Elon Musk

Elon Musk


7. Totalmente eléctrico

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La fábrica de baterías formaba parte de una cadena de suministro que se extendía por todo el mundo y que añadía costes y retrasos a la producción del Roadster. Los paneles de la carrocería se fabricarían en Francia, mientras que los motores vendrían de Taiwán. Tesla había previsto comprar las baterías individuales en China y enviarlas a Tailandia para convertir las piezas separadas en paquetes de baterías. Los paquetes, que se debían almacenar durante un tiempo mínimo para evitar la degradación, se enviarían por mar a Inglaterra, donde tendrían que pasar la aduana. Tesla había planeado que Lotus construyese el chasis del automóvil, instalara los paquetes de baterías y enviase el Roadster por barco, rodeando el cabo de Hornos, hasta Los Ángeles. De seguir aquel plan, Tesla habría pagado por la mayor parte del automóvil sin recibir los ingresos correspondientes hasta entre seis y nueve meses después.

«La idea era llegar a Asia, hacer las cosas rápidas y baratas, y ganar dinero con el automóvil —afirma Forrest North, uno de los ingenieros enviados a Tailandia—. Descubrimos que fabricando en casa los componentes verdaderamente complicados acumulábamos menos retrasos, teníamos menos problemas y gastábamos menos dinero.» Algunos de los nuevos empleados se horrorizaron al descubrir el caos que parecía regir aquellos planes. Ryan Popple, que había pasado cuatro años en el ejército y después había obtenido un máster en administración de empresas por la Universidad de Harvard, llegó a Tesla como director de finanzas para preparar la salida a bolsa de la empresa. Después de examinar los libros, preguntó al jefe de producción y operaciones cómo pensaba exactamente fabricar el automóvil. «Me dijo: “Lanzándonos a la aventura y esperando un milagro”», recuerda Popple.

Cuando los problemas de producción llegaron a oídos de Musk, se alarmó ante la forma en que Eberhard había dirigido la empresa y pidió ayuda para abordar la situación. Uno de los inversores de Tesla era Valor Equity, una firma de inversión con sede en Chicago que se especializaba en operaciones de ajustes de producción. Atraída por la tecnología de las baterías y el sistema de propulsión, había calculado que aunque Tesla no lograra vender muchos automóviles, con el paso del tiempo los grandes fabricantes de automóviles querrían adquirir su propiedad intelectual. Para proteger su inversión envió a Tim Watkins, su director general de operaciones, que al cabo de poco tiempo llegó a algunas conclusiones terribles.

Watkins es un británico titulado en robótica industrial e ingeniería eléctrica. Es famoso en su campo por su ingenio a la hora de solucionar toda clase de problemas. Mientras trabajaba en Suiza, por ejemplo, encontró la forma de eludir las rígidas leyes laborales que limitan los horarios de los empleados: automatizó una fábrica de estampado de metales para que pudiera funcionar veinticuatro horas al día, en lugar de dieciséis. También es conocido por sujetarse la coleta con una goma negra, vestir chaqueta de cuero negro y llevar una riñonera negra siempre consigo. La riñonera contiene su pasaporte, un talonario de cheques, tapones para los oídos, protector solar y comida, entre otras cosas. «Guarda todo lo que necesito para sobrevivir —dice Watkins—. Si me separo tres metros de ella, la echo en falta.» Pese a sus pequeñas excentricidades, Watkins trabajó meticulosamente durante varias semanas, hablando con los empleados y analizando cada elemento de la cadena de suministro de Tesla para averiguar cuánto costaría fabricar el Roadster.

