Emily

Emily


Capítulo 14

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Capítulo 14

Colin se hizo presente en la casa de las mujeres Ferrer puntual en la mañana. Iba acompañado del doctor Ferguson, y era difícil adivinar a quién debía atender el médico.

La palidez de Lord Webb realzaba más las profundas ojeras. El desvelo lo había acompañado desde la fiesta en casa de Lady Thomson hasta esas horas. No podía dejar de pensar en Emily, en el dolor en su mirada, en Anne, y en que el Universo le había dado lo que más deseaba en la vida. Entonces, ¿por qué se sentía tan miserable?

Las mujeres Ferrer vivían en la casa de viuda de Merrington, la única propiedad que le había quedado a Lady Anne tras enviudar. Era su antigua amante el sostén de la familia, y Colin lo sabía muy bien. En el pasado había tenido atenciones particulares para con ella, a sabiendas de que con simples regalos no lograba costear la vida de la joven dama. La sociedad era injusta con las mujeres, lo reconocía. Sin la protección de un hombre, la soltería o la viudez podían ser una condena, una que se extendía en esa familia.

Thelma, la más joven de las hermanas, era tan agraciada como la mayor, solo que el polio, de pequeña, le había dejado una renguera que se notaba algunos días más que otros, y los intensos ojos azules se escondían detrás de unas gruesas gafas. Eso, añadido a su timidez, daba como resultado una muchacha diametralmente opuesta a Lady Anne.

Dorothy, la madre de ambas, aguardaba con el rictus severo en la sala principal. Tomaba el té, y Colin adivinaba que al mismo ya le había agregado una dosis importante de whisky, la mujer que supo ser la esposa de un vicario relacionado con el duque de Weymouth había perdido el temple junto al marido, y dejado en manos de la bella Anne el sostén familiar.

Y Anne le había dado provecho. La muchacha no dudó en casarse con Merrington en cuanto el viejo posó los ojos en ella, no le importó que tuviera cuarenta años más que ella, lo único que le interesaba era salir de la pobreza en la que habían caído cuando el vicario murió.

La posición, la belleza y los contactos en la nobleza hicieron el resto. Lady Anne fue una de las amantes más cotizadas entre los lores, y los mismos luchaban a capa y espada por ser quienes la mantenían mayor tiempo a su lado. La relación entre Colin y ella había sido una disputa épica entre los amantes más deseados, y hasta esa mañana, Colin había ganado.

Ya no. Y esa derrota pesaba demasiado en su pecho. Pesaba porque una parte de él era feliz, tan feliz que le hacía latir el corazón y sonreír, sonreír entre lágrimas de penas, porque la otra parte se desangraba por Emily.

—Milord —se apuró a recibirlo Thelma. La muchacha le hizo una reverencia—. Mi hermana aún se encuentra en la cama…

—¿Ella está bien? —se apuró a preguntar, y su rostro mutó de sus emociones encontradas a la más sincera preocupación.

—Sí, solo que…

—Los embarazos pueden agotar las energías —expresó Ferguson—, de todos modos, si está despierta, me gustaría verla.

—Por supuesto, permítame que lo acompañe. —El doctor siguió los pasos de Thelma hacia la recámara principal. Colin quedó anclado en el descanso de las escaleras, sin saber qué hacer. Optó por recurrir a su educación y saludar a Dorothy.

—Señora. —Inclinó la cabeza. La mujer lo evaluó, y le brindó una sonrisa casi burlona. Estaba ebria a esas horas.

—Ahora entiendo la obsesión de mi hija. Es lista… muy lista.

Colin no supo qué contestar. Al igual que cuando había sucedido lo de Miranda y Elliot, recurría a su educación, al protocolo, como un autómata para responder a las acciones. No debía decir nada ante esa apreciación, porque sería poner en relieve el deplorable estado de la mujer. Por fortuna, Thelma lo salvó de contestar.

—He pedido el té, pero si necesita algo más fuerte… —le propuso.

—Té está bien, muchas gracias. —Nadie lo había invitado a sentarse, por lo que seguía de pie. La señorita Ferrer lo hizo, le indicó uno de los sofás y él acató de inmediato. Los ojos de la muchacha eran inescrutables tras los vidrios, y Colin juraba que lo estaba evaluando, que lo miraba como si lo conociera más allá de la fachada.

El té, el reloj de fondo y nada más. Los nervios lo iban a matar. Ferguson interrumpió la tensión del lugar,  Colin se dirigió de inmediato hacia él.

—¿Se encuentra bien?

—En perfecto estado, milord. Es solo un embarazo… —intentó calmarlo. Claro que el médico sabía que estaba allí para constatar la veracidad de lo dicho, el rumor de que Lady Anne era la amante de Colin Webb había corrido como pólvora esa temporada, y el resultado de un niño… bueno, no parecía tan descabellado. Lo curioso, pensó Ferguson, era que el futuro conde de Sutcliff estuviera tan determinado a hacerse cargo. En general, los niños de esas relaciones terminaban siendo bastardos.

