Emily

Emily


Capítulo 7

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Capítulo 7

La recuperación de Miranda fue un proceso cuesta arriba. Entre el círculo íntimo social del matrimonio se corría el rumor de que la mejoría de la vizcondesa se debía a las sanadoras manos y a los cuidados que las americanas le supieron brindar. Demás estaba decir que el rumor se había originado en la mansión Bridport y que provenían de Elliot Spencer. El futuro duque de Weymouth no tenía más que agradecimientos para con las mujeres, y los mismos incluían el peso de su estima. Las calles de Londres ya eran diferentes para ellas, seguían recibiendo miradas de soslayo, aunque sin desprecio mediante, sino con una recién nacida cortesía y un leve atisbo de aceptación.

Las mujeres Grant vivían su día a día de igual manera, ya comprendían cuál era su lugar, y las habladurías pasadas y presentes no alteraban ánimo alguno. Comenzaban a sentirse a gusto, Sandra hallaba en Lady Marion un ejemplo a seguir dentro de la nobleza, y a una igual cuando de maternidad se trataba. Bajo el techo de la intimidad, en donde las normas sociales dejaban de ser una prioridad, disfrutaban de extensas charlas e intercambio de información. Estaba claro que la mujer no se hallaba a gusto en los grandes eventos ni en la vorágine londinense, y Lady Sutcliff, en retribución a la ayuda que ésta le había brindado a Elliot Spencer y a su esposa, organizó una actividad acorde a los gustos de la matrona. Unos días lejos de la ciudad, en la tranquilidad y calidez de la casa de campo familiar, ubicada en las afueras del condado de Hampshire. El espacio proporcionaría todo aquello que los Grant añoraban de su tierra: naturaleza, actividades campestres, un cielo nocturno plagado de estrellas y uno diurno limpio y sin rastros de smog desde las primeras horas de la mañana.

La propuesta traía consigo otros fines personales, restablecer la buena relación entre Colin y Daphne, una que parecía querer regresar a buen puerto, y a la vez, limar las asperezas entre el muchacho Grant y el Webb que por lo visto no congeniaban. Debían. Arthur y Lord Thomson analizaban la posibilidad de entablar futuros negocios en california; Zachary y Jonathan, los dos mayores del clan, eran los que, en breve, quedarían al mando de todo, al igual que Colin del otro lado del mapamundi. El legado familiar y los negocios también se trasladaban de generación en generación. Por último, pero no menos importante, el viaje pretendía agotar las energías del pequeño Thomas Webb; el frenetismo de la temporada, una que a él lo tenía cautivo puertas adentro, no hacía más que inquietar a la fiera salvaje que lo poseía a tan característica edad.

En fin, todos iban a salir beneficiados con la expedición a tierras no muy lejanas, en especial Emily, que se deleitaba con la maravillosa idea de descubrir un nuevo condado libre de Anne´s.

Los preparativos demandaron varios días, el suficiente para que ella pudiese gozar de un tiempo a solas con sus amigas, entre ellas, de una recuperada Miranda.

La convocatoria a un té de media tarde en la mansión Bridport tuvo total asistencia, y el clima festivo proclamado por la recuperación de la señora de la casa se vio interrumpido por unas inesperadas lágrimas, las de Cameron.

La historia pasada, los motivos que habían llevado a la señorita Madison a Londres, hasta ese día, habían sido un enigma que ninguna de ellas había intentado descifrar a la fuerza. Ni siquiera Vanessa, y eso era mucho decir. Cada una cargaba con un pasado, el silencio y los tiempos eran respetados.

—Mi padre tiene razón, ¡lo he arruinado todo! ¡Oh, Dios! ¿Qué haré? —La angustia en Cameron atenazó el corazón de Emily, se marchaba en el momento menos oportuno. Sintió culpa—. Debo dejar Inglaterra, debo huir. Tengo que escapar de él, ya no consigo esconderme más.

