Elon Musk

Elon Musk


6. Ratones en el espacio

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No obstante, posiblemente su mayor don era identificar el estado de ánimo de Musk. Tanto en SpaceX como en Tesla, el escritorio de Brown estaba apenas a unos metros del de Musk, con lo que cualquiera que quisiera verlo tenía que pasar por delante de ella. Si alguien iba a pedirle permiso para comprar un artículo muy caro, se detenía un momento ante Brown y esperaba a que ella le indicase con un gesto si podía seguir adelante o era mejor que diera media vuelta porque Musk tenía un mal día. Aquel sistema de asentimientos y negaciones cobraba especial relevancia cuando la vida amorosa de Musk pasaba por dificultades y el jefe estaba más tenso de lo habitual.

Los ingenieros subalternos de SpaceX solían ser jóvenes que habían destacado en sus estudios. Musk se dirigía en persona a los departamentos aeroespaciales de las universidades más importantes y preguntaba por los estudiantes con las mejores calificaciones. No era inusual que los llamara a su habitación en la residencia y los contratara por teléfono. «Estaba convencido de que era una broma —recuerda Michael Colonno, con quien Musk contactó mientras estudiaba en Stanford—. No me creía que tuviera una empresa de cohetes.» En cuanto los estudiantes buscaban su nombre en internet, era fácil reclutarlos para SpaceX. Por primera vez desde hacía años, o incluso décadas, los jóvenes genios de la aeronáutica que anhelaban explorar el espacio contaban con una empresa realmente emocionante donde trabajar y que les ofrecía una posibilidad de diseñar un cohete o incluso de convertirse en astronautas, sin verse obligados a unirse a una empresa pública controlada por la burocracia.

A medida que se iba corriendo la voz sobre las ambiciones de SpaceX, los ingenieros más importantes de Boeing, Lockheed Martin y Orbital Sciences que no se arredraban ante el riesgo acudieron en manada a formar parte de la nueva compañía.

Durante el primer año de vida de SpaceX, cada semana fichaban uno o dos trabajadores nuevos. Kevin Brogan era el empleado número 23 y procedía de TRW, donde se había acostumbrado a que las regulaciones internas le impidieran avanzar en su trabajo. «Yo la llamaba “El club de campo” —recuerda—. Nadie hacía nada.» Brogan empezó a trabajar para SpaceX al día siguiente de su entrevista y le dijeron que buscara en la oficina un ordenador que le sirviese. «Primero había que ir a Fry’s para conseguir todos los productos electrónicos que necesitaras y después a Staples para comprarse una silla», comenta Brogan. Su compromiso era absoluto: trabajaba doce horas diarias, volvía a casa, dormía diez horas y después se marchaba otra vez al trabajo. «Estaba físicamente agotado y mentalmente exhausto, pero pronto me acostumbré y empecé a adorar aquella forma de vida.»

Uno de los primeros proyectos que decidió abordar SpaceX fue la construcción de un generador de gas, una máquina parecida a un pequeño motor para cohetes que produce gas a altas temperaturas. Mueller, Buzza y un par de jóvenes ingenieros montaron el generador en Los Ángeles, lo cargaron en una camioneta y lo llevaron hasta Mojave, en California, para probarlo. Mojave, un pueblo situado en el desierto, a unos ciento sesenta kilómetros de Los Ángeles, se había convertido en un lugar clave para empresas aeroespaciales como Scaled Composites y XCOR. Gran cantidad de proyectos aeroespaciales se desarrollaban cerca del aeropuerto de Mojave, donde las empresas tenían sus talleres y adonde enviaban toda clase de aviones y cohetes de última generación. El equipo de SpaceX encajó perfectamente en aquel entorno y utilizó un banco de pruebas de XCOR que tenía el tamaño ideal para el generador de gas. La primera prueba tuvo lugar a las once de la mañana y duró noventa segundos. El generador funcionó, pero creó una nube de humo negro que, en aquel día sin viento, se instaló justo sobre la torre de control. El director del aeropuerto fue a la zona de pruebas y abroncó a Mueller y Buzza. Él mismo y algunos de los empleados de XCOR que les habían prestado ayuda les dijeron a los ingenieros de SpaceX que se tomasen las cosas con calma y no hicieran otra prueba hasta el día siguiente. En lugar de hacerles caso, Buzza, un hombre de fuerte personalidad dispuesto a poner de manifiesto los valores por los que se regía la empresa, envió a un par de camionetas a cargar más combustible, tranquilizó al director del aeropuerto y preparó el banco de pruebas para realizar otra ignición. En los días siguientes, los ingenieros de SpaceX perfeccionaron un método que les permitía realizar varias pruebas diarias —algo que nunca se había hecho en aquel aeropuerto— y lograron que el generador funcionara a su gusto después de dos semanas de trabajo.

Hicieron más viajes a Mojave y a otros lugares, incluido un banco de pruebas en la Base Edwards de las Fuerzas Aéreas y otro en Misisipi. Mientras recorrían el país, se encontraron con una zona de pruebas de ciento veinte hectáreas ubicada en McGregor (Texas), una pequeña ciudad situada junto al centro del estado. El lugar les encantó y convencieron a Musk para que lo comprara. Las fuerzas navales habían probado cohetes en ella algunos años atrás, y también Andrew Beal antes de que su empresa cerrara. «Cuando Beal vio que desarrollar un cohete capaz de poner en órbita grandes satélites iba a costarle trescientos millones de dólares, echó el cerrojo y dejó tras sí un gran número de infraestructuras que serían útiles para SpaceX, incluido un trípode de hormigón de tres tramos tan grande como el tronco de una secuoya», escribe el periodista Michael Belfiore en Rocketeers, un libro centrado en el ascenso de varias compañías aeroespaciales privadas.

Jeremy Hollman era uno de los jóvenes ingenieros que al cabo de poco tiempo se encontró viviendo en Texas y adaptando la zona de pruebas a las necesidades de SpaceX. Hollman era el ejemplo perfecto de la clase de fichajes que buscaba Musk. Tenía el grado de ingeniería aeroespacial por la Universidad Estatal de Iowa y el máster de ingeniería astronáutica por la Universidad del Sur de California, y había pasado un par de años trabajando como ingeniero de pruebas de aviones a reacción, cohetes y astronaves en Boeing[6].

