Elon Musk

Elon Musk


9. Despegue

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DESPEGUE

EL FALCON 9 SE HA CONVERTIDO EN EL CABALLO DE BATALLA de la compañía SpaceX. El cohete parece —afrontémoslo— un gigantesco falo blanco. Mide 68,4 metros de alto y 3,65 de diámetro, y pesa 506 toneladas. Lo impulsan nueve motores instalados en su base, dispuestos en una configuración «octaweb»: un motor en el centro y otros ocho rodeándolo. Los motores están conectados a la primera fase, el cuerpo principal del cohete, que luce el logo azul de SpaceX y una bandera estadounidense. La segunda fase del cohete, más corta, descansa sobre la primera y es la que en realidad acabará haciendo cosas en el espacio. En ella se puede instalar un contenedor redondo para el transporte de satélites o una cápsula acondicionada para el transporte de pasajeros. En cuanto al diseño, no hay nada llamativo en el aspecto exterior del Falcon 9. Es el equivalente espacial de un portátil Apple o de una cafetera Braun: una máquina elegante y funcional sin frivolidades ni detalles inútiles.

Para el despegue de los cohetes Falcon 9, SpaceX emplea a veces la base Vandenberg de las Fuerzas Aéreas, localizada en el sur de California. Si no fuera propiedad de las fuerzas armadas, la base sería un centro turístico. Limita en parte con kilómetros de océano Pacífico, y el terreno está formado por amplios campos de arbustos salpicados aquí y allá de colinas verdes. En uno de estos puntos elevados, justo al borde del océano, se amontonan un puñado de plataformas de despegue. En los días en que se realizan lanzamientos, el blanco Falcon 9 destaca en el paisaje verde y azul, apuntando al cielo y sin dejar duda alguna sobre sus intenciones.

Unas cuatro horas antes del lanzamiento, el Falcon 9 se empieza a llenar con una cantidad inmensa de oxígeno líquido y queroseno para cohetes. Mientras se espera el despegue, algo del oxígeno líquido se ventila al exterior; se mantiene tan frío que se convierte en vapor al contacto con el metal y el aire, formando penachos blancos que caen por los lados del aparato. Esto da la impresión de que el Falcon 9 bufa y resopla mientras espera el comienzo del viaje. Los ingenieros de control de misión de SpaceX monitorizan estos sistemas de combustible y muchos otros detalles. Hablan sin parar por los auriculares y empiezan a repasar la lista de control del lanzamiento, presos de lo que la gente que se dedica a esto llama «fiebre del despegue», mientras pasan de un «visto bueno» al siguiente. Diez minutos antes del lanzamiento, los humanos se quitan de en medio y dejan los procedimientos restantes a los mecanismos automáticos. Todo queda en silencio y la tensión se acumula hasta justo antes del gran acontecimiento. Entonces el Falcon 9 rompe el silencio dejando escapar lo que parece un sonoro jadeo surgido de la nada.

Una estructura de soporte blanca se aparta del cuerpo del cohete. Comienza la cuenta atrás de diez. No sucede gran cosa desde diez hasta cuatro. Al llegar al tres, sin embargo, se encienden los motores, y los ordenadores realizan un último y rapidísimo control de estado. Cuatro abrazaderas de metal enormes sujetan el cohete mientras los sistemas informáticos evalúan los nueve motores y miden si se está generando suficiente fuerza impulsora. En el momento en que la cuenta llega a cero, el cohete ha decidido que todo está lo bastante bien para seguir la misión, y las abrazaderas se sueltan. El cohete empieza su lucha contra la inercia, y entonces, con llamas en torno a la base y, llenando el aire, volutas densas como la nieve de oxígeno líquido, se eleva. Contemplar algo tan grande mantenerse tan erguido y firme mientras permanece suspendido por encima del suelo sobrepasa la capacidad de asimilación del cerebro. Es extraño, inexplicable. Unos veinte segundos después del despegue, los espectadores, desde la seguridad de su punto de observación a varios kilómetros, captan por primera vez el estruendo del Falcon 9. Es un sonido inconfundible, una especie de crujido entrecortado creado por los productos químicos que se entremezclan en un frenesí violento. Las perneras de los pantalones vibran a consecuencia de las ondas de choque generadas por una serie de explosiones sónicas que surgen de las toberas de escape del Falcon 9. El cohete asciende más y más, con un vigor impresionante. Al cabo de un minuto aproximadamente es solo un punto rojo en el cielo, y entonces —puf— desaparece. Solo alguien estúpido y cínico puede presenciar la escena sin sentirse maravillado ante lo que la humanidad puede conseguir.

