Emily

Emily


Capítulo 3

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Capítulo 3

Emily se debatía en pensamientos y sentimientos opuestos. Por un lado, la visita a la casa de los Sutcliff había avivado el fuego recién nacido que Colin había encendido en ella. Por el otro, las palabras de Vanessa con respecto a los solteros más codiciados de Londres —donde Colin compartía el podio con Lord Bridport— le destrozaron las ilusiones con magnífica destreza.

—Hay niveles de belleza que son una maldición. Rayan el absurdo, y le otorgan a su poseedor el mismo resultado que el de la fealdad extrema. Nadie, en su sano juicio, querría fijarse en alguien así.

La bostoniana la había descolocado con esas palabras. Estaba en lo cierto en lo referido a su belleza, tan solo unos minutos junto a él en la intimidad de su hogar le fueron suficiente para certificar y confirmar su enamoramiento. Si la belleza de Colin Webb era una maldición, ella estaba dispuesta a cargar con el peso y las consecuencias de la misma. Además, ya era tarde, esa maldición la había alcanzado, tejido su telaraña de embrujo en ella.

No era necia, ni tonta, sabía que las herramientas que poseía, ni en un millón de años, bastarían para conquistar el corazón del futuro conde. El anzuelo del dinero en grandes cantidades no atraía la atención de Lord Webb, los Sutcliff contaban con grandes arcas también. En consecuencia, nada tenía para ofrecer, más si se comparaba a su ya confirmada ex amante, Lady Anne. Ni la belleza, ni la gracia, ni el cuerpo perfecto. Ella era todo lo opuesto a lo que él podía considerar bello y atractivo.

Emily hubiese preferido que él fuese un maldito altanero, uno de esos lores con ínfulas de grandeza al extremo, uno que apenas la mirara, que apenas le hablara por su condición de plebeya. Ni siquiera su fama de mujeriego eterno la espantaba, conocía otra versión de Lord Webb, una que se formaba gracias a las anécdotas familiares que la joven Daphne le narraba en confidencia. Él rompía el molde de la nobleza, de la belleza, de los sueños. Era amable, le sonreía... y ella volvía a caer rendida a sus pies una y otra vez.

La fiesta en lo de Lady Helen se presentaba como una nueva oportunidad de contemplación para ella. Lo único negativo de la visita a la casa de los Sutcliff fue el efecto colateral; llevaba dos días pensando en él y dos noches soñando con él, y ya se encontraba en ese punto en el que no sabía qué rasgos eran verdad o imaginación.

—Señorita Emily... —El rostro de Kim se asomó por la puerta—. Su madre me ha enviado a llamar por usted.

—¿Qué ha sucedido? —Hizo a un lado el libro que sostenía entre sus manos y que, en vano, había intentado leer.

—No lo sé, solo soy la mensajera, señorita.

Se incorporó sobre la cama, se acomodó el cabello y abandonó la habitación en compañía de Kim.

—¿Y Zach? ¿Lo has visto?

Era pasado el mediodía y no había tenido noticias de él. Le resultaba extraño. Si lo pensaba bien, eso no era lo extraño, Zachary lo era. Llevaba días actuando de una manera poco común en él. Se preguntaba qué se traía entre manos. Esperaba que no fuera otro caballo, porque en el poco tiempo que llevaban el Londres había comprado cuatro.

—No, señorita, no lo he visto en toda la mañana.

Descendieron hasta la planta baja juntas y ahí se separaron en caminos diferentes, Kim fue hacia las instalaciones de la servidumbre, y Emily rumbo al salón de té, donde se hallaba su madre.

La encontró a solas, hundida en la comodidad del sofá, con el monóculo de su padre incrustado en el ojo, poniendo extrema atención a la misiva que sostenía en las manos. Tenía fruncido el ceño. Emily se preocupó.

—Madre, ¿te encuentras bien?

Sandra reposó la carta sobre su falda y apartó el monóculo de su ojo derecho. Sonrió en respuesta a la pregunta, estaba en perfecto estado.

—Yo sí, el que se encuentra en pésimo estado es tu hermano.

—¿A qué te refieres? —dijo tomando asiento junto a ella.

—Tiene un severo malestar estomacal. —Sandra trató de ser lo más delicada posible.

—Querrás decir que tiene una severa borrachera.

—Los Grant no se emborrachan, niña. Ya lo sabes. —La codeó su madre ocultando la sonrisa.

—Tienes razón, los Grant entablan íntima amistad con el alcohol —repitió el discurso que su padre utilizaba cada vez que uno de sus muchachos mostraba una bochornosa embriaguez.

—Como sea, no se encuentra en condiciones, y no va a poder acompañarnos a la fiesta de Lady Helen.

Todo el alrededor tembló para Emily, la ausencia de Zach podía significar un adiós a la fiesta en sí; conocía las mañas de su madre, su esencia independiente desaparecía en ese tipo de eventos sociales; por ello era que Zachary había viajado junto a ellas a Londres, para ser la figura masculina protectora. Sandra estaba tranquila cuando sabía que Zachary estaba dentro del radio de sus actividades. Sin él...

¡Dios, iba a llorar! No era que le fascinara el hecho de exhibirse frente a la élite londinense, en lo absoluto, pero un evento social menos, significaba otro día más sin el disfrute de Lord Webb. Ella era feliz mirándolo desde la distancia, solo eso necesitaba... ¿Acaso era mucho pedir?

—¡Quita esa cara, Emily! Me sorprendes, pensé que detestabas estas fiestas al igual que yo.

—Detesto las fiestas, lo que no detesto es la compañía.

—Ah, en eso coincido contigo. Londres es más tolerable con amistades de por medio. —Le rodeó la espalda con el brazo y la apretujó contra su cuerpo—. Debo reconocer que nos hemos topado con personas muy amables, mira... —Exhibió la misiva recibida ante ella—, sin ir más lejos, los Sutcliff. Al parecer se han enterado de nuestro posible cambio de planes.

