Emily

Emily


Capítulo 12

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Capítulo 12

El rumor de la pelea entre Zachary Grant y Colin Webb viajó a mayor velocidad que los trenes ingleses. El lugar, el sótano del White. Un sitio al que se suponía los caballeros del club no tenían acceso, pero ¿acaso existía algo en el mundo que el dinero no comprara? Los lores llevaban tiempo efectuando en ese sótano las actividades menos decorosas, esas que no querían que llegaran a los oídos de las damas.

Por desgracia, la riña de boxeo sí llegó a los oídos de una de las damas. Una bella muchacha de cabellos dorados y ojos almendrados azules que le había robado el corazón —y la razón— a Nolan Northon. El sobrino del Barón, con balbuceos nerviosos, las mejillas sonrosadas y el pecho acelerado por la cercanía de la joven, rompió una de las reglas primordiales del White: la discreción.

—S… Sí… su hermano, dicen que es buen boxeador, aunque al otro lo vi… da miedo.

Miedo daba la expresión de Daphne ante la confesión.

—¿Cuándo?

—En unas horas, tras la cena…

Brindó su pago, un dulce beso en la mejilla del muchacho, y lo dejó parado bajo un fresno pensando en poemas pobres de rima. Ella se adentró en la sala de té de Lady Helen casi al trote, Nolan la vio marcharse y alzarse las faldas para acelerar su andar y supo que la imagen de esos tobillos lo atormentarían de por vida.

—Emily, Em… ¡Por Dios santo, ¿dónde estás?! —masculló. Lady Helen había brindado un té e invitado a las mujeres Sutcliff, a quienes sumaba a las Grant, para rodearse de los rumores. Tenía en su haber el escándalo Bridport, y buscaba hacerse con el Sutcliff.

—Chist… aquí. —El susurro vino de los pasillos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Daphne a Emily, que se encontraba en las sombras, con una taza de té en una mano, un pastelillo en la otra e intentaba ingerir ambos a gran velocidad para poder atacar nuevos. La ansiedad la estaba llevando a comer, la vida sabía mejor con crema y baño de chocolate.

—Me escondo, creo que es evidente. ¿Y sabes?, deberías aprender a hacerlo, Daphne, desde aquí se ve el jardín. Fui testigo de tu indecoroso acto… —El tono no era de reproche, sino de picardía.

—Oh, no es ese el indecoroso acto mío del que nos tenemos que preocupar, sino de otro. Te necesito, Em… creo que la he liado grande.

—¿Tú? —inquirió con la boca llena—, ¿quién diría?

—Creo que le diré a mi madre que debe prohibir el acercamiento de la pareja, tanto tiempo con Colin te ha contagiado el sarcasmo —Puso las manos en jarra—, y no le queda bonito, señorita Grant. Eso, siempre y cuando, no enviudes antes de casarte.

—¿De qué hablas? —Con esas palabras se había ganado toda la atención de la californiana.

—Ah, ya veo, cuando de Colin se trata…

—Daphne…

—Se peleará con Zachary esta noche, eso sucede, ¡y es toda mi culpa! —largó con dramatismo. Le faltaba llevar la mano a la frente y fingir un desmayo para mayor teatralidad.

—¿Cómo?

—Sí, ¡boxeo! Si hasta hay apuestas.

—¡Maldición! —exclamó Emily, que se asomó por el corredor, alcanzó la bandeja de pastelillos y se robó uno—. Creí que había quedado todo atrás.

—Es mi culpa… si no fuera por mi idea de comparar besos…

—No, Daphne, esto es cosa de ellos, lucha de egos y masculinidades. ¿Quién diría que los hombres serían tan frágiles? —enfureció.

—Debemos impedirlo, Em. Zachary lo matará, lo desfigurará y lo matará. Te dejará viuda antes de tiempo y a mí… sin hermano, y… —Las lágrimas, para sorpresa de Emily, fueron sinceras. De verdad se preocupaba por Colin y su destino—. Juro que fue un juego, probar los celos de mi hermano, mostrarle que su comportamiento era inapropiado, por más que fuera hombre y… y solo quería que se quisiera tal cual era…

La señorita Grant tragó el pastelillo de una sola mordida, para liberar la mano y poder abrazar a la muchacha que casi convulsionaba por el llanto. La entendía, claro que sí. Así lloraría ella cuando su jugarreta tocara fin y tuviera que vérselas con las consecuencias. No le serviría de consuelo saber que lo había hecho por amor, al igual que en esos momentos no le bastaba a Daphne tampoco.

—Lo solucionaremos, ya lo verás —le prometió—, pondremos fin a esto.

