forzó a caminar a su ritmo.

Emily, cual cometa —tenía los colores perfectos de vestuario para serlo— orbitó alrededor de la neoyorquina hasta llegar junto a la joven Webb. Coincidieron en uno de los extremos del salón, casualmente, opuesto al lugar en el que se encontraban los Sutcliff, sus padres.

—Por todos los cielos, si tenía que hacerles señales de humo para ponerlas en alerta iba a justificar los pensamientos de la mayoría de los aristócratas aquí reunidos.

—¿Qué pensamientos? —Miranda estaba intrigada por conocer el trasfondo de las habladurías.

—Esos que las comparan con los pieles rojas.

Los ojos de Emily danzaron de un lado al otro, no era la primera vez que oía esa comparación. De pequeña, había hecho amistades con muchos niños nativos, y que los utilizaran como calificativo de desprecio le molestaba.

—El término correcto sería nativos americanos.

—No, señorita Grant. —Daphne Webb intentó ser lo más amable posible—. Por desgracia, aquí no hay término correcto alguno, solo comparaciones sin sentido. Pero ya que lo mencionas, ¿conoces alguno? —La intriga se coló por los poros de la perfecta dama inglesa. Antes de que Emily pudiera responder, Daphne la interrumpió—. No, mejor no me lo digas, porque si me lo dices, temo que tal historia se escape de mis labios, y una cosa lleva a la otra... y...

—Volvemos a ser comparadas con los pieles rojas —finalizó Miranda.

—¡Exacto! —exclamó aliviada Daphne.

—Prometo cerrar mi boca, entonces —bromeó Emily.

—Por favor —insistió la joven Webb—, no me gustaría privarme de la compañía de ustedes.

—Por lo que me han dicho, ya has sido privada de nuestra compañía ¿no es así? —interrogó Miranda.

—Verdad, verdad —Daphne le restó importancia—. Aunque no es una prohibición real, sino por puro convencionalismo.

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