¡Las noticias volaban en Londres! ¿Cómo? Ese era un enigma que las mujeres se llevarían consigo a California.

—¿Se han enterado?

—Sí, supongo que por Grace, y con Grace quiero decir Lady Thomson. —Por decantación, todo lo que llegaba a oídos de la señora Monroe, llegaba a los oídos de la vizcondesa, de ahí, la información tomaba el curso que Lady Mariana deseaba—. Le escribí a primera hora para comentarle sobre nuestra posible ausencia. Y como verás —dijo sacudiendo la nota en sus manos— los Sutcliff se ofrecieron a hacernos compañía.

—¿Cómo que compañía? ¿A qué te refieres, madre?

—Por todos los cielos, niña, léelo...

No había mucho que leer ni entender, la invitación era simple y cordial, les brindaban carruaje y el honor de sumarse a la comitiva familiar.

Emily palideció de repente, cruzarse al joven Webb un par de minutos era una cosa, gozar de su cercanía por un período más prolongado, otra. No estaba preparada para tanto.

—¿Emily, hija? ¿Te encuentras bien? ¡Por favor, no me digas que tú también te encuentras indispuesta! Acabo de enviar la confirmación a los Sutcliff.

Respiró profundo y exhaló. Estaba desarrollando ciertas técnicas de relajación para no quedar como idiota frente al futuro conde, y le estaban funcionando, abandonaba la vergüenza y regresaba a la realidad en segundos.

—Sí, madre, estoy bien... pensaba en Zachary —mintió, no quería exponer los recientes sentimientos ante su madre.

—No pienses en él, se encuentra bien... bien dormido, es probable que duerma hasta mañana. Ocúpate de ti, de prepararte para esta noche, ya le indiqué a Kim qué vestuario preparar.

Emily quiso decirle que, por esta vez, ella quería elegir su atuendo. No pudo. Su madre entendería lo que se escondía detrás de ese pedido, y no quería dañarle los sentimientos; la mujer se esforzaba por hacerla lucir como una princesa, sin darse cuenta de que lograba un efecto opuesto. Cuando lo pensaba, era lo correcto; su vida, en ese momento, parecía un cuento de hadas, esos en donde un hada madrina hacía de las suyas. La diferencia en ella era que su historia no tendría un final feliz. En la vida real, las malvadas se quedaban con los príncipes, y las plebeyas disfrazadas de princesas los miraban desde lejos.

∞∞∞

No era pena lo que Marion Sutcliff sentía por las americanas, salvando las grandes diferencias entre ellas, sentía una gran afinidad con Sandra Grant. Las dos eran madres dispuestas a todo, y más que eso, eran el verdadero pilar sobre el cual se construía la familia. Vivían en un mundo de hombres, sin embargo, ellas actuaban a la par de ellos, desde las sombras, pero junto a ellos. Lord Sutcliff confiaba en las decisiones de su esposa, si bien, días atrás, habían coincidido con el resto de los nobles en sus actitudes de distancia para con las extranjeras, en el presente, la situación era diferente, les daban la bienvenida y estaban decididos a brindarles el mismo apoyo que los Thomson.

—Madre, ¿puedo ir en el carruaje con ellas? —Daphne estaba ansiosa de cotillear con Emily, estaba al tanto de las intenciones de Elliot Spencer para con Miranda Clark, y lo sabía de buena fuente, de la boca directa de Colin, y deseaba oír la otra versión de la historia.

—No, compartirás el carruaje con la familia como es debido. —Lady Sutcliff no dudaba ni un segundo a la hora de imponer las costumbres y normas familiares—. Ellas gozaran de la comodidad y la tranquilidad de otro carruaje.

—¿No crees que se sentirán solas y abrumadas? Peor aún, ¿no crees que se sentirán despr...?

—¡Daphne Webb! —Lord Sutcliff actuó en defensa de su esposa—. Ni se te ocurra finalizar esa pregunta, sabes que tu madre jamás tendría esas actitudes para con nadie.

—Lo sé, pero eso no quita el hecho de que ellas puedan pensarlo, o sentirlo así.

—Eso se escapa de nosotros... —finalizó su padre—. Ve por tu hermano, dile que en breve partimos.

Cuando el matrimonio quedó a solas en el salón principal, lo confesado por Daphne caló profundo en lady Sutcliff.

—¿Y si lo creen así? —murmuró por lo bajo, como si se hablara a sí misma.

—Tú también con lo mismo —resopló con dulzura, el hombre no solo amaba a su mujer, amaba sus formas, sus pensamientos, todo. Fue hasta ella, la tomó de las manos—. Supongamos que Daphne tiene algo de razón, supongamos que la vida de Londres, tan diferente a las de ellas, las tiene abrumadas... ¿En verdad piensas que estar a solas con nuestra hija las va a ayudar?

Marion no pudo más que reír, Daphne podía ser el más dulce y parlanchín de los incordios. La verdad era que no contaba con grandes amistades, la belleza también le jugaba en contra a la joven Webb. A Colin lo perseguían todas las mujeres de la ciudad, a ella, la hacían a un lado. La envidia recorría las venas de la nobleza británica, eso era innegable.

—¿Entonces, qué sugieres? —Marion no iba a desistir, su hija ya había sembrado la semilla.

El pensamiento de Arthur fue interrumpido por la inesperada presencia de Thomas, el menor de los Sutcliff, que corría con vaso de leche en mano por todo el lugar. Tras él, Jane, su niñera, que apenas podía respirar.

—Lo siento, milord... milady —dijo tomando un respiro bajo el dintel. Thomas se refugiaba detrás del sillón en el que se encontraba su madre.

El matrimonio estaba muy al tanto del comportamiento explosivo del menor de la familia, por tal motivo, le aumentaban el jornal semana a semana a Jane, la pobre jovencita llevaba a cabo una odisea diaria con él.

—¿Qué ha hecho ahora el pequeño Lord? —gruñó Arthur mirándolo con desaprobación.