∞∞∞

—No creo que sea una buena idea —masculló Daphne.

—Ni yo —coincidió Emily—, pero es la única que se me ocurre.

—Oh, por Dios, estaremos arruinadas si nos descubren. Arruinadas. Perdidas. Olvidadas en un castillo de Escocia, lleno de corrientes y fantasmas que nos recordarán nuestro eterno castigo, y cuando al fin la muerte nos llegue… arderemos en las llamas del infierno y…

—Y si no te callas ya mismo, acortaré tu condena ahorcándote con mis propias manos.

—Si me matas, Em, si decides hacerlo, ten en bien volver a colocarme faldas. No quiero morir en la deshonra…

Emily bufó. Estaba preocupada, nerviosa, y Daphne no ayudaba en lo más mínimo. Si no fuera porque la necesitaba, la hubiera dejado en su habitación, cuando comenzó con ese lamento. Se había escabullido tras la cena y buscado un coche de alquiler que la llevara a la mansión Sutcliff, de allí, y con ayuda de la doncella de la joven lady, se adentró a la recámara de la muchacha con dos mudas de ropa de caballero. Ella estaba acostumbrada a vestir como hombre y en pocos segundos estuvo enfundada en un traje negro, con chaleco azul y botas altas. Daphne, por el contrario, se horrorizaba y maravillaba en partes iguales con cada prenda.

—¡Oh, es tan cómodo! —expresó al colocarse los pantalones, bastó ver su reflejo en el espejo para que cambiara de parecer al segundo—. ¡Se me marca el trasero! No puedo salir así… ¿A los hombres también se les marca el trasero? ¿cómo es que nunca presté atención a eso?

Luego de una hora de comentarios, llantos y berrinches, habían llegado a las puertas traseras del White en otro coche de alquiler, y le pagaron un par de peniques extras a un empleado para que alcanzara una nota a Nolan Northon.

Nolan, y solo Nolan era la razón por la que Emily soportaba las quejas de Daphne. Aunque, tras todos los lamentos, brillaba un dejo de diversión en la mirada de la joven lady. Temía las consecuencias, no el acto en sí. El sobrino del Barón se presentó en la noche y asomó la  nariz, sorprendido por las palabras de su amor imposible.

—¿Lady Daphne? —la llamó, buscándola en la oscuridad.

—Señor Northon, aquí. Aquí.

—¡Lady Daphne! ¿qué significa esto? —preguntó el muchacho al borde del colapso. Si creía que los tobillos de la muchacha lo torturarían, verla vestida de hombre acaba de quitarle una década de vida.

—Necesitamos entrar para impedir la pelea. Sabemos que no aceptan damas, por eso…

—¡Oh, esto es una locura!

Emily observaba todo a escasa distancia, y decidió que era el momento de dar un paso atrás. Esa tarea le correspondía a Daphne, y en esas lides estaba mejor dotada que ella.

—Lo sé, oh, Nolan, sé que he perdido la razón. —El tuteo, premeditado, surtió efecto—. Estoy tan desesperada. Es mi hermano, lo quiero tanto, haría lo que fuera por las personas a las que le tengo afecto… ¿tú no? —Los ojos azules de Daphne se alzaron con el mismo dramatismo con el que había expresado sus lamentos durante todo el viaje y Emily no pudo más que apretar los dientes y sisear:

—¡Maldita embustera! —con cierto cariño. Ella podía haber ideado el plan de vestirse de hombres para ingresar al White, pero la idea de meterse en problemas siempre había sido de Daphne. Los Webb eran peligrosamente convincentes, y Emily tomó nota mental de la lección: no te dejes engañar por un rostro bonito.

Nolan aún no había aprendido, por lo que, desesperado, tras mirar a ambos lados, besar las manos de Daphne y elevar un rezo a los cielos, las ayudó a atravesar las puertas del White y a guiarlas hasta los sótanos.

El salón de caballeros era enorme, lujoso y con corredores intrincados. Emily fue dibujando un mapa en su mente para poder escapar de allí si algo salía mal.

La suerte es una moneda, tiene las dos caras. La buena: estaba tan oscuro y lleno de gente que gritaba, vitoreaba, apostaba e insultaba que nadie se percató de la llegada de Northon en compañía de dos caballeros de dudoso aspecto. La mala: la pelea había comenzado.

Dos hombres sudorosos, sin apenas ropas, se golpeaban con rudeza en el medio de un ring. El pobre de Nolan no sabía cómo cubrir los ojos de la impresionable Daphne. Emily, en cambio, moría de preocupación y dejó los recaudos atrás para adentrarse entre la multitud. La imagen, que debió de ser sensual, se tiñó de rojo por la violencia.