Para Elon Musk, este espectáculo se ha convertido en una experiencia habitual. SpaceX ha pasado de ser el hazmerreír de la industria aeronáutica a uno de sus operadores más firmes. La empresa manda un cohete al espacio aproximadamente cada mes, transportando satélites para distintas empresas y países, y suministros para la Estación Espacial Internacional. El Falcon 1 que despegó de Kwajalein fue el producto de una empresa emergente; el Falcon 9 que despega de Vandenberg es la obra de una superpotencia aeroespacial. SpaceX puede mejorar a la baja, con unos márgenes que rozan lo ridículo, los precios de sus competidores —Boeing, Lockheed Martin, Orbital Sciences— en Estados Unidos. Además, aporta a sus clientes una tranquilidad que sus rivales no pueden ofrecer. Mientras que la competencia depende de suministradores rusos y de otros países, SpaceX crea desde cero todos sus aparatos en Estados Unidos. Gracias a sus precios bajos, la empresa ha vuelto a convertir al país en un agente relevante en el mercado mundial de los lanzamientos comerciales. Su precio, 60 millones de dólares por lanzamiento, está muy por debajo de lo que cobran Europa o Japón y es incluso más atractivo que las relativas gangas que ofrecen rusos y chinos, pese a que estos cuentan con la ventaja de décadas de inversiones gubernamentales en sus programas espaciales y mano de obra barata.

Estados Unidos sigue enorgulleciéndose de que Boeing compita contra Airbus y otros fabricantes aeronáuticos extranjeros. No obstante, por algún motivo, los líderes políticos y el público se han mostrado dispuestos a ceder buena parte del mercado de los lanzamientos comerciales. Es una actitud descorazonadora y corta de miras. El mercado total de los satélites, los servicios relacionados y los lanzamientos de cohetes necesarios para transportarlos ha experimentado en la pasada década una explosión, de cerca de 60.000 millones de dólares al año a más de 200.000 millones[1]. Varios países pagan para enviar al espacio sus propios satélites de espionaje, de comunicaciones y de observación meteorológica. Las empresas miran al espacio para sus servicios de televisión, internet, radio, meteorología, navegación e imágenes por satélite. Las máquinas en el espacio crean el tejido de la vida moderna, y van a volverse más capaces e interesantes a un ritmo rápido. Acaba de aparecer en escena una nueva generación de fabricantes de satélites con la capacidad de responder a consultas tipo Google sobre nuestro planeta. Estos satélites pueden enfocarse en Iowa y determinar el momento en que los campos de maíz están maduros y listos para cosechar, o contar los automóviles que hay en los aparcamientos de Wal-Mart en toda California para calcular la demanda de productos durante las vacaciones. A menudo, las empresas emergentes que fabrican estos innovadores aparatos tienen que dirigirse a los rusos para que los envíen al espacio, pero SpaceX tiene la intención de cambiar eso.

Estados Unidos ha seguido siendo competitivo en los aspectos más lucrativos de la industria espacial, fabricando los satélites y sistemas complementarios y ofreciendo los servicios necesarios para manejarlos. Cada año, el país fabrica aproximadamente un tercio de los satélites que se construyen en todo el mundo y se lleva alrededor de un 60 % de los beneficios que reportan. La mayor parte de estos beneficios proviene de los tratos con el propio Gobierno estadounidense. Prácticamente el resto de las ventas y los lanzamientos se lo reparten China, Europa y Rusia. Se espera que el papel de China en la industria espacial siga creciendo, mientras que Rusia se ha comprometido a invertir cincuenta mil millones de dólares para revitalizar su programa espacial. Esto pone a Estados Unidos en la situación de tener que tratar asuntos espaciales con dos de sus naciones menos apreciadas, y además sin estar en una posición particularmente ventajosa. Así, por ejemplo, la retirada de la lanzadera espacial ha hecho que el país dependa por completo de los rusos para llevar astronautas a la Estación Espacial Internacional. Rusia cobra el viaje a setenta millones de dólares por persona, y puede dejar colgado a Estados Unidos cuando le venga en gana si surgen tensiones políticas. Hoy por hoy, SpaceX parece ser la mejor opción para romper este ciclo y devolver al país la capacidad de llevar personas al espacio.

