Elon Musk

Elon Musk


6. Ratones en el espacio

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RATONES EN EL ESPACIO

ELON MUSK CUMPLIÓ LOS TREINTA en junio de 2001, y el acontecimiento caló hondo en él. «Ya no soy un niño prodigio», le dijo a Justine medio en broma. Aquel mismo mes, X.com cambió oficialmente su nombre a PayPal, un duro recordatorio de que le habían quitado la compañía de las manos y ahora la dirigían otros. La vida en una empresa emergente, que Musk ha comparado con «comer cristales y clavar la mirada en el abismo[1]», había empezado a cansarlo, al igual que Silicon Valley. Era como habitar en una feria de muestras en la que todo el mundo trabajaba en la industria tecnológica y no paraba de hablar sobre conseguir inversores, salir a bolsa y ganar dinero a espuertas. A la gente le gustaba alardear de la cantidad de horas que trabajaba, y Justine se reía al oírlos, consciente de que Musk había vivido una versión más extrema de aquel estilo de vida de lo que se podían imaginar. «Tenía amigas que se quejaban de que su marido volviera a casa a las siete o a las ocho —recuerda—. Elon volvía a las once y seguía trabajando. No todo el mundo entendía los sacrificios que hizo para llegar donde había llegado.»

La idea de huir de aquella carrera de locos increíblemente lucrativa empezó a resultarle cada vez más atractiva. Musk se había pasado toda la vida persiguiendo objetivos cada vez más elevados, y Palo Alto parecía más un trampolín que un destino final. La pareja decidió mudarse al sur, tener hijos y empezar en Los Ángeles el siguiente episodio de su vida.

«Hay una parte de él a la que le gusta el estilo, la vitalidad y el colorido de un lugar como Los Ángeles —dice Justine—. A Elon le gusta estar donde está la acción.» Unos pocos amigos suyos que albergaban sentimientos similares se trasladaron también a Los Ángeles, y allí vivieron lo que serían un par de años salvajes.

No solo atraía a Musk el oropel y el esplendor de Los Ángeles. También estaba la llamada del espacio. Después de que lo expulsaran de PayPal, Musk empezó a recuperar las fantasías de su infancia sobre cohetes y viajes espaciales, y a pensar que podría aspirar a algo más elevado que crear servicios para internet. Aquel cambio de actitud y de pensamiento no tardó en resultar evidente para sus amigos, incluido un grupo de ejecutivos de PayPal que se había reunido en Los Ángeles durante un fin de semana para celebrar el éxito de la empresa. «Nos habíamos juntado en una cabaña del Hard Rock Café, y Elon estaba allí leyendo un críptico manual de cohetes soviético, de aspecto enmohecido y con toda la pinta de haber salido de eBay —recuerda Kevin Hartz, uno de los primeros inversores de PayPal—. Musk lo estudiaba y hablaba abiertamente de viajar al espacio y cambiar el mundo.»

Musk había elegido Los Ángeles a propósito. Le daba acceso al espacio o, como mínimo, a la industria espacial. Las temperaturas suaves y estables del sur de California la habían convertido en una de las ciudades favoritas de la industria aeronáutica desde la década de 1920, cuando la Lockheed Aircraft Company se instaló en Hollywood. Howard Hughes, las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, la NASA, Boeing y muchas otras personas y organizaciones han elegido Los Ángeles y sus alrededores como sede de un gran número de fábricas y experimentos de tecnología punta. En la actualidad, la ciudad continúa siendo uno de los grandes centros de la aeronáutica militar y comercial. Aunque Musk no sabía exactamente lo que quería hacer en el espacio, se daba cuenta de que por el mero hecho de residir en Los Ángeles estaría rodeado por los mayores especialistas en aeronáutica del planeta. Ellos podrían ayudarlo a pulir sus ideas, y habría un gran número de aspirantes a unirse a su próximo proyecto.

Las primeras interacciones de Musk con la comunidad aeronáutica tuvieron lugar con una ecléctica colección de entusiastas del espacio: los miembros de una organización sin ánimo de lucro denominada Mars Society. Dedicada a la exploración y colonización del Planeta Rojo, la Mars Society organizó a mediados de 2001 un acto para recaudar fondos. A quinientos dólares por cubierto, la reunión se celebraría en la casa de uno de los miembros acomodados del grupo, y las invitaciones a los asistentes habituales a aquella clase de actos se enviaron por correo. Lo que dejó estupefacto a Robert Zubrin, el jefe del grupo, fue la respuesta de alguien llamado Elon Musk, a quien nadie recordaba haber invitado. «Nos entregó un cheque de cinco mil dólares —recuerda Zubrin—. Eso hizo que no pasara desapercibido.» Zubrin buscó información sobre Musk, descubrió que era rico y lo invitó a tomar un café antes de la cena. «Quería asegurarme de que estaba al corriente de los proyectos que teníamos en marcha», afirma Zubrin. Empezó a agasajar a Musk hablándole sobre el centro de investigación que la sociedad había construido en el Ártico para imitar las condiciones ambientales extremas de Marte, y sobre los experimentos que llevaban a cabo en relación con un proyecto denominado Misión Transvida, donde una cápsula giratoria pilotada por una tripulación de ratones orbitaría alrededor de la Tierra. «Giraría para crear un tercio de la gravedad de la Tierra —la existente en Marte—, y vivirían y se reproducirían en ella», le dijo Zubrin a Musk.

A la hora de la cena, Zubrin colocó a Musk en la mesa VIP, donde lo acompañaban el director de cine James Cameron y Carol Stoker, una científica planetaria de la NASA profundamente interesada en Marte. «Elon tiene un aspecto juvenil, y en aquel momento parecía un niño pequeño —recuerda Stoker—. Cameron intentaba camelarlo para que invirtiera en su próxima película, y Zubrin trataba de obtener una gran donación para la Mars Society.» Por su parte, Musk quería recabar ideas y contactos. El marido de Stoker era un ingeniero aeroespacial de la NASA que trabajaba en un aeroplano que sobrevolaría Marte en busca de agua. A Musk le encantó la idea. «Era mucho más interesante que otros millonarios —dice Zubrin—. No sabía demasiado sobre el espacio, pero tenía una mentalidad científica. Quería saber exactamente qué se estaba planeando en relación con Marte y qué importancia tendría.» Musk ingresó de inmediato en la Mars Society y se unió a su junta directiva. Además donó cien mil dólares para construir una estación de investigación en el desierto.

