Emily

Emily


Capítulo 6

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Capítulo 6

El periódico del día fue colocado en la bandeja junto a la señora Grant. Sandra lo tomó con premura y leyó por arriba hasta dar con la noticia que buscaba. Emily se catapultó de su sillón para leer por encima del hombro.

—No da nombres.

—Oh, madre. Y nadie ha contestado a mis notas. La señorita Madison dice no saber demasiado, y Cleveland está en Manchester con Sir Johnson hasta mañana. Esperemos que Zachary haya visto mal.

—Le enviaremos una nota a Lady Sutcliff, esperemos que no lo tome a mal.

Ambas mujeres caminaban por las paredes. La tarde anterior, Zachary había arribado alterado a la casa de alquiler de los Grant. Al parecer, en su paseo por Hyde Park se dio un atraco a un noble, y un disparo resonó en las inmediaciones del lago. Como era de esperarse, los nobles salieron disparados por el susto, mientras que Zachary, conocedor de armas, no dudó en espolear su montura para ir en auxilio. No lo consiguió, cuando llegó al lugar, las víctimas se alejaba, aunque pudo jurar que, a la distancia, le había parecido que se trataba de Lord y Lady Bridport.

Desde entonces, la casa de los Grant era un ir y venir de notas que buscaban confirmar lo presenciado por Zachary. Por desgracia, la nota en The Times no daba nombres, solo hablaba de un altercado con arma de fuego y una mujer herida.

Emily estaba tensa, temía por su amiga que no respondía a su nota, por Lord Bridport que hasta hacía no mucho se pavoneaba enamorado por la ciudad. La historia de amor de Miranda y Elliot había sido el alimento del corazón de la señorita Grant, le permitía soñar con cuentos de hadas y finales felices, con historias en que las brujas tenían verrugas y no preciosos vestidos de Madame Dumont. ¡Era tan injusto que tuvieran que sufrir ese devenir!, ¿acaso la vida odiaba a los enamorados?

Mientras Sandra escribía la nota para Lady Sutcliff, el ama de llaves les traía el té y el obligado tentempié de media mañana. Zachary había bebido todo de un sorbo, y con un trozo de queso en boca, dejó la casa en busca de información. En el umbral de ingreso se dio de lleno con Colin Webb, quien, amable pese a la disputa chiquilina, le brindó una reverencia y lo trató de usted. Zach entendió que nada bueno podía traerse entre manos ese noble si dejaba el orgullo de lado.

—Buenos días, señor Grant. Me disculpo por mi intromisión sin previa invitación, sería tan amable…

—Por favor, Lord Webb, que si sigue con esos modos tendré que golpearlo. ¿Busca a mi madre o a mi hermana?

—A ambas, hay un asunto que…

Colin estaba pálido, despeinado, nervioso y algo ojeroso. No le interesaba mantener una imagen de decoro ni compostura, el rumor había llegado a sus oídos y desde entonces, al igual que los Grant, había enviado mil notas, paseado por los clubes de caballeros y recabado información. La última de ellas, para nada alentadora. Por respeto, y como la buena educación demandaba, no se había presentado en la casa de su amigo. Los deseos de pronta recuperación se decían por misiva y jamás se invadía el espacio personal.

—Lo de los Bridport. Pase, milord, están en la sala. Mi whisky está en el aparador de la esquina, bajo el cuadro horrible de perros de caza. De seguro necesita un trago.

—Gracias…

Tras el intercambio, Zachary dejó la casa, esta vez sin intención de recabar información, sino con afán de despejarse. La pena de Emily lo estaba matando, y si quería ser un buen hermano, fuerte, de los que tienen un hombro para prestar, necesitaba recomponerse. Era evidente que Colin no iba a poder ser de consuelo, estaba aún peor que su hermana.