Su trabajo para Boeing no lo había llenado precisamente de entusiasmo por las aventuras aeroespaciales. Había empezado a trabajar el mismo día en que Boeing había completado su fusión con McDonnell Douglas. La gigantesca empresa resultante, concebida para atender los encargos del Gobierno de Estados Unidos, organizó un pícnic para animar a los empleados, pero acabó fracasando incluso en aquel sencillo ejercicio. «El jefe de uno de los departamentos pronunció un discurso en el que nos alentaba a ser una sola empresa con un proyecto común, y a continuación añadió que deberíamos ajustarnos a un presupuesto limitado —recuerda Hollman—. Así que nos dijo que no comiéramos más de un trozo de pollo por cabeza.» Las cosas no mejoraron con el tiempo. Todos los proyectos de Boeing eran gigantescos, complicados y onerosos. Así que cuando Musk se presentó ofreciendo un cambio radical, Hollman aceptó de inmediato. «Pensé que era una oportunidad que no podía dejar escapar», afirma. A sus veintitrés años, Hollman era un hombre joven, soltero y dispuesto a renunciar a cualquier atisbo de vida personal con tal de trabajar incansablemente para SpaceX. Se convirtió en el lugarteniente de Mueller.

Mueller había diseñado por ordenador un par de modelos tridimensionales de los dos motores que quería construir. Merlín sería el motor para la primera fase del Falcon 1, el que lo haría despegar, y Kestrel, un motor más pequeño, impulsaría la segunda fase del cohete y lo guiaría hasta el espacio. Hollman y Mueller determinaron juntos las partes de los motores que fabricarían en la empresa y las partes que convendría tratar de comprar. Para conseguir estas últimas, Hollman se dirigió a varios talleres para preguntar presupuestos y fechas de entrega. A menudo le decían que los plazos exigidos por SpaceX eran una locura, aunque no faltaba quien se mostraba más complaciente e intentaba adaptar un producto ya existente a las necesidades de la empresa en lugar de construirlo desde cero. Hollman también descubrió que la creatividad daba buenos frutos. Por ejemplo, vio que bastaba con cambiar las juntas de algunas válvulas usadas en los túneles de lavado, muy fáciles de conseguir, para que funcionaran con combustible para cohetes.

Después de que SpaceX construyera su primer motor en la fábrica de California, Hollman lo cargó junto a otras partes del equipo en un remolque de la empresa U-Haul. Lo enganchó a un todoterreno Hummer H2 y condujo los mil ochocientos kilos de carga[7] por la Interestatal 10 desde Los Ángeles hasta la zona de pruebas en Texas. Con la llegada del motor a Texas comenzó uno de los ejercicios que más consolidó el compañerismo entre los empleados de SpaceX. En un entorno aislado y castigado por el sol, lleno de serpientes de cascabel y hormigas rojas, el grupo liderado por Buzza y Mueller inició el proceso de examinar los motores hasta sus últimos recovecos. Aquel esfuerzo ímprobo, acometido bajo una presión enorme, estuvo lleno de explosiones —o de lo que los ingenieros llamaban eufemísticamente «desmontajes rápidos no programados»— que iban a determinar si un pequeño grupo de ingenieros era verdaderamente capaz de igualar el trabajo y la habilidad de naciones enteras. Los empleados de SpaceX bautizaron el lugar como correspondía, vaciando una botella de coñac Rémy Martin de 1.200 dólares en vasos de papel y pasando un control de alcoholemia en el camino de vuelta a los pisos de la empresa. A partir de entonces, el trayecto desde California hasta la zona de pruebas pasó a denominarse el Transporte de Ganado de Texas. Los ingenieros trabajaban diez días consecutivos, regresaban a California durante un fin de semana y después volvían a Texas. Para facilitarles el viaje, Musk les ofrecía a veces su jet privado. «Tenía capacidad para seis personas —recuerda Mueller—. O para siete, si alguien se sentaba en el lavabo, como ocurría siempre.»

Aunque tanto las fuerzas aéreas como Beal habían dejado algunos aparatos de prueba, SpaceX tuvo que construir una enorme cantidad de equipo. Uno de los más grandes era un banco de pruebas horizontal de unos nueve metros de largo, cinco metros de ancho y cinco metros de alto. También hubo que construir el banco vertical complementario, de dos pisos de altura. Cuando era necesario encender un motor, había que amarrarlo a uno de los bancos de pruebas, equiparlo con sensores para recoger datos y controlarlo mediante varias cámaras. El equipo se guarecía en un búnker protegido en un lado por un montículo de tierra. Si algo salía mal, prestaban especial atención a las imágenes o levantaban con precaución alguna de las trampillas del búnker para aguzar el oído en busca de pistas. Los habitantes del pueblo rara vez se quejaban del ruido, aunque los animales de las granjas de los alrededores se mostraban menos circunspectos. «Las vacas tienen un mecanismo natural de defensa que las lleva a juntarse y a correr en círculo —afirma Hollman—. Cada vez que encendíamos un motor, las vacas echaban a correr y formaban un círculo con las más jóvenes en medio. Instalamos una cámara para observarlas.»

