Emily

Emily


Capítulo 8

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Capítulo 8

Un ojo morado, una herida en la ceja izquierda, un intenso dolor de espalda y la mejor de las ideas:

—Em, tenemos que proponer la misma apuesta, pero en vez de domarlo yo, lo haces tú... ¿qué me dices?

Un día de reposo, solo eso podía tolerar el cuerpo de Zachary, su genética no le permitía el ocio ni el descanso excesivo, porque cuando lo hacía, su mente trazaba planes y posibilidades.

—Una tontería, eso me parece —acusó mientras le colocaba un preparado de hierbas en la herida. El corte era pequeño pero profundo, y los movimientos faciales tendían a provocar su apertura—. Quédate quieto —dijo con intención de finalizar la tarea—. Mira lo que tus infantiles apuestas han logrado... tienen que dar terminado esto. ¿me oíste? Tú y Daphne.

—¡Dios santo, Em... pareces madre! —protestó.

—No me queda más alternativa que actuar como ella, está enojada contigo.

En verdad lo estaba, por eso había dispensado los cuidados de su hijo en Emily. Lady Sutcliff, aunque su hijo no hubiese sufrido desgracia alguna, compartía la postura con la señora Grant. Si se comportaban como niños, recibirían el trato de niños.

—Bah... exagera.

—Te podrías haber roto una costilla, Zach. —Se sentía en la obligación de hacer propio el enojo de su madre.

—¡Ya me las he roto todas, y mírame... aquí sigo!

—Eres de no creer —refunfuñó dando por terminada la labor. Le entregó una taza de té humeante—. Ten, bebe.

Él olfateó la bebida con desgano. El perfume no era para nada prometedor, era un preparado de hierbas para combatir la inflamación y el dolor.

—Prefiero no hacerlo.

—Y yo preferiría muchas otras cosas... sin embargo…

—Calla de una vez, cuando te pones quejosa, me recuerdas a la abuela —dijo bebiendo de un sorbo el preparado.

—Ahora descansa. —Se dispuso a abandonar la habitación.

—No quiero descansar —rebatió como lo que en el fondo era, un niño caprichoso que siempre se salía con la suya.

—En realidad no es una sugerencia... —Enarcó las cejas para recordarle que eso era una orden de Sandra.

Estaba a unos años de la treintena y su madre lo ponía en penitencia. ¡Vaya locura!

—¿Y Webb? —Si él caía en tal brutal reprimenda materna, exigía lo mismo para el joven lord de la casa.

—Lord Webb —utilizó esa expresión formal para borrarle esa costumbre de tuteo despectivo—, goza de plena libertad...

—¡Maldito! —gruñó por lo bajo Zach.

—Pero tiene prohibido acercarse a las caballerizas —agregó para darle algo de satisfacción. Él sonrió—. Ahora, repito... descansa.

El cruel destino de Colin, combinado con la magistral idea de Zach, llevaron a Emily a un lugar específico:

—Ezra... —Lo llamó desde la puerta principal del establo, no quería interrumpir el trabajo de los empleados ni comprometer al hombre.

—Diga, señorita. —La presencia solitaria de la muchacha lo desconcertó, recorrió con la mirada los alrededores en busca de la esperada compañía. No la halló—. No es correcto que ande sola, señorita...

—He venido sola porque deseo hablar con usted en confidencia —lo interrumpió antes de que le obsequiara algún discurso sobre seguridad para jóvenes damas. Ezra frunció el ceño, y ella completó la información—. Se trata de Jafar.

—¿Qué hay con él, señorita?

—Me gustaría intentar... montarlo.

Era una amazona, Ezra reconocía a una cuando la veía, no le sorprendió en lo absoluto que fuera americana, por esos lares no solían verse este tipo de espíritus femeninos.

—Lo siento, no… no va a ser posible.

—¿Por qué? —No estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta. Puso su mejor cara de dulce niña.

—Lord Sutcliff me ha pedido que aparte al animal hasta que se marchen. —Demás estaba decir que se refería a Arthur, no a Colin—. No desea más episodios como el del otro día.

—Y yo tampoco, por eso estoy aquí, Ezra. —Lo tuteó para generar un vínculo de mayor confianza —. Creo que tengo una posibilidad con él, solo requiero de tiempo... eso es todo. ¿Crees que puedas ayudarme con ese tiempo, Ezra?

Comprendía lo que la jovencita le pedía: romper las reglas.