—¿De… de cuánto está?

—Es difícil decir con precisión… de catorce, quince semanas —estimó. Colin hizo un cálculo mental en ese instante, tres meses y medio, la última vez con Anne había sido antes de conocer a Emily, y eso había sido en marzo-abril, a comienzos de temporada.

—Cuando dice que le falta precisión, ¿de cuánta hablamos?

—Semanas más, semanas menos, pero no demasiadas. Entre los tres y cuatro meses de gestación, por seguro.

Sí. Podía ser suyo. Existía una remota posibilidad de que lo fuera, el último encuentro entre ambos, el de despedida…

—¿Puedo verla? —pidió. El médico solo respondió en temas de salud, los del decoro sobraban en ese espacio.

—Sí, como dije, nada la aqueja, es solo el cansancio propio de su estado.

Por más que había estado a solas con Anne por demasiadas noches, en esos momentos, recurrir a las normas lo serenaba. La presencia silenciosa de Thelma se sumó a él para acompañarlo a la habitación. Nunca había estado allí, la relación se daba fuera del techo Ferrer, aunque era evidente que las dos mujeres conocían los detalles y sabían de dónde provenía el dinero que las mantenía en una confortable casa de Londres.

Thelma lo observaba de soslayo, lo evaluaba. Hasta hacía unos meses, Colin Webb había pagado las facturas, y había sido en extremo generoso. Al parecer, sin conocerlas, se había preocupado por ellas, porque para ese hombre la familia lo era todo. Su hermana lo había pescado, había tejido su red y lanzado al agua en busca del hombre perfecto, y lo había conseguido. Dos veces.

Merrington había sido el indicado una vez, un hombre mayor que no necesitaba mantener las formas ni engendrar herederos. Un hombre que quería darse un gusto antes de morir, y ese gusto era una mujer hermosa, joven, a la cual fanfarronear. Ahora, Colin Webb era el indicado. Un hombre joven, bello, atento y con una acaudalada renta en libras.

Lord Webb ingresó a la habitación para hallar a una radiante Lady Anne, sentada contra el respaldar de la cama y con una bandeja de desayuno dispuesta para ella. Recordaba el impacto de su belleza por las mañanas, podía atraparlo en su memoria, en el presente no surtía efecto.

—Milady —la saludó.

—Colin, querido… no hay necesidad de aparentar bajo mi techo. Por favor, es… estoy agotada de todo esto.

—Lo entiendo, pero ¿por qué no lo has dicho antes?

—No estaba segura, y cuando lo estuve… —Anne fingió pesar, Thelma sabía reconocer las lágrimas de cocodrilo—, nuestra ruptura, tu cercanía con la señorita Grant, el rumor de compromiso… no quise, no supe qué hacer.

—Anne… —se lamentó Colin y tomó asiento sobre el colchón; el bufido de Thelma quedó ahogado—, Anne, lo habíamos hablado, si esto sucedía… me casaría contigo.

—Pero… la señorita Grant, no quisiera… —La mención de Emily transfiguró el rostro de Webb. Sentía que se iba a morir, los sentimientos lo partían a la mitad y sus partes se regaban en dos continentes, en dos tiempos y espacios. Era demasiado para soportar. Solo un pensamiento le traía paz, solo uno, y era que ese niño o niña que crecía en el vientre de Anne se merecía todo. Era inocente, no cargaba con amantes, ni con promesas vacías, ni con sueños rotos. No había elegido ser concebido ni en esas ni en ningunas circunstancias, y no lo condenaría a la bastardía. Podía ser que en ese momento se sintiera como el peor hombre en la faz de la tierra, sin duda, lo era, pero dejar a un niño indefenso sería mil veces peor.

—La señorita Grant es una gran mujer, Anne. Sé que han tenido sus… malos entendidos —No deseaba hacer mención de la pelea, él no albergaba ninguna imagen ni duda al respecto. Conocía a Emily, era incapaz de dañar a alguien. Era mejor suponer que el estado sensible de Anne la había llevado a creer lo equivocado—, pero ella es… es… —No pudo decirlo. Es todo, es la mujer que amo, es la perfección que no merezco. Si antes de eso creía no estar a la altura de Emily, en esos segundos tuvo la certeza—. Ella entiende que el compromiso debe romperse, y que tengo una responsabilidad aquí. No debes preocuparte… no le hará bien al bebé.

—¿Lo prometes?

—Sí. —Tras unos segundos, se atrevió a pedirlo—: Anne, ¿puedo?