SpaceX se ha convertido en el agente libre que intenta poner en pie todo lo relativo a esta industria. No quiere encargarse de un pequeño número de lanzamientos al año ni que su supervivencia dependa de contratos con el Gobierno. El objetivo de Musk es valerse de los últimos avances en la fabricación y los lanzamientos para hacer bajar drásticamente el coste de enviar cosas al espacio. Un detalle significativo: ha estado haciendo pruebas con cohetes que pueden enviar su carga útil al espacio, regresar a la Tierra y aterrizar con precisión en una plataforma flotante en alta mar o incluso en la plataforma de lanzamiento original. En lugar de dejar que los cohetes se destruyan después de estrellarse en el mar, SpaceX usará retroimpulsores para que desciendan suavemente y así poder reutilizarlos. En los próximos años, la empresa espera bajar sus precios a la décima parte de los de sus rivales, como mínimo. La reutilización de cohetes constituirá el grueso de esta reducción y será la ventaja competitiva de SpaceX. Imaginemos una línea aérea que vuela con el mismo avión una y otra vez, compitiendo contra otras que retiran los aviones tras un solo vuelo[2]. Mediante esta reducción de los costes, SpaceX aspira a hacerse con la mayoría de los lanzamientos comerciales, y hay pruebas de que la empresa está en camino de lograrlo. Hasta el momento ha lanzado satélites para clientes canadienses, europeos y asiáticos, y ha llevado a cabo dos docenas de despegues aproximadamente. Tiene programados lanzamientos para unos cuantos años, y sus planes abarcan la realización de más de cincuenta vuelos, lo que en conjunto representa un valor de más de cinco mil millones de dólares. La empresa sigue siendo propiedad de capital privado, con Musk como accionista mayoritario, junto a otros inversores externos que incluyen sociedades de capital riesgo como Founders Fund y Draper Fisher Jurvetson, lo que la dota de un espíritu competitivo del que carecen sus rivales. Después de estar a punto de hundirse en 2008, ha sido rentable desde entonces, y su valor estimado es de doce mil millones de dólares.

Zip2, PayPal, Tesla, SolarCity… Todas estas empresas son manifestaciones de Musk. SpaceX es Musk. Sus puntos débiles emanan directamente de él, así como su éxito. Esto se deriva en parte de la maniática atención al detalle de Musk y de su implicación en cada uno de los aspectos de SpaceX. Es práctico hasta un extremo que haría que Hugh Hefner, el millonario dueño de Playboy, se sintiera un inepto. Y parte de ello se explica porque SpaceX es la apoteosis del culto a Musk. Los empleados temen a Musk. Adoran a Musk. Entregan sus vidas a Musk. Y, habitualmente, hacen todo eso a la vez.

Su exigente estilo de gestión solo puede dar resultados porque la empresa no es —literalmente— de este mundo. Mientras que el resto de la industria aeroespacial tiene bastante con seguir enviando al espacio lo que parecen reliquias de la década de 1960, SpaceX se ha propuesto hacer justo lo contrario. Sus cohetes y sus naves reutilizables parecen auténticas máquinas del siglo XXI. La modernización del equipo no es solo una cuestión de imagen; refleja el constante empeño de la empresa para mejorar su tecnología y transformar los factores económicos de esta industria. Musk no quiere simplemente reducir el coste de enviar satélites y llevar suministros a la estación espacial. Quiere reducir el coste de los lanzamientos hasta el punto de que resulte económico y práctico enviar miles y miles de vuelos de suministros a Marte y poner en marcha una colonia. Quiere conquistar el sistema solar, y, tal como están las cosas, solo hay una empresa donde merece la pena buscar trabajo si esa es la ambición que le hace levantarse a uno por las mañanas.