—No lo sé —dudó, el bienestar del caballo también le importaba—. Puede lastimarse.

—Y también puedo no hacerlo... me crie en un rancho, Ezra, mi compañero de cuna fue un potrillo, sé lo que hago —exageró, el hombre estaba a un paso de la entrega.

El silencio de Ezra se transformó en su verdugo. Había ido preparada para la negativa, por eso tenía un plan de respaldo.

—He estado hablando con Joyce... —Los ojos de Ezra brillaron, era una de las doncellas de la casa—, me ha contado que le propusiste matrimonio, y aceptó.

—Sí, señorita. —Rememorar el hecho lo hizo sonreír.

—También me comentó que todavía no contaba con un anillo de compromiso...

La pena vistió el rostro de Ezra, no contaba con el dinero para ello. Emily hurgó bajo el cinto de tela de su falda, había escondido ahí el anillo de diamante rosa, no pensaba lucirlo jamás, le recordaba a Lady Anne y su desprecio. Lo exhibió ante el hombre.

—Por eso me tomé el atrevimiento de traer este como obsequio.

Los ojos de Ezra volvieron a brillar, la piedra refulgía gracias a los últimos rayos del atardecer.

—No, no, no… no pudo aceptarlo. ¡No, de ninguna manera!

—Puedes y debes, por Joyce... y por Jafar. ¿Qué me dices, Ezra? —preguntó colocando el anillo en la mano del hombre—, ¿Podemos mantener esto en secreto?

Era solo un secreto, uno que haría feliz a tres: Joyce, Jafar... y a su amado Colin webb.

∞∞∞

El partido de criquet entre Zachary y Colin terminó en otra desastrosa victoria del americano, que alteraba las reglas, el terreno, las jugadas con Daphne como aliada. Emily podía con eso, claro que sí. Estaba acostumbrada a las alianzas entre hermanos, a las tretas, y a saber cuándo poner el orgullo de lado. Quizá Lady Webb tuviera una cuota de razón, a Colin le venía bien aceptar que podía ser vencido de vez en cuando y que eso no le quitaba valor. Sin embargo, había algo que le estrujaba el corazón y le despertaba la mayor de las empatías, y era que Zach llevaba los juegos al terreno americano, a las formas del rancho y menospreciaba los valores que Webb representaba. Lo hacía en broma, por supuesto, pero ella conocía el impacto.

Era lo mismo que le había sucedido al llegar al puerto de Londres y encontrarse con que todos sus atributos no servían de nada, que sus dieciocho años de educación, tan útil para un rancho, allí la marginaban. Y cuando eso había pasado, solo una persona se había prestado a ayudarla a recuperar su perdida autoestima, y ese alguien hoy tragaba amargas cucharadas del mismo veneno. Su lado justiciero salió a flote. Eso combinado con el más dulce de los cariños, para qué negarlo. Adoraba todo de Colin Webb, el suelo que pisaba, el aire que respiraba, el sol que lo bañaba. Hasta el enojo, la frustración y el pudor que le teñía las mejillas de rojo, o convertía esa boca llena, hecha para besar, en una delgada línea tensa. Y por encima de todo eso, adoraba la búsqueda que hacía de ella cuando necesitaba recomponerse.

Era el momento más hermoso de su día. No podían dejar las formas, de modo que Colin la buscaba en las terrazas, donde Lady Marion, Sandra y Faith tomaban el té, bordaban y conversaban de manera amena. Allí, a la vista de las matronas, pero lejos de sus oídos, Lord Webb se desahogaba con Emily. Sin quejas, sin lamentos, solo compartir algunas palabras que no estuvieran llenas de desafío, de pujas. Hasta hablar del clima se sentía bien con ella, tópico que le divertía porque la señorita Grant detestaba y hacía observaciones ridículas.

—¡Que increíble el clima! —dijo esa tarde, mientras compartían una limonada. Zachary había partido con Lord Sutcliff a recorrer las inmediaciones, y Daphne se había recluido, sin querer admitir que la energía americana la agotaba—. Hoy me pareció ver una marmota en las nubes.

Colin largó una carcajada. Era cierto, no existía tema más vacío que el tiempo para hablar, y se sorprendía de hallarlo refrescante cuando estaba con ella.