Lady Anne miró a Thelma, la muchacha, que había oído la charla, simuló tener que hacer algo en la habitación para darle la intimidad necesaria sin romper las normas del decoro. Anne corrió las mantas y descubrió su menudo cuerpo cubierto por un blanco y delicado camisón. Corrió la mirada, porque ella se detestaba en ese estado. Sus senos comenzaban a mutar, con los pezones que ya no eran de ese rosa pálido que volvía loco a los hombres, sino más oscuros. Su vientre se abultaba apenas, donde antes tenía una cintura que se podía rodear con las manos, ahora se veía inflamado, como si hubiera comido demasiado desayuno. Sin embargo, Colin la observaba maravillado por los cambios. Thelma no pudo mantener su discreción y se giró para contemplar la escena. La mano del hombre acariciaba la tela del camisón, como si quisiera atravesarla, y no solo a ella, sino también a las capas de piel, de carne. Como si quisiera sostener a su hijo ya en sus brazos.

—Gracias —musitó conmovido—, realmente lo necesitaba. —Los ojos celestes de Colin lucían brillantes, contenía las lágrimas de emoción. Era la fuerza que necesitaba para mantenerse entero—. Te dejaré descansar. —Le dio un beso en la frente, y se puso de pie—. No quiero que nada te altere, si necesitas algo, me envías una nota, lo que sea. Por los preparativos de la boda… yo me encargaré, sé que no es lo esperado, pero dadas las circunstancias algo reducido y discreto será lo mejor.

—Sí, pienso lo mismo —accedió ella.

—Volveré mañana, si no te importa, me gustaría… me gustaría estar cerca.

—Gracias, Colin. Hasta mañana.

Lord Webb abandonó la habitación y le hizo señas a Thelma de que conocía el camino, necesitaba estar solo, pensar. Tocar la vida que crecía lo había hecho feliz, le había traído paz. Quiso gritar, se sintió miserable. Miserable por ser feliz, por no ser digno de esa dicha. Miserable por no sentirse satisfecho, por ser ambicioso. Por desear que esa felicidad viniera en el vientre de Emily, por todavía amarla.

Lady Anne se apuró a cubrirse y a engullir el desayuno. Thelma acomodó el resto de las cosas de la habitación, solía cumplir la función de doncella de su hermana. Aunque sus amantes pagaban las cuentas, no vivían de manera holgada y el dinero en gran parte estaba destinado a la imagen de la mujer que atraía a esos hombres. A Thelma no podía importarle menos, ella había sido más feliz en la iglesia de Weymouth que allí, en Londres. Los lujos, la vida de fiestas… esas cosas no eran para ella. Podían trabajar como institutrices, su educación lo permitía, o como damas de compañía, o haciendo sombreros… cualquier cosa menos eso.

Pero Anne no quería renunciar a la vida soñada, y cada vez que su hermana deseaba extender las alas y volar lejos, los reclamos y la culpa la azotaban.

¡Salimos de la pobreza por mí! ¡Me lo debes, Thelma! ¡Nos hubieran comido las ratas! Y Dorothy coincidía con Anne. No, no podía dejarlas. ¿Acaso no recordaba quién le había pagado la visita al médico cuando se dio cuenta de que no veía? Los amantes de Anne. ¿Y el bastón que usaba cuando la renguera se volvía insoportable? Los amantes de Anne. ¿Los vestidos, la comida, el techo? Siempre era la misma respuesta. Quería gritar que ella no lo había pedido, que no le importaba, que prefería cualquier cosa antes que vivir los maltratos de su hermana y su madre. Quería gritar, no lo hacía, eran eso, su hermana y su madre, y no podía abandonarlas.

—Thelma, arréglame el cabello —demandó Anne—, no puedo verme de esta manera.

—Me sorprende que hayas permitido a Lord Webb que te viera así.

—¡Eres idiota! ¡Por supuesto que me tenía que ver así! Deja, deja… no sé ni para qué me gasto en explicarte cómo son los hombres, si morirás soltera. ¡Arregla mi maldito cabello!

Thelma tomó el cepillo y comenzó a desenredar los bucles. Sí, sabía cómo eran los hombres, por lo menos, sabía cómo era uno. Amable, atento… Le había dicho que el cabello enredado era símbolo de felicidad, y que las mujeres felices eran las más hermosas del mundo. Sonrió de recordarlo, y con más ahínco deshizo los nudos en el pelo de Anne. Su hermana no era feliz, no merecía esa belleza de melena desordenada.

—¡Me lastimas! Thelma, por Dios, eres una completa inútil. ¿Piensas comportarte así cuando tengas que relacionarte con los Sutcliff? Creo que te meteré en un sótano hasta la boda, no vaya a ser cosa de que la arruines.

