Emily

Emily


Capítulo 3

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Lady Helen la observaba con poco disimulo, reparaba en su atuendo poco favorecedor, en las joyas y fruncía el ceño con desagrado. A su lado, Colin empezaba a molestarse. Sabía que a Emily le avergonzaba la atención, y cuando eso sucedía, se retraía y apenas hablaba. Pero lo que más le molestaba era el descaro de la nobleza, que descargaba su frustración con los forasteros. Claro, nadie decía nada de la duquesa de Fitz-James que, tras conocer India, había imitado el estilo hindú con una irrespetuosidad abrumadora hacia la cultura de esas tierras. No, claro, ella era duquesa. Al parecer la buena educación era algo que solo reservaban para sus pares.

Colin retribuyó el descaro de Lady Helen con el suyo. Lady Thomson, que le pisaba los talones, sonrió complacida.

—Gracias, Lady Helen, por la invitación —dijo el futuro conde con un porte envidiable de espalda recta y mentón apenas alzado. Emily lo miraba con descaro, el cambio en la amabilidad de su acompañante no le pasó desapercibida, como tampoco lo hizo el estrujamiento de tripas que eso le despertó. Había dicho que no necesitaba defensa, y él había encontrado una situación en la que plantarse como salvador y protector. Pero no era eso lo que despertaba las mariposas furiosas del estómago de la californiana, sino el enojo de lord Webb. Sin darse cuenta de lo que hacía, le pasó la mano por el brazo del que se sostenía en una caricia reconfortante, para serenar su ánimo. Quería consolarlo, quería decirle que estaba todo bien, que no se enojara… abrazarlo y quitarle el mal humor que lo abrumaba. Colin puso su mano enguantada sobre la de ella antes de agregar—: espero que esta vez la elección de coñac sea apropiada, pues estas veladas apenas se soportan con alcohol, como para tener que hacerlo con alcohol barato. —Y tras semejante desplante, avanzó hasta el salón arrastrando a las mujeres Grant consigo.

La furia de Colin emanaba calor, un calor que atravesaba el salón y le llegaba a Lady Anne para contagiarla. ¡Había defendido a esa!, las ganas de estrujarle el pescuezo a la americana le hacían crujir los dedos bajo los guantes.

—Lord Webb… —susurró Emily cuando llegaron a la mesa de refrigerio—, creo que su hermana me dijo que no es correcto, pero le podemos decir a mi madre que nos acompañe como carabina y dar un paseo por los jardines para… —no supo cómo decirlo.

—¿Para que se me bajen los humos? —bromeó él con una suave carcajada—. Debo estar un poco colorado, ¿no es así?

—Solo en las orejas —aclaró Emily, sonriente, y Colin le correspondió la sonrisa. Era imposible resistirse a la franqueza de la californiana. Acababa de percatarse de que cuando la señorita Grant se sonrojaba por deleite, el color de sus mejillas era encantador en lugar del rojo vivo de la vergüenza. Debía sacarle provecho a eso, pensó, estaba seguro de que los hombres a su alrededor lo podrían apreciar, claro, si sacaban la vista de lo abullonado de las mangas, lo poco favorecedor del color del vestido, lo apretujado del corsé y lo excesivo de los moños. La belleza de Emily estaba desdibujada.

—No sería apropiado —se lamentó, y su voz transmitió ese pesar, haciendo que la señorita Grant bajara la cabeza y fijara otra vez la vista en sus guantes. El sentimiento era compartido, ambos querían pasar unos segundos más en compañía, Colin supuso que por lo relajado que se sentían el uno con el otro; por lo menos, eso lo impulsaba a él a buscar tiempo a su lado—. Creo que después de mi réprobo comportamiento, lo mejor que puedo hacer por su reputación, señorita, es irme a beber ese coñac barato del que tanto me quejo.

—¿Tan malo es? —preguntó la señora Grant, que tenía una gran necesidad de un trago.

—Por desgracia… mi lado francés lo desaprueba.

