Emily

Emily


Capítulo 15

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Capítulo 15

Emily se marchaba, abandonaba sus brazos para siempre. No se atrevieron a las despedidas, en el alba, la joven se vistió en silencio y él la ayudó para tener una excusa de volver a tocarla. Los labios juntos una última vez, el recuerdo de sus ojos fijos en él, sin lágrimas ni reproches…

—Adiós. —De todas las palabras, la definitiva. La que llevaba el peso de «nunca» encerrado en su significado. No pudo, él fue incapaz.

—Hasta luego —susurró cuando ella dejó la habitación.

No tenía sentido regresar a la cama. Sería una tortura hacerlo, quitó las sábanas y las dejó en un montón, no volvería a usarlas jamás. Desayunó en silencio, leyó el periódico, revisó la correspondencia, comprobó los gastos… su matrimonio con Lady Anne estaba en camino. Le había prometido volver, y aún no lo había hecho. Se había tomado dos días antes de asumir por completo el compromiso. Sería el esposo de Anne, y lo haría con todo el honor que le quedaba. La promesa en el altar: fidelidad, cuidado, salud y enfermedad, riqueza y pobreza, sería respetada a rajatabla. Porque esa mujer le brindaba otra forma de amor, la de un hijo, la de una familia, lo que creyó que jamás tendría.

A una hora prudencial, tras un baño y la elección de un traje de día favorecedor, se sintió lo suficientemente entero para enfrentar la jornada, para visitar a su «prometida» y constatar el estado de su hijo.

El carruaje estaba preparado en la puerta de su casa de soltero. La misma era un alboroto, porque se preparaba para darle cobijo al futuro matrimonio. Luego… le correspondería a la nueva esposa la elección de vivienda, decorado, detalles.

La casa de las Ferrer estaba abierta para él. Solo Thelma estaba de pie, realizando las labores cotidianas. La muchacha se comportaba como una eficiente sombra, atendía el rol de señora de la casa para permitirle a Anne vivir de sus banalidades y a Dorothy hundirse en el alcohol.

—Lord Webb —fue anunciado por una de las empleadas.

—Milord. —Lo recibió Thelma.

—Señorita Ferrer. Lamento si es muy temprano… quisiera constatar el estado de Lady Anne, y saber si necesitan algo. —Thelma lo miraba fijo, podía sentir sus ojos intensos detrás de los cristales. Una punzada de ternura alcanzó a Colin, le recordaba al encuentro con Emily cuando descubrió que el atractivo de la muchacha estaba opacado por las joyas, allí estaba cubierto por gafas y vestidos poco favorecedores. No quería pensar mal de Anne, de su futura esposa, pero sospechaba que los celos y la envidia era lo que la llevaba a tener a su hermana en un estado de deslucimiento.

—No suele estar despierta tan temprano… pediré el té e iré a consultar. —La joven se deslizó fuera del salón, siempre silenciosa y diligente, dejándolo solo con sus pensamientos. A los pocos minutos, la misma mujer que abrió la puerta trajo una bandeja con té y después regresó Thelma—. Duerme, creo que anoche llegó tarde del teatro. Si desea aguardar…

—¿El teatro? —Colin no quería enfurecer, estaba cansado, dolido y acababa de perder a la mujer que amaba—. Pensé que… No importa, señorita Ferrer —agregó tomándose las sienes. Habían acordado mantener la discreción, ¿y Anne se pavoneaba en un palco? Quería ser discreto, que todo estallara cuando Emily estuviera a salvo, cuando él pudiera asegurar el futuro de su hijo. Habladurías existirían siempre, no deseaba que el estigma de ser concebido fuera del matrimonio recayera en un bebé. La sociedad era cruel con quienes no se ajustaban a las normas, Lady Marion se lo había inculcado, y Lady Anne debía saberlo mejor que nadie—. No tengo por qué seguir involucrando a personas inocentes. Gracias por la invitación, prefiero volver por la tarde…

—Si es así… —La joven levantó la bandeja, temblaba, y las tazas fueron a parar al suelo.

—¿Se encuentra bien?

—S…Sí, claro —musitó, abochornada por la torpeza. Las lágrimas le mojaban las mejillas, y Colin se sintió horrible.

—Oh, por favor, señorita Ferrer, no se ponga así. Solo fue un accidente, si la puse nerviosa con mi temperamento…

Una carcajada de esas casi socarronas nació en la garganta de Thelma. Estaba al borde del quiebre histérico.