—No quiere tomar su baño, no quiere beber su leche... no quiere ir a la cama...

—¡Thomas! ¡Deja de enloquecer a Jane! —Marion lo reprendió—. Ve a la cama, pequeño.

—¡No! —gritó con capricho.

Arthur fue hasta él, reconocía que habían sido demasiado blandos con el niño, tenían que poner un límite a su actitud caprichosa. Thomas se adelantó a sus movimientos, en un par de zancadas cambió de refugio: otro de los grandes sillones.

—¡Quiero ir con ustedes! —alegó.

—No puedes, eres muy niño para este tipo de fiestas. —Marion intentó hacerlo entrar en razones.

—¡Edward Walker es dos años mayor que yo y le permiten ir a esas fiestas!

—Pues, cuando tengas dos años más, lo veremos. —Lord Sutcliff llegó hasta la esquina del sillón en el que se escudaba—. De momento, a la cama.

Marion se había puesto en pie para cerrarle otro posible camino. Estaba rodeado, su padre por un lado, su madre por otro, y Jane... Solo tenía una alternativa, ser más rápido que todos ellos, algo que le era por demás sencillo.

—¡No! —volvió a gritar emprendiendo de nuevo la carrera, le ganó a la movida de Jane, era la que estaba más agotada de los tres, se deslizó por el suelo sorteando el obstáculo de su brazo, se levantó con una sonrisa de triunfo en los labios, y boom... se chocó con el cuerpo de Daphne que justo regresaba al salón junto a Colin.

El vaso de leche se derramó sobre su vestido.

—¡Maldito bribón, voy a matarte! —gritó al borde del llanto Daphne—. ¡Arruinaste mi vestido!

—Jane, llévatelo aquí —ordenó Lord Sutcliff. Thomas reía a carcajadas. Arthur lo atravesó con la mirada—. Ya hablaré contigo, jovencito.

Marion fue a consolar a su hija una vez que el huracán Thomas abandonó el salón. El llanto de Daphne crecía segundo a segundo.

—¡L´mer lo diseñó especialmente para mí!

—Lo sé, cariño... lo sé.

—Es solo un vestido, Daphne —intervino Colin que no lograba entender la fascinación extrema por la moda en las mujeres—. Cámbialo por otro.

—¡No es tan simple, Colin!

Colin convino en miradas con su padre. Sí, era así de simple, por lo menos para ellos.

—Ven, vamos... encontraremos el reemplazo perfecto —murmuró Marion con delicadeza en sus oídos—. Lo hecho, hecho está, de nada vale llorar. —Emprendieron el camino hacia la escalera juntas, de pronto, Marion se detuvo al recordar—: ¡Las Grant!

—¿Qué hay con ellas? —preguntó Colin.

Arthur comprendió al instante a su mujer, el cambio de vestuario demoraría una hora, tal vez más conociendo a su hija.

—Colin, ve por ellas... diles que tuvimos un contratiempo y que nos encontraremos en lo de Lady Helen.

Recibió la orden con suma satisfacción, prefería alejarse de la casa lo más rápido posible, no tenía deseos de presenciar el duelo del maldito vestido junto a Daphne; adoraba a su hermana, pero su dramatismo lo fastidiaba de gran manera, más cuando este se originaba en banales tonterías.

En unos diez minutos estuvo en la residencia de alquiler de las Grant. Las americanas le agradaban, ellas en particular, de las otras conocía poco; a excepción de Miranda Clark, que era el objeto de la obsesión de su amigo Elliot. La servidumbre lo recibió, y Sandra, sorprendida ante su presencia, fue de inmediato a darle la bienvenida.

—¡Lord Webb, qué sorpresa, no esperaba verlo por aquí!

—Si le soy sincero, señora Grant, yo tampoco, pero hubo un inconveniente de último momento. —Estaba relajado, sentía que frente a la mujer podía bajar las barreras protocolares, esas que tanto le pesaban. Muy pocos lo sabían, pero Colin Webb era un espíritu libre, salvaje, encerrado en el cuerpo de un aristócrata—. Mis padres le piden disculpas.

—¿Inconveniente? No me asustes, muchacho, ¿se encuentran bien? ¿necesitan de ayuda? —La preocupación de la mujer era auténtica, y eso hizo que el agrado de Colin creciera a ritmo frenético.

—Nada de importancia, señora Grant, solo un contratiempo con mi hermana, cosas de jovencitas, usted ya sabe —dijo haciendo alusión a Emily, presuponía que todas las mujeres compartían la misma dosis de vanidad y fascinación por la moda.

—En realidad, siendo sincera yo también con usted, no lo sé... —Le habló en confidencia—. Si fuese por mi Emily, iría en pantalones a esa fiesta. Eso es lo que sucede cuando eres la única mujer entre cinco —agregó en defensa final de su hija.

Colin no pudo más que reír. ¡Por todos los cielos, ahora no podría más que imaginarla de esa manera! ¡De pantalones! Es más, cuando lo pensaba, jamás había visto a una mujer en pantalones. La idea le resultaba más que estimulante.

—Lo que me recuerda... ¡Ethel! —llamó a la ama de llaves—. Dile a Emily que estamos a la espera de ella, por favor.

Ethel no debió de cumplir con el recado, Emily emprendió el descenso por las escaleras sin caer en cuenta de la visita. Los ojos de Colin se posaron en ella mientras en su mente repetía: ¡Imagínala en pantalones!

Y los pantalones hubiesen sido la solución perfecta para la muchacha, que intentaba atinar a los escalones sin rodar por accidente. El miriñaque que llevaba ocupaba todo el ancho de la escalera, es más, la doncella trataba de ayudarla sin mucho éxito, era imposible transitar esos peldaños de a dos a causa del vestido. Colin no opinaba de moda, le importaba poco, sin embargo, en ese instante no pudo evitar pensar que lo que Emily lucía era todo aquello que no podía llamarse «moda». No, eso era una aberración, un ataque directo y certero al buen gusto. Comenzando por el color rosa pálido del vestido combinado con el tono crema de su escote y mangas abullonadas, siguiendo con las joyas que portaba, un collar de perlas ostentoso que se enroscaba en su cuello en más de una vuelta, pendientes haciendo juego y anillos en exceso en sus manos enguantadas con raso, encaje y… más perlas.