—No creo que eso ocurra, Anne. Si de verdad conoces a los hombres, sabrás que Lord Webb se casará contigo así tenga que matar a medio Londres. —La sonrisa de la mujer fue amplia, llena de maldad.

—Sí, ¿lo has visto? ¿has visto su emoción? ¿has escuchado lo que dijo de la gorda esa? Puros halagos por aquí y por allá, pero no se casará con ella sino conmigo.

Las palabras de Anne golpearon en Thelma, quiso vengarse, pero un tirón de pelo no era suficiente. Comenzó a trenzar los mechones, mientras su mente viajaba a un lugar seguro, a unos brazos seguros. Él la había preferido a ella, con lentes y renguera, la había visto hermosa y la había hecho sentir de ese modo. Y sabía que Colin Webb pensaba lo mismo de la señorita Grant, no era una gorda fea, ni una americana bruta, ni nada de lo que los demás decían. En los ojos del lord la señorita Grant era perfecta, y sintió pena por ambos, la misma pena que sentía por ella misma.

—Esta vez no vas a ganar, Anne —musitó al fin. Acomodó la trenza en la coronilla y la sostuvo con algunas horquillas.

—¿De qué hablas? Ya gané, ¿lo has escuchado? Me casaré con él…

—Pero no tienes su corazón, ni siquiera tendrás su atención. —La carcajada de la viuda inundó la habitación.

—¿Atención? Ya te dije, no sabes nada de hombres. Para tener su atención solo necesitas ser bella y abrir las piernas, he ganado las «atenciones» de demasiados, no creas que puedes venir a darme lecciones.

—Ninguno te amó —largó su único dardo venenoso—, no sabes de eso, por lo tanto, no sabes nada, Anne. Y aquí, perdiste.

—Le he ganado a todas las mujeres de Inglaterra y… de América —dijo, satisfecha—, ¿sabes cuántas querían a Webb? Puedo con cada maldita mujer del mundo. Así que deja de decir sandeces, y termina tu maldito trabajo. ¡Y hazlo bien! Que mi belleza es la que nos da de comer, imagina si dependiéramos de ti… renga y medio ciega…

—Oh, ¿en serio, Anne? ¿Con eso me insultas? Cuando llevas toda tu vida siendo renga y medio ciega, ya no tiene el mismo efecto. Lo siento, busca algo nuevo. Solo espero que me saques del sótano ese en el que quieres encerrarme, solo para ver cómo pierdes.

—¡Estás cada día más insolente!

—Pues me voy cuando quieras… —rebatió Thelma. Sí, quería que su hermana dijera que no deseaba verla más, que Dorothy expresara lo mismo, y entonces… sería libre. Ella no las abandonaría, sería a la inversa.

—Después de mi boda —propuso Anne—, márchate después de mi boda. Así verás lo que es el triunfo, y luego sabrás que eres una perdedora…

—Anne, puede que le ganes a todas las mujeres del planeta, puede que mañana te coronen la reina de la belleza, pero ¿sabes a quién jamás le ganarás? A tu hijo. Perderás con tu hijo. Sabes de amantes, no sabes de padres. Webb no te miró, tú estabas muy preocupada por tu cutis y tu cabello, pero Lord Webb solo observó tu vientre. ¡Te besó en la frente, Anne, en la frente! No te ama, no serás para él la condesa de Sutcliff, ni su esposa, ni la dama más hermosa, siempre serás «la madre de su hijo». El dinero irá a su hijo, los deseos serán los de su hijo, las atenciones… adiós, Londres y temporadas, porque a los niños les viene bien el aire de campo. Adiós, vestidos, porque las prendas del niño vendrán primero. Adiós, Anne… porque tu hijo será siempre la prioridad y el corazón de Lord Webb… dime, ¿sé lo suficiente de hombres ahora?

—¡Chiquilla malagradecida! —gritó Anne y le sacó el cepillo de las manos—. Eres una maldita arpía, debí dejarte con el sucio nuevo vicario de Weymouth, debí dejarte olvidada en esas tierras para que renguees ciega por allí sin nada qué comer. Eso debí hacer contigo. ¡¿Sabes qué?!, eso tampoco pasará. En cuanto Colin me desplace por su hijo, sabrá la verdad y listo. Lo odiará, y yo… ¡yo ya seré la maldita condesa de Sutcliff!

—¿De… de qué verdad hablas? —balbuceó Thelma, horrorizada por el brillo demente en la mirada de su hermana.

—¡Colin Webb es estéril! ¿Sabes de cuántos embarazos me deshice hasta ahora? Todos mis amantes me hicieron bastardos. ¡Todos! Solo uno prometió casarse, el único que no engendró.

—¿De quién es el bebé?

