Elon Musk

Elon Musk


2. África

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ÁFRICA

EL PÚBLICO TUVO NOTICIAS DE Elon Reeve Musk por primera vez en 1984. La revista sudafricana PC and Office Technology publicó el código fuente de un videojuego que Musk había diseñado. Blastar, un juego espacial de ciencia ficción, funcionaba con 167 líneas de instrucciones. Corrían los tiempos en que los usuarios de los primeros ordenadores estaban obligados a escribir comandos para todo. En aquel contexto, el juego de Musk no era una maravilla de la ciencia informática, pero sin duda superaba lo que era capaz de hacer la mayoría de los niños de doce años. Su publicación en la revista le granjeó a Musk quinientos dólares y proporcionó algunas señales tempranas sobre su carácter. El código del juego, publicado en la página 69 de la revista, muestra que el joven quería presentarse ante el mundo como E. R. Musk, un nombre que sonaba a autor de ciencia ficción, y que ya albergaba en su cabeza la visión de grandes conquistas. La breve introducción rezaba así: «En este juego tienes que destruir un carguero extraterrestre que lleva bombas mortales de hidrógeno y Status Beam Machines. El programa hace un buen uso de los sprites y las animaciones, y en este sentido su lectura merece la pena». (En relación con este texto, ni siquiera en internet hemos encontrado qué son las «Status Beam Machines».)

Fantasear en la infancia con el espacio y la lucha entre el bien y el mal no tiene nada de sorprendente; tomarse esas fantasías en serio es otra cosa. Así ocurría con el joven Elon Musk. Mediada su adolescencia, Musk había mezclado fantasía y realidad en su cabeza hasta el punto de que no le era fácil distinguirlas. El destino del hombre en el universo se le aparecía como una responsabilidad personal. Si para cumplir su misión había que descubrir tecnologías para generar una energía más limpia o construir naves espaciales para extender el alcance de la especie humana, tendría que hacerlo. Ya encontraría la forma. «Tal vez leyera demasiados cómics de pequeño —afirma Musk—. Los personajes de los cómics siempre luchan para salvar al mundo. Hay que intentar que el mundo sea un lugar mejor, porque lo contrario no tiene sentido.»

Cuando tenía unos catorce años, Musk entró de lleno en una crisis existencial. Intentó hacerle frente como muchos adolescentes con talento, recurriendo a textos religiosos y filosóficos. Asimiló diversos idearios y al final terminó más o menos donde había comenzado, adoptando las enseñanzas de ciencia ficción de uno de los libros que más lo han influenciado en su vida: la Guía del autoestopista galáctico, de Douglas Adams. «En ese libro se dice que una de las cosas más difíciles es saber formular las preguntas adecuadas —comenta Musk—. Cuando sabes la pregunta, responderla es relativamente sencillo. Yo llegué a la conclusión de que realmente deberíamos aspirar a aumentar el alcance y la escala de la conciencia humana para entender mejor qué preguntas debemos formular.» Así fue como aquel adolescente descubrió cuál era su misión en la vida, una misión regida por una lógica intachable. «Aspirar a la mejora colectiva de la humanidad es lo único que tiene sentido», sostiene Musk.

No es difícil identificar algunos de los cimientos en que se apoya esa búsqueda de sentido. Nacido en 1971, Musk se crió en Pretoria, una gran ciudad situada en la zona noreste de Sudáfrica, a solo una hora en automóvil de Johannesburgo. El espectro del apartheid estuvo presente a lo largo de su infancia, mientras el país estaba sometido a la tensión y la violencia. Los negros y los blancos luchaban entre sí, al igual que los negros de diferentes tribus. Musk cumplió cuatro años apenas días después del levantamiento de Soweto, en el que cientos de estudiantes negros murieron mientras se manifestaban contra los decretos del Gobierno blanco. Durante años, Sudáfrica se enfrentó a las sanciones de la comunidad internacional por sus políticas racistas. Musk tuvo la suerte de viajar al extranjero durante su infancia, lo que le permitió comprobar cómo veían a Sudáfrica más allá de sus fronteras.

Pero lo que probablemente moldeó más la personalidad de aquel niño fue la cultura afrikáner blanca, prevalente en Pretoria y en las áreas circundantes, que celebraba los comportamientos hipermasculinos y veneraba a los deportistas con agallas. Aunque la condición social de Musk le otorgaba ciertos privilegios, aquel era un entorno extraño para un joven cuyo carácter obsesivo y personalidad reservada se salían de lo común. Su idea de que algo en el mundo andaba mal se confirmaba una y otra vez, así que desde muy temprana edad anhelaba encontrar un lugar en el que hacer realidad sus sueños. Tenía una visión absolutamente estereotipada de Estados Unidos: era la tierra de las oportunidades, el escenario donde una persona como él podría prosperar. Así fue como un niño sudafricano solitario y desgarbado que aspiraba a «la mejora colectiva de la humanidad» acabó convirtiéndose en el empresario más audaz de Norteamérica.

La llegada de Musk a Estados Unidos, ya entrado en la veintena, representó un retorno a sus raíces ancestrales. Los árboles genealógicos indican que algunos antepasados que llevaban el apellido suizo alemán de Haldeman (la línea materna de la familia) se trasladaron de Europa a Nueva York durante la guerra de Secesión estadounidense. Desde Nueva York se dispersaron hacia las praderas del Medio Oeste, recalando sobre todo en Illinois y Minnesota. «Por lo visto, nuestros antepasados lucharon en ambos bandos de la Guerra Civil y eran una familia de agricultores», afirma Scott Haldeman, tío de Musk e historiador no oficial del clan.