—¿De quién? —preguntó Vanessa ante el extraño rompecabezas que comenzaba a unir sus piezas ante ellas.

Sean Walsh, de él se trataba, de eso y de un homicidio sin justicia. La lucha contra la esclavitud. Parecía absurdo que en un mismo país se vivieran realidades tan diferentes, o por lo menos así lo pensaba Emily, cuya crianza jamás había marcado diferencia alguna con respecto a otro ser humano. Para los Grant, no existían tonalidades de piel, ni rasgos ni «costumbres» diferentes; todos respiraban y cargaban con un corazón que latía al igual que el de ellos; el respeto no se heredaba, se brindaba, y en algunos casos, se ganaba a fuerza de trabajo. Solo eso. La culpa en Emily se transformó en pena. Colocarse en los zapatos de cristal de Cameron no era una tarea sencilla ni agradable. No cambiaría por nada del mundo su vida en cama de heno a centímetros del techo, las tardes bajo el sol rabioso y un desierto sediento. Vaya cuestión la del dinero, cualquiera pensaría que te compraría la libertad, al contrario, te la quitaba. La dulce y amable señorita Madison había estado presa toda su vida, y Emily se preguntaba si estaba dispuesta a canjear su libertad, bien ganada, a cambio de lo que había ido a buscar ahí... un matrimonio conveniente.

—Cierta información ha llegado a mis oídos. —Vanessa aprovechó la huida de Cameron al sanitario para organizar un plan de apoyo para la muchacha—. Lord Thomson está orquestando la partida hacia sus tierras en Sameville, y piensa llevarse consigo una comitiva para hacer de esos días un evento menos aburrido.

—Me imagino que eso te incluye a ti, una especialista en el arte del entretenimiento social. —Miranda fue irónica solo para no perder la práctica.

—Al parecer, comprobamos que Lady Bridport está cien por ciento repuesta —dijo haciendo alusión a la actitud de la vizcondesa. Se dirigió a Emily—. Mis felicitaciones, señorita Grant, usted y su madre han hecho un trabajo excelente. —Regresó la mirada hacia lady Bridport—. Con respecto a lo otro, reconozco que la cualidad del entretenimiento me pertenece...

—Y por lo visto, también la modestia —agregó Emily.

—Bueno, se ve que hoy es la tarde de «ataquemos a la indefensa señorita Cleveland» —se victimizó Vanessa.

—De indefensa, tú... nada.

Miranda lo dijo, pero las tres coincidieron en lo mismo con una oculta sonrisa.

—Verdad, esa característica le pertenece a Cameron. Y ya que hablamos de ella, creo que nos necesita... —agregó para retomar el hilo de la conversación—. Sir Johnson va a estar fuera de la ciudad por unos días, y ese es el motivo principal que me va a llevar a formar parte de esa comitiva contra mi voluntad —Bebió de su té cuando oyó unos pasos en la cercanía. Al comprobar que no era la joven de Virginia, sino, nada más ni nada menos que el mayordomo abasteciendo a las visitas, continuó—: estaba pensando que ustedes podrían sumarse a la aventura... estoy segura de que Lady Mariana estaría encantada, y Cameron también.

El hombre que era el dueño del corazón de la señorita Madison, y que también parecía ser el único involucrado en la muerte de la joven esclava, se hallaba en la ciudad, y su presencia aterrorizaba a la muchacha. Para colmo de males, el único sostén familiar con el que contaba era su tía Eleanor, un ser despreciable por donde se lo mirase.

—Tu idea me parece maravillosa... —convino Miranda—, solo hay un problema.

—Dos... —agregó Emily recordando su próxima partida a Hampshire.

Las invitó a que se extendieran en palabras con la simpleza de un gesto.

—Dudo mucho que Elliot esté de acuerdo, está convencido de que requiero de un año de reposo para recuperarme del todo.

—¿Requieres de un año? —La interrogó sin piedad.