—Oh, es que es la temporada de marmotas en el cielo, señorita Grant. Cuando decimos que en Inglaterra tenemos todos los climas, incluimos ese. —En esa ocasión, fue el turno de Emily de reír. Le gustaba demasiado esa versión de Colin Webb, oh, para qué mentir, le gustaba él siempre. Solo que le parecía que esos momentos, en que se hallaba relajado, le pertenecían a ella. Quizá no fuese capaz de despertar pasiones en los hombres, pero con él se sentía conforme al darle un refugio.

Algo en la charla con Daphne en el carruaje le decía que eso era lo que ese hermoso dandi necesitaba, y ella no podía negarle nada.

Thomas revoloteaba por los jardines con Chelsea. El pequeño era un diablito con forma de ángel, y la niña lo seguía en todos sus juegos, incluso en los peligrosos.

—Thomas —lo reprendió Colin desde la distancia—, ni se te ocurra.

Emily rio. Podían ver la escena frente a sus ojos, el pequeño lord desafiaba a su amiga a treparse a la rama más alta de un roble.

—No pasa nada —desestimó el niño.

—Sí pasa, pueden caer.

—No caeremos, sé trepar —se defendió Thomas, con sus ojitos brillantes y las mejillas sonrosadas. Colin no podía verlo, pero para Emily era evidente. Ambos se parecían, y sin quererlo, su hermano acababa de reprenderlo frente a su amiga, a quien siempre quería impresionar, y, encima, lo había desafiado. Ahora el niño Webb no descansaría hasta subirse a la rama del roble.

—Es cierto, Tomy —se preocupó Chelsea—, puedes caer, y… —La niña palideció ante la idea de que su amigo se lastimara. Emily se sintió enternecida, y no le quedó más remedio que salir al rescate de la situación.

—Estoy segura de que sí puedes, Thomas —le dijo—, aunque es cierto que es la rama más alta que he visto. Mi hermano Elton una vez se subió a una casi tan alta… ¡oh, no!, bueno… mejor dejemos eso ahí. Seguro que a ti te sale mejor.

La curiosidad del niño se fijó en Emily.

—¿Qué ocurrió con Elton?

—Oh, nada importante, además mi hermano Elton siempre fue algo torpe… bueno, en realidad es el mejor trepador de California, pero eso no quita que un día malo lo tenga cualquiera. —La señorita Grant seguía dando vueltas a su anécdota, y Colin intentaba no reír para no romper el impacto. Thomas comenzaba a replantearse que quizá, subir a la rama más alta podría no ser una buena idea.

—Es cierto —intervino Lord Webb—, puede que los californianos nos ganen en estas andanzas, pero eso no quiere decir que sean los mejores en todo. Quizá Thomas sea mejor trepador.

—Sin duda —coincidió Emily—, así que, Thomas, solo pon atención cuando pises la rama para que no te pase lo que a él, y estoy convencida de que todo irá bien.

—Pero no me has dicho qué le pasó —se quejó el niño.

—Se cayó —comentó la señorita Grant—, nada grave, solo se quebró una pierna, ahora apenas se le nota la cojera, a veces tiene que usar el bastón. Y la recuperación fue rápida, catorce meses de reposo en cama. ¡Fue muy positivo!, mejoró todas las calificaciones en sus estudios, como no podía hacer otra cosa que leer…

—Chelsea… —cambió de tema el niño de manera abrupta—, vayamos a pescar ranas.

—¡No te atrevas a lanzármelas como hiciste la última vez!

—No, se las lanzaremos a Daphne. Ven…

Y sin más, los niños dejaron la terraza.

—Me he quedado con la intriga —comentó Colin, cuando quedaron a solas—, ¿qué le sucedió al pobre Elton? —Ambos rompieron en risas, a sabiendas que la historia era por demás de falsa.

—Hubiera usado a Zach, así podías divertirte tú también, pero Thomas notaría que no renguea y perdería el impacto.

—Se te dan bien los niños… —observó Lord Webb y la miró con intensidad. Las mejillas de Emily ardieron de inmediato, la voz del hombre transmitía admiración y un profundo anhelo difícil de dilucidar.

—Hay muchos en mi familia, somos numerosos, cada generación saca un mínimo de cuatro… una se acostumbra. —No sabía qué contestar, los ojos de Colin seguían fijos en ella. Emily podía jurar que algo acuosos y la llamaban a esas profundidades por siempre.

—Serás buena madre. —Tras ello, se puso de pie para dejar la terraza. La señorita Grant no entendía la declaración de Webb, ¿a qué había venido todo aquello?