—Menos mal que no tienes un lado escocés —interrumpió la conversación Lord Bridport, saludó a las dos damas con una reverencia y se volvió a su amigo—, porque el whisky también es horrible, pero algo hay que beber.

—Veo que has empezado a degustar otro lujo, el de las fiestas de temporada —bromeó Colin. Elliot Spencer se había mantenido lejos de los prestigiosos círculos sociales por mucho tiempo. Ser centro de escándalo era su pasatiempo. En las últimas semanas lo había reemplazado por otro, cortejar a Miranda Clark, otra de las jóvenes americanas.

—Es que al parecer hemos cambiado de roles, amigo, tú buscas habladurías y yo intento enderezar mi camino con un buen matrimonio.

—¿Entonces es cierto? —preguntó la señora Grant, y se granjeó un codazo de su hija—. De verdad desea desposar a Miranda, digo… a la señorita Clark.

—Por supuesto, señora —dijo Lord Bridport con un tono de voz encantador, casi meloso. Todo en él parecía ser una gran broma, era difícil saber cuándo hablaba en serio—. He descubierto América. Bueno, claro, después de Cristóbal Colón. Debo admitir mi ignorancia respecto a los encantos de esas tierras lejanas.

La conversación se dio por unos minutos más, hasta que Emily divisó a sus amigas al otro lado del salón. Cameron le hacía señas disimuladas con el abanico, mientras que Vanessa mostraba su hastío por tener que recurrir a esas tretas para comunicarse. La señorita Grant se excusó con los presentes para ir al encuentro de sus amigas, y lamentó tener que separarse de Colin. Le dio sosiego saber que su despedida le daría la excusa a Lord Webb de refugiarse lejos de las miradas femeninas y de la persecución en su nombre. Era evidente que aún bullía algo de furia en su interior, y necesitaba serenarse. Solo esperaba que no terminara como Zachary, con una «descompostura estomacal».

Llegó junto a ellas en un gran rodeo en el que intentó hacerse uno con el empapelado. No fue tarea difícil, podía ser que Lady Helen le cuestionara el gusto para vestir, pero al hacerlo no conseguía más que poner en evidencia su mal gusto para decorar. La cantidad de plantas, jarrones y lámparas reducían el espacio y lo hacían agobiante.

Un segundo después de su arribo, llegó Miranda, que, al igual que ella, buscaba desaparecer, solo que de los ojos de un noble en particular.

—No entiendo cómo pueden estar tan apretados sin morirse, parece vacas en un corral —se quejó Emily, sonrojada por el calor.

—No creo que les agrade tu comparación —se rio Cameron, por lo bajo.

—Tienes razón —agregó la californiana—, las vacas en mi rancho están menos hacinadas. Nos gustan los animales.

—¿Rancho? —preguntó Vanessa con cierta curiosidad—. Tenía entendido que el dinero de tu familia venía de las minas de oro.

—Eso fue después, de pequeña teníamos el rancho con las vides, que no daba mucho dinero. Creo que me voy a poner nostálgica… luego mi padre encontró oro en nuestras tierras y un día me desperté y era esto —se señaló con desdén.

—Eres hermosa, Emily —la reprendió Miranda, sin imaginar que daba de lleno en su pecho. Como le había dicho a Zachary, jamás antes le había importado su apariencia, hasta ahora. Y a todo el malestar se le sumaba el pueril enamoramiento de Lord Webb, que traía aparejado ni más ni menos que la odiosa comparación con la bella Lady Anne.

—He visto árboles de navidad menos decorados que yo —agregó con pena.

—También reinas —la animó Vanessa—, por eso te desprecian, porque tienes más oro que un rey. En tu lugar, alzaría el mentón e iría sacudiendo mis borlas de navidad de muchos quilates solo para verlos intentar mantener el porte de «no me importa».

—Eres muy cruel —bromeó Cameron—, espero no sufrir de tu lengua.