Tesla había hecho un buen trabajo a la hora de controlar los salarios de los empleados. Contrataba a chicos recién salidos de Stanford por 45.000 dólares en lugar de a profesionales con experiencia que probablemente no querrían trabajar tan duramente por 120.000 dólares. Pero en lo que respecta a los equipos y materiales, Tesla era un verdadero espanto. A nadie le gustaba utilizar el programa que hacía el seguimiento de la lista de materiales, así que no lo utilizaba todo el mundo, y quienes se decidían a hacerlo solían cometer errores de peso. Partían de lo que valía un componente de los prototipos y después hacían una estimación del descuento que esperaban obtener comprándolo al por mayor, en lugar de negociar un precio viable. En cierto momento, el programa indicaba que cada Roadster debería costar alrededor de 68.000 dólares, con lo que Tesla obtendría un beneficio aproximado de 30.000 dólares por vehículo. Aunque todo el mundo sabía que las cuentas no estaban bien, se las enviaron al consejo de administración.

Hacia mediados de 2007, Watkins presentó su informe a Musk. A este no le cabía duda de que el precio de producción sería elevado, pero confiaba en que disminuiría significativamente a medida que Tesla afinara el proceso de fabricación e incrementase las ventas. «Entonces Tim me dio la horrible noticia», dice Musk. Fabricar cada Roadster rondaría los 200.000 dólares, mientras que Tesla planeaba venderlo por unos 85.000. «Incluso cuando la producción estuviera a pleno rendimiento, la cifra no habría bajado de unos 170.000 dólares —afirma Musk—. Por supuesto, tampoco es que importara mucho, porque aproximadamente un tercio de los putos autos sencillamente no funcionaba.»

Eberhard intentó salir de aquel aprieto. Asistió a una charla en la que John Doerr, famoso inversor de capital riesgo que había apostado fuerte por las empresas de tecnología limpia, dijo que iba a dedicar su tiempo y su dinero a tratar de salvar a la Tierra del calentamiento global porque se lo debía a sus hijos. Eberhard volvió de inmediato al edificio de Tesla y pronunció un discurso similar ante unas cien personas. Proyectó una foto de su hija sobre la pared del taller central y les preguntó a los ingenieros por qué había puesto aquella foto. Uno de ellos contestó que era porque la gente como su hija conduciría el automóvil. «No —respondió Eberhard—. Estamos construyendo este vehículo porque, cuando ella pueda conducir, los autos no tendrán nada que ver con los de hoy, lo mismo que vosotros no pensáis que un teléfono sea un aparato que tiene un cable y está colgado en la pared. Tenemos el futuro en nuestras manos.» A continuación, Eberhard dio las gracias a algunos de los ingenieros más importantes para la empresa y reconoció sus esfuerzos. Muchos de ellos se habían pasado innumerables noches en vela y las palabras de Eberhard fueron como un bálsamo. «Estábamos exhaustos —recuerda David Vespremi, exportavoz de Tesla—. Luego llegó aquel sentido discurso en que se nos recordó que la construcción del Roadster no tenía que ver con salir a bolsa o con venderlo a un montón de ricachones, sino con transformar la idea de lo que era un automóvil.»

Sin embargo, todo aquello no bastó para superar el sentimiento que compartían muchos ingenieros de Tesla de que Eberhard lo había dado ya todo de sí como director general. Los veteranos de la empresa siempre habían admirado sus dotes para la ingeniería y no dejaron de hacerlo. De hecho, Eberhard había convertido a Tesla en un santuario ingenieril. Lamentablemente, otros departamentos de la empresa no habían estado bien atendidos, y la capacidad de Eberhard para que la compañía pasara a la fase de producción despertaba dudas. El disparatado coste del automóvil, los problemas con la transmisión y la ineficacia de los proveedores estaban paralizando Tesla. Y, cuando la empresa comenzó a incumplir las fechas de entrega, muchos de sus entusiastas clientes, que habían desembolsado grandes sumas de dinero, se volvieron en su contra. «La señal de advertencia estaba clara —afirma Lyons—. Poner en pie una empresa no es lo mismo que dirigirla a largo plazo. Pero cuando se da una situación así, las cosas se ponen feas.»