Lady Webb no parecía tan horrorizada por el asunto como debió estarlo. No podía quitar los ojos del pecho desnudo de Zachary, incluso cuando otros brazos masculinos le daban cobijo. Jamás había visto a un hombre sin ropa, y el cuerpo de Grant estaba apenas cubierto por un pantalón ligero. El de su hermano, como era obvio, no podía interesarle menos. Emily no opinaba lo mismo.

Si quedaba una barrera por romper, era esa. La de descubrir lo que se perdía al no ser la mujer para Colin. Deseó ser viuda, británica, delgada y una arpía, de ese modo tendría al menos la posibilidad de ser su amante. Comenzó a detestar el cariño que Colin le prodigaba, porque era ese sentimiento el que le impedía tomarla como a una más. Y era el mismo amor el que en esos momentos la desangraba.

Avanzó contra la pared, dispuesta a interponerse entre ambos si era necesario, a revelar su sexo ante los ojos de toda la nobleza británica… estaba dispuesta a todo.

Los músculos de Webb se veían mucho más definidos de lo que las recatadas prendas dejaban adivinar. Eran flexibles, firmes, se ajustaban a su esqueleto y se movían con él de manera rápida y precisa. La obnubilaban. No estaba preparada para esa versión del hombre que amaba. Parecía una imagen digna de Da Vinci, la perfección del cuerpo humano, la simetría perfecta… el milagro de la creación en un ser humano. Enfrentado, otro que ella sí conocía y a quien temía por su fuerza y capacidad de daño: Zachary.

No solo se enfrentaban británicos contra americanos, lores contra plebeyos. Allí se batían dos estilos de lucha distintos… y esa vez, le tocaba a Grant perder.

Las reglas del boxeo eran claras, no le daban espacio a maniobrar. Un árbitro observaba la disputa e intervenía si los peleadores quedaban pegados, si los golpes se volvían peligrosos o si las reglas de la caballerosidad se rompían.

Fuerza contra velocidad. Eso atestiguaba Emily, y cuando pudo dejar el corazón de lado en pos de la razón, tuvo que admitir que Colin no lo hacía nada mal. Junto a las cuerdas, un hombre al que escuchó que llamaban Jimmy decía ininteligibles órdenes. El acento de los bajos fondos, y no los londinenses, sino los dublineses, le permitió a Emily concluir que se trataba del entrenador de Lord Webb.

—Rápido, Webb, uno, dos, no te dejes alcanzar, ¡maldición!, muchacho, uno, dos, pies, vista, levanta… —La señorita Grant no estaba segura de que las órdenes le llegaran a Colin. Junto a su hermano, para total bochorno, se hallaba Sean Walsh. ¡Oh, Dios, que no me vea! El americano la reconocería de inmediato.

Lo entendía, su hermano necesitaba un aliado, alguien que estuviera a su lado, y qué mejor que un coterráneo. De todos modos, allí los únicos que se disputaban algo eran Zach y Colin, los demás solo se divertían con el espectáculo. Otro rostro estaba oculto en la oscuridad, Lord Bridport, que tenía prohibido el ingreso a White, pero que no dejaría solo a su amigo.

Emily desesperó. Webb recibía los puños de su hermano con bastante frecuencia, hasta había tocado la lona una vez. Había sangre en su rostro, mucha, y la piel comenzaba a mostrar las rojeces de los impactos, rojeces que se volverían moradas. Zach parecía estar mejor, aunque agotado por la velocidad de su contrincante.

—Deja de correr, Webb —lo incitaba. Colin estaba concentrado, enfocado, como si su vida estuviera en juego en aquella pelea sin sentido. Los golpes que le llegaban lo hacían trastabillar, los que devolvía parecían impulsados por una furia indescriptible.

Ella estaba acostumbrada a la violencia. La había visto en el Oeste, sufrido, sin códigos ni control. Sin árbitros que mediaran, sin medidas de protección… y sin embargo, allí, en el sótano de White, sintió miedo, lágrimas y un nudo en la garganta.

Los golpes continuaban, alguien indicó que era el quinto round. Colin hizo un buche con agua y escupió en un balde. Jimmy le repetía algo, sobre mover los pies y esquivar las cuerdas. Le dolían los huesos, un ojo comenzaba a cerrarse por el impacto de un puño. Miró a su oponente, parecía más tranquilo que él, menos herido.

—Webb, muchacho, no estás concentrado —le recriminó el irlandés—, sí, lo miras, lo mides, pero no estás aquí. No sé el porqué de esta pelea, pero cuando entres allí, deja eso aquí. Las emociones no son buenas en el ring.