Por increíble que resulte, la industria espacial ha convertido el espacio en algo aburrido. Los rusos, que dominan la mayor parte del negocio del envío de productos y gente al espacio, trabaja con equipo viejo, que tiene décadas a cuestas. La estrecha cápsula Soyuz en la que la gente viaja a la estación espacial tiene tiradores mecánicos y pantallas de ordenador que parece que no se hayan cambiado desde su vuelo inaugural en 1966. Los países que acaban de sumarse a la carrera espacial imitan con delirante precisión los anticuados equipos rusos y estadounidenses. Cuando los jóvenes entran en la industria aeroespacial no saben si reír o llorar al ver el estado de las máquinas. Nada le quita más el encanto a trabajar en una nave espacial que controlarla con mecanismos que la última vez que se vieron fue en una lavadora de los años sesenta. Y el entorno de trabajo está tan pasado de moda como las máquinas. Licenciados universitarios de primera categoría se han visto obligados desde siempre a elegir entre una serie de contratistas militares que no están muy al día y empresas emergentes interesantes pero ineficaces.

Musk se las ha arreglado para asumir esos aspectos negativos y convertirlos en ventajas para SpaceX. Ha presentado a la empresa como algo completamente diferente a cualquier otro contratista aeroespacial. SpaceX es el lugar a la última, la empresa de miras avanzadas que lleva las ventajas de Silicon Valley —fundamentalmente el yogur helado, las opciones de acciones para empleados, la rapidez en la toma de decisiones y una estructura corporativa plana— a una industria seria. La gente que conoce a Musk suele describirlo más como un general del ejército que un director de empresa, y el juicio es atinado. Ha construido un ejército de ingenieros gracias a que puede escoger a prácticamente cualquiera que se dedique a este negocio y que sea de interés para SpaceX.

El modelo de contratación de la empresa pone cierto énfasis en la obtención de calificaciones altas en las universidades más importantes. Pero la mayor parte de su atención se centra en encontrar a ingenieros que a lo largo de su vida hayan mostrado rasgos de personalidad de tipo A. Los reclutadores de la empresa buscan gente que haya destacado en competiciones de construcción de robots o aficionados a las carreras de automóviles que hayan construido vehículos poco corrientes. El objetivo es encontrar individuos que rebosen pasión, puedan trabajar bien en equipo y tengan experiencia real en machacar metales. «Incluso si eres alguien cuyo trabajo consiste en programar, necesitas comprender cómo funcionan los objetos físicos —explica Dolly Singh, que pasó cinco años como jefa de cazatalentos en SpaceX—. Buscábamos personas que hubieran estado construyendo cosas desde que eran pequeñas.»

A veces, estas personas entraban por la puerta. Otras veces, Singh recurría a un puñado de innovadoras técnicas para encontrarlas. Se hizo famosa por cribar entre publicaciones académicas para dar con ingenieros con habilidades muy concretas, llamar sin más a los investigadores en los laboratorios y arrancar de la universidad a ingenieros obsesivos. En las ferias comerciales y en conferencias, los reclutadores de SpaceX cortejaban a los candidatos interesantes mediante tácticas clandestinas. Les podían pasar sobres en blanco con invitaciones para reunirse en un lugar y hora concretos, normalmente un bar o un restaurante cercano, y realizar una entrevista inicial. Los candidatos que aparecían descubrían que pertenecían a un selecto grupo de gente que había sido bendecida entre todos los asistentes a la feria. Aquello hacía que inmediatamente se sintieran especiales y llenos de motivación.

Al igual que muchas otras empresas tecnológicas, SpaceX somete a los posibles futuros empleados a una batería de pruebas y entrevistas. Algunas de estas últimas son charlas distendidas en las que ambas partes se forman una idea de su interlocutor; otras son interrogatorios que pueden ser bastante duros. Los ingenieros suelen padecer los interrogatorios más rigurosos, aunque los administradores y los comerciales tampoco lo pasan bien. Los programadores que esperan tener que superar los desafíos habituales experimentan choques bastante duros con la realidad. Normalmente, las empresas ponen a prueba sobre la marcha a los desarrolladores de software pidiéndoles que resuelvan problemas que requieren un par de docenas de líneas de código. El problema que suele plantear SpaceX necesita quinientas líneas como mínimo. Los empleados que llegan al final del proceso tienen que realizar una tarea más: se les pide que redacten un texto dirigido a Musk en el que expliquen por qué quieren trabajar en SpaceX.