Tanto Kestrel como Merlín planteaban retos, que eran tratados como ejercicios de ingeniería que se iban alternando. «Trabajábamos con Merlín hasta que nos faltaba algún componente o algo salía mal —recuerda Mueller—. Después trabajábamos con Kestrel y nunca nos faltaban cosas por hacer.» Durante meses, los ingenieros de SpaceX llegaban a la zona a las ocho de la mañana y se pasaban doce horas trabajando en los motores antes de ir a comer al Outback Steakhouse. A Mueller se le daba particularmente bien ocuparse de los datos recogidos en las pruebas y localizar el punto exacto en que el cohete se calentaba o se enfriaba en exceso o tenía cualquier defecto. Llamaba a California, pedía que se introdujeran cambios en los componentes y los ingenieros modificaban ciertas partes y las enviaban a Texas. El equipo de Texas solía realizar sus propias modificaciones en algunas piezas con un molinillo y un torno que Mueller había traído consigo. «Al principio, Kestrel era realmente torpe, y uno de los momentos en los que me sentí más orgulloso fue cuando logré que su rendimiento pasara de horrible a excelente con algunos componentes que compramos por internet y fabricamos en el taller», explica Mueller. Algunos miembros del equipo perfeccionaron sus habilidades hasta el punto de ser capaces de construir en tres días un motor que superó todas las pruebas. Además, debían ser expertos en programas informáticos. Dedicaron una noche entera a construir una turbobomba para el motor y emplearon la siguiente en reconfigurar una serie de aplicaciones utilizadas para controlar los motores. Hollman era un verdadero experto en aquel trabajo, pero el resto del equipo de jóvenes y diestros ingenieros que entremezclaban disciplinas por pura necesidad y por espíritu de aventura no le iba a la zaga. «La experiencia tenía algo de adictivo —rememora Hollman—. Tienes veinticuatro o veinticinco años, y te confían una responsabilidad enorme. Era de lo más motivador.»

Para volar al espacio, el motor Merlín tenía que estar encendido durante ciento ochenta segundos. Cuando empezaron su trabajo en Texas, aquello parecía una eternidad para los ingenieros; el motor apenas se mantenía encendido medio segundo antes de fallar. Unas veces vibraba demasiado durante las pruebas; otras respondía mal a la incorporación de nuevos elementos; otras se rompía y necesitaba arreglos importantes, como cambiar un colector de aluminio por otro fabricado con un material más exótico, el Inconel, una aleación capaz de soportar temperaturas extremas. En cierta ocasión, una válvula de combustible no se abrió correctamente e hizo explotar el motor; en otra, se prendió fuego todo el banco de pruebas. La ingrata tarea de llamar a Musk para contarle los problemas que habían surgido durante la jornada solía recaer en Buzza y Mueller. «Elon tenía mucha paciencia —afirma Mueller—. Recuerdo una ocasión en la que hicimos dos pruebas al mismo tiempo y las dos acabaron en desastre. Le dije a Elon que podíamos probar con otro motor, pero lo cierto es que me sentía muy frustrado y muy cansado y estuve seco con él. Le dije: “Podemos probar con otro puto motor, pero hoy ya he hecho explotar demasiada mierda”. Y él me respondió: “De acuerdo, no te preocupes. Cálmate. Mañana lo intentamos otra vez”.» Más adelante, algunos empleados de El Segundo contaron que Elon había estado al borde de las lágrimas durante aquella llamada al notar la frustración y el dolor en la voz de Mueller.

Lo que Musk no toleraba eran las excusas o la falta de un plan de ataque claro. Hollman fue uno de los muchos ingenieros que llegó a aquella conclusión después de enfrentarse a uno de los típicos interrogatorios de Musk. «La peor llamada fue la primera —recuerda Hollman—. Algo había salido mal, y Elon me preguntó cuánto nos costaría volver a estar en marcha, una pregunta para la que en aquel momento yo no tenía respuesta. Me dijo: “Pues debes tenerla. Es importante para la empresa. Todo depende de esto. ¿Cómo es que no tienes una respuesta?”. Siguió machacándome con preguntas directas e incisivas. Yo creía que era vital mantenerle al tanto de lo que ocurría, pero comprendí que todavía era más importante tener toda la información.»

De vez en cuando, Musk participaba personalmente en las pruebas. En una ocasión especialmente señalada, SpaceX trataba de perfeccionar una cámara de enfriamiento para los motores. La empresa había comprado varias a 75.000 dólares la unidad, y tenía que probarla bajo el agua para determinar su capacidad de soportar presión. En la primera prueba, una de las cámaras se rompió. Después, la segunda volvió a romperse por el mismo sitio. Musk ordenó una tercera prueba, mientras los ingenieros lo miraban horrorizados. Pensaban que la prueba sometía a los aparatos a una presión excesiva y que Musk echaba por la borda una parte imprescindible del equipo. Cuando la tercera también se rompió, Musk voló con las cámaras a California, las llevó a la fábrica y, con ayuda de algunos ingenieros, trató de sellarlas con resina epoxi. «No le importa ensuciarse las manos —afirma Mueller—. Allí estaba, con su elegante ropa y sus preciosos zapatos italianos, pringándose de resina. Emplearon toda la noche y las probaron de nuevo, pero las cámaras se volvieron a romper.» Musk, con la ropa destrozada, había llegado a la conclusión de que las piezas tenían un defecto de fabricación, había puesto a prueba su hipótesis y había obrado rápidamente en consecuencia, pidiendo a las ingenieros que idearan otra solución.

Estos incidentes formaban parte de un proceso complicado pero productivo. En SpaceX había arraigado la idea de que eran una familia pequeña y unida que luchaba contra el mundo. A finales de 2002, la empresa solo tenía un almacén vacío. Un año después, el lugar parecía una auténtica fábrica de cohetes. Desde Texas llegaban motores Merlín funcionales que entraban en una cadena de montaje en la que los operarios podían conectarlos al cuerpo principal, o primera fase, del cohete. Se prepararon más puestos para conectar la primera fase con la fase superior del cohete. Se montaron grúas para manejar las piezas más pesadas, y se instalaron vías de transporte de color azul metálico para guiar el cuerpo del cohete por toda la fábrica, de puesto en puesto. SpaceX también había empezado a construir la carena, o carcasa, que protege durante el lanzamiento la carga útil, situada justo encima del cohete, y que se abre en el espacio como si fuera una almeja para liberar la carga.