—¿Su temperamento? —y volvió a reír, como si eso fuera lo más gracioso del mundo—. Lo… siento, lo siento —repitió mientras las carcajadas brotaban junto a las lágrimas—. Es que debe ser el hombre más tranquilo que he conocido en mi vida… —Las risas dejaron de ser tales para pasar a ser el llanto convulsionado del más profundo dolor. Casi alaridos de pena que nacían en su pecho.

Colin fue impulsado por la necesidad de brindarle consuelo. Dejó las normas, juntó los fragmentos de porcelana y el té que se extendía por la alfombra, y abrazó a su futura cuñada. Le quitó los lentes, le alcanzó el pañuelo que llevaba en el bolsillo del chaleco y dejó que la cabeza de Thelma reposara en su hombro mientras se iba en lágrimas.

—Él me dijo que usted no le caía mal en realidad, solo un poco… —confesó entre sollozos—, que California está hecho de hombres y mujeres desplazados, de los que nunca tuvieron nada… Para amar a un californiano o californiana hay que saber perder, perder mucho, perder más veces de las que se gana. Que solo así se valora de verdad el triunfo…

—Supongo que hablamos de Zachary Grant —susurró Colin sobre la coronilla de la joven, y la sonrisa de ella se sintió contra su hombro.

—No creo que seamos tan fuertes, milord, para caer tantas veces como ellos. Para terminar tan llenos de polvo. Para merecerlos. ¿Usted qué cree?

—Le pregunta al hombre equivocado, señorita Ferrer. Siempre supe que no era digno de Emily Grant. Pero usted… ¿Por qué no? ¿Qué la retiene aquí?

—Lo mismo que a usted, la misma persona… solo que yo tengo un vínculo de sangre, es mi hermana y siempre lo será…

—Ahora ese vínculo nos une, señorita Ferrer, seremos familia, será un honor para mí ser su hermano. —Con esas palabras bastó para brindarle a Thelma la fuerza suficiente, para decidir ser la única que tragaba el polvo del fracaso. Quizá, y solo quizá, esa fuera su última caída antes de ganarse a un californiano.

—No, no hay vínculo de sangre entre nosotros, milord, y no lo habrá. Siento mucho mi confesión, de verdad… —Las lágrimas volvieron, no de pena hacia ella y su suerte, sino porque sería la primera vez que le rompería el corazón a un hombre—. El hijo que espera mi hermana no es suyo, es de Lord Hill.

—¿Q… Qué?

—No es su hijo, lo supe tras su última visita. Mi hermana no es quien usted cree que es. Quizá llegue el día en que la pueda ver con mis ojos y la perdone…

—¡¿Qué significa todo esto?! —espetó Lady Anne frente a la imagen que se manifestaba ante ella. Su prometido abrazando a su hermana en el piso. Se debatía entre mostrar la ira que la embargaba y de la que Thelma era merecedora, o mantener la farsa de damisela herida que Colin estaba acostumbrado a ver.

—Eso mismo quiero saber yo… —No fue un grito, la autoridad de la voz en Colin Webb hizo temblar a ambas mujeres. La señorita Ferrer lo miró de soslayo antes de colocarse las gafas, eso se parecía más a una muestra de temperamento que lo anterior. Si practicaba mucho ese tono y ese porte, se podría adaptar a California.

—¿De qué hablas, Colin? —Anne cambió de técnica de inmediato. La seducción.

—De que no llevas a mi hijo en tu vientre, de que esto es una farsa, Anne. De eso hablo. —Los ojos de la mujer se abrieron por la sorpresa, para entrecerrarse de inmediato por la ira… una ira que iba dirigida a su hermana.

—¡¿Qué has hecho, maldita idiota?! —se abalanzó sobre ella, y el brazo de Webb la detuvo.

—Ni se te ocurra —advirtió—. Hizo lo que debió hacer, ponerle fin a esto y quitarme la venda de los ojos. Anne, ¡Maldición!, ¿es que acaso has perdido la cabeza?

—Tú lo has hecho. Tú… ¿elegir a la gorda americana antes que a mí? ¿Es que estás loco?

—Ten cuidado, Anne, mucho cuidado. —Una risa carente de humor escapó de sus labios—. Que no muestre mi temperamento no quiere decir que no lo tenga.

El desconcierto de la viuda se sumó a una tenue sonrisa de Thelma.