Recordaba su atuendo en la fiesta de Lady Thomson, y agradecía que, en ésta oportunidad, las plumas en su cabeza hubiesen sido reemplazadas por flores. Llevaba flores como para adornar el cabello de tres jovencitas, pero era un avance con respecto a lo anterior.

¡Imagínala en pantalones! Su mente volvió a repetir en el momento exacto en que los ojos de la muchacha abandonaron la contemplación de sus pies para encontrarse de lleno con los suyos. Se detuvo a mitad de camino, y sus mejillas doradas por el sol de california se enrojecieron de repente.

—¡Emily, cariño, Lord Webb ha venido a escoltarnos hasta la fiesta! ¿No te parece maravilloso?

No se movía, no pestañeaba. Colin se preguntaba si respiraba. Le sonrió, y fue peor, pudo ver cómo la garganta de la señorita Grant se movía a la fuerza.

—¿Emily? —volvió a llamarla su madre.

No tenía sentido esperar una respuesta que no llegaría. Solo quedaba actuar para rescatarla de su propio bochorno. Colin avanzó hacia la escalera, subió uno, dos peldaños, y le extendió la mano.

—Permítame ayudarla, señorita Grant.

La mirada de Emily hizo contacto con sus ojos, y la vergüenza pareció escaparse de ella. La temblorosa mano de la muchacha se aferró a la suya, y él la apretujó con fuerza, como si le quisiera decir: no voy a dejarte ir, no voy a soltarte...

La confianza que a ella le faltaba, a él le sobraba; la calidez que él necesitaba, a ella se le escapaba en cada suspiro, en cada roce, en cada mirada.

Un escalón, y luego otro... y otro. Sin siquiera proponérselo, ni bien pudo, enredó el brazo de la muchacha al suyo.

—¿Está preparada para esta noche, señorita Grant?

—No...

¡Por fin hablaba! La dulzura de su voz empalagó los oídos de Lord Webb.

—Y no creo estar preparada jamás —finalizó Emily.

—Eso está por verse —le susurró él por lo bajo, y cuando llegó junto a Sandra, le ofreció su otro brazo—¿Señora Grant?

—¡Vaya, qué placer! —confesó con picardía la mujer mientras aceptaba la invitación.

Se dejaron guiar por él hasta el carruaje, las ayudó a ascender al mismo, y se ubicó en el asiento frente a ellas. El silencio se hizo un acompañante más.

—Lo sé, aún queda lo peor —dijo para romper el hielo.

Las dos mujeres lo miraron absortas.

—El viaje en mi compañía —agregó a modo de broma. Quería motivarlas a la conversación, en especial a Emily—. Cuéntenme de ustedes, háblenme de California.

Los ojos de la muchacha brillaron, sus labios, rosados y carnosos, tomaron el control. Colin disfrutó de su voz, de sus anécdotas... de todo Emily Grant. Era refrescante cuando dejaba la timidez atrás, podía ver que al igual que su cuerpo, toda ella estaba oculta tras las joyas, los modos que le eran ajenos y el miedo. Un miedo que la paralizaba cada vez que lo tenía enfrente. Y por algún motivo, detestaba generarle eso. Quería que se relajara con él, como a él le sucedía con ella. Admitía que era difícil, que tanto título y las habladurías en su nombre intimidaban a cualquiera, incluso a las jóvenes damas que esperaban que las desposara. No sabía cómo hacer para demostrarle a la señorita Grant que él no distaba mucho de su hermana, que podía brindarle la misma amistad.

¿Amistad con una mujer?, la idea casi lo hizo sonreír. Solo a Lady Amber, su anterior amante, podía considerar una amiga, y eso luego de finalizar su relación. No podía evitarlo, le gustaban las mujeres, por eso se mantenía alejado de las debutantes y más que dispuesto ante las viudas que no reclamarían su inocencia marchita.

El recuerdo de Lady Anne le empañó el momento, deseaba alejarla. No debía sacar a colación el tema de los pantalones, porque era de mala educación hablar de prendas frente a las damas, por lo que dejó caer el tema entrelíneas.

—¿Monta usted, señorita Grant? —preguntó y con la imagen de Emily a caballo pudo borrar a la odiosa Lady Anne por una noche. Empezaba a creer que Elliot, sí, justo Elliot, tenía razón respecto a su examante y que él era el único en Londres sin ver la verdadera esencia de la viuda Merrington. Bueno, en su defensa, Anne escondía la esencia detrás de un cuerpo de infarto.

—S… Sí —contestó, Emily, con timidez y bajó la mirada a sus barrocos guantes. Sandra la miró de soslayo, sorprendida por la escueta respuesta.

—¡Ama montar! —exclamó—, lo hace tan bien como sus hermanos. En realidad, en confidencia, Lord Webb, le diré y espero que no lo repita… monta mejor que los hermanos.

Las mejillas de Emily ardieron de inmediato, hasta que las pecas se borraron a falta de contraste. Era tan rubia, de piel tan clara, que el sol apenas había dorado, que cuando se sonrojaba parecía arder por completo. Él, a quien solo lo tocaba el suave sol de los pocos días de verano de Inglaterra, ya lucía un dorado intenso heredado del lado materno. Supuso que tal arrebato de vergüenza escondía un secreto, y la tentación de sacarlo a la luz fue más fuerte que veinticinco años de buena educación.

—Me pregunto por qué no alardea de eso, señorita Grant. Supongo que tendré que invitarla a un paseo en Hyde Park para que demuestre sus habilidades.

—¡N…! —exclamó, desesperada, pero su madre la codeó sin disimulo.