—No... —Se sentía de maravillas, salvo por algún que otro malestar ocasional.

—Entonces, Lady Bridport, utilice sus artilugios femeninos para hacerlo cambiar de opinión. —Así dio finalizado ese asunto para continuar con el siguiente—. ¿Cuál es tu excusa? —arrinconó a Emily con su actitud.

—Pasado mañana partimos rumbo a Hampshire.

—¿Qué hay en Hampshire que sea más interesante que Sameville?

—La casa de campo de los Sutcliff —respondió Miranda al rememorar lo que Elliot le había contado sobre esa familia.

Las mejillas de Emily se pusieron rojas en el preciso instante en que los ojos de Vanessa se clavaron en ella.

—¡Colin Webb... eso es lo que hay en Hampshire! No sé ni para qué pregunto. ¡Es la mayor obviedad de la temporada!

—¿Qué es la mayor obviedad de la temporada? —Si existía algún tipo de rumores con respecto a ellos, Emily quería saberlos.

—Cierra la boca, Vanessa —acusó Miranda—, estás en mi casa, no lo olvides —sentenció casi a tono de amenaza.

La señorita Cleveland se obligó al silencio. Volvió a beber de su té.

—Vanessa, ¿qué has oído? —Emily intentó poner presión en la bostoniana.

—Ya oíste a la vizcondesa. ¡Nada, no he oído nada! —mintió, y fue evidente. Por muy extraño que pareciera, la señorita Cleveland, con sus formas y todo, era la más transparente de las cuatro. Era quién era sin problemas de compartirlo con el mundo— ¿Piensas pasar toda la temporada en Hampshire o qué? —retomó lo anterior como si nada hubiese sucedido.

—No, solo un par de días. —Eso había oído Emily.

—Perfecto, a Lady Thomson le encantará contar con la presencia de los Sutcliff y compañía.

—Vanessa, yo no soy los Sutcliff, no puedo decidir por ellos.

—Por supuesto que no eres una Sutcliff. —Para no quedarse con el veneno en el cuerpo, lo destiló con esa sutil bofetada—. De todas maneras, no te preocupes, yo me encargo de ello. Nos vemos en Sameville.

El resto de la tarde fue vivido por Emily como una lenta tortura, no pudo quitarse de la mente las palabras de Vanessa: No era una Sutcliff. Y nunca lo sería.

Había recibido muchas bofetadas en su vida, y ninguna había dolido como esa. Espabilarse, eso tenía que hacer, tal cual decía la señorita Cleveland.

Dejar de amar a Colin Webb... No, eso ya no era posible.

Amarlo un poco, tan solo un poco menos. No, tampoco.

¿Qué le quedaba entonces? No lo sabía, esperaba averiguarlo en su estadía en Hampshire.

∞∞∞

Su esposa nunca se equivocaba, pensó Arthur Webb mientras observaba a sus hijos e imponía su mejor gesto de autoridad. Saldrían en pocas horas a Hampshire y sus dulces retoños, dos en edad casadera, se comportaban como críos. El tercero estaba dispensado, porque sí lo era, aunque la reprimenda le correspondía.

—Colin, por favor, no es propio de ti comportarte de esa manera —dijo con voz firme—, estoy seguro de que algo en común puedes encontrar con Zachary Grant. De hecho, se me ocurre que viajen juntos de modo que con las horas lo descubran.

—Padre…

—He dicho. Daphne… no creas que te sales con la tuya, si viajas en el carruaje de la señorita Grant es por comodidad, y para que borrar esa sonrisa de autosuficiencia… Thomas y la niñera irán con ustedes.

—Padre… —fue la queja en mismo tono que la de su hermano.

—Y por último… —El benjamín de la familia se observaba con suma concentración las puntas de sus lustrosos zapatos. Sabía que debía hacer buena letra, su madre lo había amenazado con dejarlo en Londres. Era una amenaza vacía, pero el pequeño no lo sabía y había roto en llanto—. El castigo se impartirá una vez que lleguemos al campo, y será… seguir con las clases de modales en las vacaciones.