Los amigos de Musk no sabían exactamente qué pensar sobre su estado mental. Había perdido mucho peso en su lucha contra la malaria y estaba casi en los huesos. En cuanto le daban pie, se ponía a hablar de su deseo de hacer algo valioso con su vida, algo que perdurase. Su siguiente proyecto tendría que ver con la energía solar o con el espacio. «Decía que lo lógico era que la energía solar fuese lo primero, pero que no tenía la menor idea de cómo ganar dinero con ella —rememora George Zachary, inversor y amigo íntimo de Musk, hablando de un almuerzo que celebraron en aquella época—. A continuación empezó a hablar sobre el espacio, y yo pensaba que se refería a un espacio de oficinas, a un inmueble.» Los proyectos de Musk eran más ambiciosos que los de la Mars Society. En lugar de poner unos ratones en órbita en la Tierra, Musk quería enviarlos a Marte. Según algunos cálculos someros realizados en aquel momento, el viaje costaría quince millones de dólares. «Me preguntó si pensaba que aquello era una locura —relata Zachary—. Y yo le pregunté si los ratones volverían a la Tierra, porque, en el caso de que no fuera así, mucha gente pensaría que, en efecto, aquello era una locura.» Al final, los ratones no solo irían a Marte y volverían, sino que procrearían en el transcurso de un viaje de varios meses de duración. Jeff Skoll, otro de los amigos de Musk que ganó una fortuna en eBay, señaló que los ratones necesitarían una gran cantidad de queso para recuperar energías, y le compró a Musk una pieza gigantesca de Le Brouère, un tipo de gruyer.

A Musk no le importaba ser objeto de aquellas bromas. Cuanto más pensaba en el espacio, más importante le parecía explorarlo. Creía que el público había perdido en parte las esperanzas y las ambiciones que antaño había depositado en el futuro. Para el común de los mortales, la exploración del espacio era una pérdida de tiempo y energías y le tomaban el pelo cuando hablaba de ello, pero Musk pensaba en los viajes interplanetarios con absoluta seriedad. Quería inspirar a las masas y reavivar su pasión por la ciencia, la conquista y la promesa de la tecnología.

Sus temores de que la humanidad hubiera perdido gran parte de la voluntad de superar sus límites se reforzaron cuando Musk entró en la página web de la NASA. Esperaba leer un detallado plan para explorar Marte, pero no encontró absolutamente nada. «Al principio pensé que a lo mejor estaba buscando en el lugar erróneo —declaró Musk en una entrevista para la revista Wired—. ¿Por qué no había ningún plan, ningún calendario? No había absolutamente nada. Parecía una locura.» Musk pensaba que en las raíces más profundas de América estaba el deseo de la humanidad de explorar territorios desconocidos. Le dio pena que la agencia norteamericana encargada de alcanzar ambiciosos objetivos en el espacio y en la exploración de nuevas fronteras pareciera no tener ningún interés real en explorar Marte. El espíritu del destino manifiesto —a saber, la idea, acuñada en el siglo XIX, de que Estados Unidos tenía la misión de expandirse— se había desinflado, por no decir que había llegado a un final deprimente, y aquello no parecía importarle a casi nadie.

Como tantos otros proyectos destinados a revitalizar el alma de América y a dar esperanza a toda la humanidad, la cruzada de Musk comenzó en la sala de reuniones de un hotel. En aquel momento, Musk había logrado crear una red bastante respetable de contactos en la industria espacial; a los mejores los reunía en una serie de salones; a veces en el hotel Renaissance, en el aeropuerto de Los Ángeles; a veces en el hotel Sheraton, en Palo Alto. Musk no tenía ningún plan de negocio sobre el que hablar con ellos. Lo que quería era que lo ayudaran a desarrollar la idea de los ratones y Marte, o al menos que alumbraran algo comparable. Musk aspiraba a conseguir algo grande para la humanidad, algún acontecimiento que captase la atención del mundo, a que la gente volviera a pensar en Marte y a reflexionar sobre el potencial del ser humano. Los científicos y las luminarias que acudían a las reuniones tenían que concebir un espectáculo técnicamente viable por un coste de unos veinte millones de dólares. Musk presentó su dimisión como director de la Mars Society y anunció la creación de su propia organización, la Life to Mars Foundation.

La acumulación de talento presente en aquellas reuniones celebradas en 2001 era impresionante. Acudieron científicos del Jet Propulsion Laboratory (JPL) de la NASA, así como James Cameron, quien aportó un toque de glamur a los encuentros. Entre los asistentes se contaba asimismo Michael Griffin, cuyas credenciales académicas eran espectaculares e incluían títulos en ingeniería aeroespacial, ingeniería eléctrica, ingeniería civil y física aplicada. Griffin había trabajado en In-Q-Tel —la empresa de capital riesgo de la CIA—, la NASA y el JPL, y estaba a punto de marcharse de la Orbital Sciences Corporation, un fabricante de satélites y naves espaciales, donde había ocupado el cargo de director técnico ejecutivo y supervisor del grupo de sistemas espaciales. Se podría decir que no había nadie en todo el mundo que tuviera más conocimientos sobre el tema que Griffin, y estaba trabajando para Musk como director de desarrollo espacial. (Al cabo de cuatro años, en 2005, Griffin se convirtió en el jefe de la NASA.)