SpaceX también había conseguido un cliente. Según Musk, su primer cohete despegaría «a comienzos de 2004» desde la Base Vandenberg de las Fuerzas Aéreas transportando un satélite llamado TacSat-1 para el Departamento de Defensa. Con ese objetivo a la vista, trabajar doce horas al día durante seis días a la semana era la norma, aunque muchos empleados solían dedicar al trabajo más tiempo aún. Las pausas, cuando llegaban, empezaban alrededor de las ocho de la tarde en los días laborables, momento en el que Musk permitía a todo el mundo utilizar sus ordenadores para jugar entre sí a videojuegos como Quake III Arena y Counter-Strike. A la hora fijada, el ruido de las pistolas cargándose resonaba por toda la oficina mientras cerca de veinte personas se armaban para la batalla. Musk —que jugaba con el conveniente sobrenombre de Random9— solía ganar las partidas, destrozando y cosiendo a tiros a sus empleados sin piedad. «Allí estaba el jefe, disparándonos con cohetes y pistolas de plasma —recuerda Colonno—. Lo peor es que es increíblemente bueno en esa clase de juegos y tiene reacciones increíblemente rápidas. Se sabía todos los trucos y cómo acercarse sigilosamente a los rivales.»

El lanzamiento en ciernes despertó los instintos de vendedor de Musk. Quería mostrar al público los logros de sus infatigables trabajadores y fomentar el interés por SpaceX, así que decidió mostrar un prototipo del Falcon 1 en diciembre de 2003. La empresa llevaría el Falcon 1, con sus siete pisos de altura, de gira por todo el país, mediante una plataforma construida ex profeso, y lo dejaría, junto con la lanzadera móvil de SpaceX, ante la sede de la Administración Federal de Aviación de Washington. Además, daría una conferencia de prensa para dejar claro en Washington que acababa de nacer un fabricante de cohetes más modernos, capaces y baratos.

A los ingenieros de SpaceX no les gustaba aquella campaña de marketing. Trabajaban más de cien horas a la semana para construir el cohete que realmente necesitaba la empresa. Musk quería que, además, fabricaran un falso cohete de aspecto impecable. Se hizo regresar al equipo de Texas y se le asignó otro plazo imposible para construir el artilugio. «A mí me parecía un despilfarro —dice Hollman—. No servía para avanzar, pero Elon creía que nos ganaría el apoyo de gente importante en la administración.»

Mientras construían el prototipo, Hollman experimentó todas las ventajas e inconvenientes de trabajar para Musk. Había perdido las gafas hacía unas semanas, cuando se le resbalaron y cayeron por un extractor de humo en la zona de pruebas de Texas. Desde entonces, se las había apañado con un par de recambio[8], que también echó a perder cuando las rayó al intentar meterse bajo un motor. Sin tener siquiera un momento libre para visitar al oftalmólogo, Hollman empezó a pensar que su salud estaba en peligro. Las intensas horas de trabajo, las gafas, la copia publicitaria: aquello era demasiado.

Una noche se desahogó en la fábrica, sin darse cuenta de que Musk estaba cerca y lo oyó todo. Al cabo de dos horas, Mary Beth Brown se presentó con una cita para ver a un especialista en cirugía ocular láser. Cuando Hollman fue a verlo, descubrió que Musk pagaba la operación. «Elon puede ser muy exigente, pero se asegura de que no haya nada que se interponga en tu camino», sostiene Hollman. Con el paso del tiempo, también ha llegado a apreciar la estrategia a largo plazo que guiaba la decisión de construir aquel prototipo y llevarlo a Washington. «Creo que pretendía dar un toque de realismo a SpaceX, y si aparcas un cohete frente al jardín de alguien, es difícil que niegue su existencia», dice Hollman.

El acontecimiento acabó por ser bien recibido en Washington, y apenas unas semanas después, SpaceX hizo otro anuncio sorprendente. Aunque todavía no había realizado ni un solo lanzamiento, reveló que tenía planes para la construcción de un segundo cohete. Además del Falcon 1, construiría el Falcon 5. Como indicaba su nombre, el cohete tendría cinco motores y transportaría más carga (unos 4.200 kilos) para situarla en órbita terrestre baja. Lo más importante era que, en teoría, el Falcon 5 podía llegar a la Estación Espacial Internacional en misiones de reabastecimiento, lo que abriría a SpaceX la posibilidad de conseguir grandes contratos con la NASA. Además, en un guiño a la obsesión de Musk por la seguridad, se dijo que el cohete sería capaz de completar sus misiones aunque fallaran tres de los cinco cohetes, un nivel de fiabilidad que no se había visto en el mercado desde hacía décadas.

La única manera de estar a la altura de lo anunciado era actuar como SpaceX había prometido desde el principio: operando como una empresa de Silicon Valley. Musk siempre estaba a la busca de ingenieros que no solo hubieran tenido buenas notas en la universidad, sino que además hubieran hecho algo especial con su talento. Cuando encontraba a alguien bueno, Musk era implacable intentando convencerlo de que trabajara en su empresa. Bryan Gardner, por ejemplo, conoció a Musk en una fiesta organizada en los hangares del aeropuerto Mojave y, poco tiempo después, este le planteó la posibilidad de trabajar para él. Parte del trabajo académico de Gardner estaba becado por Northrop Grumman. «Elon dijo: “En ese caso, se lo compraremos” —recuerda Gardner—. Así que le envié mi currículo por correo a las dos y media de la mañana, y me respondió a la media hora con una serie de comentarios a cada uno de los puntos que yo planteaba. Me dijo: “Cuando hagas una entrevista, asegúrate de hablar de manera concreta de lo que haces en vez de utilizar palabras de moda”.» Una vez contratado, a Gardner le asignaron la tarea de mejorar el sistema para probar las válvulas del motor Merlín. Había docenas de ellas, y probar manualmente cada una llevaba entre tres y cinco horas. Al cabo de seis meses, Gardner había construido un sistema automatizado que hacía el trabajo en cuestión de minutos. La máquina probaba las válvulas de manera individual, con lo que un ingeniero de Texas podía solicitar los datos obtenidos en una parte determinada. «Me habían asignado aquel trasto al que nadie quería y que me sirvió para establecer mi reputación como ingeniero», dice Gardner.