—Padre… —imitó a sus hermanos mayores, y los tres adultos Webb debieron contener las carcajadas.

Sí, estaban todos de mejor humor. La pronta recuperación de Lady Bridport y los planes de campo ayudaron a eso, y con el ánimo, habían regresado las actitudes infantiles, las risas, las bromas y las pujas.

Por un lado, las de Colin con Zachary, quienes llevaban una batalla muda por demostrar quién era el mejor en todo. El problema para Webb era que Grant conseguía siempre llevar la dichosa disputa a un terreno no tan manejado por el lord. Si se trataba de atención femenina, modales, debates, moda, literatura o salir de conversaciones embarazosas, Colin Webb se coronaría ganador con honores. Pero Zach era listo, y jamás desafiaría a un futuro conde en esas lides, por lo que se aseguraba de disputar la corona en otros terrenos como la fuerza, el conocimiento de caballos, la montura, carruajes y armas. En lo único que se podía decir que empataban era en administración económica, materia en la que, no lo admitirían jamás, coincidían por completo. Ambos estaban hechos para duplicar el dinero de sus arcas.

La segunda disputa que se abría gracias a lo relajado del encuentro era la que mantenían los hermanos Webb. Daphne estaba dispuesta a demostrar que una dama podía hacer lo mismo que un caballero, y eso implicaba desafiar a su hermano en todo momento. Sin embargo, Colin había pasado página al respecto, y no le parecía justo enfrentarse a ella en una lucha desleal. La sociedad le jugaba en contra a su hermana. La batalla que Daphne creía desatar no era tal, y el verdadero trofeo detrás de esos cruces verbales no era más que Emily Grant. La joven lady la quería de cómplice para demostrar su punto, mientras que Colin… Colin la quería solo y en exclusividad para él. Se sentía patético de estar celoso de su hermana, pero el sentimiento era demasiado fuerte para dominarlo.

Y por último estaba el pequeño Lord Thomas y sus caprichos. Al ser tan joven y llevarse tantos años con sus hermanos, todos lo malcriaban, y el niño había adquirido una terrible adicción a llamar la atención. Cuando no le daban lo que quería, era propenso a horribles caprichos, el peor de todos, Chelsea, la hija de la mejor amiga de Lady Marion que pasaría la semana de campo con ellos.

Los tres jóvenes Webb recibieron la reprimenda del padre, las advertencias de la madre y, cuando dejaron el despacho, lo hicieron con un porte que le recordó a Lord Sutcliff lo bueno de invertir en una costosa educación.

—Tendría que preguntarle al administrador cuántas libras nos costó la educación de esos tres.

—Valió cada penique —dijo Lady Marion, una vez a solas con su marido—, mira, apenas ni se nota que no nos harán ni medio de caso y que seguirán con sus berrinches donde no podamos oírlos.

—No me sorprende tanto de Daphne o Thomas, pero… Colin. —Arthur se acercó al sofá en donde estaba Marion sentada.

—Deja que se divierta un poco, sabes que desde… bueno, desde hace años que no se permite grandes banalidades.

—Las amantes son banalidades —discrepó Arthur, y en sus ojos claros refulgió el enojo. No eran los valores que le había inculcado a su muchacho, y las habladurías que corrían de él sobre los romances no lo hacían feliz.

—No en Colin, y lo sabes. No sé en los clubes de caballeros lo que se dice de nuestro hijo, pero sí puedo decirte en la sociedad de lectura de damas londinenses… y me tiene preocupada.

—¿Qué se dice? —inquirió el hombre y abrazó a su mujer. Ella le dio la espalda y se corrió los bucles que caían por su nuca para darle acceso a su cuello. Arthur sabía lo que su esposa demandaba, le posó los labios en un suave beso antes de emprender la tarea de masajear los hombros que estaban tensos por la preocupación.