Lord Webb esperó en el umbral a que lo invitaran a pasar. Emily quería correr a sus brazos y no entendía por qué Colin estaba tan comedido. No podía sospechar que la estructura de su educación era lo único que lo mantenía entero en esos momentos. Recurría a las normas para no romperse, a los protocolos, a los pasos establecidos. Seguía las reglas porque no era capaz de pensar con claridad, estaba en shock. Y, sin embargo, en ese estado de estupor sabía que la única forma de ayudar a su amigo era saltándose los mandatos y apareciéndose en su casa para constatar con sus propios ojos que todo estaba bien, para brindar un no convencional pero necesario abrazo y asegurar que estaba allí para cualquier cosa que se requiriese.

Y para poder hacer eso, necesitaba de fuerza, entereza, y de una persona a la que las reglas sociales no le importaran, una persona que recordara poner el corazón por encima de todo. Necesitaba a Emily Grant.

—Pasa, Colin —se atrevió a tutearlo Emily, y Sandra mascó el pastel para ahogar la reprimenda por el tuteo. Lord Webb necesitaba a su hija como a una amiga, y con la presencia de ella se daban por cubiertas las formas—. Supongo que sabes lo de Lord Bridport… nosotros…

—Sí… yo…

—Ven, escuché que mi hermano te sugería un whisky. —Emily se dirigió a la mesa de las bebidas y detuvo la mano a mitad de camino. Sabía que a Colin le gustaba más el coñac; con manos temblorosas sirvió dos dedos en una copa de cristal a la cual calentó a penas con las palmas como le había enseñado su padre a hacer.

Lord Webb bebió el coñac y el gesto. Recuperó parte del temple con la tibieza de la bebida, mitad alcohol, mitad piel de Emily. Y recién allí, se sintió capaz de articular palabra.

—La nota de The Times… sí, son ellos, Lord y Lady Bridport —confirmó. Sandra se persignó de manera automática, y Emily, sin pensar en lo que hacía, se sentó junto al hombre. La falda de la muchacha tocaba el pantalón de él en un roce impropio. Colin, dadas las circunstancias, era capaz de ahogar la lujuria y el deseo que la cercanía de la señorita Grant le despertaba y solo se quedaba con el sentimiento de serenidad que ella le transmitía. Como el de llegar al hogar en invierno, y hallarlo caldeado y acogedor.

—¿Sabe algo más, milord? —interrumpió Sandra antes de que Emily se dejara atrapar por el embrujo y abrazara al hombre. La señora Grant lo sabía, podía ver con claridad la inquietud con la que se movían las manos de su hija, como si la necesidad de una caricia fuera incontenible.

—Sí, no son buenas noticias. Me he enterado de que el doctor Ferguson propuso un sangrado, y que Elliot… Lord Bridport se ha negado. Lady Bridport ha perdido mucha sangre y el riesgo de infección…

—Si la herida fuera mortal, ya estaría muerta —sentenció Sandra y se puso de pie de inmediato—, ¡esos malditos matasanos!

—¡Madre! —se quejó Emily de sus modos, aunque la certeza de la mujer se le hizo piel y le impidió largar las lágrimas de pena. No, las mismas se acumularían en las comisuras de sus párpados hasta que tuvieran permitido el alivio. Y con esa esperanza circulándole en la sangre, imitó a su progenitora y en el mismo ademán brusco se puso de pie—. Debemos ir de inmediato. No más esto de mandar notitas… Col… ¿milord?

—Creo que vine porque esperaba esto… que me despabilen.

—Pues espero que se encuentre bien despierto, porque no sabemos qué nos encontraremos, pueden ser unas horas o unas semanas. Ya veremos —dijo la señora Grant e hizo sonar la campanilla de servicio. No había tiempo para cambiarse, ni prepararse, así que sobre los vestidos de día se colocaron los primeros chales que hallaron, así no combinaran, y se subieron al carruaje de Lord Webb camino a la residencia Bridport.