A medida que iban llegando nuevos empleados, SpaceX alquiló otras naves en el complejo de El Segundo. Los ingenieros trabajaban con programas informáticos muy sofisticados y creaban archivos gráficos enormes, motivo por el cual necesitaban que todas aquellas oficinas estuvieran conectadas por internet de alta velocidad. Sin embargo, algunas empresas vecinas bloqueaban la iniciativa de conectar todos los edificios mediante cables de fibra óptica. En lugar de tomarse el tiempo necesario para regatear con las otras empresas, al jefe de tecnología de la información de SpaceX, Branden Spikes, que había trabajado con Musk en Zip2 y PayPal, se le ocurrió una solución más rápida y ladina. Un amigo suyo trabajaba para una empresa de telefonía y le dibujó un diagrama en el que se mostraba una manera de introducir de forma segura en el poste telefónico un cable de red entre los cables de electricidad y telefonía. A las dos de la mañana, un equipo de incógnito se presentó con una plataforma hidráulica, instaló la fibra en los postes telefónicos y a continuación llevó los cables hasta las naves de SpaceX. «Lo hicimos durante un fin de semana en lugar de dedicar meses a obtener los permisos», dice Spikes. «Siempre teníamos la sensación de enfrentarnos a un reto insuperable y de que necesitábamos estar unidos para que ganaran los buenos.» Alex Lidow, el propietario de la nave en la que trabajaba SpaceX, se ríe por debajo al recordar las excentricidades del equipo de Musk. «Sé que por las noches hacían muchas cosas bajo mano —afirma—. Eran unos tipos listos, el trabajo tenía que salir adelante y no siempre tenían tiempo para esperar a que llegaran los permisos de las autoridades competentes.»

Musk nunca dejaba de pedir a sus empleados que trabajaran más y mejor, fuera en la oficina o en actividades extracurriculares. Entre las tareas de Spikes se contaba la fabricación de consolas de videojuegos para la casa de Musk que llevaban al límite sus capacidades computacionales y que había que enfriar con agua que circulaba por una serie de tubos en su interior. Cuando vio que uno de los aparatos no dejaba de dar problemas, Spikes pensó que la instalación eléctrica de la mansión de Musk no estaba en condiciones, y para resolver el problema instaló un circuito eléctrico exclusivo para la sala de juegos. Aquel detalle no hizo que Musk lo tratara con ninguna clase de favoritismo. «En cierta ocasión, el servidor de correo de SpaceX se estropeó, y Elon me dijo, textualmente: “Que sea la última vez que pasa una mierda como esta” —cuenta Spikes—. Te clavaba la mirada hasta comprobar que habías captado el mensaje.»

Musk había tratado de encontrar empresas contratistas cuya creatividad y ritmo de trabajo fueran similares a las de SpaceX. En lugar de dirigirse siempre a compañías aeroespaciales, encontró proveedores con experiencia similar en diferentes campos. Al principio, SpaceX necesitaba una empresa que se encargara de la construcción de los tanques de combustible, que constituían esencialmente el cuerpo principal del cohete, y Musk acabó en el Medio Oeste hablando con compañías que habían construido grandes tanques para el ramo del procesado de lácteos y otros alimentos.

Aquellas empresas trabajaban contrarreloj para atenerse a los plazos de SpaceX, mientras Musk viajaba por todo el país para hacerles una visita —a veces por sorpresa— y comprobar sus avances. Una de aquellas inspecciones se produjo en una empresa de Wisconsin llamada Spincraft. Junto a un par de empleados de SpaceX, Musk viajó en su jet a la otra punta del país y llegó a última hora de la noche, convencido de que vería a un turno de trabajadores haciendo horas extra para completar los tanques de combustible. Cuando descubrió que la empresa acumulaba mucho retraso, se volvió hacia un empleado y le dijo: «No me gusta que nos den por culo». David Schmitz, en aquel entonces mánager general de Spincraft, dice que Musk tenía fama de ser un negociador temible y de controlarlo todo personalmente. «Si Elon no estaba satisfecho, te lo hacía saber —recuerda Schmitz—. Las cosas se podían poner feas.» En los meses posteriores a aquella visita, SpaceX incrementó sus capacidades de soldadura dentro de la empresa para fabricar tanques de combustible en El Segundo y deshacerse de Spincraft.

Otro comercial se presentó en SpaceX para intentar venderle a la empresa equipos de infraestructura tecnológica. Llegó preparado para ejecutar el número que los viajantes han ejecutado ante sus posibles clientes desde tiempos inmemoriales: presentarse, hablar, tantear y plantear la posibilidad de hacer negocios en el futuro. Musk no estaba dispuesto a tolerarlo. «El tipo se presenta y Elon le pregunta para qué se han reunido —dice Spikes—. “Para crear una relación”, le responde. “Muy bien”, replica Elon, “encantado de conocerlo”, lo que venía a decir: “Saca tu culo de mi oficina”. Aquel tipo había hecho un viaje de cuatro horas que terminó con una reunión de dos minutos. Elon no tenía paciencia con esas cosas.» Musk podía ser igualmente brusco con los empleados que no estaban a la altura de sus expectativas. «Solía decir: “Cuanto más tardas en despedir a alguien, más pronto deberías haberlo hecho”», recuerda Spikes.

A la mayoría de los empleados de SpaceX les entusiasmaba formar parte de aquella aventura e intentaban que no les afectasen las rigurosas exigencias y la severa conducta de Musk. Pero, a veces, Musk iba demasiado lejos. El equipo de ingenieros entraba en cólera cada vez que este declaraba a un medio de comunicación que había diseñado el cohete Falcon poco menos que por su cuenta. Musk contrató también a un equipo de documentalistas para que lo acompañara allá donde fuera. Aquel gesto de soberbia crispó los nervios de las personas que tan duramente trabajaban en SpaceX. Tenían la sensación de que el ego de Musk se estaba descontrolando, y de que presentaba SpaceX como la conquistadora de la industria aeroespacial antes de haber realizado ni un solo lanzamiento. A los empleados que presentaban informes detallados sobre supuestos errores en el diseño del Falcon 5 o que ofrecían sugerencias para completar más rápido la fabricación del Falcon 1 no se les hacía el menor caso, o algo peor. «En aquella etapa, el trato que recibía el personal muy a menudo dejaba que desear —dice un ingeniero—. A muchos buenos ingenieros, que para todo el mundo al margen de la “gerencia” eran importantes activos de la empresa, se los obligó a marcharse o simplemente se los despidió acusándolos de cosas que no habían hecho. Demostrar que Elon se equivocaba en algo era el beso de la muerte.»