—Un año y un día… —largó junto a un quejido de placer. Lord Sutcliff había encontrado un nudo en la musculatura de Lady Marion—. Ese es el límite de sus amoríos.

Ambos sabían lo que significaba, y el enojo de Arthur Webb pasó a ser pena.

El viaje era de algunas horas en carruaje. Iban en caravana, cuatro coches con las insignias Sutcliff se abrían camino por el paisaje. A medida que se alejaban de Londres, el aire se volvía puro, y aunque el cielo gris los acompañaba, ni una gota se desprendió de las nubes.

En uno de los confortables coches tirados por dos caballos iban Daphne, Emily, Thomas y Jane, la niñera del pequeño. El joven lord Webb era imparable y parecía agotar a todos, salvo a los Grant que no se cansaban de halagar al niño y remarcar lo dulce y educado que era.

—Es un angelito —repetía Sandra cada vez que lo tenía cerca. Y al menos, de apariencia, lo parecía. Rulos rubios, piel blanca de mejillas llenas y rosadas y ojos color cielo. Todo un querubín.

—Señora Grant —dijo en su momento Arthur Webb—, en estos momentos temo preguntar cómo eran sus hijos de niños. Solo me atrevo a decir que usted es la mujer más valiente que conozco.

Las risas coronaron la confesión del hombre, y la tarde se llenó de anécdotas de los Grant. En efecto, al lado de Jonathan, Zachary, Elton y Louis, Thomas Webb se merecía su par de alas. Las andanzas de Emily quedaron en secreto por el bien de su reputación.

—Menos mal, se ha dormido —agradeció Daphne mientras se abanicaba y abría la ventana del coche para que entrara la brisa.

—Jane también lo ha hecho —señaló Emily.

—No la culpo. Pobre mujer, no sé cuánto le paga mi padre, lo que sea estoy segura de que no es suficiente. —La declaración de Lady Daphne pareció exagerada ante la imagen frente a sus ojos. El pequeño estaba acurrucado en el asiento, con la cabeza sobre el regazo de la niñera abrazando un cojín.

—Exageran, de verdad. No es un mal niño, es algo… travieso. En su defensa —agregó Emily—, Londres puede ser un poco aburrido para los espíritus libres.

La carcajada de Daphne por poco despierta a los dos acompañantes.

—¡Eres ocurrente, Emily! —rio—, ¡espíritus libres! Qué forma educada y amable de decirlo. Luego te atreves a comentar que tus modales son torpes, creo que acabas de ser la persona más políticamente correcta que conozco. —Emily se sumó a las risas—. Bueno, en ese caso, supongo que los Webb nacimos para ser libres. Ya nos verás, en el campo perdemos la compostura.

—¿Lord Webb también? —inquirió sin imaginar a Colin sin su pulida capa de decoro. Las pocas veces que había bajado las defensas para prestarse a un juego infantil o, en el peor de los casos, por la necesidad de consuelo, habían bastado para robarse por completo el corazón de la californiana. Una semana de campo sería una condena para ella, un hechizo cual maldición de bruja que arrastraría toda su vida.

—Mi hermano es el peor de todos. Thomas, como bien has notado, no limita su temperamento al lugar. Es igual de terrible en Londres, en el campo o donde sea. Y yo… bueno, a mí ya me conoces, siempre una santa —bromeó, y la invitó a sonreír con ella. La señorita Grant iba conociendo más a Daphne y descubría que, pese al tono jocoso, hablaba en serio. Tenía fuego en las venas y ambiciones que iban más allá de las de una dama de buena cuna. Al igual que ella, esas ambiciones se apagaban a medida que tomaba conciencia de lo que se esperaba de ella: que se casara con un buen partido—. En fin, Colin vuelve a ser Colin, y pienso pasármela a lo grande.

—¿A qué te refieres?

—Al señor Grant… —La miró con picardía.