—Por supuesto, Lord Webb, ya verá, esperemos que no lamente su decisión —bromeó Sandra, sonriente.

—Eso, esperemos que no lamente su decisión —murmuró Emily de manera inaudible. Quería que el mundo terminara mañana, sí, sabía montar, y sí, su madre tenía razón, lo hacía mejor que sus hermanos. Solo que había un gran, enorme, inmenso problema, lo hacía a horcajadas y en pantalones.

Los pantalones los dedujo Colin, y tuvo que contener la risa. Al fin de cuentas, ¿por qué otro motivo una señorita elegiría esa prenda? A él no se le ocurría, Emily en cambio podía iluminarlo con varias ideas más. Como cazar, se cazaba mejor con pantalones. O escalar cerros, o meterse en cuevas, o indagar en minas, o probar dinamita, o proteger los límites de una propiedad cargando un rifle, incluso disparar era más cómodo con pantalones. Y así, con esa lista interminable de habilidades Grant, Emily enterraba cualquier posibilidad de llamar la atención de un hombre como Colin Webb. Un hombre que optaba por compañera a una mujer como Anne, una dama que le brindaba a los hombres algo que ella jamás podría darle: indefensión. Lo sabía por sus hermanos, sobre todo por Louis, que los hombres amaban presentarse como los salvadores y protectores de las damas. Donde una muchacha necesitaba ayuda, ahí iban todos los especímenes masculinos a brindarla y quedar como héroes. ¿Y Emily Grant qué hacía…? se salvaba sola. Se recordó lo absurdo de albergar esperanzas con Colin, y enterró el malestar. Mejor seguía de ese modo, salvándose sola, porque un vistazo a sus posibles candidatos le dijo que así seguiría su vida.

Llegaron a lo de Lady Helen a horario, y el cambio en el recibimiento fue abrupto. El sello de los Sutcliff a los lados del carruaje les abrió camino al llegar, y Emily pudo ver cómo muchos de los que en el pasado entraron antes que ella, debían esperar a un lado. Un lacayo les abrió la portezuela y las ayudó en el descenso. La señorita Grant trastabilló por los nervios al sentir las miradas en ellas, entra tantas, las de Lady Anne que destilaba furia. Sintió la irrefrenable necesidad de aclarar el malentendido, y luego desestimó su impulso, al fin de cuentas ¿quién podría malinterpretar algo? Nadie, en su sano juicio, pensaría que el hermoso lord tuviera intenciones con ella. Sin embargo, las miradas de curiosidad se volvieron sorpresa cuando, al ver que no podía con el miriñaque y los mil adornos, Colin la sostuvo del brazo y apenas de la cintura, como si fuera un vals, para que recuperara el equilibrio perdido.

La mano del hombre atravesó las capas de ropa y le quemó la piel. Sin pensar, alzó la mirada con embeleso hasta unirla a la azul intenso de Colin, y ahí quedó, atrapada por unos segundos hasta que el futuro conde le brindó una sonrisa de ánimo que la desarmó.

Lady Helen avanzó entre los invitados para darles la bienvenida. Claro, no a ellas, a Colin.

—¿Has visto, Emily? —susurró su madre al oído para que nadie la oyera—, no tuvimos que aguardar, así da gusto llegar.

—Antes saludamos, antes nos escabullimos —contestó, y Sandra, en lugar de molestarse, asintió. A ella también le molestaba esa notoriedad, prefería las veladas una vez pasadas las presentaciones.

Lady Helen la observaba con poco disimulo, reparaba en su atuendo poco favorecedor, en las joyas y fruncía el ceño con desagrado. A su lado, Colin empezaba a molestarse. Sabía que a Emily le avergonzaba la atención, y cuando eso sucedía, se retraía y apenas hablaba. Pero lo que más le molestaba era el descaro de la nobleza, que descargaba su frustración con los forasteros. Claro, nadie decía nada de la duquesa de Fitz-James que, tras conocer India, había imitado el estilo hindú con una irrespetuosidad abrumadora hacia la cultura de esas tierras. No, claro, ella era duquesa. Al parecer la buena educación era algo que solo reservaban para sus pares.

Colin retribuyó el descaro de Lady Helen con el suyo. Lady Thomson, que le pisaba los talones, sonrió complacida.

—Gracias, Lady Helen, por la invitación —dijo el futuro conde con un porte envidiable de espalda recta y mentón apenas alzado. Emily lo miraba con descaro, el cambio en la amabilidad de su acompañante no le pasó desapercibida, como tampoco lo hizo el estrujamiento de tripas que eso le despertó. Había dicho que no necesitaba defensa, y él había encontrado una situación en la que plantarse como salvador y protector. Pero no era eso lo que despertaba las mariposas furiosas del estómago de la californiana, sino el enojo de lord Webb. Sin darse cuenta de lo que hacía, le pasó la mano por el brazo del que se sostenía en una caricia reconfortante, para serenar su ánimo. Quería consolarlo, quería decirle que estaba todo bien, que no se enojara… abrazarlo y quitarle el mal humor que lo abrumaba. Colin puso su mano enguantada sobre la de ella antes de agregar—: espero que esta vez la elección de coñac sea apropiada, pues estas veladas apenas se soportan con alcohol, como para tener que hacerlo con alcohol barato. —Y tras semejante desplante, avanzó hasta el salón arrastrando a las mujeres Grant consigo.

La furia de Colin emanaba calor, un calor que atravesaba el salón y le llegaba a Lady Anne para contagiarla. ¡Había defendido a esa!, las ganas de estrujarle el pescuezo a la americana le hacían crujir los dedos bajo los guantes.

—Lord Webb… —susurró Emily cuando llegaron a la mesa de refrigerio—, creo que su hermana me dijo que no es correcto, pero le podemos decir a mi madre que nos acompañe como carabina y dar un paseo por los jardines para… —no supo cómo decirlo.

—¿Para que se me bajen los humos? —bromeó él con una suave carcajada—. Debo estar un poco colorado, ¿no es así?