Durante toda su infancia, su inusual nombre le acarreó las burlas de los demás niños. Su nombre de pila procedía de su bisabuelo John Elon Haldeman, que nació en 1872[1], se crió en Illinois y posteriormente fue a Minnesota. Allí conoció a su esposa, Almeda Jane Norman, cinco años menor que él. En 1902, la pareja, que se había establecido en una cabaña de madera en la ciudad de Pequot, en el centro de Minnesota, tuvo un hijo, Joshua Norman Haldeman, el abuelo de Musk por la línea materna, quien con el paso de los años se convertiría en un tipo excéntrico y excepcional y en un modelo para su nieto[2].

Se dice que Joshua Norman Haldeman era un muchacho atlético y autosuficiente. En 1907, la familia se trasladó a las praderas de Saskatchewan; su padre murió poco después, cuando Joshua apenas contaba siete años, lo que cargó sobre su espalda parte de las responsabilidades domésticas. Joshua, un gran amante de las amplias llanuras, se aficionó a montar caballos salvajes y a practicar boxeo y lucha libre. Solía domar caballos para los agricultores locales, lesionándose en alguna que otra ocasión, y organizó uno de los primeros rodeos de Canadá. En algunas fotos aparece vestido con un llamativo par de chaparreras mientras demuestra sus habilidades con el lazo. Cuando era adolescente, Haldeman se marchó de casa para titularse en la Escuela Palmer de Quiropráctica de Iowa y, una vez acabados los estudios, regresó a Saskatchewan y se hizo granjero.

En los años treinta, la época de la Gran Depresión, Haldeman se encontró al borde de la ruina. No pudo pagar los préstamos con los que había comprado su equipo y los bancos se quedaron con más de dos mil hectáreas de sus tierras. «A partir de entonces, papá dejó de creer en los bancos y en aferrarse al dinero», cuenta Scott Haldeman, que obtendría su título de quiropráctico en la misma escuela que su padre y llegaría a convertirse en uno de los mayores expertos mundiales en afecciones de la parte superior de la médula espinal. Hacia 1934, después de perder la granja, Joshua se embarcó en una especie de existencia nómada que su nieto reproduciría en Canadá décadas después. Su metro noventa de altura le permitió encontrar trabajos esporádicos en la construcción y en los rodeos antes de establecerse como quiropráctico[3].

En 1948, Haldeman se había casado con una profesora de baile canadiense, Winnifred Josephine Fletcher, o simplemente Wyn, y se había labrado una exitosa carrera como quiropráctico. Aquel año, la familia, que ya contaba con un hijo y una hija, dio la bienvenida a las gemelas Kaye y Maye, la madre de Musk. Los niños vivían en una casa de tres pisos y veinte habitaciones que incluía un estudio de baile en el que Wyn seguía dando clases. Siempre en busca de nuevas aficiones, Haldeman aprendió a pilotar y compró su propio avión. Las historias de los Haldeman subiendo a sus hijos a la parte posterior del monomotor y viajando por toda Norteamérica granjearon cierta notoriedad a la familia. Haldeman solía acudir en su avión a encuentros con políticos y quiroprácticos, y más adelante escribió junto a su esposa un libro titulado The Flying Haldemans: Pity the Poor Private Pilot [«Los Haldeman voladores: apiádense del pobre piloto privado»].

Las cosas parecían ir completamente a favor de Haldeman cuando, en 1950, decidió tirarlo todo por la borda. El médico y político estaba completamente en contra de que el Estado metiera las narices en la vida de los ciudadanos y pensaba que la burocracia canadiense era demasiado entrometida. Aquel hombre, en cuya casa estaba prohibido jurar, fumar, beber Coca-Cola y comprar harina refinada, sostenía que la fibra moral de Canadá había comenzado a deteriorarse. Por otro lado, Haldeman siempre se había sentido atraído por las aventuras. Y así, al cabo de pocos meses, la familia vendió su casa, la escuela de danza y la consulta quiropráctica, y decidió trasladarse a Sudáfrica, un lugar en el que Haldeman nunca había estado. Scott recuerda que ayudó a su padre a desmontar el Bellanca Cruisair (1948), el avión de la familia, y a meter las piezas en cajas que enviaron a África. Cuando la familia llegó a su nueva patria, volvió a montar el avión y lo utilizó para buscar un lugar agradable donde vivir. Finalmente eligió Pretoria, donde estableció una nueva consulta quiropráctica.

El espíritu aventurero de la familia no parecía conocer límites. En 1952, Joshua y Wyn emprendieron a bordo de su avión un viaje de 35.000 kilómetros que los llevó desde África hasta Escocia y Noruega. Wyn hacía de navegante y, aunque no tenía licencia de piloto, a veces relevaba a su marido a los mandos del aparato. La pareja superó aquella marca en 1954, cuando realizó un viaje de 48.000 kilómetros a Australia. Los periódicos informaron de la hazaña de los Haldeman, los únicos particulares, según todos los registros, que han volado desde África hasta Australia en un monomotor[4].