—Colin, querido… —Anne era una mujer de mil caras. La buena, la seductora, la villana, la comprensiva… le tocaba recurrir a la que más la definía, la manipuladora—, sabemos que eres estéril. Los dos lo sabemos, dejemos las apariencias…

—Eso mismo deseo, querida. —El «querida» fue siseado con desprecio.

—¿Qué más da que no sea tu niño? Nadie dudará, fuiste mi amante, las fechas se ajustan. Será tan tuyo como si lo hubieras engendrado.

—Anne, Anne… ¡qué poco me conoces!, nunca llegaste ni a rascar la superficie. Eso es lo que consigue la buena educación, que tengamos tantas capas que apenas llegamos a conocernos los unos a los otros. —El enfado de Colin Webb era contenido, nada de violencia, nada de exabruptos. Tenía razón, Anne no lo conocía, y Thelma comenzaba a comprender que la estrategia del futuro conde de Sutcliff era la correcta. No dejaría a la viuda como la víctima, no le daría ese triunfo siquiera—. He soportado muchas cosas a tu lado, tu vanidad, tus caprichos, tu indiscreción, incluso tu obsesión. Soy comprensivo, creo que hasta diría, en este instante, que soy magnánimo. —El sarcasmo inundó la sala—. Entiendo que la vida es más laxa conmigo que contigo. Soy hombre, puedo tener amantes, puedo elegir con quién casarme, tengo la correa más larga… tú estás atrapada en las normas que rigen a las mujeres. Y por eso jamás me enfadé contigo…

—¿Eso quiere decir que no estás enfadado?

—Hasta ahora —completó con una sonrisa—, hasta ahora, milady. Porque has querido tirar de mi correa, cuando yo jamás tiré de la tuya. Y me parece desleal… ¿no lo crees?

—Colin…

—Milord —la corrigió—, recuerda tu lugar. Has vuelto a él, has perdido los privilegios.

—Milord… —Los dientes de Anne rechinaron—. Que sea por las normas, entonces. Yo puedo brindarle lo que quiere: un heredero. Usted puede brindarme lo que quiero: un buen lugar en la sociedad.

—¿Sabes lo más gracioso del asunto?, jamás voy a ser conde. —Los ojos de ambas muchachas se abrieron—. Mi padre tiene mi declaración, la hice hace años, cuando supe de mi esterilidad. El próximo conde de Sutcliff es Thomas Webb.

—¡¿Qué?! Pero eso va a cambiar… con tu hijo…

—No es mi hijo, ni lo va a ser. No puedes negociar conmigo, milady. —Avanzó un paso hasta volverse intimidante ante la mujer. Anne alzó el mentón y fijó los ojos en el hombre que le supo parecer tan atractivo, el hombre que quiso a su lado como sostén. Sí lo conocía, sabía que por un hijo daría todo, sabía que era protector, que jamás les faltaría nada junto a él, y por eso lo había elegido. Lo que no había contemplado era el cambio, el cambio efectuado por Emily Grant—. Podría cargar con un bastardo…

—Lo ve… Es una idea… —Colin la interrumpió.

—Podría cargar con un bastardo si amara a la mujer que lo lleva en su vientre. Sí… lo amaría, lo amaría como si fuera mío, lo amaría como amo a esa mujer… oh, Anne, si tan solo te amase… —fingió lamentarse—, si tan solo fueras digna de que alguien te amara…

—Colin…

—Ya sabes de quien sí cargaría un bastardo, vive con eso —sentenció, mientras buscaba el abrigo y su sombrero—. Y, por cierto —agregó con la vista puesta en Thelma, aunque con las palabras direccionadas a Anne—, te perdono. Claro que sí, puedo verte con los ojos de tu hermana, te perdono porque das pena… uno no se puede enojar con una serpiente por morder y envenenar, es su maldita naturaleza. Suerte con el niño, espero que Lord Hill se haga responsable —y dejó la casa de las mujeres Ferrer sumido en un sepulcral silencio.

Un maldito imbécil, eso era. La venda que Thelma le había quitado de los ojos abarcaba más que Anne, llegaba a Emily, a California. No podía creer que hubiera sido tan ciego.

No mintió, en cuanto su confesión abandonó los labios supo que hablaba en serio. Por Emily estaba dispuesto a todo, y si era capaz de soportar un engaño, una manipulación, cualquier cosa… ¿por qué demonios se creía incapaz de recibir su rendición?

Porque no era digno, porque no había mordido el polvo lo suficiente, porque no había luchado por ella. Por eso y mucho más.