—Entendido. —Sí, lo comprendía, aunque no lo podía acatar. No podía dejar las emociones fuera, lo gobernaban desde el desafío en el Hyde Park. Quería ser golpeado, porque lo merecía, a la vez que quería ganar, para no alejarse de Emily.

Hizo un recorrido de la multitud antes de comenzar el sexto round. Halló de inmediato los cabellos rojo fuego de su amigo Elliot, todos sabían que estaba ahí pese a la prohibición. Lo que no esperaba era el movimiento de mentón del vizconde, como si señalara un punto contra la pared. Se giró para ver qué llamaba la atención del hombre, y allí, en las sombras, la vio: Emily.

Su Emily. Se cubría la boca con la mano para impedir que los gemidos de dolor que acompañaban a los de Colin se escaparan, tenía los ojos acuosos y el rostro pálido por el miedo. Vestía como hombre, pero nadie se creería semejante falacia. Sus senos pujaban los botones del chaleco, sus mechones dorados se escondían bajo el sombrero y sus caderas se redondeaban bajo la tela del pantalón. Las botas altas no hacían más que recordar la forma de sus piernas, que en opinión de Colin estaban diseñadas para medias de seda, encaje… para rodear a un hombre por la cintura, para recibirlo a él y darle cobijo.

Las emociones entraron al ring. Jimmy estaba equivocado… esa fuerza era la que necesitaba. No se iba a alejar de ella, y si para eso debía derribar el muro que representaba Zachary Grant, así lo haría.

—¡Demonios, Webb! ¿qué haces? —preguntó el irlandés cuando Colin, en lugar de seguir la estrategia de agotar las energías de Zach, fue en su búsqueda. Se cubrió el mentón para evitar un golpe que lo dejara fuera de combate, aunque eso le diera al contrincante libre acceso a las costillas. Recibió uno, dos, tres cortos de Grant… el californiano saboreó la victoria, buscó el cuarto impacto. Cuando la derecha salió disparada, Colin quebró la cintura, escapó al golpe, y retribuyó, con el poco aire que quedaba en sus pulmones, un gancho de izquierda que dio de lleno en la mandíbula de Zachary.

Era el único golpe que, sin importar la musculatura, la fuerza o la entereza, desbarajustaba a cualquier hombre. Claro, si se descontaban los bajos, esos que, por fortuna, estaban prohibidos hasta en el sótano del White. Grant cayó a la lona, el árbitro contó hasta diez y dio por finalizado el encuentro. En el alboroto de apuestas, Colin bajó sin festejos, caminó hacia el fondo y arrastró al hombre —mujer— que allí se encontraba en estado de completo estupor. La llevó por los corredores hasta lo que parecía ser un vestuario, el mismo tenía cubículos individuales y encerró a Emily en uno de ellos.

—¡Qué demonios…!

—Esto tiene que terminar, Colin. ¡Oh, pensé que me moría!, ¿sabes lo que se siente, aquí —Se señaló el pecho—, dividir los sentimientos de esta manera? Saber que tu bienestar implica que mi hermano caiga en la lona…

—¡Tu hermano se lo buscó!

—¡Y tú se lo diste! —espetó Emily, que dejó el miedo atrás para abrazar la ira.

—Sí, demonios, por supuesto que sí. Me crees un maldito cobarde, igual que él, me creen un blando…

—¡No es cierto! —Emily se sentía morir. No se creía capaz de soportar la furia de Colin, y eso era lo que tenía ante sí. Una tempestad, una de esas tormentas que azotaban y destruían todo a su paso, esas de las que solo se salía reconstruyendo lo poco que dejaban a su paso.

—Me creen poco hombre —dijo al fin, Webb, dolido—. Pues ahí tienes tu respuesta, Emily.

—No es cierto, Colin. No lo es, no te considero poco hombre, no… ¡No tienes que probar nada! —La voz de ella se alzó, hasta quebrarse en el aire.

—Sí tengo que hacerlo.

—¿A quién? ¿A mi hermano? ¿A ese grupo de lores perezosos? ¿A quién tienes que probarle algo?

—¡A ti! Emily, a ti… yo… —El dolor, las secuelas de la pelea, todo impactó en el cuerpo de Colin Webb cuando se dejó caer en el piso y se cubrió el rostro inflamado con las manos aún vendadas. El sudor perlaba su piel, el olor de su cuerpo transpirado inundó las fosas nasales de Emily como un afrodisíaco. Olía a hombre, olía a él, ¿cómo podía creer que tenía que probarle algo?

—Colin… no hagas esto.