Cuando no estaban de viaje, los Haldeman organizaban grandes expediciones de un mes a la sabana en busca de la Ciudad Perdida del desierto de Kalahari, una supuesta urbe abandonada de África meridional. Una foto de familia muestra a los cinco niños en torno a una gran olla de metal calentándose en las brasas de una fogata. Sentados en sillas plegables, con las piernas cruzadas y leyendo libros, parecen estar a sus anchas. Detrás de ellos se ve el Bellanca de color rojo rubí, una tienda de campaña y un automóvil. La tranquilidad de la escena no hace justicia a lo peligrosos que eran aquellos viajes. En cierta ocasión, la camioneta de la familia chocó contra el tocón de un árbol y empotró el parachoques contra el radiador. Atascado en medio de la nada, sin medios para comunicarse con nadie, Joshua trabajó durante tres días para arreglar el vehículo mientras los demás cazaban para comer. Las hienas y los leopardos solían circundar la fogata nocturna, y una mañana, la familia se despertó con un león a un metro de distancia de su mesa. Joshua echó mano del primer objeto que encontró —una lámpara—, lo agitó y le gritó al león que se marchara. El animal obedeció[5].

El enfoque educativo de los Haldeman era bastante relajado, algo que se extendería a las siguientes generaciones y de lo que se beneficiaría el propio Musk. Jamás los castigaban: según Joshua, estaban perfectamente capacitados para saber cómo debían comportarse. Cuando papá y mamá emprendían uno de sus extraordinarios viajes aéreos, los niños se quedaban solos en casa. Scott Haldeman no recuerda que su padre pisara su colegio ni una sola vez, a pesar de que su hijo era capitán del equipo de rugby y representante de los alumnos. «Para él, aquello no tenía nada de extraordinario —dice Scott Haldeman—. Sentíamos que todo estaba a nuestro alcance. Bastaba con tomar una decisión y llevarla a cabo. En ese sentido, mi padre estaría muy orgulloso de Elon.»

Haldeman murió en 1974, a los setenta y dos años. Había estado haciendo prácticas de aterrizajes con su avioneta y no vio un cable conectado a un par de postes. El alambre se enganchó en las ruedas del avión y lo volteó, y Haldeman se rompió el cuello. Cuando ocurrió, Elon era un niño pequeño. A lo largo de su infancia escuchó muchos relatos sobre las hazañas de su abuelo y vio innumerables diapositivas de sus viajes y excursiones por la selva. «Mi abuela nos contaba todas aquellas historias en las que habían estado a punto de morir —recuerda Musk—. Viajaban en un avión prácticamente sin instrumentos, ni siquiera una radio, y en lugar de mapas aéreos, usaban mapas de carreteras que en bastantes casos ni siquiera eran correctos. Mi abuelo tenía esa ansia de aventura, ese loco afán de exploración.» Elon cree que tal vez haya heredado de su abuelo su inusual tolerancia al riesgo. Muchos años después del último pase de diapositivas, Elon intentó localizar el Bellanca rojo para comprarlo, pero no logró dar con su paradero.

Maye Musk, la madre de Elon, creció idolatrando a sus padres. En su juventud la consideraban un ratón de biblioteca. Le gustaban las matemáticas y las ciencias y se le daban bien los estudios. Sin embargo, al cumplir quince años llamaba la atención por otros atributos. Maye era preciosa. Alta, de cabello rubio ceniza, pómulos marcados y rasgos angulosos, destacaba en todas partes. Un amigo de la familia dirigía una escuela de modelos, y Maye asistió a algunas clases. Los fines de semana participaba en desfiles y posaba para revistas, de vez en cuando asistía a reuniones en la casa de algún senador o embajador y llegó a ser finalista en el concurso de Miss Sudáfrica. (Pasados los sesenta años, Maye ha continuado trabajando de modelo, ha sido portada de revistas como New York y Elle y ha aparecido en algunos vídeos musicales de Beyoncé.)

Maye y el padre de Elon, Errol Musk, crecieron en el mismo vecindario. Se vieron por primera vez cuando Maye, nacida en 1948, tenía unos once años. Errol era un guaperas cuyo carácter contrastaba con la dedicación de Maye a los estudios, pero le hizo la corte durante años. «Se enamoró de mí por mis piernas y mis dientes», dice Maye. Salieron juntos intermitentemente durante la época que pasaron en la universidad. Y, según Maye, Errol estuvo siete años pidiéndole que se casara con él, hasta que al final ella le dio el sí. «Nunca dejaba de pedírmelo», recuerda.

Su matrimonio fue complicado desde el principio. Maye se quedó embarazada durante la luna de miel y dio a luz a Elon el 28 de junio de 1971, nueve meses y dos días después de la boda. Aunque no conoció la felicidad conyugal, la pareja se labró una vida digna en Pretoria. Errol trabajaba como ingeniero mecánico y eléctrico, a cargo de grandes proyectos como edificios de oficinas, complejos comerciales, parcelas residenciales y hasta una base de las fuerzas aéreas; por su parte, Maye abrió una consulta como dietista. Poco más de un año después de Elon nació su hermano, Kimbal, y no mucho más tarde, su hermana, Tosca.