—¡No habrás complotado con mi hermano! —Emily ahogó el quejido—, Daphne, pensé que todo era un juego, lo de Zach y…

—Lo es, quédate tranquila. Jamás jugaría con el corazón de alguien como tu hermano, sobre todo porque la única que saldría mal parada sería yo. No soy tan ingenua como todo el mundo piensa… —Por un momento, a la señorita Grant le pareció ver pena en los ojos de la muchacha. Era cierto, la subestimaban un poco. Todos parecían quedar prendados de su belleza y conformarse con eso, no se permitían escarbar la superficie para ver que Daphne Webb era tan bella y valiosa por fuera como lo era por dentro—. Colin —retomó la conversación a un terreno que ella creía neutral, pero que era el de los temores de Emily— ama los caballos, cabalgar, ir de camping, practicar deportes… creo que su ego se verá algo herido.

—Eres cruel —la reprendió Emily.

—No, Em, tú eres demasiado buena y estás enceguecida. —Daphne comprobó que Jane aún durmiera antes de continuar—: A mi hermano le viene bien un par de golpes a la autoestima. Es vanidoso…

—No…

—Sí, lo es. Puede que con sustento, pero eso no quita que lo sea. Además de su evidente atractivo y su magnetismo con las mujeres, es un buen jinete, un buen deportista y un hombre infatigable. La disputa con el señor Grant es porque tu hermano amenaza su ego… es… es complicado.

—No creo que sea complicado —lo defendió la señorita Grant—, es lo más común entre hombres. Créeme, tengo cuatro hermanos y viven peleando por quién es el mejor.

—No es lo mismo, Colin no quiere ser perfecto en todo, «necesita» serlo. No se trata de probarle a padre y madre quién es el mejor, ni ganar una disputa de hermanos. Es a sí mismo a quien desafía todo el tiempo… creo que un par de bromas lo ayudarán a relajarse, a aceptarse tal cual es. Sé que lo quieres, yo también lo hago. —Daphne puso su mano enguantada sobre el antebrazo de Emily, y con ese gesto dijo todo. Le confirmó que sabía que lo quería, y cómo lo quería. Que comprendía su corazón, que lo lamentaba por ella—. Esto puede ser bueno para él, confía en mí.

—Está bien.

—Em… También te quiero a ti, me di cuenta enseguida de la clase de persona que eres. Me has brindado tu amistad, y para mí vale más que todo el oro de tu familia,  me alegro de que hayas hecho lo mismo con mi hermano…

—Daphne, ¿qué es lo que me quieres decir? Lo que en verdad quieres decir.

—Sé que tu corazón está en juego, y no quiero que sufras, pero…

—¿Pero?

—Tienes el poder de ayudar a Colin —dijo conmovida—, lo he visto. He visto cómo te mira, cómo te aprecia. No quiero con esto darte ilusiones, no deseo que sufras más de lo necesario, solo… solo que cuando estás junto a él, él es mi hermano de nuevo, y… —No pudo evitar que las lágrimas abandonaran sus ojos. Emily la miraba sin comprender, Daphne le estaba diciendo demasiadas cosas sin decirle nada. La forma que hablaba de Colin era como si quisiera justificarlo, mostrarle a ella que había un motivo detrás del accionar del hombre. La preparaba para cuando su corazón se rompiera en mil pedazos—. Lo siento, Em… solo quiero protegerlo.

—¿De qué? ¿De quién? ¿De mí? —Las preguntas salieron atropelladas de sus labios. Se sentía tan dolida que era capaz de lanzarse del coche en movimiento.