—Tu hermano ha adivinado la farsa, aunque no se lo haya confirmado, lo ha adivinado. Me desafió, si perdía, me debía alejar de ti. Era más fácil perder que ganar, era más fácil rendirme que esto… entonces, ¿por qué, Emily, por qué rendirme me parece imposible? ¿por qué cuando se trata de ti no puedo hacerlo?

—Colin… por favor, no lo hagas —le rogó la muchacha. No soportaba el dolor de él, ni el físico ni el de su corazón. Ambos le daban de lleno, como si hubiese sido ella la contrincante en ese ring, la que peleaba contra él… y al igual que Zachary, no podía ganar. Su fuerza no bastaba.

—No puedes estar aquí, y, sin embargo, me alegro de que lo vieras, Em. De que vieras lo que soy capaz de hacer por ti. —Colin había ganado, y a pesar de ello, lucía derrotado. Otro Grant era el que lo dejaba en la lona, y no había árbitro que pudiera impedirlo, no existían las reglas entre ellos dos.

—No lo haces por mí, yo no necesito nada de esto.

—¿No lo entiendes? No, cómo podrías… cómo podrías, siendo tan… perfecta, única, siendo tan… tú… comprender lo que haces. —Webb alzó sus ojos celestes y los fijó en los de ella. La lección aprendida, la de no caer en las trampas de un rostro bonito, se evaporó. No tenía defensas ante él, menos cuando mostraba ese lado, el vulnerable. Colin creía que eso lo hacía menos, y ella pensaba que eso lo hacía perfecto—. Me haces sentir hombre, Em, me haces sentir más hombre de lo que jamás me sentí. Más entero, me convences, por momentos, lo logras, de que no hay nada malo en mí, que soy digno de tenerte, de abrazarte, de besarte. Me haces creer que merezco tus besos, y luego…

Emily lo besó, porque las palabras no salían de su garganta. En ese punto exacto en el que las emociones la estrangulaban. Los labios de Colin sabían a sudor y a sangre, y a él en estado puro. Nada le importaba, ni que la descubrieran, ni que la mancillaran. Nada era más relevante que abrazar a Colin hasta que todas esas partes sueltas se unieran, hasta que sanara por completo… Las lenguas danzaron en sus bocas, se acariciaron, exploraron lo prohibido. Las manos del hombre podían dibujar el contorno del cuerpo de la mujer, y las de ellas… las de ellas tenían toda la piel para explorar. El pecho desnudo de Colin se pegaba al suyo, y los pezones se erizaban en busca de un contacto que solo limitaba la tela de su camisa.

—Detente… —suplicó él—, porque conozco lo que sigue a esta sensación.

Emily lo miró desconcertada, sin comprender.

—Sí, Em, después de la gloria de tenerte en mis brazos llega el infierno. La otra parte de lo que me haces sentir, lo que me lleva a esta locura y a mil más.

—¿Importa? —preguntó Emily, rendida por completo—, ¿acaso importa, Colin? Prefiero el cielo y el infierno, prefiero conocer las dos cosas que ninguna.

—Emily… —El significado de esa declaración era claro, lo atravesaba, le robaba lo último que quedaba de él. ¿Quería él lo mismo? ¿Saborear la felicidad antes de la vida sin ella, o prefería no conocerla para no lamentarse? La vida lo había dejado sin opciones, había optado por él, porque ya estaba condenado a amar a esa mujer y a no tenerla, la única posibilidad que restaba por elegir era si una vez o nunca.

Y nunca era una palabra muy pesada…

Elliot había asomado sus narices en los vestuarios para presenciar algo que no debía.

—Soy ciego y mudo, pero por fortuna —le dijo a la pareja que se devoraba en el suelo del lugar—, no soy idiota. Tu hermana también está en pantalones escondida en la multitud.

—¡Maldición! —Colin se puso de pie, y cubrió a Emily con su cuerpo. Bridport solo atinó a alzar la ceja.

—¿Qué piensas hacer? —Si era una competencia de rojos, sería la primera vez en la vida en la que Elliot perdía ante alguien—. Yo me aseguro de Daphne, Colin. Tu encárgate de Emily, pero antes… ven.

Emily quedó oculta en el cubículo, lejos de las miradas de los hombres. Ellos se alejaron hasta que sus oídos quedaran también vedados.

—Eres mi amigo, y te aprecio —La voz de Elliot Spencer dejó entrever una autoridad pocas veces usada—, no pienso meterme en el medio de tus asuntos. Siempre fuiste el que usaba la cabeza de los dos…

—Dilo de una vez.

—¿Sabes lo que harás? Mejor dicho, ¿lo saben? Los dos.