Elon exhibía todos los rasgos de un niño curioso y activo. Comprendía las cosas con facilidad, y Maye, como tantas otras madres, estaba convencida de que su hijo era precoz y brillante. «Parecía entender las cosas más rápidamente que los otros niños», dice Maye. Lo desconcertante era que a veces parecía entrar en una especie de trance. Cuando la gente hablaba con él se quedaba callado y con la mirada perdida. Esa conducta se repetía con tanta frecuencia que sus padres y los médicos pensaron que podía ser sordo. «A veces simplemente no te oía», recuerda Maye. Los médicos le realizaron una serie de pruebas y finalmente decidieron extirparle las glándulas adenoides, una operación que en algunos casos mejora la audición de los niños. «Bueno, él no cambió», dice Maye. El problema de Elon tenía mucho más que ver con su cableado mental que con su sistema auditivo. «Se encierra en sí mismo y entonces ves que está en otro mundo —dice Maye—. Todavía lo hace. Ahora ya no le digo nada porque sé que está diseñando un nuevo cohete o algo por el estilo.»

Los otros niños no reaccionaban bien ante aquel ensimismamiento. Podías dar saltos a su lado o gritarle, pero él no se daba ni cuenta. Seguía a lo suyo, y los demás pensaban que era un grosero o un bicho raro. «Creo que Elon siempre fue un poco diferente, como un ratón de biblioteca —sostiene Maye—. Nunca se hizo querer por sus compañeros.»

Para Musk, aquellos momentos eran maravillosos. A los cinco años había encontrado una manera de aislarse del mundo y concentrar toda su atención en una sola tarea. Esta capacidad se explica hasta cierto punto por el carácter extremadamente visual del funcionamiento de su mente. Visualizaba imágenes con un grado de claridad y detalle semejante al de un plano de ingeniería generado por ordenador. «Es como si la parte del cerebro que normalmente se ocupa del procesamiento visual, la parte que procesa las imágenes del mundo externo, estuviera controlada por el pensamiento —dice Musk—. Ahora no puedo hacerlo tanto como antes, porque hay muchas cosas que exigen mi atención, pero de niño me ocurría a menudo. La parte del cerebro que usamos para procesar las imágenes que captan los ojos yo la usaba para pensar.» Los ordenadores procesan la información mediante dos clases de chips. Por una parte están los chips gráficos, que se ocupan de procesar las imágenes producidas por una señal de televisión o un videojuego, y por otra los chips computacionales, que se encargan de las tareas generales y las operaciones matemáticas. Musk ha llegado a pensar que su cerebro contiene una especie de chip gráfico que le permite ver un objeto cualquiera, reproducirlo en su mente e imaginarse cómo podría transformarse o comportarse al interactuar con otros objetos. «En el caso de las imágenes y los números, puedo procesar su interrelación y sus relaciones algorítmicas —explica Musk—. Veo de manera muy vívida cómo afectarán los objetos a la aceleración, el impulso, la energía cinética y ese tipo de cosas.»

Sin embargo, aquel niño poseía un rasgo de carácter que resultaba aún más llamativo: su obsesión por la lectura. Desde muy pequeño parecía tener siempre un libro entre las manos. «No era nada raro que leyera diez horas diarias —dice Kimbal—. Los fines de semana podía leer dos libros al día.» A menudo, cuando la familia iba de compras, se daban cuenta de que Elon se había esfumado. Maye o Kimbal se acercaban a la librería más cercana y lo encontraban sentado en el suelo, cerca de la trastienda, completamente sumido en la lectura.

Cuando Elon se hizo mayor, se pasaba por la librería al terminar las clases a las dos de la tarde y se quedaba hasta las seis, cuando sus padres regresaban a casa del trabajo. Primero se dedicaba a los libros de ficción, después a los cómics y por último a los libros de no ficción. «A veces me echaban de la tienda, aunque no era lo habitual», recuerda Elon. Entre sus lecturas favoritas se contaban El señor de los anillos, la saga de la Fundación de Isaac Asimov y La luna es una cruel amante, de Robert Heinlein, además de la Guía del autoestopista galáctico. «Llegó un momento en el que me había leído todos los libros de la biblioteca escolar y de la biblioteca del barrio —dice Musk—. Debió de ocurrir cuando estaba en tercer o cuarto curso. Intenté convencer al bibliotecario de que pidiera libros para mí. Entonces me puse a leer la Enciclopedia Británica. Fue increíblemente útil. Ves que hay miles de cosas de las que lo ignorabas todo.»

De hecho, Elon acabó leyéndose dos enciclopedias, hazaña que no contribuyó a su popularidad. El muchacho tenía memoria fotográfica, y las enciclopedias lo convirtieron en una fábrica de datos. Era el clásico sabelotodo. En la mesa, si Tosca se preguntaba en voz alta sobre la distancia que separaba la Tierra de la Luna, Elon le decía la medida exacta en su perigeo y su apogeo. «Si nos surgía alguna duda, Tosca siempre decía: “Pregúntale al genio” —recuerda Maye—. Podíamos preguntarle sobre cualquier cosa. Lo recordaba todo.» Su torpeza física acabó por cimentar su fama de ratón de biblioteca. «No es muy deportista», dice Maye.