A los expertos les entusiasmaba la idea de ver aparecer a otro millonario dispuesto a financiar alguna aventura espacial interesante. Debatieron las ventajas y la viabilidad de enviar roedores al espacio y observar cómo se apareaban. Sin embargo, a medida que se sucedieron las conversaciones, empezó a surgir un consenso sobre otro proyecto, algo llamado «Mars Oasis». Musk compraría un cohete y lo utilizaría para enviar a Marte una especie de invernadero robótico. Un grupo de investigadores había trabajado ya en una cámara de crecimiento de plantas en el espacio. La idea consistía en modificar su estructura para que fuera capaz de absorber los elementos del regolito, la tierra de Marte, y usarlo para cultivar una planta, que a su vez produciría el primer oxígeno del planeta. El nuevo proyecto resultaba al mismo tiempo factible y espectacular, lo que encantó a Musk.

Musk quería que el aparato tuviera una ventana y fuera capaz de enviar señal de vídeo a la Tierra, para que el público viera crecer la planta. El grupo también pensó en la posibilidad de enviar equipos a estudiantes de todo el país para que cultivaran simultáneamente sus propias plantas y vieran con sus propios ojos, por ejemplo, que la planta marciana crecía dos veces más rápido que las plantas terráqueas. «La idea adoptó diversas formas durante cierto tiempo —recuerda Dave Bearden, un veterano de la industria espacial que asistía a las reuniones—. Se trataba de demostrar que efectivamente había vida en Marte, y que nosotros la habíamos llevado. Teníamos la esperanza de que miles de muchachos comprendieran que no era un planeta tan hostil. A lo mejor así se planteaban la posibilidad de viajar allí.» El entusiasmo de Musk ante aquella idea empezó a ser una fuente de inspiración para el grupo, muchos de cuyos miembros se habían vuelto escépticos ante la posibilidad de que se produjera ninguna innovación en la investigación espacial. «Es un tipo muy listo y decidido, con un enorme ego —afirma Bearden—. En cierto momento alguien dijo que a lo mejor la revista Time lo elegía Hombre del Año, y el rostro se le iluminó. Está convencido de que es alguien que puede cambiar el mundo.»

La principal inquietud de los expertos espaciales era el presupuesto de Musk. Después de las reuniones, parecía que Musk estaba dispuesto a gastar entre veinte y treinta millones de dólares en el proyecto, cuando todo el mundo sabía que solo el coste de lanzar el cohete al espacio se comería ese dinero y posiblemente más. «A mi juicio, sería necesario gastar doscientos millones de dólares para hacer las cosas bien —dice Bearden—. Pero la gente era reacia a hacer planes realistas sobre la situación demasiado pronto y cargarse la idea.» Después estaban los inmensos problemas de ingeniería que había que solucionar. «La instalación de un gran ventanal planteaba un problema térmico grave —explica Bearden—. No podríamos mantener el interior lo bastante cálido para conservar nada con vida.» Lograr que la planta absorbiera los elementos de la superficie del planeta no solo suponía dificultades de orden material, sino que parecía una mala idea, dado que el regolito podría ser tóxico. Durante cierto tiempo, los científicos debatieron sobre la posibilidad de alimentar la planta con un gel rico en nutrientes, pero en cierto modo parecería hacer trampa y podría socavar el propósito de la empresa. Incluso los momentos de optimismo estaban llenos de incógnitas. Un científico descubrió unas semillas de mostaza muy resistentes y pensó que podrían sobrevivir con una versión modificada del terreno marciano. «Si la planta no lograse sobrevivir, la decepción sería tremenda —sostiene Bearden—. Tendríamos un jardín muerto en Marte que acabaría creando el efecto contrario al deseado.»[2]

Musk nunca dio un paso atrás. Contrató como consejeros a algunos de los voluntarios que asistían a las reuniones y los puso a trabajar en el diseño de la cápsula para la planta. Además, planeó un viaje a Rusia para averiguar cuánto costaría exactamente el lanzamiento de un cohete, y allí trató de comprar un misil balístico intercontinental remodelado para utilizarlo como vehículo de lanzamiento. Para lograrlo pidió ayuda a Jim Cantrell, un tipo fuera de lo común que había realizado diversos trabajos clasificados y no clasificados para Estados Unidos y otros gobiernos. Entre otros motivos de su fama, Cantrell había sido acusado de espionaje y sometido a arresto domiciliario por los rusos en 1996, después de que se torciera un acuerdo para la adquisición de un satélite. «Al cabo de un par de semanas, Al Gore hizo algunas llamadas y todo quedó solucionado —recuerda Cantrell—. A partir de entonces decidí que no volvería a hacer tratos con los rusos en la vida.» Musk tenía otras ideas.

Cantrell estaba conduciendo su descapotable en una calurosa tarde de julio en Utah cuando recibió una llamada. «Aquel tipo de acento tan curioso me dijo: “Tengo que hablar con usted. Soy multimillonario. Voy a empezar un programa espacial”.» Cantrell no oía bien a Musk —creyó entender que se llamaba Ian Musk— y le dijo que le telefonearía cuando estuviera en casa. No se puede decir que la relación entre ambos estuviera basada en la confianza desde el primer momento. Musk se negó a darle a Cantrell su número de móvil y le llamó desde el fax. A Cantrell le pareció que Musk era un tipo interesante pero demasiado impaciente. «Me preguntó si había algún aeropuerto cerca de mi casa y si podía reunirme con él al día siguiente —recuerda Cantrell—. Se me dispararon todas las alarmas.» Temeroso de que se tratase de un plan elaborado por alguno de sus enemigos, Cantrell le dijo a Musk que se reuniría con él en el aeropuerto de Salt Lake City, donde alquilaría una sala de reuniones junto al bar Delta. «Quería verme con él en un lugar situado tras los controles de seguridad, para que no pudiera llevar un arma», explica Cantrell. Cuando finalmente se celebró la reunión, Musk y Cantrell hicieron buenas migas. Musk le soltó su discurso sobre la necesidad de que los humanos se convirtieran en una especie multiplanetaria, y Cantrell le dijo que, si hablaba verdaderamente en serio, estaría dispuesto a volver a Rusia y ayudarlo a comprar un cohete.