La recompensa por resolver los problemas, actuar inteligentemente en las entrevistas e hilvanar un buen escrito es una reunión con Musk. Él mismo entrevistó a prácticamente todo el primer millar de contratados en SpaceX, técnicos y conserjes incluidos, y ha seguido entrevistando a los ingenieros conforme aumentaba el personal de la empresa. Antes de reunirse con Musk, los empleados reciben una advertencia. La entrevista, les dicen, puede durar entre treinta segundos y quince minutos. «Es muy probable que Elon siga escribiendo correos electrónicos y trabajando durante la primera parte de la entrevista y que no hable demasiado. No te asustes. Es normal. Llegará el momento en que se gire en su silla para darte la cara. Pero incluso en ese caso es posible que no entable contacto visual o que no acabe de advertir tu presencia. No te asustes. Es normal. A su debido tiempo hablará contigo.» A partir de ese punto, las historias de los ingenieros que han mantenido una entrevista con Musk recorren toda la gama entre la tortura y lo sublime. Puede hacer una pregunta o puede hacer varias. Una cosa de la que sí puedes estar seguro es de que planteará el Acertijo: «Estás en la superficie de la Tierra. Caminas una milla hacia el sur, una milla hacia el oeste y una milla hacia el norte. Acabas exactamente donde comenzaste. ¿Dónde estás?». Una de las respuestas es el Polo Norte, y la mayoría de los ingenieros la dan de inmediato. Es entonces cuando Musk continuará con: «¿En qué otro sitio podrías estar?». La otra respuesta es un lugar cercano al Polo Sur en el que, si caminas una milla hacia el sur, te encuentras en el paralelo en el que la circunferencia de la Tierra es de exactamente una milla. Pocos ingenieros dan con la segunda respuesta, y Musk se presta alegremente a guiarles por ese acertijo y por otros, citando en sus explicaciones cualquier ecuación que sea relevante. En general no le importa tanto que la persona adivine la respuesta como la forma en que describen el problema y el enfoque que emplean para dar con la solución.

Cuando habla con los posibles reclutas, Singh intenta estimularlos, sin por ello dejar de ser directa en cuanto a las exigencias de SpaceX y de Musk. «El gancho para el reclutamiento es que SpaceX son las fuerzas especiales —nos dice—. Si quieres que sea tan duro como va a ser, entonces estupendo. Si no, no deberías venir aquí.» Una vez en SpaceX, los nuevos empleados descubren rápidamente si están a la altura. Muchos de ellos se marcharán durante los primeros meses debido a las noventa y pico horas semanales de trabajo. Otros abandonan porque sencillamente no pueden tolerar la franqueza de Musk y los demás ejecutivos en las reuniones. «Elon no sabe nada de ti y no se para a pensar si algo va a herir tus sentimientos —explica Singh—. Lo único que sabe es qué puñetas quiere que se haga. A la gente que no se acostumbra a su estilo de comunicación no le va bien.»

Da la impresión de que SpaceX tiene unos movimientos de personal increíblemente elevados, y es indiscutible que la empresa hace puré un número abundante de cuerpos. No obstante, muchos de los ejecutivos que ayudaron a levantar la empresa llevan en ella una década o más. Entre los ingenieros rasos, la mayoría se queda al menos cinco años para que sus opciones sobre acciones devenguen y para ver cómo salen adelante sus proyectos. Se trata de un comportamiento típico en cualquier empresa tecnológica. Además, SpaceX y Musk parecen inspirar un nivel de lealtad poco corriente. Musk se las ha arreglado para infundir en sus tropas un celo similar al despertado por Steve Jobs. «Su visión es tan nítida —cuenta Singh—. Prácticamente te hipnotiza. Te dirige esa mirada delirante y piensas: “¡Pues claro que podemos llegar a Marte!”.» Llevado un paso más lejos, todo esto produce ese estado de placer-dolor, ese escalofrío sadomasoquista que supone trabajar con Musk. Muchas personas entrevistadas para este libro se quejaron de las horas de trabajo, de la rudeza de Musk y de sus expectativas a veces absurdas. Y aun así, todas esas personas —incluso las que fueron despedidas— lo adoran y hablan de él en términos que suelen reservarse para los superhéroes o las deidades.