—No… ¿satisfecho?

—Sí, increíblemente esa era la respuesta que esperaba. Si es así… me voy a salvar la reputación de tu hermana. Escucha bien, eh, para captar la ironía que flota en el aire: yo, Elliot Spencer, me iré a salvar la reputación de una dama, y tú, Colin Webb… —Lo dejó allí, con la frase inconclusa y la mente hecha humo.

Emily reía de nervios, frustración y una cuota de alivio. Solo esperaba que la discreción de Lord Bridport llegara hasta su esposa, porque Miranda la mataría. Todo el mundo lo haría. Había perdido la razón.

No se trataba como Cameron, que se había entregado bajo la promesa de matrimonio. No, ella se marchaba de ahí con la intención de convertirse en amante. Y la pena la agobiaba al saber que, de todas las amantes de Lord Webb, ella sería la única que tendría solo un día. Una noche. Le hubiera gustado demandar su trato, ese que le sumaba un año a la condena de perderlo.

—Emily, ¿estás segura de irte de aquí conmigo?

—De todos modos necesitas ayuda.

Estás sangrando, golpeado, sudado…

Los labios de Colin se curvaron, su mirada se rasgó en una sonrisa que la alcanzaba y que exponía el daño hecho por los puños de Grant.

—Salgamos de aquí, eso es lo primordial. Salir sin que nos vean… —Colin no tenía intenciones de dilatar el asunto. Se colocó el abrigo sobre la piel desnuda y sudada, y con tan solo eso, juntos, se escabulleron por los corredores de servicio. Salieron por la cocina hasta el callejón trasero, donde la basura se acumulaba y el glamour se perdía en el hedor.

—El coche que alquilé debía esperarnos en la salida del callejón —dijo Emily—, espero que esté aún. Tardamos más de lo previsto… —Avanzaron por la noche hasta dar con el carruaje. El chofer se había quedado dormido, y tuvieron que sacudirlo para que entrara en acción. El hombre lo hizo tras un curioso vistazo a la pareja de pasajeros. Una dama vestida de hombre, en un disfraz bastante malogrado, y un lord golpeado, semidesnudo que intentaba disimular el penoso estado tras un pesado abrigo.

La casa de soltero de Lord Webb se encontraba en el barrio de la del alquiler de los Grant, y era casi tan lujosa como esa. La diferencia en el decorado indicaba que se trataba de un lugar masculino, de un santuario personal. Todo ahí gritaba el nombre de Colin.

El joven lord dio varias órdenes al ingresar, entre ellas, que fueran a la casa de los Grant, sobornaran a una empleada y le trajeran una muda de ropa a Emily.

—Al parecer está bastante familiarizado con los «problemas femeninos», milord —recriminó Emily con una mezcla de celos y humor, a lo que Colin solo sonrió.

—No tanto como me gustaría.

—Debemos atender esas heridas, no puedes seguir sudado, esto no es California, aquí podrías enfermarte por más que sea verano.

Colin podría haber llamado a su ayudante de cámara, a cualquier sirviente, pero quería que ella lo hiciera. La deseaba, la deseaba en su cama, desnuda, gimiendo de placer. Y también deseaba eso, sus caricias, sus besos, sus cuidados.

El baño no tardó en estar listo, los empleados de Lord Webb eran todo lo eficiente y discreto que un hombre soltero necesitaba. Las reglas se volvían laxas bajo el techo de un dandi, de un hombre que acostumbraba a recibir visitas femeninas a altas horas, en situaciones extrañas. La vida de un hombre era todo lo que no era la de una mujer, y Emily se prometió que cuando al fin le tocara el turno de rendirse, de planear su vida, lo haría buscando esa misma libertad.

Ascendió los peldaños junto al hombre que amaba, quien volvía a mostrar su torso desnudo, sus golpes y magullones, y juntos llegaron a la recámara principal. Una habitación de muebles de caoba lustrada, decorada en azul y dorado. El aroma al jabón de afeitar, al almidón de las camisas… a la piel de Colin flotaba en el aire dándole la bienvenida al hogar.

—Em… —Se detuvo en el medio de la habitación—, quiero que sepas… quiero que sepas que podemos detenernos. En cualquier momento, no importa.

—Colin… eso no pasará. Lo deseo, deseo que suceda esto entre nosotros, el único que puede decir basta eres tú. Si no lo deseas…

—Claro que sí, oh, Dios… —Se silenció porque se sintió ridículo. Ella era la virgen e inocente dama seducida por el patán, entonces, ¿por qué era él quien temblaba de miedo? ¿por qué se sentía como un inexperto? La respuesta resonaba en sus tímpanos hasta aturdirlo: porque la amas, porque sabes que será distinto con ella.