Eso había cambiado, en el dolor que sentía en el pecho, en el momento en que el veneno de Anne se coló en sus venas, en el instante en el que el corazón le fue arrancado. Ahí… ahí había perdido por siempre, había recibido el peor de los golpes, la más dura de las palizas. Ahí había mordido el maldito polvo, y si se levantaba de esa, si se ponía de pie y era capaz de afrontar la vida que le tocaba… entonces, quizá, y solo quizá, podía ganarse a una californiana.

Debía correr.

—¡Detén el coche! —exigió. El tránsito de Londres era infernal a esas horas. No llegaría jamás. Consultó su reloj de bolsillo, las manecillas se burlaban de él. Bajó de un salto del carruaje y comenzó a correr por las aceras, llevándose consigo a damas y caballeros. Los insultos coronaban la carrera…

—¡Señor Law! ¡Mi montura, ya! —El mayordomo se sumó al frenesí del señor. Sabía que las preguntas no iban con su trabajo, de todos modos, no pudo evitar que sus labios se abrieran:

—¿Va a intentar recuperar a la señorita Grant, milord?

—¡Demonios! ¡Sí!, pero no tengo tiempo… —No, no podía rendirse. Tenía que ganar, que triunfar esa última vez… tenía que merecer a Emily Grant.

—Su montura está lista y… milord, lleve el dinero de la caja fuerte.

—¿Eh?

—Por si tiene que boicotear el barco, no hay nada que uno no pueda comprar en el puerto. —La sonrisa confundida de Colin se dio de lleno con el enigmático hombre. ¡Eso le pasaba por no corroborar los antecedentes de la servidumbre!, se quejó. Estaba seguro de que su mayordomo cargaba con una vida de lo más curiosa si era conocedor de esos detalles.

—Gracias —dijo y le hizo caso. Con la alforja llena de libras y peniques, le exigió a Fausto la mayor de carrera de su vida. Todo Londres era testigo de cómo el próximo conde de Sutcliff recorría las calles, desesperado, camino al puerto. Las noticias viajarían, al igual que las conclusiones.

Lord Colin Webb amaba a Emily Grant hasta la locura.

La multitud del puerto le impidió avanzar con Fausto. Los familiares que se aglomeraban con pañuelos a despedir a sus seres queridos, los hombres que cargaban los barcos, los trabajadores que se aseguraban de que todo estuviera en orden… y el gran sonido ensordecedor de un buque que partía: El Elizabeth IV camino a América.

—¡No! —Colin descendió de la montura, y tal como Law sugirió, por un par de peniques consiguió que alguien se hiciera cargo del caballo.

Avanzó por entre los cuerpos, los llantos, las despedidas. Se abrió camino sin amabilidad, angustiado ante la idea de perderla. La seguiría hasta el fin del mundo, no se rendiría ni en ese momento ni nunca. No, no volvería a caer, ya había aprendido la lección. ¿Podía alguien decirle eso al endemoniado destino que siempre se la complicaba?

Al llegar a la ensenada, el Elizabeth IV se alejaba.

—¡Maldición! ¡Maldición! —exclamó. Tan solo un par de metros, intentó hacer señas, que frenaran el barco, que detuvieran la partida, pero sus movimientos enérgicos se perdían en el mar de brazos de despedida.

Él no se estaba despidiendo. Él no diría adiós. Jamás. Perdió la razón, la cordura, el sentido común. Arrojó las normas, las reglas y la buena educación junto a sus botas. Se sacó ambas y, ante las miradas de asombro de los presentes, se lanzó al agua.

—¡Está loco, se va a ahogar! —le gritaban los portuarios a su espalda. No podía contestar, no podía perder el aire de los pulmones ni la energía de sus músculos. Tenía un maldito buque que alcanzar.

Solo un pensamiento socarrón le vino a la mente: ¿Quién nada mejor, señor Grant?, el único desafío entre ellos que no habían puesto en práctica. Allí, en las contaminadas aguas del Támesis, lo demostraba.

Alcanzó el buque que apenas aceleraba para alejarse del puerto. Las miradas de los pasajeros estaban puestas en él, en ese demente hombre que intentaba alcanzar una cadena para subir. ¡Oh, no! Mientras braceaba, comprendía lo desquiciado de su empresa. Las posibilidades eran ahogarse o que lo apresaran por polizón. Y prefería lo segundo, sin duda… lo segundo.