Eberhard y Musk se habían enfrentado durante años por algunos aspectos del diseño. Por lo demás, se llevaban bastante bien. A ninguno le gustaban las tonterías. E indudablemente compartían muchas ideas sobre la tecnología de las baterías y lo que podría aportar al mundo. Sin embargo, su relación no sobreviviría a las cifras de los costes del Roadster que Watkins había desvelado. A juicio de Musk, Eberhard había administrado rematadamente mal la empresa al permitir que las piezas tuvieran un coste tan elevado; además, no había informado a la junta directiva de la gravedad de la situación. Mientras estaba de camino para dar una charla en el Motor Press Guild en Los Ángeles, Eberhard recibió una llamada de Musk. Tras una breve y desagradable conversación, tuvo claro que lo iban a reemplazar como director general.

En agosto de 2007, Tesla destituyó a Eberhard y lo nombró director del departamento de tecnología, lo que únicamente exacerbó los problemas de la empresa. «Martin estaba furioso y nos ocasionaba trastornos —afirma Straubel—. Lo recuerdo paseándose arriba y abajo por su despacho mostrando su descontento en un momento en que tratábamos de terminar el automóvil, sin apenas dinero y pendientes de un hilo.» La perspectiva de Eberhard era muy distinta. A él le habían impuesto una aplicación informática que funcionaba mal y no facilitaba el cálculo preciso de los costes. Los retrasos en la construcción y el incremento de los costes se debían en parte a las exigencias de otros miembros del equipo directivo; la junta había estado debidamente informada de todos los problemas. Además, la situación no era tan mala como decía Watkins. Las empresas emergentes de Silicon Valley se regían por sus propios métodos. «Valor Equity estaba acostumbrada a tratar con firmas tradicionales —asegura Eberhard—. El caos típico de una empresa emergente los desconcertaba.» Por último, Eberhard había pedido a la junta en repetidas ocasiones que lo sustituyera como director general y nombrara a una persona con más experiencia en la manufactura.

Pasaron algunos meses, pero Eberhard seguía enfadado. A muchos empleados de Tesla les parecía que estaban en medio de un divorcio y que tenían que elegir si se quedaban con papá o con mamá. Para diciembre, la situación era insostenible, así que Eberhard dejó la empresa. En un comunicado público, Tesla informó de que le habían ofrecido un puesto en su consejo de asesores. Eberhard lo negó. «He abandonado Tesla Motors. No formo parte ni de la junta ni del personal —declaró en su comunicado de respuesta—. No me gusta cómo me han tratado.» Musk envió una nota a un periódico de Silicon Valley: «Lamento que hayamos llegado a esta situación y desearía que no hubiera sido así. No ha sido una cuestión de diferencias personales: la junta adoptó de forma unánime la decisión de ofrecer a Martin un papel como asesor. Tesla tiene problemas operativos que hay que resolver, y si la junta hubiera pensado que Martin podía contribuir a solucionarlos, seguiría formando parte de la empresa[5]». Aquel cruce de declaraciones fue el inicio de una guerra pública que duraría años y que en muchos aspectos aún no ha terminado.

Conforme avanzaba 2007 se agravaban los problemas de Tesla. La carrocería de fibra de carbono, en principio tan prometedora, dio unos problemas terribles a la hora de pintarla, y Tesla hubo de recurrir a varias empresas antes de encontrar una que hiciera bien el trabajo. Los paquetes de baterías no funcionaban como era debido. El motor fallaba de vez en cuando. Las piezas de la carrocería estaban visiblemente mal ajustadas. Además, la empresa tenía que afrontar el hecho de que la transmisión de dos velocidades no era viable. Para que el Roadster pasara de cero a cien kilómetros por hora en cuatro segundos con una transmisión de una sola velocidad, los ingenieros de Tesla tuvieron que volver a diseñar el motor y el inversor del vehículo y aligerar un poco el peso. «Prácticamente tuvimos que empezar desde cero —recuerda Musk—. Fue terrible.»