—Necesito un baño —proclamó—, pero no pienso otorgarle esa ventaja, señorita Grant. Ya he visto lo peligroso que es confiar en los americanos.

Emily soltó una risita divertida.

—¿Ah, sí? ¿y qué propone?

—Pues… —Colin se acercó más a ella y la besó. Se apoderó de su boca con avidez, con hambre. La saboreó, la obligó a abrirse a él. Emily gemía por respuesta, rendida a las caricias, a las sensaciones. La lengua de Colin la invadía y despertaba en ella un deseo que le resultaba desconocido.

Llevaba meses anhelando ese momento, desde que sus ojos se posaron en él, solo que recién en esos instantes, cuando la decisión estaba tomada, cuando se sentía con las riendas de su destino, se permitió vivir los momentos con Colin sin miedo. Ya no quedaba nada por perder, su reputación no le importaba, ni su orgullo, ni su corazón. Solo eso restaba, e iba a tomarlo. Las manos de Webb eran de la misma idea, con la distracción de sus besos tomó ventaja sobre Emily para desnudarla. Las prendas femeninas le eran familiares, sí, pero las masculinas daban un acceso mayor. En pocos segundos, los senos de Emily estaban al descubierto, listos para su exploración.

Nada había preparado a Colin para esa imagen. Los había soñado, deseado… los había imaginado, aprisionados bajo el corsé, cubiertos por la camisa… su mente no podía con la realidad. Tomó uno en su mano, y el gemido de la muchacha se unió al suyo. Era grande, pesado, coronado de un pezón rosado que invitaba a su boca. Webb cayó de rodillas. Así, ante ella, ante la belleza de Emily.

—Em… —murmuró antes de posar los labios en su vientre, en su ombligo, donde hundió la lengua al tiempo que se deshacía de los botones del pantalón. Emily sentía el ardor de la pasión mezclarse con el de la vergüenza, los pensamientos la azotaban, le gritaban que no era tan hermosa para competir con el pasado de Colin… sin imaginar que Colin acababa de perder su pasado, de olvidarlo. Ella lo había barrido por completo. Al igual que él barría sus caderas, con caricias de fuego que arrastraban lejos el pantalón.

Un grito ahogado salió de la garganta de Emily cuando Colin se puso de pie, de golpe, y en un movimiento ágil y no demasiado gentil, la arrojó sobre el mullido colchón. La señorita Grant se observó sin poder creer que ellos dos formaran esa escena erótica. Él sudado, lastimado, herido, y ella con una camisa atrapada en sus antebrazos, un pantalón bajo la cadera, trabado en las botas masculinas que Webb intentaba quitar.

—Serías un buen ayudante de cámara —bromeó ella al ver la frustración de su amante.

—¿Eso cree, señorita Grant? Es de mala educación reírse de los condenados —la reprendió tras quitar la segunda bota. Se lanzó sobre ella, y la tela del pantalón le impidió a la muchacha abrir las piernas para recibirlo. Colin jugaba con ella, con el deseo compartido. La erección del hombre se hacía notoria bajo la tela y presionaba la pelvis de Emily, sin que ella pudiera más que quejarse por no conseguir el roce anhelado.

Webb la volteó, le quitó los pantalones al fin, lo mismo hizo con la camisa, y recién cuando ella estuvo por completo desnuda, hizo lo mismo con las pocas prendas que llevaba.

—Ahora estamos en igualdad de condiciones, Em… me encantaría decir que así te quité la ventaja, pero me rindo… me rindo por completo. —Buscó sus labios una vez más, para depositar besos desesperados—. Siempre me ganarás, siempre conseguirás ser más de lo que espero…

—Colin… —pidió ella—, abre los ojos, ábrelos por mí. Míranos. Estamos desnudos, estamos rendidos. No hay más nada que se interponga entre nosotros, se fueron a ese montón —Señaló las prendas arrugadas—. Por esta noche, allí quedan los miedos, las inseguridades… hasta mi pudor se fue con esos pantalones.

—¿Pudor? Em… Em, si te vieras con mis ojos, no te vestirías jamás.

«Y si tú te vieras con los míos, sabrías que eres el hombre perfecto», ahogó la respuesta en un nuevo beso, porque sacar a colación el tema sería apagar la hoguera. Y ella solo quería arder, por unas horas, por una noche, por el tiempo que pudiera… solo arder.

El sudor de Colin, sus heridas, le recordaron la falta de atención, la tina que aguardaba por él y los paños para vendar los magullones.