Colin necesitaba poner distancia, Emily lo destruía para volverlo a construir. Una y otra vez, y su corazón ya no lo soportaba. La escena de recién con Thomas le recordaba que ella no era una mujer para él, que si la quería… ¡oh, Dios, sí que la quería!, entonces debía alejarse, permitirle ser feliz, formar una familia hermosa. Él lo sabía, incluso en esos matrimonios concertados, por intereses y contactos, se podía hallar la felicidad. Solo debía encontrar al indicado para la señorita Grant, y hacerse a un lado. Ambas cosas parecían una odisea: no había hombre a la altura de Emily y dejarla ir le costaría la vida.

∞∞∞

Emily durmió apenas un par de horas esa noche. Las palabras de Colin se repetían como un eco en su mente, y, sin desearlo, creaban sueños, esperanzas y anhelos. Lo había visto en sus ojos, en la forma llena de cariño con que la miraban, y en sus dichos: «serás una buena madre».

Debía reconocerlo, pese a que, al parecer, casarse y ser madre era el destino de las mujeres, ella no lo había contemplado jamás. Le gustaban los niños y, como bien había dicho Webb, se le daban de maravillas. Pero eran sobrinos, primos, vecinos, los hijos del capataz, de los peones, de los socios de su padre. ¿Propios?

No se negaba a eso, no. Solo que quería vivirlo como un anhelo y no como una imposición. Formar una familia significaba para ella más que nueve meses de embarazo, se trataba del hombre indicado, de la decisión correcta y de formar una sólida unión que pudiera enfrentarlo todo. ¿Cuántos integrantes? No importaba, los que Dios quisiera.

Llevaba un par de meses desde que conocía a Colin, desde que había posado los ojos en él, se había petrificado y supo que jamás sería suyo. Entonces, ¿por qué le había dicho eso? ¿por qué resaltaría en ella un atributo que la haría «buena esposa»?

Mentirse era en vano, su corazón se lo impedía. Amaba a Colin Webb y comenzaba a tejer ilusiones en torno a él.

—Buenos días, señorita —la saludó la doncella. La mujer asignada era amable, y se había percatado de que la joven Grant era madrugadora, por lo que llegaba a la recámara al alba—. ¿Quiere desayunar aquí?

—No, esperaré.

La ayudó a refrescarse, y a vestir un traje de día.

—Me pondré ese —señaló Emily una de las confecciones de Rebecca Deen, un traje liviano, de muselina verde jade y crema, con un delicado estampado cual acuarelas que formaban calas en la tela. La elección no perseguía solo el fin de la vanidad, aunque fuera uno de los vestidos que mejor le quedaba; la comodidad era el objetivo. La falda le permitía reemplazar el miriñaque por una enagua almidonada, que tenía un extra de capas en la cadera, y el corsé era completo, hasta los pechos, que los elevaba y les impedía que se movieran producto de la gravedad.

Estaba algo cansada, por las pocas horas de sueño y por sus actividades secretas, pero no impediría que ese agotamiento se interpusiera en su determinación. Menos después de la tarde de ayer junto a Colin.

—Se encuentra radiante, señorita —convino la doncella—, ¿puedo sugerirle algo?

—Sí.

—Permítame hacer un recogido simple y decorarlo con flores naturales… sé que usted tiene muchas cosas bonitas, pero…

—Las flores quedarán muy bien, gracias, Sue. —La doncella se marchó y regresó de inmediato con un ramillete de pequeñas paniculatas y crisantemos que colocó entre las dos trenzas que armaban un moño en lo alto de la coronilla de Emily. Lucía como una ninfa, y así se sentía. Segura, confiada… enamorada.

Bajó a desayunar con una sonrisa, que permaneció allí cuando Colin se hizo presente y se petrificó en el umbral ante la imagen de Emily. Ya no dudaba de su belleza, hasta había sabido verla cuando estaba cubierta de joyas que le opacaban el brillo natural. Sin embargo, la muchacha que ahí relucía solo para él era otra señorita Grant, era la joven californiana, el verdadero tesoro descubierto en las minas del oeste americano. Le devolvió la sonrisa, y avanzó firme hacia ella recordando que él no era tímido ni inexperto en temas femeninos.

—Buenos días, señorita Grant. Luce despampanante.

—Muchas gracias, milord.