—¡Mierda! —exclamó al llegar a una de las sogas que colgaban bajo los botes salvavidas. ¿Cuántos pies de altura tenía el maldito Elizabeth IV? Al parecer, la llegada hasta allí era merecedora de festejos, porque mientras él se aferraba como si la vida se le fuera en ello —y sí, la vida se le iba en eso—, los pasajeros aplaudían su victoria—. Gracias, gracias —le dijo al público que no podía oírlo—, pero, ¿serían tan amables de ayudarme?

El capitán del Elizabeth IV miraba todo desde la borda, con la diversión tatuada en el rostro. No lo dejaría morir, de todas maneras, nada le impedía un poco de diversión. Cuando al fin lo subiera, tendría que encerrarlo en la bodega para enjuiciarlo como polizón en América, o de regreso a Londres. No tenía ningún apuro.

Una muchacha se apiadó de él. La escotilla de los sanitarios de clase baja se abrió , el rostro de la joven se asomó.

—¿Cree que pasará? —preguntó con un acento que no coincidía en su imagen.

—Creo que estoy lo suficientemente loco como para intentarlo —respondió. Se meció en la soga hasta llegar al borde de la escotilla, y se aferró a ella con fuerza. Sus pies descalzos se impulsaron sobre el borde del barco y las manos de la muchacha tiraron de él hasta hacerlo pasar por el ojo de buey. Rodaron juntos por el piso, y Colin la empapó por completo—. Lord Colin Webb, muchas gracias por su socorro —se presentó sin aliento.

—Nora… Nora a secas, y espero que nos llevemos bien, porque pasaremos el viaje apresados en las bodegas por polizontes. —Las palabras de la muchacha le hicieron observar lo que había pasado por alto, estaba disfrazada de hombre. ¿Qué manía tenían las mujeres a su alrededor de elegir los pantalones?

—Tu disfraz es penoso.

—Ya lo creo… —La voz del capitán resonó en los sanitarios de la clase baja—. Ambos están arrestados.

—Si arrestado me lleva a América, me basta —Sonrió Colin, y el capitán arqueó las cejas—. Todavía dan los últimos deseos a los condenados.

—No irá a la horca… —El hombre se detuvo en su apreciación, el acento de Webb, sus modales… ¿qué demonios sucedía ahí? No era un simple polizón que no podía pagar el pasaje. Sus labios se curvaron en una sonrisa, al parecer, aún podía regalarse unos segundos más de entretenimiento—. Le daré el último deseo.

—Hablar con una de sus pasajeras —sentenció—, y comprar mi pasaje y el de la señorita aquí presente, así no viajamos en la bodega. —Sacó las libras de sus bolsillos, y el Capitán no las aceptó.

—No, no… ¿sabe? No los arrestaré, los haré pagar el pasaje con trabajo. —Sería entretenido tener a un Lord haciendo la labor de un grumete—. Y ahora… vaya a cubierta, busque a su pasajera, me da mucha curiosidad saber quién es la razón de tanta locura.

Golpeó la puerta del camarote por puro convencionalismo, se alejaban de Inglaterra y podía decirle adiós a cada una de sus costumbres. No esperó a tener respuesta del otro lado, se dio el permiso de ingresar.

La habitación de Zach era igual de espaciosa que la de ella y contaba con los mismos lujos, entre ellos, una gran cama que invitaba al dulce sueño del olvido. Ahí estaba Zach, recostado boca arriba como si la vida lo hubiese molido a golpes, con ojos cerrados, y brazos cruzados sobre la cabeza. Parecía decidido a sumirse en la más completa oscuridad.

Emily cerró la puerta tras ella para lograr intimidad.

—No deberías estar aquí... no es correcto —la reprendió sin siquiera moverse. Estaba siendo sarcástico, cuando el malhumor lo atacaba era su arma de defensa.

—¿Ni media hora en alta mar y ya extrañas Londres?

—Londres es una maldita enfermedad... —gruñó.

Fue hasta él, le tomó los talones para hacer su cuerpo a un lado, y cuando logró el espacio deseado, se sentó en la cama junto a él.

—Una enfermedad que solo yo pensé haber contraído... no tú.

—Em, no tengo deseos de hablar —sentenció acomodándose de lado.

—Pues yo sí —dijo tirando de su chaqueta—. Ha ocurrido algo que llamó mi atención, creo que cometiste un error... —No se comportaba como un niño, de haber sido así, provocarlo hubiese sido un plan sencillo. No era eso, en Zach había dolor, un inesperado dolor, uno que ella conocía en primera persona—, según el listado de camarotes, los Grant poseen tres asignaciones confirmadas... ¿tres? ¿has oído?