La enigmática sonrisa de Vanessa hizo a las tres restantes estremecer, pero sobre todo, hizo a Emily pensar en la razón del desprecio recibido. ¿Podía ser envidia? Ella no se creía merecedora de ese sentimiento. Casi pudo escuchar la voz burlona de Cleveland decir «tú no te crees merecedora de ningún sentimiento, Emily».

En ese instante se hizo presente el barón Payne, uno de los potenciales pretendientes de Miranda Clark para solicitar un baile. Gracias a la atención del próximo duque de Weymouth había crecido la popularidad de la joven Clark. Las muchachas se quedaron a un lado, soportando el agobiante calor con sus abanicos y sus copas de refresco, luego de Payne se hizo presente Lord Bridport en persona para reclamar la atención de la neoyorkina. Sus coterráneas estaban seguras de que su amiga conseguiría su cometido en tierras británicas, casarse con un noble que limpiara su buen nombre.

Tras el desplante a Lord Bridport, nada quedaba por hacer salvo sudar, sudar y sudar. Los abanicos no eran suficientes, por lo que las muchachas decidieron escapar a los jardines.

—Debo ir a avisarle a Grace sobre nuestra pequeña aventura —expuso la joven Clark antes de dar otro paso. No estaba bien que desaparecieran de buenas a primeras sin poner en aviso a las matronas, la señora Monroe junto a la señora Grant se habían alejado en busca de un refrigerio.

—Yo me ocupo. —Emily se apropió de la tarea con un fin oculto, divisar a Colin una vez más y comprobar con sus propios ojos que no había vestigio de enojo en él. De ser necesario, lo invitaría al paseo con ellas para que se relajara. Sabía por Daphne que la única forma que tenía el futuro conde de deshacerse de la atención femenina era con más atención femenina—. Mi madre no me perdonaría que no la pusiese en aviso en persona. Suele ser un tanto... —masculló para ocultar lo que en verdad quería decir— demandante.

No había una gota de maldad en Sandra Grant, solo una inmensa necesidad de ver a sus hijos felices, tanta que a veces era agobiante. Como hacía unas horas en el carruaje, ¿cómo se le ocurría propiciar una salida con Colin Webb? ¡Y a montar! Cuando sabía que su hija lo hacía bien a horcajadas y de una manera temeraria, impropia de una dama. El orgullo maternal le impedía darse cuenta de que la exponía al ridículo.

Volvió a hacerse una con el empapelado y avanzó hacia donde estaba su madre con la señora Monroe. A mitad de camino, se detuvo al escuchar su nombre. Pensó que se trataba de Daphne, por lo que se volteó y quedó justo detrás de una planta. Antes de delatar su presencia, pudo corroborar que no se trataba de su amiga, sino de Lady Anne con sus dos compinches, Hillary y Darlene. No debía hacerlo, nada bueno podía salir de ello, a pesar de eso se quedó a escuchar a hurtadillas.

—No debes preocuparte, Anne —decía Hillary, con hastío—. Es evidente que si Lord Webb fue amable con el mamarracho ese fue por pura lástima. ¿Crees que puede despertar otro sentimiento en él?

—¿La risa? —bromeó Darlene, y las tres mujeres rieron a coro.

—Es lo que intento hacerle ver —se lamentó Anne, poniendo los ojos en blanco—. Lord Webb es demasiado amable y la gente se vive aprovechando de él. —Claro, sobre todo ella, que había logrado engañarlo con su carácter durante mucho tiempo. Conocía su secreto, su anhelo más oculto, y con eso había logrado retenerlo a su lado por mucho tiempo, aunque no hubiera conseguido superar la marca impuesta por sus otras amantes—. Esa atracción de circo quiere usarlo, quizá incluso encontrarlo en una situación comprometida, sabe que la nobleza de Webb lo va a llevar a hacer lo correcto.

—Hasta ahora ninguna lo pescó —la tranquilizó Hillary.

—Pero esa tiene otras armas, la de jugar de mosquita muerta. O mejor dicho, avispón —agregó con malicia Lady Anne.