Aunque SpaceX tenía previsto lanzar su cohete a principios de 2004, fue incapaz de hacerlo. El motor Merlín que habían construido Mueller y su equipo parecía ser uno de los motores de cohete más eficientes diseñados hasta entonces. Las pruebas que tenía que pasar para demostrar que realmente serviría para un lanzamiento estaban llevando más tiempo del que esperaba Musk. Por fin, en otoño de 2004, los motores exhibieron un comportamiento regular y cumplieron todos los requisitos. Eso significaba que Mueller y su equipo podían respirar tranquilos, mientras que el resto de los empleados de SpaceX debían prepararse para empezar su calvario. Desde que se había creado la empresa, Mueller había sido el factor crítico —a saber, el responsable de que la empresa no pudiera dar los siguientes pasos— y había trabajado bajo el escrutinio de Musk. «Cuando el motor estuvo a punto, todo el mundo entró en pánico —afirma Mueller—. Nadie más sabía lo que suponía ser el factor crítico.»

Hubo muchos que no tardaron en descubrirlo, a medida que se fueron presentando problemas de gran calado. La aviónica del cohete, que incluía la electrónica para la navegación, la comunicación y el funcionamiento general del aparato, dio innumerables quebraderos de cabeza. Cosas aparentemente triviales, como lograr que una memoria USB se comunicara con el ordenador principal del cohete, fallaban por motivos inexplicables. El programa informático que controlaba el cohete también se convirtió en un problema grave. «Es como cuando un proyecto depende de su 10 % final y las cosas no encajan —dice Mueller—. Aquel proceso duró seis meses.» Por fin, en mayo de 2005, SpaceX transportó el cohete 290 kilómetros al norte, hasta la base Vandenberg de las Fuerzas Aéreas, para realizar un arranque de prueba, y completó cinco segundos de encendido en la plataforma de lanzamiento.

Para la empresa habría sido muy conveniente contar con Vandenberg como base de operaciones. No está lejos de Los Ángeles y tiene varias plataformas de lanzamiento. Sin embargo, SpaceX era un invitado molesto. Las Fuerzas Aéreas le dieron una bienvenida algo fría, y el personal encargado de las plataformas no movió ni un dedo para ayudarlos. Lockheed y Boeing, encargadas de lanzar al espacio desde la base satélites militares que valen mil millones de dólares, tampoco le puso las cosas fáciles, en parte porque SpaceX representaba una amenaza para su negocio y en parte porque aquella compañía salida de la nada estaba enredando al lado de sus valiosos cargamentos. Cuando la fase de prueba dio lugar a la fase de lanzamiento, SpaceX tuvo que ponerse a la cola. Eso significaba que tardarían meses en realizar el lanzamiento. «Aunque nos decían que podíamos volar, estaba claro que no iba a ser así», afirma Gwynne Shotwell.

Cuando empezaron a buscar un nuevo emplazamiento, Shotwell y Hans Koenigsmann colgaron un mapamundi en la pared y buscaron algún nombre reconocible en la línea del ecuador, donde el planeta gira más rápido, lo que otorga a los cohetes un impulso añadido. El primer nombre barajado fue la isla Kwajalein —o simplemente Kwaj—, la isla más grande de un atolón situado entre Guam y Hawái, en el océano Pacífico, perteneciente a la República de las Islas Marshall. El lugar le sonaba a Shotwell porque el ejército de Estados Unidos lo había empleado durante décadas para probar sus misiles. Shotwell buscó el nombre de algún coronel de aquella base y le envió un correo electrónico. Al cabo de tres semanas recibió una llamada telefónica informándole de que las Fuerzas Armadas estarían encantadas de contar con la presencia de SpaceX. En junio de 2005, los ingenieros de la empresa empezaron a llenar contenedores para enviar todo el equipo a Kwaj.

El atolón de Kwajalein se compone de unas cien islas. Muchas de ellas apenas tienen unos metros de extensión, y son bastante más largas que anchas. «Desde el aire, el lugar parece un hermoso collar de abalorios», dice Pete Worden, que visitó la isla en calidad de consultor del Departamento de Defensa. La mayor parte de los lugareños vive en una isla llamada Ebeye, mientras que los militares ocupan Kwajalein, la isla situada más al sur, en parte un paraíso tropical, en parte la guarida secreta del Doctor Maligno. Estados Unidos se pasó años lanzando sus misiles balísticos intercontinentales desde California hasta Kwaj y utilizó la isla para realizar experimentos con armas espaciales en el período de la «guerra de las galaxias». Se apuntaba a la isla desde el espacio con rayos láser para ver si serían lo bastante precisos y certeros como para interceptar un misil intercontinental que se dirigiera hacia ellas. La presencia de los militares había dado lugar a un extraño conjunto de edificios, incluida una maciza estructura de hormigón, sin ventanas y con forma de trapecio, diseñada claramente por alguien que se gana la vida con la muerte.

Los empleados de SpaceX viajaban a Kwaj en el jet de Musk o utilizaban vuelos comerciales con escala en Hawái. Se alojaban en apartamentos de dos dormitorios en la isla de Kwajalein, más parecidas a cuartos de residencias de estudiantes que a habitaciones de hotel, con sus escritorios y sus cómodas militares. Los materiales que necesitaban los ingenieros había que llevarlos en el avión de Musk o, con más frecuencia, en barco desde Hawái o la costa de Estados Unidos. Cada día, el equipo de SpaceX reunía todo lo que necesitaba y hacía un viaje en barco de cuarenta y cinco minutos hasta Omelek, una isla de tres hectáreas cubierta de palmeras y vegetación que iban a convertir en su plataforma de lanzamiento. A lo largo de varios meses, pequeños grupos de personal limpiaron la maleza, vertieron hormigón para construir la base de la plataforma y convirtieron una caravana de doble ancho en sus oficinas. El trabajo era agotador, la humedad era terrible y el sol quemaba la piel por debajo de la camiseta. Al final, algunos miembros del equipo prefirieron pasar la noche en Omelek en lugar de volver en barco cruzando las agitadas aguas hasta la isla principal. «Algunas oficinas se convirtieron en dormitorios con colchones y catres —dice Hollman—. Después enviamos un frigorífico estupendo y una buena plancha e instalamos una ducha. Intentamos que no fuera un lugar donde acampar, sino un sitio donde vivir.»