—Solo en las orejas —aclaró Emily, sonriente, y Colin le correspondió la sonrisa. Era imposible resistirse a la franqueza de la californiana. Acababa de percatarse de que cuando la señorita Grant se sonrojaba por deleite, el color de sus mejillas era encantador en lugar del rojo vivo de la vergüenza. Debía sacarle provecho a eso, pensó, estaba seguro de que los hombres a su alrededor lo podrían apreciar, claro, si sacaban la vista de lo abullonado de las mangas, lo poco favorecedor del color del vestido, lo apretujado del corsé y lo excesivo de los moños. La belleza de Emily estaba desdibujada.

—No sería apropiado —se lamentó, y su voz transmitió ese pesar, haciendo que la señorita Grant bajara la cabeza y fijara otra vez la vista en sus guantes. El sentimiento era compartido, ambos querían pasar unos segundos más en compañía, Colin supuso que por lo relajado que se sentían el uno con el otro; por lo menos, eso lo impulsaba a él a buscar tiempo a su lado—. Creo que después de mi réprobo comportamiento, lo mejor que puedo hacer por su reputación, señorita, es irme a beber ese coñac barato del que tanto me quejo.

—¿Tan malo es? —preguntó la señora Grant, que tenía una gran necesidad de un trago.

—Por desgracia… mi lado francés lo desaprueba.

—Menos mal que no tienes un lado escocés —interrumpió la conversación Lord Bridport, saludó a las dos damas con una reverencia y se volvió a su amigo—, porque el whisky también es horrible, pero algo hay que beber.

—Veo que has empezado a degustar otro lujo, el de las fiestas de temporada —bromeó Colin. Elliot Spencer se había mantenido lejos de los prestigiosos círculos sociales por mucho tiempo. Ser centro de escándalo era su pasatiempo. En las últimas semanas lo había reemplazado por otro, cortejar a Miranda Clark, otra de las jóvenes americanas.

—Es que al parecer hemos cambiado de roles, amigo, tú buscas habladurías y yo intento enderezar mi camino con un buen matrimonio.

—¿Entonces es cierto? —preguntó la señora Grant, y se granjeó un codazo de su hija—. De verdad desea desposar a Miranda, digo… a la señorita Clark.

—Por supuesto, señora —dijo Lord Bridport con un tono de voz encantador, casi meloso. Todo en él parecía ser una gran broma, era difícil saber cuándo hablaba en serio—. He descubierto América. Bueno, claro, después de Cristóbal Colón. Debo admitir mi ignorancia respecto a los encantos de esas tierras lejanas.

La conversación se dio por unos minutos más, hasta que Emily divisó a sus amigas al otro lado del salón. Cameron le hacía señas disimuladas con el abanico, mientras que Vanessa mostraba su hastío por tener que recurrir a esas tretas para comunicarse. La señorita Grant se excusó con los presentes para ir al encuentro de sus amigas, y lamentó tener que separarse de Colin. Le dio sosiego saber que su despedida le daría la excusa a Lord Webb de refugiarse lejos de las miradas femeninas y de la persecución en su nombre. Era evidente que aún bullía algo de furia en su interior, y necesitaba serenarse. Solo esperaba que no terminara como Zachary, con una «descompostura estomacal».

Llegó junto a ellas en un gran rodeo en el que intentó hacerse uno con el empapelado. No fue tarea difícil, podía ser que Lady Helen le cuestionara el gusto para vestir, pero al hacerlo no conseguía más que poner en evidencia su mal gusto para decorar. La cantidad de plantas, jarrones y lámparas reducían el espacio y lo hacían agobiante.

Un segundo después de su arribo, llegó Miranda, que, al igual que ella, buscaba desaparecer, solo que de los ojos de un noble en particular.

—No entiendo cómo pueden estar tan apretados sin morirse, parece vacas en un corral —se quejó Emily, sonrojada por el calor.

—No creo que les agrade tu comparación —se rio Cameron, por lo bajo.

—Tienes razón —agregó la californiana—, las vacas en mi rancho están menos hacinadas. Nos gustan los animales.

—¿Rancho? —preguntó Vanessa con cierta curiosidad—. Tenía entendido que el dinero de tu familia venía de las minas de oro.

—Eso fue después, de pequeña teníamos el rancho con las vides, que no daba mucho dinero. Creo que me voy a poner nostálgica… luego mi padre encontró oro en nuestras tierras y un día me desperté y era esto —se señaló con desdén.

—Eres hermosa, Emily —la reprendió Miranda, sin imaginar que daba de lleno en su pecho. Como le había dicho a Zachary, jamás antes le había importado su apariencia, hasta ahora. Y a todo el malestar se le sumaba el pueril enamoramiento de Lord Webb, que traía aparejado ni más ni menos que la odiosa comparación con la bella Lady Anne.

—He visto árboles de navidad menos decorados que yo —agregó con pena.

—También reinas —la animó Vanessa—, por eso te desprecian, porque tienes más oro que un rey. En tu lugar, alzaría el mentón e iría sacudiendo mis borlas de navidad de muchos quilates solo para verlos intentar mantener el porte de «no me importa».

—Eres muy cruel —bromeó Cameron—, espero no sufrir de tu lengua.

La enigmática sonrisa de Vanessa hizo a las tres restantes estremecer, pero sobre todo, hizo a Emily pensar en la razón del desprecio recibido. ¿Podía ser envidia? Ella no se creía merecedora de ese sentimiento. Casi pudo escuchar la voz burlona de Cleveland decir «tú no te crees merecedora de ningún sentimiento, Emily».

En ese instante se hizo presente el barón Payne, uno de los potenciales pretendientes de Miranda Clark para solicitar un baile. Gracias a la atención del próximo duque de Weymouth había crecido la popularidad de la joven Clark. Las muchachas se quedaron a un lado, soportando el agobiante calor con sus abanicos y sus copas de refresco, luego de Payne se hizo presente Lord Bridport en persona para reclamar la atención de la neoyorkina. Sus coterráneas estaban seguras de que su amiga conseguiría su cometido en tierras británicas, casarse con un noble que limpiara su buen nombre.