A finales de octubre de 2001, Musk, Cantrell y Adeo Ressi —un amigo de Musk de los tiempos de la universidad— viajaron a Moscú en un vuelo comercial. Ressi había desempeñado el papel de guardián de Musk y había tratado de determinar si su mejor amigo había empezado a perder la cabeza. Confeccionó un vídeo recopilatorio de cohetes explotando y concertó citas con sus amigos para tratar de convencerlo entre todos de que iba a derrochar su dinero. Después de que todo ello fallase, Adeo fue a Rusia para tratar de contener a Musk en la medida de sus posibilidades. «Adeo hizo un aparte conmigo y me dijo: “Elon está cometiendo una locura. ¿Filantropía? Sandeces” —recuerda Cantrell—. Estaba muy preocupado, pero el viaje le gustó.» ¿Y por qué no? Los hombres viajaron al país cuando parecía que en la Rusia postsoviética los millonarios podían comprar misiles espaciales en el mercado libre.

El Equipo Musk se amplió para incluir a Mike Griffith, y se reunió con los rusos en tres ocasiones a lo largo de cuatro meses[3]. El grupo celebró algunas reuniones con empresas como NPO Lavochkin, que habían realizado pruebas para viajar a Marte y a Venus por encargo de la Agencia Espacial Federal Rusa, y Kosmotras, una empresa comercial dedicada al lanzamiento de cohetes espaciales. Las reuniones se desarrollaban invariablemente al modo ruso. Los rusos, que se suelen saltar el desayuno, concertaban la cita sobre las once de la mañana en sus oficinas, aprovechando para almorzar. Durante una hora se hablaba de cuestiones sin importancia comiendo sándwiches y salchichas acompañados, por supuesto, de vodka. En algún punto del proceso, Griffin empezaba a perder la paciencia. «No tiene paciencia para tonterías —dice Cantrell—. No paraba de mirar a un lado y a otro mientras se preguntaba cuándo coño íbamos a ir al grano.» Faltaba un buen rato para meterse en harina. Después del almuerzo se fumaba y se bebía café tranquilamente. Una vez recogidas las mesas, el ruso de turno se volvía hacia Musk y le preguntaba: «¿Qué quiere comprar?». Todo aquel montaje no habría molestado tanto a Musk si los rusos lo hubieran tomado más en serio. «Nos miraban como si fuéramos poco dignos de crédito —recuerda Cantrell—. Uno de sus diseñadores principales nos escupió a mí y a Elon. Pensaba que éramos unos gilipollas.»

La reunión más intensa transcurrió en un barroco edificio construido antes de la revolución y en un estado ruinoso, situado cerca del centro de Moscú. Cuando empezaron los brindis con vodka —«¡Por el espacio!», «¡Por Estados Unidos!»—, Musk estaba dispuesto a gastarse veinte millones de dólares con la esperanza de que bastarían para comprar tres misiles balísticos intercontinentales remodelados para modificarlos y lanzarlos al espacio. Cuando el vodka se le subió a la cabeza, Musk preguntó a bocajarro cuánto costaría un misil. La respuesta: ocho millones de dólares. Musk contraatacó ofreciendo ocho millones por dos misiles. «Se lo quedaron mirando —recuerda Cantrell—, y le dijeron algo así como: “De eso nada, jovencito”. Además, dieron a entender que creían que no tenía bastante dinero.» En aquel momento, Musk llegó a la conclusión de que o los rusos en realidad no querían hacer negocios o estaban determinados a desplumar a un tipo que había ganado una fortuna gracias a la burbuja de internet. Se marchó hecho una furia.

Los ánimos del Equipo Musk no podían estar más por los suelos. Corría finales de febrero de 2002, y salieron del edificio para llamar a un taxi que los llevara directamente al aeropuerto, rodeados por la nieve y el barro del invierno moscovita. Nadie hablaba en el interior del vehículo. Musk había viajado a Rusia lleno de optimismo ante la posibilidad de organizar un gran espectáculo para deleite de la humanidad, y se marchaba exasperado y decepcionado por la naturaleza humana. Los rusos eran los únicos que disponían de cohetes que podían ajustarse al presupuesto de Musk. «El trayecto en taxi era largo —rememora Cantrell—. Guardamos silencio y nos dedicamos a observar a los campesinos rusos que vendían sus productos en medio de la nieve.» Se subieron al avión con el mismo estado de ánimo, hasta que les trajeron la carta de bebidas. «Siempre te sientes especialmente bien cuando las ruedas despegan de Moscú —dice Cantrell—. Piensas: “Dios mío, lo he logrado”. Así que Griffin y yo pedimos unos tragos y brindamos.» Musk iba delante de ellos, escribiendo en su ordenador. «Pensábamos: “Qué demonios está haciendo ahora ese puto friki”.» En aquel momento, Musk se volvió y les mostró una hoja de cálculo que acababa de crear. «Mirad —dijo—, creo que podemos construir el cohete nosotros mismos.»

Griffin y Cantrell se habían bebido ya un par de copas y estaban demasiado desanimados para soñar. Conocían infinidad de historias sobre millonarios deseosos de conquistar el espacio que habían perdido toda su fortuna en el intento. El año anterior, Andrew Beal, un mago de los bienes raíces y las finanzas que vivía en Texas, había cerrado su empresa aeroespacial después de gastarse millones de dólares en ensayos. «Y nosotros pensábamos: “Sí, claro, ¿lo construyes tú y cuántos más?” —recuerda Cantrell—. Pero Elon dijo: “No, en serio, he hecho los cálculos”.» Cuando Musk les pasó el ordenador, Griffin y Cantrell se quedaron atónitos. El documento detallaba los costes de los materiales necesarios para construir, ensamblar y lanzar un cohete. Según las estimaciones de Musk, podía competir con las empresas del ramo construyendo un cohete no muy grande destinado a la parte del mercado especializada en enviar satélites pequeños y equipos de investigación al espacio. La hoja de cálculo mostraba también las características del cohete con un grado de detalle notable. «¿De dónde has sacado esto?», le preguntó Cantrell.