—Para lo que importa… De Colin Webb será, esperemos que se le parezca. Aunque lo dudo, como los Webb no hay…

—¡Anne! ¿Cómo… Cómo pudiste? ¿Viste su rostro, su ilusión? ¿Cómo puedes ser capaz de hacer esto? ¿De quién es…?

—De Lord Hill, ¿Contenta? Me iba a deshacer de él también, como hice con los demás, pero… bueno, Colin no quería volver conmigo y empezó a mirar a la gorda esa… no lo planeé, Thelma, no me mires como si fuera una bruja. Hice lo que siempre hice, tomar lo que la vida me dio para salir adelante. Primero mi belleza, ahora este embarazo.

—¡Ese embarazo no te lo dio la vida, te lo dio Lord Hill!

—¡Cierra la maldita boca, Thelma!, en lo que a ti concierne, es el hijo de Colin Webb. Y si alguna vez sucede lo que tú crees, que me desplace por él, entonces… entonces lo sabrá, y nosotras ya estaremos salvadas. Así que también es por tu bien, idiota — remató sus palabras con un tirón de orejas, como si se tratara de una niña traviesa.

Thelma sintió que el mundo se abría a sus pies. La maldad de Anne no tenía límites, y ella quería huir, alejarse. Quería dejar de recibir las migajas de esa maldad, porque de ahora en más, cada bocado de comida que se llevara a la boca tendría sabor a traición… y ella… ella era cómplice.

Esa mañana, Thelma fue quien vomitó en el cuenco de su hermana.

∞∞∞

Los secretos eran difíciles de mantener en Londres. Si Emily quería salvaguardar lo poco que quedaba de ella, debía ser veloz. Colin intentaba contener la noticia por su parte, pero en breve, todos hablarían de ello. La ruptura del compromiso, el embarazo de Lady Anne, la nueva esposa de Webb.

A ella ya nada le importaba, su corazón estaba destrozado en mil partes. Solo había tenido una pequeña conversación con Colin desde entonces, un par de palabras que confirmaban las de Anne y el cambio de planes. Las lágrimas… las lágrimas se las guardó hasta estar en su habitación. Le sonrió, lo abrazó y lo felicitó por la noticia. ¡Sería padre! ¡Sería feliz!

Parte de esa dicha le daba sosiego, porque lo amaba, lo amaba tanto que saberlo feliz le alcanzaba. A ella le tocaba juntar los retazos de su corazón y marcharse. No más Londres, no más farsa. Sus sueños debían soplar para otro lado, una vida de soltería no implicaba una vida vacía, era la clase de anhelos que había tenido antes de Colin Webb. Ambos habían vivido un lapso juntos, una experiencia para recordar y nada más.

Sin embargo, existían un par de personas más que se habían abierto paso en su pecho para alojarse ahí. Las señoritas americanas. A ellas les diría la verdad antes de partir.

—¡No! Esto es una farsa, Emily —expresó Vanessa. Se la veía furiosa, era a la única que le afectaba de tal manera lo sucedido. La señorita Grant estaba resignada, su corazón no podía batallar más. Cameron y Miranda, apenadas. Conocedoras del amor, no podían contemplar el dolor de la californiana,  deseaban abrazarla y llorar con ella.

—No lo es, tiene la confirmación del doctor Ferguson.

—¡Ah, por supuesto, el doctor Ferguson! —largó con veneno—, el que casi mata a Miranda. Muy confiable su diagnóstico.

—Vanessa… —pidió Cameron que se calmara. Se reunían en su sala, porque el estado avanzado de gestación le impedía salir—. Si está de cuatro meses, un médico lo sabe, incluso uno inútil como Ferguson. Nosotras, mejor que nadie, lo comprendemos… —Sí, juntas habían ocultado un embarazo por casi seis meses.

—Tiene que haber otra explicación —dijo, furibunda—. No me cierra la historia de que se haya guardado el embarazo tanto tiempo, cuando lo que más quería era pescar a Webb. No, no, no… aquí hay algo más.

—Vanessa, es lo que es —interrumpió Emily—, y casarse con ella es lo correcto. No…

—No, ¿qué? —la instó.

—No lo amaría tanto si fuera de otro modo. Ya está, ella ganó, yo perdí. No todas podemos triunfar en Londres, me tocó a mí ser quien vuelve con las manos vacías… y todas sabemos que ese resultado estaba anunciado.

—¡No!, la única que tenía que volver a América con las manos vacías era yo. ¿Recuerdan? Y porque lo planeé así, y siempre me salgo con la mía —rebatió Cleveland.

—Vanessa —intervino Miranda—, ¿te molesta el corazón de Emily o que Lady Anne haya sido una arpía astuta más buena que tú?

—Las dos cosas, puedo indignarme por ambas —masculló, y se ganó una sonrisa de Emily, la primera de la tarde.