Tras el desplante a Lord Bridport, nada quedaba por hacer salvo sudar, sudar y sudar. Los abanicos no eran suficientes, por lo que las muchachas decidieron escapar a los jardines.

—Debo ir a avisarle a Grace sobre nuestra pequeña aventura —expuso la joven Clark antes de dar otro paso. No estaba bien que desaparecieran de buenas a primeras sin poner en aviso a las matronas, la señora Monroe junto a la señora Grant se habían alejado en busca de un refrigerio.

—Yo me ocupo. —Emily se apropió de la tarea con un fin oculto, divisar a Colin una vez más y comprobar con sus propios ojos que no había vestigio de enojo en él. De ser necesario, lo invitaría al paseo con ellas para que se relajara. Sabía por Daphne que la única forma que tenía el futuro conde de deshacerse de la atención femenina era con más atención femenina—. Mi madre no me perdonaría que no la pusiese en aviso en persona. Suele ser un tanto... —masculló para ocultar lo que en verdad quería decir— demandante.

No había una gota de maldad en Sandra Grant, solo una inmensa necesidad de ver a sus hijos felices, tanta que a veces era agobiante. Como hacía unas horas en el carruaje, ¿cómo se le ocurría propiciar una salida con Colin Webb? ¡Y a montar! Cuando sabía que su hija lo hacía bien a horcajadas y de una manera temeraria, impropia de una dama. El orgullo maternal le impedía darse cuenta de que la exponía al ridículo.

Volvió a hacerse una con el empapelado y avanzó hacia donde estaba su madre con la señora Monroe. A mitad de camino, se detuvo al escuchar su nombre. Pensó que se trataba de Daphne, por lo que se volteó y quedó justo detrás de una planta. Antes de delatar su presencia, pudo corroborar que no se trataba de su amiga, sino de Lady Anne con sus dos compinches, Hillary y Darlene. No debía hacerlo, nada bueno podía salir de ello, a pesar de eso se quedó a escuchar a hurtadillas.

—No debes preocuparte, Anne —decía Hillary, con hastío—. Es evidente que si Lord Webb fue amable con el mamarracho ese fue por pura lástima. ¿Crees que puede despertar otro sentimiento en él?

—¿La risa? —bromeó Darlene, y las tres mujeres rieron a coro.

—Es lo que intento hacerle ver —se lamentó Anne, poniendo los ojos en blanco—. Lord Webb es demasiado amable y la gente se vive aprovechando de él. —Claro, sobre todo ella, que había logrado engañarlo con su carácter durante mucho tiempo. Conocía su secreto, su anhelo más oculto, y con eso había logrado retenerlo a su lado por mucho tiempo, aunque no hubiera conseguido superar la marca impuesta por sus otras amantes—. Esa atracción de circo quiere usarlo, quizá incluso encontrarlo en una situación comprometida, sabe que la nobleza de Webb lo va a llevar a hacer lo correcto.

—Hasta ahora ninguna lo pescó —la tranquilizó Hillary.

—Pero esa tiene otras armas, la de jugar de mosquita muerta. O mejor dicho, avispón —agregó con malicia Lady Anne.

Emily tenía demasiado, apenas si podía contener el aire en los pulmones. El resto de la diatriba quedó ahogada por el barullo de la gente, solo pudo escuchar palabras sueltas, de que iba por demás de adornada, de que parecía una vaca esperando becerros, y muchas cosas más. Salió abatida de ahí y se escabulló sin mirar a dónde. Solo necesitaba dejar de llorar. ¡Maldición! Apenas si veía tras el velo de lágrimas. Esas mujeres habían golpeado más hondo que en su ego, habían dado en su pecho, en el lugar en el que se abría camino Colin Webb.

Sí, lo sabía, era un anhelo vacío, era un deseo de niña, su ensoñación despierta. Colin era imposible, pero hasta de lo imposible se podía disfrutar un poco, y esas arpías lo habían arruinado. Porque ahora, cada vez que Webb fuera amable, Emily pensaría en la pena que le daba, en la lástima y la vergüenza, en que la veía como esas mujeres.

Le acababan de arrebatar los pocos momentos que podría vivir junto a Colin, las cabalgatas, los tés, las risas. El simple placer del tiempo compartido. Y todo por qué… por su maldito dinero.

Las lágrimas le impidieron ver la habitación en la que entró, solo bastó corroborar que estaba sola para dejarse caer en el piso, sobre sus enaguas de almidón y alambre, sobre los moños de raso y seda, y los abullonados pliegues de falda. El corsé la aprisionaba, y parecía empujar el dolor por su pecho hasta que salía por la garganta en quejidos lastimosos. Se arrancó las cintas y algunas flores del cabello. Se quería quitar todo eso que no era ella, y quedar en ropa interior, en las únicas prendas que elegía a gusto y que escondía de los demás, como toda ella. Quería respirar, sentir el viento de frente cuando cabalgaba, reír a carcajadas cuando algo la divertía… Quería ser Emily Grant de nuevo, la Emily que cuidaba las vides y que soñaba con sus acres de tierra,  cuyas mejillas ardían solo cuando la reprendía su padre. Y quería, sobre todas las cosas, que eso bastara… Que ser ella fuera suficiente para alguien. Para Colin.

Arrojó con furia los anillos sobre su falda y comenzó a quitarse las perlas del cuello, hasta que un sonido en el corredor la puso en alerta. Como si los alambres de su enagua se hubieran tensado y convertido en resorte, se propulsó de pie. Las joyas se desparramaron sobre la alfombra y cayó en cuenta de que estaba en el despacho del anfitrión… y que la voz masculina le pertenecía a él. Iba en camino a su encuentro. ¡Maldición!