—Ven, ¿no era para esto que me desvestiste? —jugueteó ella y fue hasta la tina. Colin la observó desconcertado, olvidando por completo las heridas.

—Solo necesitaba una excusa, me valí de ella —replicó en el mismo tono. El cuerpo de Webb se tensaba ahora por otra razón, por el deseo. Su erección reclamaba a Emily, su piel pedía por ella, y si la ponía en pausa era solo por respeto.

Un respeto que la muchacha no deseaba. No lo invitaba a la tina porque lo quisiera limpio, ni por postergar lo de ellos. Sino para dilatarlo, para extender el momento…  para torturarlo.

Colin se sumergió en el agua, y Emily supo lo que tramaba. Arrastrarla a ella también. Salpicaron el suelo a su alrededor y cargaron la habitación de risas divertidas y de gemidos placenteros. No tenían demasiado espacio, y él la instó a montarse a horcajadas. El roce del pene contra la entrada de su cuerpo la hacía gritar de placer en cada movimiento, aunque no le impidió llevar a cabo la tarea, solo la hizo deliciosa.

Con el paño y el jabón, lavo cada herida de Colin, cada corte, cada raspón. Y mientras lo hacía, él la acariciaba, la besaba, saboreaba sus pechos y la castigaba con el vaivén del agua. Emily sentía el modo en que su cuerpo se preparaba solo para la invasión que llegaría, no se trataba de la humedad del baño, otra, que nacía en su interior, comenzaba a hacerse presente. Su entrepierna estaba sensible, al igual que sus pezones, ahí donde la boca de Colin no daba tregua.

Él la observaba, la dejaba hacer, y se deleitaba de la imagen de la muchacha. La cintura llena lo tenía encantado, no dejaba de aferrarse a ella, de tomarla con fuerzas de esas amplias caderas para que las acercara más a él, a la parte de su anatomía que latía en un frustrado reclamo. Emily finalizó el baño tras enjuagar el cabello de Colin, que lucía dorado a la luz de las velas de la recámara y que, en esos momentos, todo hacia atrás, dejaba al descubierto las facciones perfectas del rostro masculino.

Las bocas volvieron a unirse, las lenguas a tocarse, y solo se separaron un segundo:

—Em, rodéame con las piernas —demandó. ¡Oh, cuánto tiempo llevaba soñando con esas palabras! Las firmes piernas de Emily se aferraron a su cintura, notaba que no se sentía segura, que creía que su peso sería demasiado para él. Le probaría lo contrario, le demostraría que esas inseguridades no tenían fundamentos. Su cuerpo era todo lo que el de él reclamaba. La alzó de un solo movimiento, y salió de la tina, llevándose el agua con él hasta el colchón. Ahí, con desenfado, comenzó a quitar las horquillas que sostenían el cabello de Emily, para poder contemplarla como lo que era… su ninfa. Su extraña y única ninfa, que domaba corceles y miedos, que conquistaba países y hombres. La cabellera dorada no tardó en caer en pesados bucles que enmarcaron su cuerpo, y en ellos, Colin enredó sus dedos para inmovilizar la cabeza de la muchacha y saquear su boca.

Él también extendía el momento, retrasaba la unión. No quería que finalizara, deseaba hacer de esa noche, una noche eterna. Sus cuerpos se volvieron el obstáculo insalvable, la demanda de sus pieles no soportaba un segundo más de tortura.

Colin arrastró su boca por el cuerpo de Emily, saboreando cada rincón, dejando su impronta de dientes y marcas. Ella sumaba a las heridas de combate las suyas, las de sus uñas, unas líneas que Webb deseaba que jamás desaparecieran.

—Em… —fue la última súplica. Llegaban al punto exacto en el que no existía retorno.

—Sí, Colin…

Se acomodó sobre el cuerpo de ella, y Emily no tardó en rodearlo con las piernas, en marcarle el sendero que ambos conocían. Él se abrió camino en su interior, con delicadeza, un centímetro a la vez hasta quedar cobijado por completo en la húmeda calidez de Emily Grant. El dolor virginal no duró demasiado, apenas un par de lentos embistes bastaron para que ella se adaptara al hombre, a uno que parecía hecho a su medida.

Los gemidos rompieron la noche, el crujir de la cama se sumó a ellos, y por último… sus nombres entre los labios unidos. Sus ruegos ahogados en las sensaciones, y los silencios, las palabras que pujaban por salir. Lo sentían en sus pieles, en la cumbre del placer, en el momento en que Colin se derramaba en su interior y ella lo recibía por completo.

Lo callaron, porque habían tocado el cielo y bajar al infierno con esas palabras significaba una condena mayor de la que podían soportar.

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