Maye recuerda una noche en que Elon jugaba fuera de casa con sus hermanos y primos. Cuando uno dijo que lo asustaba la oscuridad, Elon comentó que «la oscuridad es simplemente la ausencia de luz», lo que no contribuyó a tranquilizar al asustado niño. En su adolescencia, su incesante afán de corregir a los demás y sus modales bruscos provocaron el rechazo de los otros chavales y aumentaron su sensación de aislamiento. Elon estaba convencido de que a la gente le gustaba que les mostrasen los fallos de sus razonamientos. «A los niños no les gustan esa clase de respuestas —sostiene Maye—. Le decían: “No volveremos a jugar nunca contigo”. Me sentía muy triste como madre, porque creo que quería tener amigos. Kimbal y Tosca traían amigos a casa y él quería jugar con ellos. Pero era un niño que se salía de lo común.» Maye instó a sus otros dos hijos a que lo incluyeran en sus juegos. Le respondieron como haría cualquier niño: «Pero, mamá, Elon es aburrido». Sin embargo, a medida que fue creciendo, los lazos que lo unían a sus hermanos y primos (los hijos de la hermana de su madre) se volvieron más sólidos e intensos. Aunque en la escuela era introvertido, se mostraba extrovertido con los miembros de su familia, y al final adoptó el papel de cabeza visible de todas las iniciativas.

Durante un tiempo, la vida de los Musk fue bastante buena. La familia poseía una de las casas más grandes de Pretoria gracias al éxito de Errol como ingeniero. Una foto de los tres vástagos, tomada cuando Elon tenía unos ocho años, muestra a tres niños rubios y delgados sentados uno junto al otro en un porche de ladrillo, con los famosos jacarandás púrpuras de Pretoria al fondo. Elon, con mofletes grandes y redondos, luce una amplia sonrisa.

Poco después de tomar aquella foto, la familia se hizo pedazos. Sus padres se separaron y se divorciaron aquel mismo año. Maye se trasladó con los niños a la casa de vacaciones que la familia tenía en Durban, en la costa oriental de Sudáfrica. Al cabo de un par de años, Elon decidió que quería vivir con su padre. «Mi padre parecía un poco triste y solitario. Mi madre tenía tres niños y él ninguno —recuerda Musk—. Me parecía injusto.» Algunos miembros de la familia Musk han aceptado que Elon tomó aquella decisión impulsado por su naturaleza lógica, mientras que otros piensan que su abuela paterna, Cora, lo presionó bastante. «Yo no lograba entender por qué quería marcharse de aquel hogar tan feliz que yo había construido para él —dice Maye—. Pero Elon toma sus propias decisiones.» Justine Musk, exesposa de Elon y madre de sus cinco hijos, sostiene que Musk se sentía más identificado con el macho alfa de la familia y que no le preocupaba el aspecto emocional de la decisión. «No creo que se sintiera particularmente cercano a ninguno de sus progenitores», opina Justine, que describe al clan Musk como gente fría y no precisamente cariñosa. Más adelante, Kimbal también optó por vivir con Errol, diciendo simplemente que es natural que un hijo quiera vivir con su padre.

Cada vez que surge el tema de Errol, los Musk guardan silencio. Coinciden en señalar que vivir con él no era muy agradable, pero se niegan a dar más detalles. Pasado un tiempo, Errol se volvió a casar, y Elon tiene dos hermanastras con las que se muestra bastante protector. Elon y sus hermanos parecen decididos a no hablar mal de Errol en público por respeto a sus hermanastras.

Estos son los datos esenciales: la familia de Errol tiene profundas raíces sudafricanas. El clan Musk puede rastrear su presencia en el país desde hace unos doscientos años y mostrar que aparecía en la primera guía telefónica de Pretoria. El padre de Errol, Walter Henry James Musk, era un sargento del ejército. «Recuerdo que no hablaba casi nunca —dice Elon—. Solo bebía whisky, siempre estaba de mal humor y se le daban muy bien los crucigramas.» La madre de Errol, Cora Amelia Musk, nació en Inglaterra, en una familia célebre por su intelectualidad congénita. Solo había una cosa que Cora adorase tanto como ser el centro de atención: sus nietos. «Nuestra abuela tenía una personalidad muy dominante y era una mujer muy emprendedora —afirma Kimbal—. Ejerció una enorme influencia sobre nosotros.» Para Elon, su relación con Cora —o con Nana, como la llamaba él— era particularmente estrecha. «Cuidó mucho de mí después del divorcio —dice—. Iba a recogerme a la escuela, y me gustaba pasar el rato con ella jugando al Scrabble y cosas así.»

En apariencia, la vida en la casa de Errol parecía magnífica. Errol tenía un montón de libros que Elon leía de cabo a rabo y dinero para comprarle un ordenador o darle otros caprichos. Además, muchas veces llevaba a sus hijos de viaje al extranjero. «Nos lo pasábamos en grande —dice Kimbal—. Tengo un montón de recuerdos divertidos de aquella época.» Errol también impresionaba a los niños con su intelecto y les dio algunas lecciones prácticas. «Era un gran ingeniero —dice Elon—. Conocía el funcionamiento de todos los objetos físicos.» Errol llevaba a sus hijos al trabajo para que aprendieran a poner ladrillos, hacer instalaciones de fontanería, ajustar ventanas e instalar el cableado eléctrico. «Aquella época tuvo sus buenos momentos», asegura Elon.

Según Kimbal, Errol era un hombre «de presencia ultrapoderosa y extremadamente intenso». Hacía que Elon y Kimbal se sentaran y los aleccionaba durante tres o cuatro horas sin permitir que los chicos abrieran la boca. Parecía deleitarse siendo duro con ellos y hacía que las diversiones propias de la infancia perdieran la gracia. De vez en cuando, Elon intentaba convencer a su padre para que se trasladaran a América, y a menudo le hablaba sobre su intención de vivir en Estados Unidos. Errol trató de quitarle de la cabeza aquellos sueños dándole una lección: despidió al personal de servicio y obligó a Elon a encargarse de todas las tareas domésticas para hacerle saber lo que era «jugar a ser estadounidense».