Zachary se retorció en la cama hasta girar a ella, la observó fijo, conservando la postura horizontal en la cama. Emily ocultó su sonrisa al reconocer que había encontrado un punto de interés en él.

—¡Ayúdame, quieres! Tú y Jonathan siempre dicen que no soy buena para los cálculos ... —El rostro de Zach mutaba segundo a segundo—. Uno para madre y para mí, otro para ti... dos, suman dos, ¿verdad? A menos que lo hayas rentado para Jafar, algo que dudo...

De un solo movimiento, Zach flexionó las piernas y giró con brusquedad hasta quedar en la misma posición que Emily.

—Puede que haya cometido un error... —la interrumpió, las palabras salieron de su boca con la fuerza de un susurro.

—¿Qué tipo de error?

—Un error, Em... solo un error.

La única manera de lidiar con el dolor era hallando el punto de su origen, solo así podía combatirse. El dolor de Emily tenía nombre y apellido, y por lo visto, él de su hermano también. Ahora se sentía culpable, el viaje a Londres se había tratado de ella, y por eso se había olvidado de mirar a su alrededor... de mirarlo a él.

—Tú no cometes errores, te has jactado de eso toda mi vida.

—¡Ya basta, Em! —dijo incorporándose para buscar refugio en una de las pequeñas ventanas que le brindaba luz natural al camarote —. Me he jactado de muchas cosas, lo sé... y ahora no tengo deseos de recordarlas, ni de hablar al respecto.

—¡Ey! ¿Dónde está mi hermano? ¿Qué has hecho con él? —El dolor no justificaba nada, no toleraría su conducta. Fue hasta él, tenían muchas semanas por delante, lo mejor era cambiar esa actitud desde el principio.

Un par de ojos azules contra otro par de ojos azules, letal combinación. Los Grant manejaban el arte del silencio, todos y cada uno de ellos habían llegado a este mundo con la opción de subtítulos.

Zachary le habló de sus penas, de su corazón dividido, otro medio Grant marchaba rumbo a América, una parte de él se había quedado ahí, bajo el cielo de Londres, aferrado al recuerdo de una mujer.

—Ya veo, tus noches de borrachera no fueron noches de borrachera en lo absoluto, ¿no?

—Sí, estaba ebrio, pero no precisamente de alcohol... —confesó con pesar—. ¿Em?

—¿Qué?

—¿Se termina alguna vez el dolor? —Los ojos le brillaban, y Emily no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto el atisbo de una lágrima en los ojos de su hermano. Lo abrazó, era lo que necesitaba. Lo que ambos necesitaban.

—Depende... —le susurró al oído—. ¿La amas?

Si tenía el valor de reconocerlo podría con todo lo demás.

—Sí. —No hubo duda alguna en él.

Se distanció un par de centímetros para poder hacer contacto con sus ojos. Le sonrió.

—Entonces sonríe, Zach... en tiempos como estos, amar es un privilegio que muy pocos logran conseguir. Aférrate al sentimiento, recuerda lo bueno... todo lo bueno, y el dolor se irá.

—Dicho de esa manera, haces que suene fácil —dijo tomándola de las manos con una gentil caricia.

—¡Esa es la idea, mequetrefe! —Lo hizo sonreír—. ¡Que suene fácil!

—¿Lo es? —preguntó con el primer atisbo de buen ánimo.

—¡No, por supuesto que no! ¡En lo absoluto!

Rieron... rieron porque así eran los Grant. Se caían y levantaban, una y otra vez... siempre.

—¿Has oído las buenas nuevas? —Emily aprovechó el clima distendido recién nacido para darle un vuelco a la conversación.

—No, ¿qué me he perdido?

—¡Polizontes!

El viaje de ida a Londres los había entretenido con las historias de los tres polizontes capturados, en ese entonces, Zach había decidido que cada historia valía el costo total del pasaje. Contaba con que ahora ocurriese lo mismo.

—Este viaje comienza a ser un poco más entretenido... ven, vamos.

Tiró de ella dispuesto a abandonar el camarote en su compañía, cuando abrió la puerta, la sorpresa de hallar a Sandra los paralizó.

—¡Gracias a dios! —resopló aliviada al encontrarnos juntos—. Pensé que iba a tener que recorrer todo el condenado barco hasta hallarlos.

—¿Qué ocurre, madre? —interrogó Zach con repentina preocupación.

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