Emily tenía demasiado, apenas si podía contener el aire en los pulmones. El resto de la diatriba quedó ahogada por el barullo de la gente, solo pudo escuchar palabras sueltas, de que iba por demás de adornada, de que parecía una vaca esperando becerros, y muchas cosas más. Salió abatida de ahí y se escabulló sin mirar a dónde. Solo necesitaba dejar de llorar. ¡Maldición! Apenas si veía tras el velo de lágrimas. Esas mujeres habían golpeado más hondo que en su ego, habían dado en su pecho, en el lugar en el que se abría camino Colin Webb.

Sí, lo sabía, era un anhelo vacío, era un deseo de niña, su ensoñación despierta. Colin era imposible, pero hasta de lo imposible se podía disfrutar un poco, y esas arpías lo habían arruinado. Porque ahora, cada vez que Webb fuera amable, Emily pensaría en la pena que le daba, en la lástima y la vergüenza, en que la veía como esas mujeres.

Le acababan de arrebatar los pocos momentos que podría vivir junto a Colin, las cabalgatas, los tés, las risas. El simple placer del tiempo compartido. Y todo por qué… por su maldito dinero.

Las lágrimas le impidieron ver la habitación en la que entró, solo bastó corroborar que estaba sola para dejarse caer en el piso, sobre sus enaguas de almidón y alambre, sobre los moños de raso y seda, y los abullonados pliegues de falda. El corsé la aprisionaba, y parecía empujar el dolor por su pecho hasta que salía por la garganta en quejidos lastimosos. Se arrancó las cintas y algunas flores del cabello. Se quería quitar todo eso que no era ella, y quedar en ropa interior, en las únicas prendas que elegía a gusto y que escondía de los demás, como toda ella. Quería respirar, sentir el viento de frente cuando cabalgaba, reír a carcajadas cuando algo la divertía… Quería ser Emily Grant de nuevo, la Emily que cuidaba las vides y que soñaba con sus acres de tierra,  cuyas mejillas ardían solo cuando la reprendía su padre. Y quería, sobre todas las cosas, que eso bastara… Que ser ella fuera suficiente para alguien. Para Colin.

Arrojó con furia los anillos sobre su falda y comenzó a quitarse las perlas del cuello, hasta que un sonido en el corredor la puso en alerta. Como si los alambres de su enagua se hubieran tensado y convertido en resorte, se propulsó de pie. Las joyas se desparramaron sobre la alfombra y cayó en cuenta de que estaba en el despacho del anfitrión… y que la voz masculina le pertenecía a él. Iba en camino a su encuentro. ¡Maldición!

Emily juntó los anillos, las cintas y las flores, y salió disparada de allí antes de ser encontrada en ese penoso estado. Para su condena, los tocadores quedaban hacia el otro lado, la única vía de escape era la escalera de servicio que daba al salón principal. Descendió los peldaños intentando poner las joyas en su lugar y llegó, agitada e igual de abatida que hacía unos segundos, al ventanal que daba a los jardines. Sus amigas la vieron, y fueron directo a su encuentro. La instaron a sentarse en uno de los bancos y a que les relatara lo sucedido. Emily apenas podía hablar, y además, no deseaba explicar los verdaderos motivos de su desazón: Colin Webb. Se burlarían de ella mucho más que Lady Anne si supieran que albergaba sentimientos hacia el hermoso dandi y sensación de la temporada. Justo ella. Más absurdo imposible.

—Vanessa tiene razón... —Ese fue el inicio que eligió para manifestarse. Sí, Vanessa Cleveland, la bostoniana que le hacía la vida imposible tenía razón en todo. En que jamás las aceptarían allí, en que ella debía espabilarse, en que era una infantil niñata con sueños de humo. No quería contagiarse del cinismo de su coterránea, aunque una dosis de él le podría salvar el corazón—. Para ellos soy comparable a un animal de circo. Acabo de confirmar que soy el centro de los comentarios de la temporada —confesó con las lágrimas contenidas.