Musk se había pasado meses estudiando la industria aeroespacial y las bases físicas que la sustentaban. Cantrell y otros le habían prestado libros como Rocket Propulsion Elements, Fundamentals of Astrodynamics y Aerothermodynamics of Gas Turbine and Rocket Propulsion y algunos textos esenciales más. Musk había vuelto a ser aquel niño que devoraba información, y como resultado de todas aquellas reflexiones había llegado a la conclusión de que era posible construir cohetes por un precio mucho menor al que pedían los rusos. Adiós a los ratones y a la planta que crecería —o probablemente moriría— en Marte. Musk lograría que el público volviera a pensar en la posibilidad de explorar el espacio abaratando los costes de las operaciones.

A medida que los rumores sobre los planes de Musk se fueron expandiendo por la comunidad espacial, se generó un escepticismo colectivo. Tipos como Zubrin habían visto muchos casos semejantes. «Un ingeniero contactaba con un multimillonario y le vendía una buena historia —dice Zubrin—. Si combinamos mis conocimientos y su dinero, construiremos un cohete espacial que será rentable y abrirá las fronteras espaciales. El cerebrito solía gastarse el dinero del ricachón durante un par de años, hasta que este se cansaba y cortaba el grifo. Cuando nos enteramos de lo de Elon, todo el mundo dio un suspiro y dijo: “Vale, podía haberse gastado diez millones de dólares en enviar unos ratones al espacio, pero ahora se va a gastar cientos de millones probablemente para nada, como todos los que lo han precedido”.»

Aunque Musk era perfectamente consciente de los riesgos que entrañaba poner en pie una empresa de cohetes, al menos tenía una razón para pensar que podía tener éxito donde otros habían fracasado. Y la razón se llamaba Tom Mueller.

Mueller era hijo de un leñador y se había criado en St. Maries, un pueblecito de Idaho donde se había ganado la reputación de ser un bicho raro. Mientras los demás chavales exploraban los bosques en pleno invierno, Mueller se refugiaba en el calor de la biblioteca para leer libros o se quedaba en casa viendo Star Trek. Además, le gustaba arreglar trastos. Un día, de camino a la escuela, Mueller descubrió un reloj roto tirado en una callejuela y decidió repararlo. Cada día arreglaba alguna parte —una rueda, un muelle—, hasta que logró que volviera a funcionar. Hizo algo similar con el cortacésped: una tarde lo desmontó en el patio delantero para divertirse. «Cuando mi padre volvió a casa se puso furioso, porque creía que tendría que comprar uno nuevo —recuerda Mueller—. Pero lo volví a montar y funcionó.» Se enamoró de los cohetes. Empezó a comprar kits por correo y a montarlos siguiendo las instrucciones. No pasó mucho tiempo hasta que fue capaz de fabricar sus propios aparatos. A los doce años de edad construyó un transbordador de juguete que podía ensamblarse con un cohete que lo lanzaba, y luego descendía planeando. Un par de años después, para un proyecto de ciencias, Mueller tomó prestado el soldador de su padre para construir el prototipo de un motor de cohete. Enfriaba el aparato colocándolo boca abajo en una lata de café llena de agua —«Me podía pasar así todo el día»— e inventó formas igualmente creativas de medir su rendimiento. El modelo le sirvió para ganar un par de premios regionales y presentarse a un concurso internacional. «Allí me dieron enseguida una paliza de muerte», recuerda Mueller.

Alto, desgarbado y de cara rectangular, Mueller es un tipo campechano que durante una temporada fue tirando en la universidad, enseñando a sus amigos a construir bombas de humo, hasta que sentó cabeza y se convirtió en un alumno brillante de ingeniería mecánica. Al salir de la universidad trabajó primero para Hughes Aircraft en la construcción de satélites —«No eran cohetes, pero se le parecía mucho»— y después para TRW Space & Electronics. Corría la segunda mitad de los años ochenta, y el programa Star Wars de Ronald Reagan hacía que los entusiastas del espacio soñaran con armas cinéticas y toda clase de locuras destructivas. En TRW, Mueller experimentó con propelentes de lo más variopintos y supervisó el desarrollo del motor TR-106, una máquina gigantesca alimentada con hidrógeno y oxígeno líquido. En su tiempo libre, Mueller se reunía con los miembros de la Reaction Research Society, un grupo creado en 1943 para fomentar la construcción y el lanzamiento de cohetes, y que contaba con unos doscientos miembros. Los fines de semana viajaba con el grupo al desierto de Mojave para llevar al límite los aparatos de aficionados que fabricaban. Mueller era uno de los miembros destacados del grupo, capaz de construir máquinas que funcionaban y de experimentar con algunas de las ideas más radicales que sus conservadores jefes de TRW descartaban. Su mayor logro fue un motor de treinta y cinco kilos capaz de producir casi 60.000 newtons de impulso, que fue reconocido como el mayor motor de cohete alimentado con combustible líquido construido por un aficionado. «Aún conservo los cohetes en el garaje», dice Mueller.

En enero de 2002, Mueller estaba en el taller de John Garvey, que había dejado la compañía McDonnell Douglas para empezar a construir sus propios cohetes. Las instalaciones de Garvey se encontraban en Huntington Beach, donde había alquilado un espacio industrial del tamaño de un garaje de seis plazas. Mientras trabajaban en el motor de treinta y cinco kilos, Garvey mencionó que a lo mejor se dejaba caer por allí un tipo llamado Elon Musk. El mundo de los aficionados a los cohetes es un pañuelo, y fue Cantrell quien recomendó a Musk que echara una ojeada al taller de Garvey y viera los diseños de Mueller. Un domingo, Musk, vestido con una gabardina de cuero negro que le daba el aire de un asesino a sueldo, se presentó en el taller junto a Justine, entonces embarazada. Mueller sujetaba el motor sobre un hombro, tratando de atornillarlo a un soporte, cuando Musk empezó a acribillarle a preguntas. «Me preguntó cuánto impulso tenía —recuerda Mueller—. Quería saber si alguna vez había trabajado en algo más grande. Le respondí que sí, que había trabajado en un motor de tres millones de newtons de impulso en TRW que conocía como la palma de mi mano.» Mueller dejó el motor en el suelo para tratar de responder a aquel interrogatorio. «¿Cuánto costaría un motor tan grande?», preguntó Musk. Mueller le dijo que TRW lo podía construir por unos doce millones de dólares. «Sí, pero ¿cuánto cuesta en realidad?», replicó Musk.