El sol salía a las siete de la mañana, y a esa misma hora empezaba a trabajar el equipo de SpaceX. Se celebraban una serie de reuniones con personas que tomaban nota de lo que había que hacer, y se hablaba de los problemas para encontrar soluciones. Cuando llegaron las grandes estructuras, los trabajadores colocaron en horizontal el cuerpo del cohete en un hangar improvisado y se pasaron horas ensamblando todas sus partes. «Siempre había algo que hacer —dice Hollman—. Si no fallaba el motor, era la aviónica o el software lo que daba problemas.» Los ingenieros dejaban de trabajar a las siete de la tarde. «Alguien decía que le apetecía cocinar y preparaba carne con patatas y pasta —cuenta Hollman—. Teníamos un reproductor de DVD y un montón de películas, y bastantes nos dedicamos a pescar en los muelles.» Para muchos de los ingenieros, aquella fue una experiencia tortuosa pero mágica. «En Boeing podías sentirte a gusto, pero en SpaceX las cosas funcionaban de otra forma —afirma Walter Sims, un experto en tecnología de la empresa que mientras estuvo en Kwaj encontró tiempo para sacarse el permiso de buceo—. Cada persona que había ido a la isla era una puta estrella, y siempre estaban organizando seminarios sobre radios o sobre el motor. Aquel lugar te llenaba de vida.»

A los ingenieros no dejaba de desconcertarles lo que Musk estaba dispuesto a financiar y lo que no. En la oficina central, alguien podía solicitar la compra de una máquina de doscientos mil dólares o de algún costoso componente que le parecía esencial para el éxito del Falcon 1 sin que Musk le diera su visto bueno. Sin embargo, no tenía problema en pagar el mismo dinero para instalar una superficie brillante en el suelo de la factoría y embellecerlo. En Omelek, los empleados querían pavimentar un camino de ciento ochenta metros para facilitar el transporte del cohete desde el hangar hasta la plataforma. Musk se negó, lo que supuso que los ingenieros trasladasen el cohete y su base, provista de ruedas, al modo de los antiguos egipcios. Colocaron en el suelo una serie de tablas de madera y desplazaron el cohete sobre ellas, cogiendo la última tabla y colocándola al principio y repitiendo el proceso continuamente.

La situación era absurda. Una empresa de cohetes recién creada había acabado en mitad de la nada tratando de realizar una de las mayores hazañas de la humanidad y, para ser sinceros, solo una pequeña parte del equipo de SpaceX tenía la menor idea sobre cómo llevar a cabo un lanzamiento. Transportaban el cohete hasta la plataforma una y otra vez, lo colocaban en vertical durante un par de días y las comprobaciones técnicas y de seguridad revelaban sin cesar la existencia de innumerables problemas. Los ingenieros trabajaban en la medida de sus posibilidades antes de colocarlo en horizontal y devolverlo al hangar para evitar que el salitre provocara daños. Equipos que durante meses habían trabajado por separado en la factoría —propulsión, aviónica, programación informática— se vieron obligados a formar un grupo interdisciplinar y a trabajar juntos. El resultado final de todo aquello fue un ejercicio de aprendizaje y compañerismo que se desarrolló como una comedia de enredo. «Era como La isla de Gilligan, salvo por los cohetes», dice Hollman.

En noviembre de 2005, unos seis meses después de que hubieran pisado por vez primera la isla, el equipo de SpaceX se sintió lo bastante preparado para realizar un lanzamiento. Musk viajó con su hermano, Kimbal, y se unió al grueso del equipo de SpaceX en los barracones de Kwaj. El 26 de noviembre, algunos empleados se levantaron a las tres de la mañana y llenaron el cohete con oxígeno líquido. A continuación se apresuraron a dirigirse a una isla situada a unos cinco kilómetros para protegerse, mientras el resto del equipo controlaba los sistemas de lanzamiento desde una sala de control situada a 41 kilómetros, en Kwaj. Los militares concedieron a SpaceX una ventana de lanzamiento de seis horas. Todo el mundo esperaba ver que la primera fase despegaba y alcanzaba los 11.000 kilómetros por hora antes de que se encendiera la segunda fase y volara a 27.000 kilómetros por hora. Sin embargo, durante las comprobaciones previas al lanzamiento, los ingenieros detectaron un problema importante: una válvula del tanque de oxígeno líquido no estaba bien cerrada, y el combustible se evaporaba a una velocidad de casi 1.900 litros por hora. El equipo se apresuró a solucionar el problema, pero el cohete perdió demasiado oxígeno para despegar durante la ventana asignada.

Con la misión abortada, SpaceX ordenó que le trajeran de Hawái una buena reserva de oxígeno líquido y preparó un nuevo lanzamiento a mediados de diciembre. Los fuertes vientos, nuevos fallos en las válvulas y otros errores echaron por tierra la nueva tentativa. Antes de realizar un tercer intento, el equipo descubrió una noche de sábado que los sistemas de distribución de la electricidad habían empezado a funcionar mal y había que instalar nuevos condensadores. El domingo por la mañana bajaron el cohete y desmontaron las dos fases para que un técnico pudiera deslizarse en su interior y quitar las placas eléctricas. Alguien localizó en Minnesota una tienda de electrónica que abría los domingos, y un empleado de la empresa voló sin demora hasta allí para comprar algunos condensadores. El lunes estaba en California probando los componentes en la oficina central de la compañía, para cerciorarse de que pasaban diversas pruebas de temperatura y vibración antes de regresar en avión a las islas. En menos de ochenta horas se había reparado y reinstalado el sistema electrónico del cohete. La carrera de ida y vuelta a Estados Unidos demostró que los treinta miembros del equipo de SpaceX sabían hacer frente a la adversidad y alentaron a todo el mundo en la isla. Si el lanzamiento hubiera estado a cargo de un equipo tradicional, formado por unas trescientas personas, jamás se habría pensado en reparar el cohete a esa velocidad. Pero la energía, el talento y los recursos del equipo de SpaceX no bastaron para vencer su inexperiencia ni para sobreponerse a las dificultades atmosféricas. Se produjeron nuevos problemas y la idea de realizar el lanzamiento quedó completamente descartada.