Enfrentarse a Cohan Hurt, el mayordomo de los Bridport, fue una tarea que quedó a manos de Colin. El hombre opuso la resistencia justa y necesaria, era evidente que la preocupación por su reciente señora lo devoraba. El estado de Miranda era de extrema debilidad, y su pronóstico por demás reservado. No se mencionaba a la muerte, a pesar de que se la respiraba en cada una de las habitaciones del lugar. El estómago de Emily dio un vuelco al enterarse sobre el fragmento perdido de información. El barón Payne, que había intentado a toda costa contraer matrimonio con Miranda para reflotar su crisis financiera, culpaba a Elliot de su ya confirmada quiebra. Sentirse acorralado en la miseria y las deudas era lo que había arrastrado al hombre a la venganza. El drástico suceso se había llevado a cabo en el parque, los detalles que le siguieron apenas se deslizaron por los oídos de la joven californiana: pelea, arma, disparo y Miranda.

¡No, no quería detalles! Quería esa justicia y asistencia divina de la que tanto hablaban en la misa dominical, porque Miranda requería de todo tipo de ayuda, la terrenal y la divina.

Si al oír los detalles del suceso, el estómago de Emily se retorció por completo, cuando ingresó a la recámara y comprobó en persona el estado de su amiga, el corazón se le destrozó.

Allí estaba Miranda, rendida a la vida, bocarriba, con los mechones negros enmarcando un rostro que lucía aún más pálido por el contraste. Los labios, siempre rosas, se veían blancos y resquebrajados, y nada quedaba del rubor que siempre le teñía las mejillas.

—Aún no ha muerto y esto parece un funeral.

Sandra llevó a palabras lo que todos pensaban y se negaban a confesar. Eso era una invitación a la muerte misma.

—¡Madre! —Emily reaccionó ante la falta de consideración de su madre.

A diferencia de los presentes, que veían el matiz oscuro y límite del estado de la muchacha, Sandra Grant, que había enfrentado situaciones de vida o muerte más veces que la sumatoria de los años de los ahí reunidos, proyectaba otro panorama. Uno sin menos dramatismo y con más fe.

—No hay que llamar a la muerte —dijo persignándose.

Las costumbres de los Grant, incluyendo sus formas de relacionarse con el mundo y sus modos para nada convencionales desde la perspectiva británica, resultaban cada vez más cotidianos y comunes para Colin. Se decía que debía guiarlas al cumplimiento del protocolo, y cuando estaba con ellas, desistía; mantener esa naturaleza intacta era algo que se esgrimía como su meta primera. Eran lo que eran, y en ese momento, por sobre todas las cosas, las normas debían dejarse a un lado. Él fue el primero en olvidarlas, fue al encuentro de su amigo para fundirse en un abrazo con él. Nunca lo había visto así, destruido por completo. Si la muerte se atrevía a pisar el hogar Bridport, se llevaría consigo más de un alma, y Colin no estaba dispuesto a permitirlo, no perdería a su amigo.

—Ven, vamos a comer algo mientras ellas se quedan en compañía de Lady Bridport.

Confiaba en las mujeres Grant, había oído muchas anécdotas familiares, y en todas y cada una de ellas, la destreza sanitaria y los cuidados médicos no convencionales de mamá Grant siempre otorgaban finales felices a las historias. Además, Elliot debía comer, beber... lo que fuese. ¡Por Dios, el hombre era apenas una sombra!

—No puedo. —Como era de esperarse, Elliot se negó—. No quiero perderla de vista, no… —finalizó regresando junto a su esposa para tomarla de la mano.

La escena era enternecedora y desgarradora a la vez. Sandra convino en miradas con Emily, debían actuar, y pronto. En situaciones como esas, cada segundo contaba, entre el olor a medicinas y el de las flores mezcladas con la rancia sudoración, otro perfume salía a flote, uno que ellas estaban acostumbradas a detectar de inmediato, el de la putrefacción. La herida no estaba sanando, y de seguro, estaba intoxicando a el resto de su cuerpo.

—Que coma aquí —sugirió Sandra recordando las palabras ancestrales que las mujeres nativas transmitían una y otra vez—, es bueno que no deje la habitación, el amor suele espantar a la muerte.

Emily se sonrojó ante lo dicho, posiblemente, porque no pudo evitar mirar a Lord Webb al oír la expresión. Para ella, Colin ya era sinónimo de amor.