Tras la destitución de Eberhard como director general, el consejo de Tesla nombró a Michael Marks jefe provisional. Marks había estado al frente de Flextronics, un gigante de los productos electrónicos, y contaba con una gran experiencia en lo tocante a cuestiones logísticas y procesos de fabricación complejos. Lo primero que hizo fue indagar entre distintos grupos de la empresa para determinar qué problemas los acuciaban y priorizar los retos que había que afrontar para producir el Roadster. Además implantó una serie de normas básicas, como asegurarse de que todo el mundo acudía a trabajar a la misma hora para establecer unas bases de productividad, tarea complicada en Silicon Valley, donde se acostumbraba a trabajar en cualquier sitio y en cualquier momento. Estos pasos formaban parte del plan de Marks, recogido en una lista de diez puntos y concebido para materializarse en cien días. Como parte de ese plan había que solventar todos los problemas en los paquetes de baterías, lograr que la separación entre las piezas de la carrocería no superase los 40 mm y asegurarse cierto número de pedidos. «Martin se había venido abajo y carecía de la disciplina que ha de tener un buen gestor —afirma Straubel—. Michael evaluó la situación y se dejó de pamplinas. Como no era parte interesada, podía decir: “Me importa un bledo lo que pienses. Esto es lo que hay que hacer”.» La estrategia de Marks funcionó durante cierto tiempo, y los ingenieros de Tesla pudieron desentenderse de las luchas por el poder para volver a centrarse en el Roadster. Sin embargo, llegó un momento en que los planes de Marks empezaron a tomar un rumbo diferente a los de Musk.

Para aquel entonces, Tesla se había trasladado a un recinto más amplio, en el 1.050 de Bing Street, en San Carlos. La nueva sede le permitió volver a fabricar las baterías en Estados Unidos y encargarse de parte de la construcción del Roadster, aliviando los problemas relacionados con la cadena de suministros. La firma iba madurando como empresa automovilística, aunque su vena rompedora seguía intacta. Mientras se paseaba un día por la fábrica, Marks vio un Smart de Daimler en un montacargas. Musk y Straubel tenían un pequeño proyecto paralelo: comprobar lo que daría de sí el Smart convertido en vehículo eléctrico. «Michael no tenía la menor idea de aquello, así que preguntó: “Pero ¿quién es el director general?”», recuerda Lyons. (El proyecto con el Smart hizo que Daimler acabara adquiriendo un 10 % de Tesla.)

Marks se inclinaba por convertir a Tesla en un activo que pudiera venderse a una empresa automovilística más grande. Era un plan perfectamente razonable. Mientras dirigía Flextronics, había supervisado una vasta cadena de montaje, diseminada por todo el planeta, y conocía de primera mano las dificultades que el proceso planteaba. En aquel momento, Tesla debía de parecerle una empresa desquiciada para la que no existía remedio alguno. La compañía era incapaz de fabricar su único producto, tenía enormes pérdidas y no había cumplido con los plazos de entrega, pese a lo cual sus ingenieros seguían embarcándose en otros proyectos. Lo más racional era aderezarla para presentarla ante posibles pretendientes.

En casi cualquier otra empresa, a Marks le habrían dado las gracias por su decisivo plan de acción y por salvar a los inversores de unas enormes pérdidas. Pero Musk no estaba interesado en adornar los activos de Tesla para ofrecerlos al mejor postor. Había fundado la empresa para hacer mella en la industria automovilística y forzar a la gente a reflexionar sobre los automóviles eléctricos. En lugar de «pivotar» hacia una nueva idea o un nuevo plan, como era costumbre en Silicon Valley, quería profundizar en lo que ya había logrado. «El producto estaba fuera de plazos, el presupuesto se había desbordado y todo había salido mal, pero Elon no quería ni oír hablar de planes para vender la empresa o para buscar un socio que le despojara del control —afirma Straubel—. Así que decidió doblar la apuesta.»