Finalmente, el 24 de marzo de 2006 funcionó todo a la perfección. El Falcon 1 despegó de la plataforma de lanzamiento y se elevó en el cielo. Desde las alturas, la isla se veía como una mancha verde en medio de un vasto fondo azul. En la sala de control, Musk observaba la evolución del cohete mientras se paseaba vestido con pantalones cortos, sandalias y camiseta de manga corta. Sin embargo, a los veinticinco segundos, quedó claro que algo no iba bien. Se declaró un fuego en el motor Merlín y el aparato, que había estado ascendiendo en una impecable línea recta, empezó a dar vueltas y después cayó incontrolablemente a la Tierra. El Falcon 1 acabó precipitándose directamente sobre la plataforma de lanzamiento. La mayoría de los escombros fue a parar a un arrecife situado a unos 75 metros de la plataforma, mientras que la carga del satélite atravesó el techo del taller y aterrizó más o menos intacta en el suelo. Algunos ingenieros se pusieron sus trajes de buceo y recuperaron las piezas, colocando todos los restos del cohete en dos cajas del tamaño de un congelador. «Tal vez no esté de más señalar que las empresas que han logrado mandar cohetes al espacio también han sufrido reveses —escribió Musk en un informe redactado a modo de balance—. Un amigo me escribió para recordarme que de los primeros nueve lanzamientos del Pegasus, solo cinco tuvieron éxito; de los cinco del Ariane, solo tres; de los veinte del Atlas, solo nueve; de los veintiuno del Soyuz, solo nueve; y de los dieciocho del Protón, solo nueve. Después de experimentar de primera mano lo difícil que es alcanzar la órbita, siento un gran respeto por todos aquellos que perseveraron y lograron fabricar los vehículos que en la actualidad constituyen los puntales de la navegación espacial.» Musk terminaba el informe con estas palabras: «SpaceX es una empresa de largo recorrido y, contra viento y marea, vamos a lograr que esto funcione».

Musk y otros ejecutivos de la empresa culparon de la explosión a un técnico cuyo nombre no mencionaron, pero que, según ellos, había trabajado en el cohete un día antes del lanzamiento y no había ajustado correctamente una junta de un tubo de combustible, lo que hizo que la junta se rompiera. La pieza no podía ser más sencilla: una tuerca de fontanería de aluminio de las que se emplean para conectar dos tubos. El técnico era Hollman. Después de la explosión, Hollman voló a Los Ángeles para hablar personalmente con Musk. Se había pasado años trabajando día y noche en el Falcon 1 y estaba furioso de que Musk les hubiera puesto en evidencia a él y a su equipo. Estaba seguro de haber ajustado bien la junta; además, algunos observadores de la NASA controlaron su intervención. Cuando Hollman irrumpió, colérico, en la oficina central de SpaceX, Mary Beth Brown trató de calmarlo e impedir que viera a Musk, pero Hollman siguió hasta el despacho de este y los dos hombres tuvieron una discusión monumental.

El análisis de los restos reveló que, con toda probabilidad, la junta se había roto a causa de la corrosión provocada por los meses que el aparato había pasado en la atmósfera salobre de Kwaj. «El cohete estaba literalmente cubierto de sal por un lado, y había que rascarla —afirma Mueller—. Sin embargo, tres días antes habíamos realizado una ignición estática y todo salió bien.» SpaceX había intentado eliminar 22 kilos de peso empleando componentes fabricados con aluminio en lugar de acero inoxidable. Thompson, el exmarine, sabía de primera mano que los componentes de aluminio funcionaban perfectamente en los helicópteros de los portaaviones, y Mueller había comprobado que naves estacionadas al aire libre en Cabo Cañaveral durante cuarenta años tenían las tuercas de fontanería en perfectas condiciones. A pesar de los años transcurridos, algunos ejecutivos de SpaceX todavía le dan vueltas al trato recibido por Hollman y su equipo. «Eran los mejores, y les echaron la culpa para explicar al público lo que había sucedido —sostiene Mueller—. Fue nefasto. Más adelante descubrimos que sencillamente habíamos tenido mala suerte.»[9]

Después de la explosión, el equipo le dio duro a la botella en un bar de la isla principal. Musk quería realizar un nuevo lanzamiento al cabo de seis meses, pero para montar otro aparato habría que trabajar de firme. La empresa tenía preparadas en El Segundo algunas partes del vehículo pero, desde luego, no un cohete listo para despegar. Mientras se bebían unos tragos, los ingenieros se comprometieron a ser más disciplinados a la hora de construir el siguiente aparato y a trabajar mejor en equipo. Worden tenía la esperanza de que los ingenieros obtuvieran resultados más brillantes. Los había estado observando para el Departamento de Defensa y admiraba la energía de aquellos jóvenes, pero no su metodología. «Trabajaban como los chavales que diseñan programas informáticos en Silicon Valley —afirma Worden—. Se pasaban toda la noche en vela probando esto y aquello. Les había visto hacerlo en centenares de ocasiones, y tenía la impresión de que la cosa no iba a funcionar.» Cuando se acercó la fecha del primer lanzamiento, Worden intentó advertir a Musk, mediante una carta que le envió a él y al director de DARPA, la agencia de investigación del Departamento de Defensa, en la que dejaba clara su opinión. «Elon no reaccionó bien. Dijo: “¿Y qué sabrá usted, si es un simple astrónomo?”», recuerda Worden. Sin embargo, después de la explosión, Musk aconsejó que Worden se encargara de la investigación oficial. «Es un detalle que dice mucho sobre él», comenta Worden.

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