—Vanessa, te lo diré porque… total… me vuelvo a California y es probable que no volvamos a vernos en mucho tiempo. «Tenías razón» —Y las lágrimas se hicieron presente—, sé que deseabas escuchar esto de mis labios, así que… tenías razón, en todo.

En que de nada valió intentar ser otra persona, en que era la que menos chances tenía, en que la sociedad es una basura con nosotras, en que todos los caminos conducían a Lord Webb… Podría decir que ojalá te hubiera escuchado, pero en esta no tienes razón, Cleveland, y espero que por una vez recibas un consejo de alguien más. No me arrepiento de nada, ni de mi llanto ni de mi reputación, de nada. Vale la pena equivocarse, Vanessa.

—¡Maldita señorita Grant! —expresó Vanessa y se puso de pie para darle un sorpresivo abrazo—, ya sé que vale la pena equivocarme, y en esta, vendería mi corazón a cambio de no tener razón.

—Pero es que tú no tienes corazón —Se sumó Miranda al abrazo. Luego, Cameron con su gran panza.

—No, así vine, sin corazón y con cerebro —dijo la bostoniana, rompiendo el momento. Se acomodó el vestido y alzó el mentón—, por eso, lo digo y también acertaré en esta, Lady Anne miente.

—¡Vanessa! —la reprendieron las tres y rieron entre lágrimas.

Dejaron el tema de la viuda de lado, no le darían esa victoria también, la de ser el centro de la última charla de amigas. Lady Anne no merecía interponerse en ningún otro lazo afectivo de Emily Grant.

∞∞∞

El corazón de Emily no creía ser capaz de soportar más golpes. ¡Basta!, quería poner un océano de distancia entre Colin y ella.

—Em… —Los brazos de su hermano fueron cobijo—. Em… aún puedo darle una paliza. Sabes que solo me ganó por las malditas reglas del White.

La risa de Emily se ahogó en el pecho de su hermano.

—Tú siempre quieres golpearlo.

—Se lo merece.

—No, no se lo merece. Zach, lo amo, ¿sí?, y deberías confiar un poco más en mí, si mis ojos se posaron en él, es porque es un buen hombre. Tiene sus motivos…

—Si es un buen hombre, si de verdad lo es… entonces, no debe casarse con Lady Anne. Créeme, ni mis puños son tortura suficiente al lado de ese matrimonio.

—¿Cómo puedes estar tan seguro, Zach? No conoces a la mujer, quizá solo es una bruja con los americanos.

—¡No! Esa mujer es veneno puro…

—No me ayudas —lo reprendió ella, y se apuró a secar las lágrimas. Harta de llorar, no lo haría más. De nada servían, y ella era una Grant. No superaban las cosas con lamento, sino con trabajo, y eso daría sus frutos. California, sus tierras… sí. Cumpliría su otro sueño, el que tenía antes de Colin, tendría un rancho, sería una mujer ranchera ¿por qué no?, no era más absurdo que ser condesa.

La llegada del ama de llaves interrumpió la conversación. Sandra estaba en la planta alta, organizando la partida, con el corazón tan destrozado como el de su hija y el rostro tan lleno de ira como el de su hijo. La tempestad de mamá Grant era algo que todos querían evitar.

—Señorita Grant, ha llegado un presente para usted. —La misiva quedó en la bandeja de plata, y Emily tardó en reaccionar. Desde que concertaron el plan con Colin, no paraban de llegarles ramos de flores, cajas de bombones e invitaciones a paseos. Zachary le indicó que era algo distinto.

—Tiene el sello Sutcliff, y por el alboroto en el exterior, el presente es enorme.

Emily tomó el sobre y abrió el sello lacrado con la punta del abrecartas.

Em,

Siempre será tuyo, hay cosas que no nacieron para ser poseídas. Jafar es un alma libre, como tú. No pertenece a Londres, ni a los corrales, ni a mí. Te eligió a ti, porque por muchas sillas de montar, fustas y riendas, la libertad no se puede contener.

Sé que siempre lo supiste, tienes esa capacidad de comprender el mundo en el que los demás solo estamos atrapados y somos títeres. Los animales son más listos que las personas. Por lo menos, más listos que quien escribe estas palabras.

Con cariño,

Lord Colin Webb.

—Oh, ya veo el alboroto. ¡Maldición, Colin!

—¿Qué ha hecho ese mal nacido ahora? —espetó Zachary.

—Regalarme a Jafar. ¡Kim, Kim! ¡Busca mis pantalones, no podrán meterlo en ningún corral! —y salió disparada escalera arriba, antes de que todos los empleados de las cuadras terminaran heridos por la furia del semental.

Partirían en dos días. Las maletas estaban hechas, las despedidas realizadas, las cartas de buenos deseos se apilaban en una bandeja y los ramos de flores invadían la sala principal. El perfume alteraba los nervios de Emily, la sensación de encierro, de agobio.