—¡Mira tú, pensé que era yo! —Miranda intentó ponerle humor al asunto.

—No según Lady Anne.

—¿Quién demonios es Lady Anne? —inquirió Vanessa.

—No importa quién es Lady Anne. —La joven Clark deseaba empujar al olvido a Emily—. Aquí lo único que importa es... ¿Cómo me has robado el protagónico? Dímelo, muero por saberlo.

Las bromas de Miranda le infundieron ánimo, era cierto, ella no era la única víctima del desprecio británico. La neoyorkina estaba en boca de todos por un escándalo en tierras americanas y ahora, por uno nuevo cuyo nombre era Elliot Spencer.

—Muy simple. —Decoró su rostro con una sonrisa de triste aceptación. Alzó las manos y exhibió ante ellas toda la riqueza que ostentaban sus dedos enguantados. Al cabo de unos segundos, tras observar ella misma las joyas que portaba, empalideció— ¡Oh, no! ¡Dios santo! ¡Mi madre va a asesinarme! —Había perdido uno de los anillos, uno que tenía un enorme diamante rosa a juego con el vestido. Igual de grande, pomposo y llamativo—. ¡He perdido mi anillo!

—¡¿Cómo?! —exclamó Miranda.

—Sí, sí, hasta hace un rato lo tenía aquí, en este dedo —Señaló el anular derecho— y luego… luego. —Se llamó al silencio para reacomodar sus pensamientos. En ellos encontró la respuesta a su problema— ¡Diablos! —masculló entre dientes.

—¡Emily! —Cameron volvió a ser mediadora ante los malos comportamientos.

A la californiana no le quedó más remedio que relatar todo, el bochorno al escuchar lo que Lady Anne decía de ella, las lágrimas que no había podido contener, su huida y búsqueda de refugio, hasta dar con el lugar de la pérdida: el despacho del anfitrión. Sus amigas continuaron con las maldiciones, por más que Cameron intentaba que se comportaran como era debido.

No tenían alternativa, debían ayudarla, debían recuperar la joya perdida antes de que alguien la descubriera y se desatara otro escándalo. No podían soportar más escándalos.

Miranda decidió que lo haría ella, que se escabulliría en el despacho mientras Cameron y Vanessa llevaban a cabo una maniobra de distracción. Lo único que Emily debía hacer era permanecer escondida en los jardines, justo detrás del vivero, hasta que la señorita Clark volviera con la joya. De ese modo, evitarían las preguntas incómodas, las lágrimas y… de ser posible, otro escándalo.

No… donde se juntaban las americanas era imposible evitar los escándalos, y en menos de quince minutos la fiesta de Lady Helen ardió en llamas. Miranda Clark y Elliot Spencer contraerían nupcias luego de ser hallados en una comprometida situación en el despacho del anfitrión.

Colin Webb no podía creer lo que tenía ante sus ojos. Su mejor amigo enredado en las faldas de Miranda Clark, radiante de felicidad mientras se lo encontraba en una situación tan indecorosa que ni el matrimonio acallaría las habladurías. Para empeorar todo —si eso era posible—, la cantidad de testigos crecía a pasos agigantados imposibilitando la discreción.

—¡Qué demonios, Elliot! Entiendo que quieras casarte con ella, pero esto es demasiado —espetó furioso—, no te hacía capaz de estas bajas tretas.

—No fue…

—No, de ninguna manera. ¿Entiendes que puede que te nieguen la unión, y que quizá la hayas arruinado para siempre? Tienes el cerebro en los pantalones, Elliot.

—Detente, detente ahora mismo —contestó Lord Bridport molesto—, primero, no fue una treta. Que tú tengas que escapar de las mujeres que intentan hacer eso contigo no quiere decir que seamos todos iguales. Deja de proyectar, maldito egocéntrico. —Por fortuna, el tono de amistad de la charla no había disminuido, y pese a las acusaciones, no se trataba de una pelea con todas las letras. Tal era así, que cuando lo llamó maldito egocéntrico, Colin volvió a pisar tierra y tuvo que darle la razón. Había tomado la ofensa a Miranda Clark como algo personal y no quería ponerse a analizar el porqué—. Segundo, me casaré con ella así tenga que irme de Inglaterra. Mi padre, porque sí, sé que te referías a él, no podrá imponerse.