—¡No! No de ti, de Lady Anne —se apresuró a explicarse Daphne, horrorizada por el malentendido—. Tienes el poder de ayudar a Colin a ver quién es Lady Anne en realidad, a comprender que no todas las mujeres son como las que él conoce, que hay personas como tú en el mundo, que miran más allá de la apariencia o el título o el dinero. La viuda de Merrington está obsesionada con él, despechada, es capaz de todo, de arruinarle la vida. Está dispuesta a hacerlo miserable antes de perderlo, y tú… —Tú estás dispuesta a todo, incluso a perderlo, para hacerlo feliz. Por eso no dudaba en abrirle los ojos ante las heridas de Colin, allanar el camino, para que lo sanara. Quizá jamás sería la esposa de Lord Webb, pero no por no ser la indicada para él.

—Dudo mucho que pueda ayudar en eso.

—Ya lo has hecho. —Sin previo aviso, la abrazó y murmuró por lo bajo, para que no la oyera—: y te ha costado el corazón.

La impronta de Lady Marion Sutcliff se veía en cada rincón de la casa de campo. A diferencia de las que habían visto los Grant hasta el momento, no se trataba de un edificio gris de piedra, con muros colapsados que recordaban las épocas medievales. Todo lo contrario. Tras el deterioro en el que había caído producto del descuido de los anteriores condes, la remodelación fue total, y en cada detalle estaba el gusto francés de la nueva condesa.

Las paredes beige, las ventanas altas, los marcos con molduras delicadas y el interior con muebles estilo Luis XV, empapelados, tapizados, cortinas y demás detalles que resaltaban el gusto por el neoclasicismo. Era un deleite a la mirada, y para algunos ingleses, un insulto a su arquitectura.

Las habitaciones fueron designadas por alas, y como los invitados eran pocos, cada uno tuvo acceso a una recámara individual. Emily y Zachary se sentían llenos de energía pese a las horas de viaje, el aire de campo, los sonidos de las aves y el cambio de paisaje los había revigorizado. Y no eran los únicos, los hermanos Webb estaban casi tan exaltados como ellos.

—Emily —se escuchó la voz al otro lado de la puerta de la habitación. Una doncella había sido asignada para ella, y la muchacha se encargaba con movimientos calmos y un andar silencioso a acomodar los vestidos de la californiana—, ¿ya estás lista? Quiero mostrarte la casa y los alrededores.

—Un segundo…

La señorita Grant no había desaprovechado la posibilidad que le daba la intimidad Hampshire para cambiar su atuendo por uno menos londinense. Tras refrescarse y cambiar la camisola, optó por un traje de día celeste claro con bordados de pequeñas flores blancas. El miriñaque no era necesario, bastaba con una enagua almidonada y armada con alambres solo para abultar la cadera al andar y con eso estaba lista. Le faltaba el peinado, que la doncella se apuró a hacer sin demasiado ornamento. Una trenza con cintas entrelazadas que se sostenía en lo alto de la cabeza.

—Estoy, vamos. Temía que estuvieras cansada —dijo Emily al dejar la habitación.

—No, aquí decimos que venimos a descansar, pero es una gran mentira. A nosotros, Londres también nos aburre. —Ambas muchachas avanzaron por el corredor. Lo de mostrarle la casa era una excusa, porque Daphne era una pésima guía—. Eso es la biblioteca, la sala de música, el salón de baile, el despacho… ah, allá está la sala de mi madre, la de juegos para los niños, al lado la de enseñanza… —Ni un segundo se detenía en los detalles, porque tenía un único destino: el exterior. Tal y como dijo después de llevar a su amiga a la rastra, la casa solo tenía el fin de darle cobijo si llovía, y por suerte, no lo hacía.

Estaba apenas nublado, lo suficiente como para que el sol no fuera ardiente, algo que a los Grant no hubiese molestado, aunque sí a los Webb. Los jardines seguían los gustos de Marion, y casi parecían una réplica en miniatura de los del palacio de Versalles. Y más allá de los laberintos, los setos y las fuentes, se encontraban los establos. Los mismos conservaban la piedra gris, las vigas de madera y los techos de tejas y paja.

—Ven —insistió Daphne—, te apuesto lo que quieras que encontraremos a Colin allí. Ama a sus caballos. Las cuadras son su capricho personal…

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