No era la única. El viaje era largo, semanas en altamar, seguidas de semanas por tierra hasta llegar al rancho. El nerviosismo se respiraba y llegaba a los corrales, allí donde un indómito corcel bufaba, frustrado.

Colin tenía razón, ni Jafar ni ella estaban hechos para Londres. La gran ciudad les quedaba pequeña, y no había forma de salir a montar como el caballo requería. Al menos no en las horas adecuadas.

Agotada, sin nada más que perder, decidió que toda Inglaterra se podía ir al demonio, no sometería al animal a más horas de encierro solo porque ellos eran incapaces de convivir con lo distinto. Y Jafar era distinto.

El alba apenas teñía el cielo en tonos violetas, las nubes cubrían gran parte del firmamento dejando caer una llovizna suave, mezcla de rocío con precipitación. El calor comenzaba a tomar parte de la ciudad en el auge de la temporada. El verano no era feo en esa isla, aunque Emily siempre lo recordaría con dolor. El exceso de agua, el clima templado, daban como resultado ese tono verde en los jardines, tan característico que llevaba su nacionalidad en el nombre: verde inglés.

—El único problema con Inglaterra son sus habitantes —se quejó camino al establo—. Por eso, los esquivaremos.

Nadie estaba de pie a esas horas, el jefe de cuadras dormía, Londres dormía. Jafar… Jafar estaba tan despierto como ella.

—Hola, muchacho. La estás pasando mal, ¿verdad? Iremos a cabalgar ahora, que no hay inadaptados que se crucen en tu camino. —El caballo resopló como respuesta, y Emily lo imitó entre risas. No podía salir en pantalones, como sí lo haría en sus tierras, pero había elegido el traje de montar más liviano que tenía, uno confeccionado en colores tierra, sin apenas adornos.

Subirse a Jafar a mujeriegas era un riesgo, uno que iba a correr por el bien de ambos. El animal hizo sonar los cascos, enfurecido al ver la silla.

—¡Nada de caprichos, o no salimos! —lo reprendió ella—. No puedo llevarte sin silla, no aquí. Deberás soportarlo. ¿Puedes hacerlo?

Algunos movimientos de hocico, cascos y cola bastaron para convencer al caballo de que ese era el precio de su libertad.

—Confía en mí —susurró—, confía, Jafar, también podré llevarte a mujeriegas, ya lo verás.

Abrió el corral, y el animal se tranquilizó de inmediato. Emily debía montarlo de inmediato, porque corría el riesgo de que se lanzara a la carrera sin jinete. Era díscolo… era libre. Y ella bebió de esa libertad. Saboreó la sensación, una gloria que le recordaba a los brazos de Colin. A la noche junto a él.

En esas horas fue libre, para amarlo, para dejar las normas, las reglas… todo lo que condicionaba la unión entre hombre y mujer. Y al igual que sus andanzas con Jafar, las mismas horrorizaban a la sociedad que no lo comprendía, que temían a las mujeres como ella.

Ni bien dejaron las caballerizas, Jafar se dio el gusto de correr, sin control, por las calles adoquinadas de la ciudad. Emily apenas le marcaba el camino, lo llevaba al Hyde Park, el ritmo sería el que el animal dispusiera.

—Ese es el secreto, Colin —le dijo a la distancia—, esta fue la trampa americana. Nunca lo domé, solo lo dejé ser.

Los cascos de Jafar rompían el alba. Sonaban al compás del corazón de su jinete, de esa mujer que se sentía con alas. Había amado, y aunque Colin no lo había dicho, sabía que fue amada también. Vivieron su noche, la disfrutaron, y eso era más de los que muchos podían saborear en toda su vida.

No bastaba, claro que no. Nunca bastaría con Colin Webb.

∞∞∞

El insomnio era su único compañero. Lo merecía, el descanso era algo que se guardaban los inocentes, y él no lo era.

Nada remitía la culpa, el dolor, la desazón. El coñac no era suficiente, además, jamás había sido adepto a emborracharse. Ni siquiera en esas circunstancias. El alcohol no borraba las culpas, ni solucionaba los problemas. No era un buen consejero.

Salir a montar al alba era una opción, en el campo lo haría. ¿Allí? ¿En Londres? Era impropio. Molestaría a los vecinos, haría ruido a horas indecentes…

—¡Demonios! —No, no podía seguir intentando ser perfecto, no lo era. Las reglas ya no le servían de escudo, no podía apañarse con ellas. Las había roto a todas.

Había dejado embarazada a una mujer antes del matrimonio, le había entregado el corazón a otra… a una americana poco ortodoxa, que le había robado la razón. No, de nada servían las normas.