—¿A qué te refieres con que no fue una treta? —preguntó para focalizar su atención en algo que no fuera el duque de Weymouth. La enemistad de su amigo con su padre era legendaria y casi obsesiva—. ¿No tenías planeado que te encontraran así? Perdón, Elliot, te hacía mejor con las mujeres, no de los que se entregan a rapiditos en los despachos.

—Tendría que retarte a duelo por semejante ofensa, pero te la dejaré pasar… solo porque no, no soy de los que hacen eso, es que… —se silenció antes de explicarle que entrar allí y ver el trasero de Miranda Clark en alto, meneándose, lo había empujado a la locura más abyecta, y que la situación se le había ido de las manos—. La historia es tan absurda que no termino de creérmela. Es la suerte que me sigue.

—¿Qué historia?

—Un anillo de la señorita Grant. Al parecer la muchacha perdió un anillo cuando se escondió en el despacho —Alzó la mano para detener la interrupción de su amigo—, no, no preguntes qué hacían en ese lugar. Jamás le encontraré sentido a la mentalidad americana.

Colin solo pudo pensar: ¡Mierda, Emily! No había presenciado la escena del despacho, no estaba en el salón principal, no se la veía por ningún lado. Comenzó a preocuparse. Había escuchado toda la noche las burlas con su nombre, y temía que ella también lo hubiera hecho.

—Bueno, amigo, felicidades por tus buenas nuevas, si me disculpas…

—¿No vendrás a brindar conmigo?

—Lord Bridport —lanzó con sorna—, ahora eres un respetable caballero comprometido, demasiado aburrido para compartir amistad. Reclamaré mi regreso a White, y me dedicaré a apostar en tu contra. Si me permites… —y con esas palabras se perdió en los jardines, el único lugar en el que se le ocurría que podía esconderse Emily. Claro… si descontaba el despacho del anfitrión.

Su suposición fue acertada. Emily se encontraba oculta en los jardines, detrás del vivero. Sus quejidos ahogados delataron el lugar preciso. Colin sabía que era arriesgado, que si los encontraban juntos se daría el nuevo compromiso de la noche, pero su corazón estrujado por la pena lo empujó a dejar el recaudo atrás y avanzar en su dirección.

La muchacha era un mar de lágrimas. Las gotas salían de sus ojos a raudales, mojaban sus pestañas, sus mejillas, sus labios y hasta pendían del mentón. Algunas habían caído sobre el anillo de diamante rosa que miraba como si fuera una serpiente.

—Emily… —la llamó en un susurro, para no asustarla. Ella se enderezó apenas, el esfuerzo pareció demasiado para su cuerpo sumido en el dolor y volvió a dejar caer los hombros.

—Ahora he empujado a una amiga a un matrimonio que no desea. ¡Hago todo mal! ¡todo!

—Em… —Colin se sentó a su lado, y la señorita Grant alzó los ojos en su dirección. Se había percatado de que Webb la tuteaba, cuando ella no le había dado el permiso. No debía hacerlo, Daphne había sido clara con esa norma, sin embargo, su nombre en labios de Colin era lo único bueno que le había sucedido en la noche—. Em… ¿estás segura de que la señorita Clark no desea ese matrimonio? —La primera sonrisa escapó de los labios húmedos de la californiana.

—Quizás un poco sí lo desee, aunque no de este modo. Me dijo que no está enojada conmigo, que solo quiere matar y despellejar, y hervir y hacer estofado a Lord Bridport, pero que a mí no me guarda rencor.