Mueller acabó charlando con Musk durante horas. El fin de semana siguiente lo invitó a su casa para seguir hablando. Musk comprendió que había encontrado a alguien que conocía todos los entresijos de la fabricación de cohetes. Se lo presentó a los expertos espaciales que asistían a sus reuniones y lo invitó a participar en ellas. El nivel de aquellas mentes impresionó a Mueller, que había rechazado ofertas de trabajo de Beal y otros magnates que querían probar fortuna en ese campo porque se presentaban con ideas demenciales. Musk, en cambio, parecía saber lo que se hacía, como demostraba el hecho de que se deshiciera de los escépticos y formara un equipo de ingenieros brillantes e ilusionados.

Mueller había ayudado a Musk a confeccionar aquella hoja de cálculo sobre el rendimiento y el coste de un cohete de bajo presupuesto y, junto con el resto del Equipo Musk, había contribuido a refinar la idea. El cohete no transportaría satélites del tamaño de camiones, a diferencia de los fabricados por Boeing, Lockheed, los rusos y otros países. El cohete de Musk tendría como objetivo la franja más modesta del mercado de satélites, y podría ser el modelo ideal para el envío de cargas más pequeñas que aprovechaban los inmensos avances que se habían producido en los últimos años en el campo de la informática y la electrónica. El cohete sería la respuesta a una teoría que se iba abriendo paso en la industria espacial, según la cual, si una empresa pudiera rebajar drásticamente el precio por lanzamiento y realizar lanzamientos de manera periódica, se abriría un nuevo mercado tanto para las cargas comerciales como para las cargas de investigación. A Musk le encantó la idea de estar al frente de aquella tendencia y desarrollar la bestia de carga de una nueva era espacial. Por supuesto, todo aquello era pura teoría, hasta que de repente dejó de serlo. PayPal había salido a bolsa en febrero, sus acciones habían ganado un 55 %, y Musk sabía que eBay también quería comprar la compañía. Mientras le daba vueltas a la idea del cohete, la fortuna de Musk ya no era de decenas de millones, sino de cientos. En abril de 2002, Musk había renunciado a la idea de dar un golpe publicitario y estaba decidido a poner en marcha una empresa dedicada al mundo del espacio. Quedó con Cantrell, Griffin, Mueller y Chris Thompson, un ingeniero aeroespacial de Boeing, y le dijo al grupo: «Quiero poner en pie esta empresa. Si el proyecto os estimula, pongamos manos a la obra». (Griffin quería unirse, pero acabó declinando la propuesta cuando Musk rechazó su petición de vivir en la costa este, y Cantrell solo se quedó durante algunos meses al considerar que el proyecto era demasiado arriesgado.)

Fundada en junio de 2002, Space Exploration Technologies nació en un entorno humilde. Musk adquirió un viejo almacén en el número 1.310 de East Grand Avenue, en El Segundo, una zona situada en las afueras de Los Ángeles donde bullía la actividad de la industria aeroespacial. El anterior propietario de aquel edificio de 7.000 metros cuadrados había hecho numerosos envíos de mercancía y había utilizado la parte sur de la instalación como depósito logístico, equipándolo con varios muelles de carga para camiones. Aquello permitía que Musk penetrara con su McLaren plateado en el interior del edificio. Al margen de aquello, el edificio era espartano: un suelo polvoriento y un techo de doce metros de altura con las vigas de madera y el aislamiento térmico al descubierto, y que se curvaba en la parte más alta dando al conjunto el aspecto de un hangar. La parte norte del edificio era un espacio de oficinas con cubículos y capacidad para unas cincuenta personas. Durante la primera semana de operaciones de SpaceX, llegaron hasta el lugar camiones de reparto llenos de ordenadores portátiles e impresoras Dell, y también de mesas plegables que servirían como escritorios provisionales. Musk fue hasta uno de los muelles de carga, abrió la puerta y descargó el equipo con sus propias manos.

Al cabo de poco tiempo, Musk había transformado aquel espacio de oficinas dándole la estética que sería característica de todas sus empresas: una brillante capa de epoxi sobre suelos de hormigón y unas manos de pintura blanca para las paredes. El blanco estaba pensado para dar a la factoría un aspecto pulcro y alegre. Se distribuyeron escritorios por toda la superficie de la nave para que los científicos y los ingenieros procedentes de las grandes universidades estadounidenses que se dedicaban a diseñar los aparatos pudieran sentarse junto a los soldadores y los operarios que los construían. Aquella estrategia supuso la primera ruptura con las tradiciones de las empresas aeroespaciales, que preferían aislar a los diversos grupos de ingenieros y, sobre todo, separar a estos de los operarios, instalando sus factorías en lugares donde el precio del terreno y el coste de la mano de obra fueran baratos.

Cuando la primera docena de empleados llegó a las oficinas, les dijeron que SpaceX tenía la misión de convertirse en «las Southwest Airlines[4] del Espacio». SpaceX construiría sus propios motores y encargaría a otras empresas la fabricación del resto de los componentes. La empresa obtendría ventaja sobre sus rivales construyendo un motor de más calidad y más barato, y mejorando el proceso de ensamblaje para fabricar cohetes a mayor velocidad y a menor precio que cualquier otra compañía. También tenía el propósito de construir una lanzadera espacial que pudiera trasladarse a diversos lugares, levantase el cohete de la posición horizontal a la posición vertical y lo enviase al espacio, así de sencillo. El objetivo era perfeccionar aquel proceso hasta el punto de poder organizar varios lanzamientos al mes, ganar dinero con cada uno de ellos y no tener que convertirse en un gran contratista dependiente de subvenciones estatales.