—El doctor Ferguson dice que la única alternativa es el sangrado, que hay que equilibrar los humores. —Lord Bridport habló sumido en la preocupación, no sabía si las mujeres iban a poder ser de ayuda, pero sabía que requerían de todo el auxilio posible, inclusive el de una plegaria al cielo—, solo que… no creo… Está demasiado débil.

—¿Está infectada? —preguntó Sandra acercándose a la cama para comprobar la temperatura de la muchacha. Estaba fría como un témpano de hielo.

—Eso dice el doctor, y la herida no tiene buen aspecto.

Ni más dilataciones, pensó Sandra.

—Emily, lleva a Lord Webb fuera de la habitación por unos segundos, pueden hacer algo útil, como buscar comida para Lord Bridport.

—Sí, madre —asintió y tiró de Colin hasta abandonar la recámara.

Una vez fuera, Colin exhaló con fuerza. Le faltaba el aire. La vida entre algodones de pequeño, y la de lord en el presente, no lo había preparado para la pérdida. Hubo muertes en su familia, ninguna de gran impacto, muertes no precipitadas, que coronaban un fin de vida, y eso era entendible, pero eso... no, eso no. La pena de Elliot se le colaba por los poros. El amor significaba mucho más, comprendía que la aceptación de la pérdida era parte de esa hermosa ecuación. No quería siquiera imaginarse lo que se sentiría al perder alguien al que se amaba. Abandonando el control de todo, de su cuerpo, sus emociones, y las malditas normas, se abrazó a Emily.

Ella se dejó abrazar, y le correspondió llevando los brazos a su espalda con suaves caricias. Estaban en territorio seguro, podían dejar las formas.

—¿Crees que se recuperará? —De ella lo quería todo, el consuelo, la calidez… hasta la mentira piadosa.

—No lo sé —musitó Emily desde el resguardo que su pecho le brindaba—. No quiero mentirte.

Tras la puerta se desataba el peor de los infiernos, y ellos... ella se sentía dichosa en ese pequeño trozo de paraíso que acababan de construir a fuerza de abrazos.

—No, miénteme, por favor, hazlo. —Tomó distancia de Emily sin liberarla, dejó el peso de sus manos sobre su cadera. Fue en busca de sus ojos.

—Jamás podría mentirte, ni en esta circunstancia ni en otra. —Para ocultar la verdad vedada de su entrega, reformuló lo dicho—. No está dentro de mis habilidades mentir. Lo he intentado, créeme, me crie con especialistas.

Zachary era el espécimen que ponía en relieve al resto de sus hermanos. Con eso era más que suficiente para Colin.

—¿Por qué eso no me extraña? —Sonrió, y el sabor a fatalismo en su boca desapareció.

Emily sonrió a su par. Si fuese por ella, se quedaría hasta el fin de los días entre sus brazos, sin embargo, la amarga realidad le recordaba que esos brazos no le pertenecerían jamás, no de esa manera. Escapó de él, de la cálida prisión de su cuerpo, la angustia y la inquietud de lo que estaban viviendo le sirvió de excusa. Deambuló por el pasillo, estrujándose los dedos de la mano a modo de descargo. Sin el calor de Colin, volvía a sentir el frío de la preocupación y el desasosiego.

—Si te sirve de consuelo, confío en mi madre, si ella ve posibilidades es porque las hay.

—Tu madre prácticamente nos echó de la habitación con un absurdo pretexto, y cuando lo hicimos no vi ningún rastro auspicioso en su mirada.

Se detuvo para girarse hacia él, Colin descansaba el cuerpo en el marco de una de las ventanas, la preocupación era innegable en su rostro.

—Te echó a ti, Colin, necesitaba comprobar la herida. Lo mío fue solo gentil cortesía de acompañamiento.

—¿Perdón? ¿Qué quieres decir con «te echó a ti»?

—¿Cuántas heridas con procesos infecciosos has visto en tu vida, Colin? —preguntó tratando de ocultar las ganas de reír.

Los dos necesitaban hacerlo.