Emily juntó los anillos, las cintas y las flores, y salió disparada de allí antes de ser encontrada en ese penoso estado. Para su condena, los tocadores quedaban hacia el otro lado, la única vía de escape era la escalera de servicio que daba al salón principal. Descendió los peldaños intentando poner las joyas en su lugar y llegó, agitada e igual de abatida que hacía unos segundos, al ventanal que daba a los jardines. Sus amigas la vieron, y fueron directo a su encuentro. La instaron a sentarse en uno de los bancos y a que les relatara lo sucedido. Emily apenas podía hablar, y además, no deseaba explicar los verdaderos motivos de su desazón: Colin Webb. Se burlarían de ella mucho más que Lady Anne si supieran que albergaba sentimientos hacia el hermoso dandi y sensación de la temporada. Justo ella. Más absurdo imposible.

—Vanessa tiene razón... —Ese fue el inicio que eligió para manifestarse. Sí, Vanessa Cleveland, la bostoniana que le hacía la vida imposible tenía razón en todo. En que jamás las aceptarían allí, en que ella debía espabilarse, en que era una infantil niñata con sueños de humo. No quería contagiarse del cinismo de su coterránea, aunque una dosis de él le podría salvar el corazón—. Para ellos soy comparable a un animal de circo. Acabo de confirmar que soy el centro de los comentarios de la temporada —confesó con las lágrimas contenidas.

—¡Mira tú, pensé que era yo! —Miranda intentó ponerle humor al asunto.

—No según Lady Anne.

—¿Quién demonios es Lady Anne? —inquirió Vanessa.

—No importa quién es Lady Anne. —La joven Clark deseaba empujar al olvido a Emily—. Aquí lo único que importa es... ¿Cómo me has robado el protagónico? Dímelo, muero por saberlo.

Las bromas de Miranda le infundieron ánimo, era cierto, ella no era la única víctima del desprecio británico. La neoyorkina estaba en boca de todos por un escándalo en tierras americanas y ahora, por uno nuevo cuyo nombre era Elliot Spencer.

—Muy simple. —Decoró su rostro con una sonrisa de triste aceptación. Alzó las manos y exhibió ante ellas toda la riqueza que ostentaban sus dedos enguantados. Al cabo de unos segundos, tras observar ella misma las joyas que portaba, empalideció— ¡Oh, no! ¡Dios santo! ¡Mi madre va a asesinarme! —Había perdido uno de los anillos, uno que tenía un enorme diamante rosa a juego con el vestido. Igual de grande, pomposo y llamativo—. ¡He perdido mi anillo!

—¡¿Cómo?! —exclamó Miranda.

—Sí, sí, hasta hace un rato lo tenía aquí, en este dedo —Señaló el anular derecho— y luego… luego. —Se llamó al silencio para reacomodar sus pensamientos. En ellos encontró la respuesta a su problema— ¡Diablos! —masculló entre dientes.

—¡Emily! —Cameron volvió a ser mediadora ante los malos comportamientos.

A la californiana no le quedó más remedio que relatar todo, el bochorno al escuchar lo que Lady Anne decía de ella, las lágrimas que no había podido contener, su huida y búsqueda de refugio, hasta dar con el lugar de la pérdida: el despacho del anfitrión. Sus amigas continuaron con las maldiciones, por más que Cameron intentaba que se comportaran como era debido.

No tenían alternativa, debían ayudarla, debían recuperar la joya perdida antes de que alguien la descubriera y se desatara otro escándalo. No podían soportar más escándalos.

Miranda decidió que lo haría ella, que se escabulliría en el despacho mientras Cameron y Vanessa llevaban a cabo una maniobra de distracción. Lo único que Emily debía hacer era permanecer escondida en los jardines, justo detrás del vivero, hasta que la señorita Clark volviera con la joya. De ese modo, evitarían las preguntas incómodas, las lágrimas y… de ser posible, otro escándalo.

No… donde se juntaban las americanas era imposible evitar los escándalos, y en menos de quince minutos la fiesta de Lady Helen ardió en llamas. Miranda Clark y Elliot Spencer contraerían nupcias luego de ser hallados en una comprometida situación en el despacho del anfitrión.

Colin Webb no podía creer lo que tenía ante sus ojos. Su mejor amigo enredado en las faldas de Miranda Clark, radiante de felicidad mientras se lo encontraba en una situación tan indecorosa que ni el matrimonio acallaría las habladurías. Para empeorar todo —si eso era posible—, la cantidad de testigos crecía a pasos agigantados imposibilitando la discreción.

—¡Qué demonios, Elliot! Entiendo que quieras casarte con ella, pero esto es demasiado —espetó furioso—, no te hacía capaz de estas bajas tretas.

—No fue…

—No, de ninguna manera. ¿Entiendes que puede que te nieguen la unión, y que quizá la hayas arruinado para siempre? Tienes el cerebro en los pantalones, Elliot.

—Detente, detente ahora mismo —contestó Lord Bridport molesto—, primero, no fue una treta. Que tú tengas que escapar de las mujeres que intentan hacer eso contigo no quiere decir que seamos todos iguales. Deja de proyectar, maldito egocéntrico. —Por fortuna, el tono de amistad de la charla no había disminuido, y pese a las acusaciones, no se trataba de una pelea con todas las letras. Tal era así, que cuando lo llamó maldito egocéntrico, Colin volvió a pisar tierra y tuvo que darle la razón. Había tomado la ofensa a Miranda Clark como algo personal y no quería ponerse a analizar el porqué—. Segundo, me casaré con ella así tenga que irme de Inglaterra. Mi padre, porque sí, sé que te referías a él, no podrá imponerse.

—¿A qué te refieres con que no fue una treta? —preguntó para focalizar su atención en algo que no fuera el duque de Weymouth. La enemistad de su amigo con su padre era legendaria y casi obsesiva—. ¿No tenías planeado que te encontraran así? Perdón, Elliot, te hacía mejor con las mujeres, no de los que se entregan a rapiditos en los despachos.

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