SpaceX sería la empresa con la que Estados Unidos haría borrón y cuenta nueva en el negocio de los cohetes espaciales. A juicio de Musk, la industria espacial no había evolucionado verdaderamente desde hacía cincuenta años. Las compañías aeroespaciales tenían pocos competidores, lo que las llevaba a fabricar productos increíblemente caros que alcanzaban un rendimiento máximo. Creaban un Ferrari para cada lanzamiento, cuando era posible que bastara con un Honda Accord. En cambio, Musk aplicaría algunas estrategias empresariales que había aprendido en Silicon Valley para dirigir la empresa con la máxima eficiencia y aprovechar los inmensos avances de las últimas décadas en el ámbito de los materiales y del poder computacional. En calidad de empresa privada, SpaceX también evitaría los despilfarros y los sobrecostes asociados con los contratistas de la administración. Musk declaró que el primer cohete llevaría el nombre de Falcon 1, un guiño a la nave Halcón Milenario (en inglés Millennium Falcon) de la película La guerra de las galaxias y a su voluntad de convertirse en el artífice de un futuro emocionante. En un momento en que el coste de enviar una carga de 250 kilos al espacio era de 30 millones de dólares como mínimo, Musk prometió que el Falcon 1 sería capaz de enviar una carga de 630 kilos por 6,9 millones de dólares.

Como es habitual en él, Musk se marcó unos plazos demencialmente ambiciosos para lograr todos sus objetivos. En una de las primeras presentaciones de la empresa se dio a entender que habría construido su primer motor en mayo de 2003, un segundo motor en junio y el cuerpo del cohete en julio. El conjunto quedaría ensamblado en agosto, la plataforma de lanzamiento se construiría en septiembre y el primer despegue tendría lugar en noviembre de 2003, es decir, unos quince meses después de la creación de la compañía. Para finales de la década estaba previsto un viaje a Marte. Ahí hablaba el Musk lógico, optimista e ingenuo, con sus cálculos sobre la cantidad de horas necesarias para que el personal realizara todo el trabajo físico. Esa es la meta que se marca a sí mismo y que sus empleados, seres humanos con flaquezas y debilidades, luchan incesantemente por alcanzar.

A medida que los aficionados al espacio empezaron a saber de la existencia de la nueva empresa, no le dieron muchas vueltas al hecho de si los plazos de Musk parecían realistas o no. Sencillamente los encandiló la idea de que alguien hubiera optado por seguir una estrategia rápida y barata. Algunos miembros de las fuerzas armadas habían empezado a promover la idea de que era necesario dotarlas de un potencial espacial más agresivo. Si estallara un conflicto, querían responder al ataque con satélites concebidos para ello. Eso conllevaba abandonar un modelo en el que hacían falta diez años para construir y poner en órbita un satélite destinado a cumplir una misión específica. Aspiraban a tener satélites más baratos y pequeños, que se pudieran reconfigurar informáticamente y enviar al espacio sin grandes demoras, casi como si fueran satélites desechables. «Si pudiéramos lograr algo así, el juego cambiaría por completo —afirma Pete Worden, general retirado de las fuerzas aéreas que se reunió con Musk en calidad de consultor del Departamento de Defensa—. Haría que nuestra capacidad de respuesta en el espacio fuera similar a la que ya tenemos por tierra, mar y aire.» El trabajo de Worden lo llevaba a examinar instrumentos tecnológicos que se salían de lo común. Aunque a menudo se encontraba con soñadores excéntricos, Musk le pareció un tipo con los pies en el suelo, que sabía lo que se decía y estaba perfectamente cualificado. «Solía reunirme con tipos que construían pistolas de rayos y artilugios similares en su garaje. Estaba claro que Elon era diferente. Era un visionario que verdaderamente comprendía la tecnología de los cohetes. Me dejó impresionado.»

Al igual que los militares, los científicos querían un acceso rápido y barato al espacio, así como la capacidad de enviar experimentos y recoger datos con regularidad. Algunas empresas farmacéuticas y de productos de consumo estaban también interesadas en viajar al espacio para estudiar cómo afectaba la ausencia de gravedad a las propiedades de sus productos.

Aunque la idea de construir una lanzadera barata pintaba muy bien, las probabilidades de que un particular fabricara una que funcionara eran poco menos que remotas. Si buscamos en YouTube «rocket explosions» [«explosiones de cohetes»], encontraremos miles de vídeos recopilatorios que documentan los desastres cosechados por los norteamericanos y los soviéticos a lo largo de las décadas. Desde 1957 hasta 1966, Estados Unidos trató de poner en órbita más de cuatrocientos cohetes, cien de los cuales se estrellaron y ardieron[5]. Los cohetes utilizados para el transporte de cargas al espacio suelen ser misiles modificados cuya construcción se ha ido perfeccionando en un proceso de prueba y error gracias a los miles de millones de dólares que ha invertido el Estado. SpaceX tenía la ventaja de poder aprender de los errores del pasado y de contar en su plantilla con algunas personas que habían supervisado la construcción de cohetes en compañías como Boeing y TRW. Dicho eso, la empresa no contaba con un presupuesto que pudiera soportar una sucesión de explosiones. Como mucho, SpaceX tenía tres o cuatro oportunidades para lograr que el Falcon 1 funcionara. «La gente pensaba que estábamos pirados —recuerda Mueller—. En TRW contaba con un montón de gente y de fondos del Estado. Ahora íbamos a fabricar un cohete de bajo coste a partir de cero y con un pequeño equipo. Nadie pensaba que sería posible.»

En julio de 2002, Musk estaba emocionado ante aquella arriesgada aventura, y eBay adquirió PayPal por 1.500 millones de dólares. El trato dotó a Musk de cierta liquidez y le proporcionó más de cien millones que podría invertir en SpaceX. Con una inversión inicial de ese calado, nadie sería capaz de disputarle el control de la empresa, como le había pasado en Zip2 y PayPal. Para los empleados que habían accedido a acompañar a Musk en aquel viaje aparentemente imposible, aquel dinero significaba que tendrían asegurado un empleo durante dos años como mínimo. La adquisición aumentó además la fama de Musk, lo que le serviría para conseguir reuniones con altos funcionarios y para hacerse respetar por los proveedores.