—Menos mal… —fue el comentario lleno de alivio. La furia de Miranda Clark no parecía un espectáculo agradable de ver—. ¿Qué ha ocurrido? —se atrevió a preguntar. Emily estaba sumida en la más profunda tristeza y desesperanza, y así, en ese estado de vulnerabilidad, era la primera vez que Colin Webb podía ver una parte de la verdadera señorita Grant, esa que se escondía detrás de las joyas y los vestidos. En esos momentos no se sentía intimidada por la belleza de él, ni por su título, ni medía las palabras por miedo a equivocarse. Era ella, la muchacha franca y refrescante que le caía tan bien y que se había ganado la amistad de Daphne.

—Lo que era de esperar, eso ha ocurrido. Las burlas, los comentarios… —Sorbió por la nariz y Colin se apresuró a alcanzarle un pañuelo—. No puedo culparlos, creo que yo también me reiría de mí misma. Por eso no me miro al espejo antes de salir…

—No seas tan dura contigo misma —la reprendió.

—Es la verdad, y ambos lo sabemos. —Emily cuadró los hombros y mostró su carácter. No, no toleraba las mentiras, ni siquiera las bien intencionadas.

—Lo que ambos sabemos, Em, es que se trata de tu imagen lo que genera burlas, no tú. No la verdadera Emily Grant, porque esa la tienes bien oculta y, si me permites ser sincero, es una maldita pena que nos prives de ella.

Emily se sonrojó de ese modo que lograba cautivar a Colin, el que nacía del halago y no de la vergüenza. La muchacha bajó apenas la mirada, porque el contacto le parecía demasiado para su frágil corazón. Era lo más lindo que le habían dicho jamás, y para mayor deleite, salía de los labios más bonitos que jamás hubiera visto. Y del hombre más bello, y… todas las cosas sobre las que se había prometido no hacerse ilusiones se hicieron cenizas, su corazón volvió a latir acelerado.

—No puedo hacer nada con mi imagen, milord…

—Colin, llámame Colin —pidió.

—Su hermana dice que eso es incorrecto…

—Nadie lo sabrá, solo en privado. Y dudo que el tuteo sea lo más comprometedor de nuestra situación si alguien nos descubre. —Lo que intentó ser una broma se convirtió en un propulsor de Emily.

—Oh, milord, cuánto lo siento —dijo mientras se ponía de pie, desesperada—, no me di cuenta. No quiero que piense…

—Em —Él tiró de su brazo de manera suave para que volviera a sentarse—, no pasa nada. No nos descubrirán, y no puedes volver así a la fiesta. De verdad que ahora tu imagen dará qué hablar.

Los nervios la hicieron carcajear. Sí, si antes era un espectáculo de circo, en esos momentos, con su tocado deshecho, su vestido arrugado y el rostro inflamado por el llanto, de seguro daría un espectáculo digno de una feria.

—Detesto mi imagen —se atrevió a decir—, detesto cada cinta, cada flor, cada anillo…

—¿Y por qué, entonces, los usas? —Quería explicarle que a los hombres le gustaban las mujeres al natural, tan al natural que las preferían desnudas. Y que cada maldita prenda que las separaba de ese estado era un incordio. Sin proponérselo, una imagen de Emily con menos ropa invadió su mente y lo hizo sudar. Acusó al endemoniado clima primaveral.

—Porque no quiero fallarles a mis padres.

—Estoy seguro de que, si le explicas a tu madre lo infeliz que te hace, lo mal que la estás pasando, ella entenderá. Es una buena mujer, puede verse a la legua.

—Sí, Colin —y el lamento fue acompañado de nuevas lágrimas, de unas que no nacían del bochorno sino de un sentimiento más profundo. Webb quiso ser complaciente con Emily, su nombre en labios de ella lo impactó como un rayo. «Sí, Colin». Oh, cuántos escenarios mejores que ese podían sacar de su boca esa expresión. ¡Mierda!—. Ese es el problema, que, si le digo a mi madre o a mi hermano que soy infeliz, entonces nos subiremos a un barco y regresaremos a California de inmediato.

Y eso sería una terrible desgracia, pensó Colin. En cambio, dijo:

—¿Y tú no quieres eso?

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