Aunque Elon y Kimbal se nieguen a extenderse en detalle, es evidente que aquellos años con su padre dejaron en ellos una huella terrible. Los dos coinciden en que estuvieron sometidos a una especie de tortura psicológica. «Sin duda padece alguna clase de desequilibrio químico grave —dice Kimbal—. Y estoy seguro de que Elon y yo lo hemos heredado. Fue una infancia muy difícil emocionalmente, pero nos hizo ser lo que somos hoy.» Maye se pone de los nervios cuando surge el tema de Errol. «Nadie se lleva bien con él —afirma—. No es agradable con nadie. No quiero contar historias porque son horrendas. Ya sabes, simplemente no hablas de esas cosas. Tienes que pensar en tus hijos y tus nietos.»

Cuando quise entrevistar a Errol para hablar sobre su hijo, me respondió por correo electrónico: «Elon era un niño muy independiente y centrado cuando estaba conmigo. Adoraba la informática incluso antes de que nadie en Sudáfrica supiera lo que era, y su capacidad fue ampliamente reconocida ya con doce años. Las actividades de Elon y de su hermano Kimbal en su niñez y adolescencia eran tan numerosas y variadas que es difícil destacar solo una. Viajaban conmigo por toda Sudáfrica y por todo el mundo, visitando todos los continentes con regularidad a partir de los seis años. Elon, su hermano y su hermana eran y son ejemplares, en todos los sentidos que un padre puede desear. Estoy muy orgulloso de Elon».

Errol envió una copia de este correo a Elon, quien me aconsejó que no mantuviera correspondencia con su padre, insistiendo en que sus recuerdos del pasado no eran fiables. «Es un bicho raro», dice Musk. Pero cuando se le presiona para obtener más información, Musk elude el tema. «Se podría decir que no tuve una infancia feliz —afirma—. Puede parecer lo contrario, y hubo buenos momentos, pero no fue una infancia feliz, sino triste. A Errol se le da bien hacerte sentir desgraciado, de eso no cabe duda. Es capaz de darle la vuelta a cualquier situación, por buena que sea, y convertirla en algo horrible. No es un hombre feliz. No sé… Joder… No sé cómo se puede llegar a ser como él. No digo más porque haría daño a demasiadas personas.» Elon y Justine se han prometido que nunca dejarán que sus hijos conozcan a Errol.

Elon vio un ordenador por primera vez cuando apenas tenía diez años, en el centro comercial de Sandton City, en Johannesburgo. «Había una tienda de electrónica que vendía sobre todo cosas como aparatos de alta fidelidad, hasta que, en un rincón, colocaron algunos ordenadores», recuerda Musk. Al instante se sintió cautivado —«“¡Hostia puta!”, pensé»— por aquella máquina que podía ser programada para cumplir órdenes. «Era imperativo que yo tuviera una y le di la lata a mi padre para que me la comprara», dice Musk. Poco después poseía un Commodore VIC-20, un ordenador doméstico bastante popular que salió a la venta en 1980. Tenía cinco kilobytes de memoria y venía con un manual del lenguaje de programación BASIC. «Se suponía que hacían falta seis meses para asimilarlo —dice Elon—. Me obsesioné y me pasé casi tres días sin dormir hasta que acabé la última lección. Me parecía lo más increíble que había visto en la vida.» Aunque era ingeniero, el padre de Musk tenía algo de ludita y se mostró desdeñoso con aquella máquina. «Me dijo que solo servía para jugar y que nunca iba a ser capaz de hacer ingeniería real con ella —recuerda Elon—. “Lo que tú digas”, le respondí.»

A pesar de ser un muchacho estudioso y de su nuevo ordenador, Elon solía enredar a Kimbal y a sus primos Russ, Lyndon y Peter Rive (los hijos de Kaye) en toda clase de aventuras. Un año hicieron sus pinitos vendiendo huevos de Pascua puerta por puerta en su vecindario. Los huevos no estaban bien decorados, pero los muchachos no dudaron en vendérselos a sus acomodados vecinos por un precio exorbitado. También partió de Elon la iniciativa de construir explosivos y cohetes caseros. En Sudáfrica no se vendían los kits de cohetes de la marca Estes, tan populares entre los aficionados estadounidenses, de modo que Elon fabricó sus propios compuestos químicos y los guardó en latas. «Es increíble la cantidad de cosas que sirven para producir una explosión —explica Elon—. El nitrato de potasio, el azufre y el carbón vegetal son los ingredientes básicos para la pólvora. Aparte, si combinas un ácido fuerte con un alcalino fuerte, generalmente se libera una gran cantidad de energía. Mezclar cloro granulado con líquido de frenos da un resultado impresionante. Conservo todos los dedos de milagro.» Cuando no se dedicaban a manejar explosivos, los muchachos se ponían gafas protectoras y varias capas de ropa, y se disparaban con pistolas de perdigones. Elon y Kimbal hacían carreras de motocross en descampados, hasta que un día Kimbal salió despedido y se estampó contra una cerca de alambre de púas.