El 3 de diciembre de 2007, Ze’ev Drori reemplazó a Marks como director general de Tesla. Drori procedía de Silicon Valley, donde había fundado una empresa que fabricaba memorias para ordenador y que había vendido a Advanced Micro Devices, una compañía dedicada a la fabricación de chips. Drori no era la primera opción de Musk —un candidato de máximo nivel había rechazado el puesto porque no quería trasladarse a la costa oeste— y su elección no despertó un gran entusiasmo en los empleados de Tesla. Se llevaba casi quince años con los trabajadores más jóvenes y no tenía conexión alguna con aquel grupo unido por el sufrimiento y el esfuerzo. Se lo llegó a considerar un ejecutor de los deseos de Musk más que un director general realmente autónomo.

Musk empezó a prodigar los gestos públicos para mitigar la mala imagen de la empresa. Publicaba comunicados y concedía entrevistas en las que prometía que el Roadster estaría en el mercado a comienzos de 2008. Empezó a hablar de un vehículo al que llamó WhiteStar —el Roadster había recibido el nombre en clave de DarkStar—, una berlina que se vendería a un precio aproximado de 50.000 dólares, y de una nueva factoría para fabricarlo. «A raíz de los recientes cambios en la dirección de la empresa, hay que aclarar algunas cosas sobre los planes de Tesla Motors —escribió Musk en un blog—. A corto plazo, el mensaje no puede ser más sencillo: el próximo año sacaremos al mercado un gran automóvil deportivo que hará las delicias de los conductores […] Mi automóvil, con el número uno de identificación, acaba de fabricarse en el Reino Unido, y se están haciendo los últimos preparativos para importarlo.» Tesla celebró una serie de reuniones con clientes para hablar a las claras sobre sus problemas y empezó a construir algunos expositores para su vehículo. Vince Sollitto, antiguo ejecutivo de PayPal, visitó el expositor de Menlo Park. Allí vio a Musk lamentarse de la mala prensa de la empresa, pero también apreció la confianza que tenía en el producto que estaba construyendo. «La cara le cambió en cuanto nos enseñó el motor», recuerda Sollitto. Enfundado en pantalones y chaqueta de cuero, Musk empezó a hablar sobre las características del motor y a continuación ofreció un espectáculo digno de un forzudo de feria, levantando a la vista de todo el mundo aquel aparato metálico de unos cuarenta y cinco kilos de peso. «Lo cogió y lo sostuvo entre las manos —recuerda Sollitto—. Temblaba y la frente empezó a sudarle. No fue una exhibición de fuerza sino una demostración física de la belleza del producto.» Aunque los clientes solían quejarse de los retrasos, parecían advertir la pasión de Musk y compartían su entusiasmo. Solo unos cuantos pidieron que les devolvieran el anticipo.