—¿Es una pregunta o te estás burlando de mí?

—Por supuesto que es una pregunta. Además, ¿por qué me estaría burlando de ti?

—Vamos, reconócelo, Grant, tú y tu hermano, y por lo visto, también tu madre, me consideran un...

La puerta de la recámara se abrió de repente, un Elliot agitado, movido por una nueva energía, una contagiosa y esperanzadora, se asomó a voz de grito:

—¡Hurt! ¡Hurt! Ven aquí —Su vozarrón resonó en la mansión hasta que Cohan se hizo presente—. Toma nota de todo lo que pida la señora Grant.

Hurt subió al trote los escalones, y se adentró en la habitación en menos de lo que cantaba un gallo. De un sopetón, la puerta volvió a cerrarse en las narices de un Colin Webb deseoso de información visual.

—Volviendo a lo nuestro —retomó la interrumpida conversación—, en vista de que no eres capaz de mentirme, dime, me consideran un... —Ni él se atrevía a buscar el calificativo correcto, eligió el que doliera menos—, un blando, ¿verdad?

Las charlas con Emily ponían en pausa el alrededor, le brindaban calma y alejaban los malos sentimientos, los de culpa y de desprecio a sí mismo. Porque el auténtico Colin brillaba solo por fuera, no por dentro, en su interior albergaba el peso de la insatisfacción y el fracaso. Tal vez por eso su imagen era impoluta y perfecta, sí, era un desborde de virtudes, buenos modales y caballerosidad, para compensar la imperfección que cargaba consigo. De pequeño había oído decir a sus allegados que la naturaleza había sido por demás bondadosa con él, era perfecto desde donde se lo mirara. Tenían razón, el problema fue que la naturaleza cayó en cuenta de su error y decidió enmendarlo, le dio la peor imperfección de todas, esa que le condicionaba la vida, las decisiones, y en consecuencia... a su corazón.

—Zachary piensa que eres un blando —confesó Emily para ponerle un cierre al asunto—, pero cree eso de todos los nobles de Londres. Según él, un hombre dedicado al ocio no es hombre alguno.

—¿Acaso no existe el ocio en américa? —No podía discutir contra ese argumento, Zachary estaba en lo cierto, la vida de noble era aburrida y ociosa. Por lo menos hasta que se legaba el título, y con él la tarea de administración de propiedades y la cámara de lores.

—Sí, pero tienes que tener dinero para comprarlo, y para tener dinero, necesitas trabajar. Como sea, no creas en todo lo que dice u opina Zach, él no te conoce como yo. —No sintió vergüenza ante la confidencia. Es más, la seguridad en su voz fue un extraño afrodisíaco para Colin.

Fue hasta ella, quería tomarla de nuevo por la cintura para retenerla contra su cuerpo; pensar que creía que el riesgo se hallaba en sus labios, en el sabor de su boca. No necesitaba saborearla para hacerse adicto a ella, ya lo era, porque Emily Grant era un dulce y lento veneno. No, veneno no… ella era el antídoto.

—¿Crees conocerme, Emily? ¿Pueden dos personas, que hasta hace poco eran dos perfectos desconocidos y vivían en continentes diferentes, conocerse de la manera que tú crees hacerlo?

Le estaba pidiendo una confesión, más que eso, una declaración. Para responder a esa pregunta había que despojarse de las barreras que mantenían a salvo el corazón. ¿Por qué hacía eso? ¿Qué pretendía oír? Mejor dicho, ¿por qué quería oír aquello que no necesitaba ser dicho? Si él también la conocía, adivinaba cómo su corazón latía fuerte cada vez que se le acercaba, cada vez que le sonreía. Sabía que su piel se encendía al contacto con la suya... sabía tanto, demasiado, al punto de poder reconocer el final de la historia y, aun así, lanzaba sus leños a ese fuego llamado Emily Grant. ¿Por qué? ¡Maldición!

La puerta volvió a interrumpir el clima entre ambos, Elliot pudo percibir el aire pesado de sentimientos entre esos dos, la incomodidad lo hizo carraspear para ocultarlo.