—¿No me devuelves el cumplido? —bromeó él mientras se servía té. Aprovechó que se encontraban casi a solas, su padre leía el diario en una mesa a unos metros de ellos, para volver al tuteo—. ¿Acaso he perdido mi encanto? —Simuló buscar su reflejo en el vidrio, y Emily rio de buena gana.

—No es eso, es la falta de contraste, Colin —dijo con franqueza—. Si siempre te ves bien, nos dejas sin poder remarcar el cambio. Sirve tu té, y deja de vanidades. Por cierto, la leche está en la otra mesa, al parecer hay un gato ladrón en las inmediaciones…

—Oh, el gato de Ezra. Es ladrón y arisco, pero bueno para combatir las plagas. —El animal se había robado parte del desayuno y ahora dormía la siesta bajo los primeros rayos de sol. Colin buscó la leche para su té, y se preguntó cuándo habían llegado a conocerse tanto con Emily como para saber sus preferencias. Era la segunda vez que la muchacha se adelantaba a sus necesidades, con el coñac y ahora con la forma en que bebía su desayuno. ¿Y él?... Él también la conocía, por eso había aclarado al ama de llaves que tuviera siempre café, porque la señorita Grant lo prefería, también con un poco de nata, y que a veces optaba por repetir la infusión fuera de hora, cuando sentía que las energías menguaban.

Lo lógico sería que fuera junto a Arthur, que compartiera las noticias de The Time para embeberse de las tareas que le tocarían en unos años. La vida de los lores era ociosa debido a eso, a que solo el portador del título tenía responsabilidades y los demás vagaban por la vida a la espera de la muerte de un pariente. En lugar de acercarse al conde, optó por regresar en compañía de Emily. Antes de que pudiera encontrar el tema propicio para conversar, Zachary y Daphne, rompiendo la armonía del momento, hicieron un triunfal ingreso junto a Sandra y Lady Marion.

—¡Qué bello día! —exclamó Daphne, y Colin buscó a Emily con la mirada para reír en silencio. Comentario del clima para romper el hielo, tuvieron que esconder las sonrisas tras los bordes de sus respectivas tazas—. ¿Qué podremos hacer hoy? ¿Caza?, ¿criquet?, ¿carreras?

—¿Competencia de puntería? —propuso Emily, como al pasar. Webb volteó el rostro hacia ella, y sintió el tirón en las cervicales. No, no su señorita Grant. No soportaría que ella se uniera a las burlas en su nombre. Se sabía un buen tirador, pero no estaba tan confiado como para ganarle a Zachary. Además, el muy malnacido siempre conseguía hacer alguna trampa para salirse con la suya.

—¡Muy buena idea, Emily! —coincidió Zachary, a sabiendas de que era muy bueno disparando.

—Sí, creo que hay algunos blancos en el altillo… —agregó Daphne.

—¿Blancos? —Las cejas de la señorita Grant se alzaron—, cualquiera le pega a algo quieto. —Zach se mostró estupefacto. No, su hermanita no se había aliado a él, tramaba algo, podía adivinarlo en la picardía de su voz y en el brillo diabólico de su mirada. A su lado, Colin la observaba igual de sorprendido, y Zachary quiso darle un buen golpe en la nuca, a mano abierta, para que dejara de babear en la mesa mientras le miraba la boca a Emily.

—¿Qué propones? —Daphne era la única que no había notado el cambio en la californiana.

—Al plato, porque no me gusta cazar. ¿Qué culpa tienen los animales de nuestro aburrimiento?

—Me parece una gran idea —se entusiasmó Daphne.

—¿Sí? —Emily mostró una exagerada sorpresa—. No sabía que eras buena disparando. —La sonrisa se amplió, y la de Colin la imitó. Alzó los celestes ojos hacia su hermana para deleitarse con su expresión de horror.

—¿Yo?

—Claro… dos contra dos. Zachary y tú, contra Colin y yo…

—¡Eso es absurdo! —se indignó el joven Grant.

—¿Asustado, Grant? —Lo picó Webb, y Emily escondió la risa tras la servilleta.

—No es cosas de damas… —Aceptó Daphne, que de pronto le importaban mucho las normas.

—Bueno, bueno —Emily lo lanzó con condescendencia—, supongo que era demasiado para ustedes. Como bien lo dicen las reglas del deporte, si un contrincante abandona, se da por ganado al equipo que sigue en pie. Tenía razón, Lady Daphne. ¡Qué bello día! Más cuando se empieza con una victoria.