Los empleados de Tesla no tardaron en descubrir al mismo Musk que los empleados de SpaceX conocían desde hacía años. Cuando se presentó un problema como el de los paneles de la carrocería, Musk se encargó de resolverlo en persona. Viajó a Inglaterra en su jet para conseguir algunas herramientas y las llevó directamente a una fábrica en Francia para asegurarse de que el ritmo de producción del Roadster no sufriera retraso alguno. Atrás quedaron también los días en que los costes de producción eran objeto de debate. «Elon se puso furioso y dijo que íbamos a cumplir con aquel estricto programa de reducción de costes —rememora Popple—. Trabajaríamos los fines de semana y dormiríamos debajo del escritorio hasta que cumpliéramos los objetivos. Alguien le contestó que la gente había trabajado al máximo para fabricar el automóvil, y que ahora necesitaba descansar y pasar más tiempo con la familia. “Va a ver muchísimo a su familia cuando nos vayamos a pique”, le contestó Elon. Me quedé pasmado, pero capté el mensaje. Me había criado en un entorno militar y sabía que lo primero es cumplir con tu tarea.» Los empleados tenían que reunirse los jueves a las siete de la mañana para actualizar la lista de materiales. Debían saber el precio de todos los componentes y presentar un plan convincente para abaratarlos. Si el motor costaba 6.500 dólares a finales de diciembre, Musk quería que costase 3.800 en abril. Los costes se presentaban y analizaban mes a mes. «Si empezabas a flaquear, pagabas las consecuencias —afirma Popple—. Todo el mundo se daba cuenta, y la gente que no estaba a la altura perdía su trabajo. La cabeza de Elon es como una calculadora. Si introduces un número erróneo, lo descubre. No se le escapa ni una.» A Popple el estilo de Musk le parecía agresivo, pero apreciaba su capacidad para escuchar un argumento bien planteado y para cambiar de opinión si se le daban buenas razones. «A algunos les parece demasiado duro, feroz y tiránico —dice Popple—. Pero eran tiempos difíciles, y las personas más cercanas a la realidad productiva de la empresa lo sabíamos. Me gustaba que no dorase la píldora.»

En el frente del marketing, Musk hacía búsquedas diarias en Google rastreando nuevas historias sobre Tesla. Si encontraba alguna historia negativa, ordenaba a alguien que «lo arreglara», pese a que el departamento de relaciones públicas no podía hacer gran cosa para disuadir a los reporteros. Un empleado se perdió un acto para asistir al nacimiento de su hijo. Musk le envió un correo en el que le decía: «No hay excusas. Estoy muy decepcionado. Decide cuáles son tus prioridades. Estamos cambiando el mundo y la historia. O te comprometes o no te comprometes[6]».

Se despidió a los empleados del departamento de marketing que cometían faltas de ortografía en los correos electrónicos y a toda la gente que no había logrado nada «extraordinario» en los últimos tiempos. «A veces puede ser muy intimidante, pero él no se da cuenta —dice un antiguo ejecutivo de la empresa—. Antes de las reuniones hacíamos apuestas sobre quién sería el objeto de su cólera. Si le decías que habías adoptado determinada opción porque era “la forma habitual de hacer las cosas”, te echaba al momento de la sala, diciendo: “No quiero volver a oír esa puta frase. Tenemos ante nosotros una tarea muy exigente y no voy a tolerar que las cosas se hagan a medias”. Primero te machaca y, si sobrevives, decide si puede confiar en ti. Le tiene que quedar claro que estás tan pirado como él.» Aquel espíritu caló en toda la empresa, y todo el mundo comprendió rápidamente que Musk no admitía excusas.

Straubel agradeció la intervención de Musk y el nivel en el que situó el listón, aunque él mismo fuera objeto de algunas de sus críticas más despiadadas. Durante los cinco años que habían transcurrido desde su llegada a la empresa, Straubel había trabajado sin descanso, pero se lo había pasado en grande. Ya no era un ingeniero capacitado que caminaba en silencio por la fábrica con la cabeza gacha, sino el miembro más importante del equipo técnico. Sabía más sobre baterías y transmisión que ningún otro empleado. Además, empezó a asumir el papel de intermediario entre sus colegas y Musk. Su talento como ingeniero y su ética del trabajo le granjearon el respeto del jefe; nadie mejor que él para comunicarle las peores noticias. Como en los años que seguirían, Straubel también demostró su capacidad para dejar su ego en la puerta. El Roadster y la berlina tenían que llegar al mercado para popularizar los automóviles eléctricos. Eso era lo único importante y Musk parecía el mejor candidato para lograrlo.