—Señorita Grant, su madre requiere de su asistencia.

La voz de Sandra llegó hasta ella.

—Necesito que te encargues de la sutura, mi niña.

La sorpresa del pedido paralizó a ambos hombres, se miraron impávidos, mientras Emily ingresaba a paso firme a la habitación para cumplir lo pedido. Tomó asiento junto a la cama y se apropió de los elementos ya preparados por su madre.

—¿Ella la va a coser? —preguntó Elliot, sorprendido.

—Mi Emily es la mejor, y estoy segura de que Lady Bridport agradecerá la decisión cuando se recupere. Las mujeres podemos ser muy vanidosas.

Ante la mirada expectante de los hombres, Emily se quitó las joyas que llevaba consigo, se cubrió el cabello rubio con una improvisada cofia y se higienizó las manos en agua hervida y alcohol. Sandra se levantó para encaminarse hacia la puerta, una vez ahí, se disculpó por lo que iba a hacer a continuación.

—Lo siento caballeros, requerimos de intimidad —dijo cerrando la puerta ante los lores.

Se quedaron con la mirada fija en la madera labrada, sin saber qué más hacer, inservibles, tal y como se sentían. En ese instante, el mundo les pertenecía a las mujeres. ¿O acaso siempre les había pertenecido y ellos solo eran unos invitados?

—Gracias... —Elliot decidió interrumpir la cadena de pensamientos compartida, ahora que la esperanza lo había abofeteado fuerte, se daba el permiso de reaccionar en torno a la realidad—. Gracias por estar aquí... gracias por ellas. ¡Vaya par!

—Sí, esa es la expresión correcta para las Grant —dijo sonriendo.

Elliot se giró a él para observarlo. Notaba un aura diferente en su amigo, una luminosa y radiante. Presentía de dónde provenía. Una vida a su lado bastaba para detectar los cambios de matices en Colin.

—De todas las mujeres posibles, ella es la menos adecuada para ti. Lo sabes, ¿no?

—Por supuesto que lo sé —Reconocerlo era una cosa, decirlo en voz alta, otra, una que dolió más de lo esperado—, por desgracia eso la hace...

—La hace perfecta también —finalizó Elliot como si estuviese metido en su cabeza.

—Exacto.

—¿Qué piensas hacer al respecto? —Estaría en deuda con las Grant hasta el fin de su vida, y esa deuda incluía procurar el bienestar de la joven amiga de su esposa.

—Lo que corresponde... encontrar el hombre correcto para ella. Se lo merece.

Una punzada, así lo sintió, una punzada en el medio de su pecho. Respiró profundo, y le resultó tolerable. Le buscaría un esposo, eso haría. Podía imaginarla en brazos de otro hombre, feliz, con una familia, con sus sueños hechos realidad. Eso también sería tolerable para él.

No lo sería, Colin Webb todavía no lo descubría, pero tarde o temprano lo haría, esa punzada en su pecho era un antes y un después; su corazón se había fragmentado en dos. Uno de esos pedazos se mantenía firme, respetaba el plan inicial. El otro reclamaría a Emily Grant como suya hasta que dejara de latir.

—Ven, vamos a comer algo... —Debía cumplir con su parte, la única que le tocaba, procurar el bienestar físico de su amigo—. No acepto excusa alguna.

—No tengo apetito.

—¿Qué te he dicho? No acepto excusas. —Lo tomó por los hombros para guiarlo en el descenso por las escaleras.

—Si hubieses visto lo que yo en esa habitación, sabrías que no es excusa.

Nadie en su sano juicio podría tragar bocado alguno luego de oler y ver la limpieza de una herida infectada y supurante.

—No lo sé, me censuraron esa parte, al parecer... soy un blando. —Aunque las Grant lo hubieran escondido tras las normas del decoro, él seguía confiado que el motivo de su exclusión era su carácter.

Los ánimos de Elliot comenzaban a distenderse.

—¿Al parecer? ¡No, eres un blando!

—Cállate, imbécil...

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