—No has ganado nada, Emily. —Zachary mordió la manzana.

—Eso quiere decir…

—Compitamos a tiro al plato. —Daphne mostró horror, odiaba las armas. Emily y Colin sonrieron satisfechos, y compartieron miradas cómplices.

Oh, sí. Esa era la versión de Emily Grant que le robaba el sentido, el corazón y que lo dejaría en la lona. Y mientras caminaba hacia los jardines, supo que jamás se arrepentiría de haberla conocido.

—¡Tengo el sol de frente! —se quejó Zachary al fallar el tiro.

Las reglas del juego eran claras, uno del equipo A lanzaba el plato para que uno del B disparara, y viceversa. Debían turnarse, misma arma, misma posición, misma distancia.

Colin comenzaba a reír tanto que le dolían las costillas. No imaginaba que hacer «un poquito» de trampa fuera tan divertido.

—Oh, deja de llorar, Zach, ¿no decías tú que en Inglaterra el sol no existe? —se burló Emily

—Tu turno, ya veremos. —Colin se hizo a un lado, su presencia rompía el encanto de ver a la señorita Grant con un arma de caza calzada en el hombro, un rostro tenso por la concentración y una mirada celeste que de pronto parecía la de un águila. Zachary intentó una de sus jugarretas, lanzar el plato en arco en lugar de hacia arriba, Emily adivinó el movimiento. Siguió el trayecto, y como una gran física, que calculaba el aire, la resistencia y la trayectoria en un milisegundo, efectuó un disparo preciso al medio del platillo.

—Creo que eso hace… —simuló calcular.

—Doce a tres, señorita Grant —confirmó Webb—. Quedan tres.

Le tocaba a Daphne, era en vano, el marcador no cambiaría. Zachary intentaba que al menos, con la intención de explicarle a la joven dama, pudiera despertar los celos del hermano. Al fin de cuentas, debía rodear el cuerpo de la muchacha con el suyo, sostenerla de los brazos, acercar el rostro demasiado para unir las miradas en un punto… Colin no se mostraba alterado, al contrario, empezó a molestarlo con lo mismo. El disparo de Daphne falló, y fue el turno de Lord Webb.

—Señorita Grant, ya que soy tan humilde como para aceptar que los americanos son mejores, bueno… las americanas… ¿sería tan amable de ayudarme con este tiro? —Zachary ardía, el intento de ponerlo celoso le volvía cual dardo venenoso. Emily se acercó a Colin, y el muy malnacido simulaba no saber disparar para que la muchacha le indicara cómo tomar el arma, cómo apoyarla en su hombro y cómo calcular el retroceso de la misma.

Lady Webb debía lanzar el platillo, y el miedo también la alcanzaba cuando le correspondía esa tarea. No quería correr riesgos, por lo que lo lanzaba lo más alto y lejos de ella que le era posible, lo que conseguía que el maldito estuviera en los cielos demasiado tiempo, brindándole al tirador la posibilidad de calcular bien la trayectoria. Colin sabía disparar, y pese a su jueguito con Emily, cuando apuntaba lo hacía con precisión. Quizá podía llegar a fallar un blanco difícil, algo que los de Daphne no eran.

—Catorce… ¡Es una excelente profesora, señorita Grant!

—Gracias, milord, lo intento. —¡Oh, si volvían a compartir un guiño de ojos cómplice, le pondría uno de ellos en compota!, juró Zachary. No le molestaba perder contra su hermana, era una sentencia segura. Antes de adentrarse en los jardines conocía el resultado, Emily era la mejor Grant con armas. Benedict le había enseñado de muy pequeña, a sabiendas que el oeste era duro con las mujeres y debían aprender a defenderse de los sabandijas y aprovechadores que lo merodeaban. Lo que no iba a soportar era ese coqueteo de Lord Webb que hacía brillar la mirada de su hermana, porque si le rompía el corazón a la pequeña Emily, él le rompería cada hueso de su fino y esnob cuerpo británico.

Quedaban dos tiros más. Uno de Zachary y el de Emily para cerrar.

—¡Ay! —gritó la muchacha al lanzar el platillo con giro, como un trompo, al cielo—. Creo que me he roto una uña. ¡He lanzado tan mal! ¿Quieres que repita, Zach? Creo que has fallado por mi culpa.

—Vete a…

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