Otros empleados también habían disfrutado del reto de superar todos los problemas tecnológicos surgidos durante los últimos cinco años, pero estaban totalmente quemados. Wright no tenía la menor duda de que el gran público jamás aceptaría un automóvil eléctrico, así que se marchó y fundó su propia empresa, dedicada a construir versiones eléctricas de camiones de reparto. El joven Berdichevsky, capaz de resolver toda clase de cuestiones de ingeniería, había sido una figura crucial durante gran parte de la existencia de Tesla. Ahora que la empresa contaba con unos trescientos empleados, le parecía que su presencia era menos necesaria y no le hacía ilusión la idea de sufrir durante otros cinco años para introducir la berlina en el mercado, así que se marchó de Tesla, obtuvo un par de títulos en Stanford y cofundó una empresa en la que fabricó una revolucionaria batería que poco después se emplearía en los automóviles eléctricos. Con Eberhard fuera, Tarpenning ya no estaba tan a gusto en Tesla. No compartía las opiniones de Drori ni le seducía la idea de dejarse la piel por la berlina. Lyons se quedó más tiempo, lo que no deja de ser un milagro. En diversos momentos había estado al frente del desarrollo de la tecnología más básica del Roadster, incluidos los paquetes de baterías, el motor, la electrónica del motor y —cómo no— la transmisión. Eso significaba que durante unos cinco años había estado entre los empleados más capaces de Tesla, y al mismo tiempo se había visto constantemente fustigado por no cumplir con los plazos exigidos y retrasar a toda la compañía. Había sufrido algunas de las peores diatribas de Musk, dirigidas contra él o contra los proveedores, en las que este hablaba de cortar pelotas y de otras lindezas por el estilo. Había visto a un Musk exhausto y estresado escupir el café sobre una mesa de reuniones porque se había quedado frío y, a renglón seguido, exigir a los empleados que trabajaran con más ahínco, fueran más productivos y dieran menos problemas. Como tantos otros testigos de aquella clase de reacciones, Lyons no se engañaba sobre la auténtica personalidad de Musk, pero le profesaba el máximo respeto por sus ideas ambiciosas y por su determinación para hacerlas realidad. «Trabajar en Tesla era como ser Kurtz en Apocalypse Now —dice Lyons—. Da igual el método. Lo importante es cumplir con tu trabajo. Elon lo lleva metido en la sangre. Escucha, formula preguntas atinadas, es rápido de reflejos y llega al fondo de la cuestión.»

Tesla sobrevivió a aquella pérdida de algunos de los empleados más antiguos. Gracias al atractivo de su marca empresarial siguió reclutando a talentos de primer orden, incluidas personas procedentes de grandes compañías automovilísticas que supieron resolver los problemas con que se había topado el Roadster. Sin embargo, el mayor problema de Tesla nada tenía que ver con la entrega de sus empleados, la ingeniería o la mercadotecnia. A finales de 2007, la empresa se estaba quedando sin dinero. Desarrollar el Roadster había costado unos 140 millones de dólares, una cantidad muy superior a los 25 millones de dólares previstos en el plan de negocio de 2004. En circunstancias normales cabría pensar que todos los esfuerzos de Tesla le habrían procurado más fondos. Sin embargo, corrían tiempos convulsos. Las grandes firmas automovilísticas de Estados Unidos luchaban para no caer en quiebra mientras afrontaban la peor crisis económica desde la Gran Depresión. En medio de aquel panorama, Musk tenía que convencer a los inversores de Tesla para que aportaran varias decenas más de millones de dólares, y los inversores tenían que acudir a sus financiadores para explicarles que la operación tenía sentido.

Como ha dicho Musk: «Imagínate que tienes que explicar que estás invirtiendo en una empresa de automóviles eléctricos, y todo lo que se publica sobre ella indica que no funciona, que parece condenada al fracaso, que vivimos una recesión y que nadie se compra un automóvil». Todo lo que Musk tenía que hacer para sacar a Tesla de aquel atolladero era perder hasta el último centavo de su fortuna y ponerse al borde de sufrir un colapso.

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