Con el paso de los años, los primos se tomaron sus actividades empresariales más en serio. Estuvieron a punto de abrir un salón recreativo. Sin que sus padres lo supieran, los chicos eligieron un local para su negocio, consiguieron un contrato de alquiler e iniciaron la tramitación de los permisos. Sin embargo, debían conseguir que alguien mayor de edad les firmara un documento legal, un trámite al que ni al padre de los Rive ni Errol accedieron. Pero aunque tuvieron que pasar un par de décadas, Elon acabaría haciendo negocios con los Rive.

Las hazañas más audaces de los chicos fueron probablemente sus viajes entre Pretoria y Johannesburgo. En la década de 1980, Sudáfrica podía ser un lugar terriblemente violento, y los 56 kilómetros por tren entre ambas ciudades eran uno de los trayectos más peligrosos del mundo. Kimbal habla de aquellos viajes como experiencias formativas para él y para Elon. «En Sudáfrica la vida no era fácil, y eso te deja huella. Veíamos cosas realmente duras. Aquello formaba parte de una educación que se salía de lo común, repleta de experiencias demenciales que cambian tu apreciación del riesgo. No creces pensando que la parte difícil será conseguir empleo; hay preocupaciones mucho más interesantes.»

Los chicos, que en aquel entonces tenían entre trece y dieciséis años, buscaban en Johannesburgo una mezcla de diversión y hazañas frikis. Durante una de sus excursiones acudieron a un torneo de Dungeons & Dragons. «No se podía ser más friki», recuerda Musk. A todos les encantaba aquel juego de rol, en el que debe existir un director de juego que imagine una escena y se la describa a los participantes para crear la atmósfera de la partida. «Entras en una habitación y ves un cofre en una esquina. ¿Qué vas a hacer? […] Abres el cofre. Te han tendido una trampa. Acabas de liberar a decenas de duendes.» Elon sobresalía en ese papel de Amo de la Mazmorra y se aprendió de memoria los textos que detallaban los poderes de los monstruos y otros personajes. «Bajo la dirección de Elon interpretamos el papel tan bien que ganamos el torneo —dice Peter Rive—. Para ganar hay que tener una imaginación increíble, y Elon sabía cautivar e inspirar a todo el mundo.»

El Elon que sus compañeros encontraban en la escuela era mucho menos cautivador. Durante la enseñanza primaria y secundaria, Elon recaló en un par de instituciones. Pasó el equivalente a octavo y noveno curso en la Bryanston High School. Una tarde, Elon y Kimbal estaban comiendo sentados en lo alto de un tramo de escaleras de hormigón cuando un chaval decidió tomarla con Elon. «Básicamente me escondía de aquella puta banda que se dedicaba a acosarme por Dios sabe qué mierda. Creo que había chocado sin querer contra aquel chico en una reunión celebrada por la mañana y, por lo visto, se había ofendido muchísimo.» El chico se deslizó detrás de Musk, le dio una patada en la cabeza y lo tiró escaleras abajo. Musk rodó por todo el tramo y unos cuantos muchachos se abalanzaron sobre él. Algunos le patearon el costado, y el cabecilla le golpeó la cabeza contra el suelo. «Eran un hatajo de putos psicópatas —dice Musk—. Perdí el conocimiento.» Kimbal contempló la escena horrorizado y temió por la vida de Elon. Corrió por las escaleras y vio que la cara de Elon estaba hinchada y ensangrentada. «Parecía que hubiera estado boxeando», recuerda. Elon fue al hospital. «Pasó alrededor de una semana antes de que pudiera volver a la escuela», explica Musk. (En 2013, durante una conferencia de prensa, Elon reveló que había tenido que operarse la nariz para hacer frente a las secuelas que le había dejado aquella paliza.)

Durante tres o cuatro años, Musk sufrió un acoso incesante por parte de aquellos matones. Llegaron al punto de golpear a un muchacho al que Musk consideraba su mejor amigo, hasta que el niño accedió a dejar de hablarle. «Peor aún, lograron que mi puto mejor amigo me animara a salir de mi escondite para que pudieran darme una paliza —recuerda Musk—. Eso duele, joder.» Mientras me contaba aquella parte de la historia, los ojos de Musk se humedecieron y le temblaba la voz. «Por alguna razón me eligieron a mí y me hicieron la vida imposible. Eso fue lo más difícil de todo. Durante unos años, no hubo tregua. Las pandillas me buscaban en la escuela para molerme a palos, y, cuando volvía a casa, era igual de horrible. El espanto no acababa nunca.»

Musk pasó los últimos años de instituto en el Pretoria Boys High School, donde el estirón de la adolescencia y un mejor comportamiento por parte de los estudiantes le hicieron más llevadera la vida. Aunque sus estatutos lo definan como un colegio público, el Pretoria Boys High School ha funcionado como una escuela privada durante los últimos cien años. Es el lugar al que uno enviaría a un joven con el fin de prepararlo para entrar en Oxford o en Cambridge.

Sus compañeros de clase lo recuerdan como un chico agradable, callado y del montón. «Había cuatro o cinco muchachos a los que se consideraba los más brillantes —dice Deon Prinsloo, que se sentaba detrás de Musk en algunas clases—. Elon no estaba entre ellos.» Media docena de compañeros hicieron comentarios parecidos, y también señalaron que la falta de interés de Musk por los deportes lo aisló en un entorno obsesionado con el atletismo. «Sinceramente, nada indicaba que fuera a ser multimillonario —afirma Gideon Fourie, otro compañero de clase—. Nunca destacaba en nada. Me asombra ver hasta dónde ha llegado.»