Sin embargo, de repente todo aquello pareció desprovisto de importancia. Justine había dado a luz a un niño: Nevada Alexander Musk. Tenía diez semanas cuando, justo a la vez que se anunciaba el acuerdo con eBay, murió. Los Musk habían acostado a Nevada para que durmiera la siesta boca arriba, como se enseña a hacer a los padres. Cuando volvieron para comprobar cómo estaba, había dejado de respirar a consecuencia de lo que los médicos denominan síndrome de muerte súbita del lactante. «Cuando los paramédicos lo reanimaron, había estado sin oxígeno durante tanto tiempo que había padecido una muerte cerebral —escribió Justine en su artículo para Marie Claire—. Estuvo tres días conectado a máquinas de soporte vital en un hospital de Orange County antes de que tomáramos la decisión de desconectarlo. Lo sostuve entre mis brazos cuando murió. Elon dejó claro que no quería hablar sobre su muerte. No lo comprendí, igual que él no comprendió por qué yo lo lloraba abiertamente, una actitud que le parecía “manipulación emocional”. Al final enterré mis sentimientos e hice frente a su desaparición acudiendo a una clínica de fecundación in vitro al cabo de menos de dos meses. Queríamos tener otro niño lo más pronto posible. Durante los siguientes cinco años, di a luz primero a gemelos y después a trillizos.» Más adelante, Justine atribuiría la reacción de Musk a un mecanismo de defensa que había desarrollado de niño. «No encaja bien los malos momentos —declaró a la revista Esquire—. Siempre mira hacia delante por puro instinto de supervivencia.»

Musk se sinceró con algunos amigos íntimos, a los que manifestó su profunda tristeza. Pero el diagnóstico de Justine era fundamentalmente atinado. Para Musk carecía de sentido lamentarse en público. «Hablar sobre ello me ponía muy triste —recuerda Musk—. No sé por qué hay que hablar de cosas tan penosas. No hace ningún bien de cara al futuro. Si tienes otros niños y obligaciones, revolcarte en la tristeza no es bueno para los que te rodean. No sé lo que hay que hacer en esas situaciones.»

Después de la muerte de Nevada, Musk se dedicó en cuerpo y alma a SpaceX y amplió rápidamente los objetivos de la empresa. Sus conversaciones para contratar los servicios de otras empresas aeroespaciales no dieron los frutos esperados. Todas cobraban mucho y trabajaban con lentitud. El plan de ensamblar componentes fabricados por esas compañías dio paso a la decisión de fabricarlas directamente en SpaceX. «Aunque contemos con la experiencia de otros proyectos de lanzaderas, desde el Apolo hasta el X-34/Fastrac, SpaceX va a desarrollar con sus propios medios todo el cohete Falcon desde cero, incluidos los motores, la turbobomba, el tanque criogénico y el sistema de teledirección —anunció la empresa en su página web—. Esta estrategia aumenta las dificultades y la inversión necesaria en el proyecto, pero es la única manera de abaratar los costes de viajar al espacio.»

Los ejecutivos a los que Musk contrató formaban un equipo estelar. Mueller se puso a trabajar de inmediato en la construcción de los dos motores, a los que dieron el nombre de Merlín y Kestrel, dos tipos de halcones. Chris Thompson, exmarine que había sido el responsable de la construcción de los cohetes Delta y Titán en Boeing, era el vicepresidente de gestión de operaciones. Tim Buzza también venía de Boeing, donde se había ganado la reputación de ser uno de los mejores profesionales del planeta en pruebas de cohetes. Steve Johnson, que había trabajado en JPL y en dos compañías espaciales comerciales, fue nombrado director de ingeniería mecánica. El ingeniero aeroespacial Hans Koenigsmann se encargó del desarrollo de los sistemas de aviónica, teledirección y control. Musk también reclutó a Gwynne Shotwell, una veterana de la industria aeroespacial que empezó como la primera representante de SpaceX y con el paso del tiempo se convirtió en la mano derecha de Musk y en la presidenta de la empresa.

En aquellos primeros tiempos también llegó Mary Beth Brown, un personaje hoy legendario en la historia de SpaceX y Tesla. Brown —o MB, como todo el mundo la llamaba— se convirtió en la leal ayudante de Musk; la relación entre ambos recordaba a la de Tony Stark y Pepper Potts en Iron Man. Musk trabajaba veinte horas al día, exactamente como Brown. Con el paso de los años, Brown se encargó de comprarle la comida, concertar sus citas de negocios, fijar las horas que pasaba con sus hijos, elegirle la ropa, encargarse de atender a la prensa y, cuando era necesario, sacar a Musk de las reuniones para que su agenda no se descabalara. No solo se acabó convirtiendo en el único puente entre Musk y todos sus intereses, sino también en un activo de valor incalculable para los empleados de la compañía.

Brown desempeñó un papel crucial a la hora de forjar el estilo de trabajo que presidió los primeros años de SpaceX. Prestaba atención a pequeños detalles, como los cubos de basura rojos con diseño de nave espacial que había en el despacho, y contribuía a que se respirarse un buen ambiente. Cuando se trataba de cuestiones relacionadas directamente con Musk, Brown aportaba su firmeza y su sensatez. El resto del tiempo lucía una amplia y cálida sonrisa y un encanto cautivador. «Siempre andaba diciendo cosas como: “Oh, querido. ¿Cómo estás, querido?”», recuerda un técnico de la empresa. Seleccionaba los correos más estrambóticos que recibía Musk y los reenviaba con el título «El pirado de la semana» para que todo el mundo se riera. En una de las mejores entregas de aquella serie, aparecía un dibujo hecho a mano de una aeronave lunar con una mancha roja. La persona que había enviado la carta había rodeado la mancha con un círculo y había escrito al lado: «¿Qué será esto? ¿Sangre?». Otras cartas describían proyectos para construir una máquina de movimiento perpetuo o para crear un gigantesco conejo hinchable con el que detener los derrames de petróleo. Durante una breve temporada, Brown se ocupó de los libros de cuentas de la empresa y de controlar el negocio en ausencia de Musk. «Se encargaba de todo —afirma el mismo técnico—. Decía: “Es lo que habría querido Elon”.»

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