Se vistió sin la presencia de su ayuda de cámara, se colocó el traje de montar y fue a las cuadras. Necesitaba rapidez, correr, atrapar la sensación de huida. Fausto fue la elección, un bayo ágil y ligero.

Lo llevó a paso rápido hasta el Hyde Park, aprovechando la ausencia de personas. Apenas los trabajadores comenzaban sus jornadas. Los nobles no llevaban más de dos horas en sus camas. Él, él había olvidado de qué se trataba dormir.

Por eso, la sorpresa al ver a otro jinete lo golpeó fuerte, más cuando al recortarse la figura contra los primeros rayos de sol se adivinaba una mujer. El pecho le latió a otra velocidad, solo una era capaz de esa osadía, solo una podía montar de esa manera: Emily Grant.

Detuvo a Fausto porque era un sacrilegio romper la armonía del paisaje, la llovizna que regaba el césped, los cascos de Jafar golpeando el terreno y el andar de Emily que se hacía una con el animal.

La sonrisa se abrió camino en su rostro, sintió la tirantez por tantos días de no hacerlo. Le había logrado colocar una silla, y no cualquiera, una a mujeriegas. Cuando hubo saciado su hambre visual, avanzó por el sendero a su encuentro. Hasta ese día, no había creído en el destino. Menos, luego de los sucesos recientes. No había un plan maestro detrás de todo, porque de ser así, las cosas no hubieran seguido ese curso. Encontrar a Emily justo cuando tenía la posibilidad de ser padre… salvo que el destino fuera un maldito desgraciado, no debía existir.

Y esa mañana, el mismo se hacía presente para refutarlo. Existo y soy un maldito desgraciado.

De nada valía luchar. Aguardó a que volteara por el Serpentine, y cuando lo divisó, tanto Jafar como Emily frenaron en seco. Se miraron, solo podían hacer eso, observarse a metros de distancia sin saber si podían soportar el acercamiento.

Ambos habían impuesto el silencio entre ellos, aun cuando morían de ganas de hablar, de expresar el dolor y la pena. Lo habían hecho porque, al igual que el alcohol, no servía de nada. No podían cambiar los hechos, ni el embarazo de Lady Anne, ni la responsabilidad de Colin para con ese bebé, ni que los corazones de ellos latieran a otra velocidad cuando estaban juntos.

Jafar tomó la decisión por ellos. Sin intervención de su jinete, avanzó camino a Colin. Lo reconoció, y Lord Webb pudo jurar que el animal lo perdonaba, porque sus fauces se acercaron a las de Fausto, y sin el nerviosismo que mostraba cerca de otro animal, empujó con el hocico las manos del hombre.

—Está contento de verte —susurró Emily.

—¿Y tú? ¿Estás contenta de verme?

—Sí, un poco. Creo que ya sabes que me marcho, se lo conté a Daphne y…

—Y no es buena guardando secretos. Solo me habló en estos días para decirme eso y volvió al silencio. —Su hermana le había retirado la palabra.

—Te perdonará.

—¿Y tú?

—Un poco —repitió la respuesta para regalarle una sonrisa—. Colin, no hay nada que perdonar. Lo que sucedió entre nosotros, lo dije esa noche y lo reitero hoy, era lo que deseaba, lo que quería. —Las manos enguantadas de la muchacha se posaron sobre las de Webb, igual que había hecho Jafar, como una muestra de perdón sincero.

A ambos los había querido poseer, y los dos eran libres ahora.

—Em… Nunca creí que existiera alguien como tú. Eres única, eres… perfecta. Lamento, lo lamento de verdad, nunca quise lastimarte…

—Lo sé, Colin. ¿Sabes? He pensado mucho en este tiempo, porque sí, duele. Llegué a la conclusión de que todo ha sido como debía ser. Si de verdad te hubieras querido casar conmigo, entonces este momento dolería mil veces más. Y si Lady Anne hubiera confesado su estado antes, nosotros no hubiésemos tenido ni una noche…

—¿Por qué tiene sabor a poco? ¿por qué no nos alcanza? Sé que no soy el único que se siente así. —Emily solo pudo regalar una mueca.

—No eres el único… —Las palabras fueron ahogadas por un beso de Colin, uno desesperado y hambriento. Jafar se removió incómodo, molesto por la cercanía de la otra montura, y rompió el hechizo—. Colin —agregó Emily, sin poder creer que de su boca fueran a salir esas palabras—, solo porque nos atrevimos a vivirlo es que tenemos un recuerdo al que aferrarnos. Aún nos quedan algunas horas… las últimas… ¿crees?

—Me aferraría a clavos ardientes, Em, a cualquier cosa…

Solo eso restaba, crear un nuevo recuerdo entre ellos. Pasaría las horas que quedaban en Londres a su lado, porque él era Londres para ella.

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