Aunque Musk no tenía amigos íntimos en la escuela, sus excéntricos intereses dejaron huella. Uno de sus antiguos compañeros, Ted Wood, recuerda que llevaba maquetas de cohetes a la escuela y los lanzaba en los descansos. Aquel no fue el único indicio de sus aspiraciones. Durante un debate en clase de ciencias, Elon llamó la atención al argumentar contra los combustibles fósiles y a favor de la energía solar, una postura poco menos que sacrílega en un país dedicado a la minería. «Siempre tuvo puntos de vista firmes sobre las cosas», dice Wood. Terency Beney, un compañero de clase que se mantuvo en contacto con Elon a lo largo de los años, afirma que Musk empezó a fantasear con la idea de colonizar otros planetas ya en sus años de instituto.

En otro guiño al futuro, Elon y Kimbal charlaban al aire libre durante un descanso cuando Wood los interrumpió y les preguntó de qué hablaban. «Me dijeron: “Estamos hablando sobre si la red de sucursales bancarias es realmente necesaria y si nos moveremos hacia una banca sin papel”. Recuerdo que pensé que era una idea completamente absurda, pero les dije: “Vale, genial”.»[6]

Aunque Musk no figurara entre la élite académica de su clase, se contó entre los escasos alumnos cuyas notas e intereses hicieron que fuera seleccionado para un programa experimental de informática. Los estudiantes, procedentes de diversos colegios, aprendían BASIC, COBOL y Pascal, tres lenguajes de programación. Musk siguió alimentando sus inclinaciones tecnológicas con su entusiasmo por la ciencia ficción y la fantasía, y probó suerte escribiendo historias de dragones y seres sobrenaturales. «Quería escribir algo como El señor de los anillos», afirma.

Maye recuerda aquellos años con los ojos de una madre y cuenta un montón de historias sobre las espectaculares hazañas académicas de Musk. Según ella, el videojuego que escribió Elon impresionó a tecnólogos mucho más veteranos y experimentados. Siempre iba muy adelantado en matemáticas y tenía una memoria increíble. La única razón por la que no superaba a los otros chicos era su falta de interés en las tareas prescritas por la escuela.

En palabras de Musk: «Me hice esta pregunta: “¿Qué calificaciones necesito para llegar donde quiero?”. Algunas asignaturas obligatorias, como la de idioma afrikaans, para mí no tenían el menor sentido y me parecían ridículas, así que sacaba un aprobado y ya está. En asignaturas como física o informática obtuve las calificaciones más altas. Tenía que haber un motivo para que me esforzara al máximo. Si conseguir una A no tenía sentido, prefería jugar a videojuegos, escribir programas y leer libros. Recuerdo que en cuarto y quinto suspendí algunas asignaturas. Entonces, el novio de mi madre me dijo que si no las aprobaba tendría que repetir curso. Yo no sabía que tenía que aprobarlas para pasar al siguiente; cuando me enteré, saqué las mejores notas de mi clase».

A los diecisiete años, Musk se fue a vivir a Canadá. Ha hablado de este viaje muy a menudo en la prensa, normalmente aduciendo dos razones. Según la versión corta, Musk quería llegar a Estados Unidos tan pronto como fuera posible, y su ascendencia canadiense le permitía usar Canadá como una parada en boxes. La otra versión tiene más que ver con la conciencia social. En aquel momento, el servicio militar era obligatorio en Sudáfrica. Si Musk lo hubiera cumplido, se habría visto obligado a participar en el apartheid.

Lo que pocas veces se menciona es que Musk asistió a la Universidad de Pretoria durante cinco meses antes de su gran aventura. Empezó a estudiar física e ingeniería, pero no se esforzó demasiado y al cabo de poco tiempo abandonó los estudios. Según Musk, se matriculó para no quedarse cruzado de brazos mientras esperaba su documentación canadiense. Además de ser una parte irrelevante de su vida, la anécdota de Musk perdiendo el tiempo en la universidad para evitar el servicio militar obligatorio socava el mito del joven pensativo y osado que tanto le gusta divulgar. Esa es la causa más probable de que nunca hable de su paso por la universidad sudafricana.

Sin embargo, no hay duda de que Musk había albergado durante mucho tiempo el deseo visceral de llegar a Estados Unidos. Su temprana inclinación por las computadoras y la tecnología le había despertado un intenso interés por Silicon Valley, y sus viajes al extranjero habían reforzado la idea de que Estados Unidos era el lugar donde podría conseguir sus objetivos. Sudáfrica, por el contrario, presentaba muchas menos oportunidades para un espíritu emprendedor. Como dice Kimbal: «Sudáfrica era como una prisión para alguien como Elon».

La oportunidad de huir llegó con un cambio legislativo que permitió a Maye transmitir la ciudadanía canadiense a sus hijos. Musk se puso a averiguar de inmediato cuál era el papeleo necesario. Le costó casi un año recibir la aprobación de las autoridades competentes y conseguir un pasaporte canadiense. «Fue entonces cuando Elon dijo: “Me voy a Canadá”», cuenta Maye. En aquellos tiempos, cuando aún no existía internet, Musk tuvo que hacer acopio de paciencia y esperar tres semanas para obtener un billete de avión. Cuando lo consiguió, no se lo pensó dos veces y se marchó de casa para siempre.

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