La sede original de SpaceX en El Segundo no estaba a la altura de la imagen que deseaba la empresa, un lugar donde quiere trabajar la gente interesante. La nueva sede de SpaceX en Hawthorne no presenta el mismo problema. El edificio se alza en el número 1 de Rocket Road, y tiene como vecinos el aeropuerto municipal de Hawthorne y varias empresas de utillaje y manufactura. El edificio de SpaceX es semejante a los otros en tamaño y forma, pero al ser todo blanco destaca excepcionalmente. La estructura parece un glaciar rectangular y gigantesco depositado en medio de una zona particularmente desangelada de las afueras del condado de Los Ángeles.

Los visitantes deben pasar ante un guardia de seguridad y cruzar un pequeño aparcamiento para ejecutivos que bordea la entrada al edificio, donde Musk deja su Modelo S negro. La puerta principal refleja y oculta lo que hay en el interior, que es más del mismo blanco. Las paredes del vestíbulo son blancas, hay una original mesa blanca en la zona de espera, y un mostrador blanco en recepción con un par de orquídeas en tiestos blancos. Tras superar el proceso de registro, los visitantes reciben una tarjeta de identificación y se los hace pasar a la zona principal de oficinas de SpaceX. El cubículo de Musk —de tamaño gigantesco— se encuentra a la derecha; en él tiene enmarcadas en las paredes un par de portadas conmemorativas de la revista Aviation Week, fotos de sus hijos al lado de un gran monitor de pantalla plana y varios cachivaches en su mesa, incluyendo un bumerán, algunos libros, una botella de vino y una enorme espada de samurái bautizada con el nombre de Lady Vivamus, que Musk recibió cuando ganó el premio Heinlein, un galardón que se concede por logros destacados en la actividad comercial aeroespacial. Cientos de personas trabajan en cubículos en la gran superficie abierta; la mayoría de ellas son ejecutivos, ingenieros, desarrolladores de software y comerciales que no paran de teclear en sus ordenadores. Las salas de reuniones que rodean los despachos tienen nombres relacionados con el espacio, como Apolo o Wernher von Braun, y lucen pequeñas placas con el nombre y una explicación de su significado. Las salas más grandes tienen sillones ultramodernos de respaldo alto y líneas elegantes que rodean grandes mesas de cristal, mientras que en las paredes del fondo cuelgan fotos panorámicas de un Falcon 1 despegando desde Kwaj y la cápsula Dragon acoplándose a la estación espacial.

Quitando la decoración formada por los cohetes y la espada de samurái, la zona central de las oficinas de SpaceX se parece a lo que se podría encontrar en cualquier sede común y corriente de Silicon Valley. No se puede decir lo mismo de lo que los visitantes descubren cuando cruzan un par de puertas dobles y entran en el corazón industrial de la empresa.

La fábrica, con una superficie de cincuenta mil metros cuadrados, es difícil de asimilar a primera vista. Es un único espacio continuo de suelos grisáceos encolados con epoxi, paredes y columnas de soporte blancas, en el que se ha apilado material suficiente —gente, máquinas, ruido— para poblar una pequeña ciudad. Justo ante la entrada cuelga del techo una de las cápsulas Dragon que ha viajado a la Estación Espacial Internacional y ha regresado a la Tierra; en ella se pueden apreciar una serie de marcas negras, causadas por las quemaduras de fricción. En el suelo, justo bajo la cápsula, hay un par de las patas de aterrizaje de siete metros y medio construidas por SpaceX para que los Falcon se posen suavemente tras el vuelo y se puedan reutilizar. A la izquierda de la entrada hay una cocina, y a la derecha está la sala de control de misión. Es una sala cerrada con amplios ventanales de cristal y revestida de pantallas murales donde se sigue el progreso del cohete. Tiene cuatro filas de mesas con unos diez ordenadores en cada una, ante las que se sienta el personal encargado de controlar las operaciones. Al entrar un poco más en la fábrica se ve una serie de zonas destinadas al trabajo industrial, separadas entre sí de forma laxa; en algunos lugares hay líneas azules en el suelo para delimitarlas, mientras que en otros se han dispuesto banquetas de color azul que forman cuadrados para circunscribir el espacio de trabajo. No es difícil ver algunos de los motores Merlín alzados en medio de una de esas zonas, mientras media docena de técnicos cablean y ajustan sus diferentes piezas.

Justo detrás de las áreas de trabajo hay una zona cuadrada cerrada por paneles de vidrio, lo bastante grande para que quepan en ella dos cápsulas Dragon. Se trata de una «sala limpia» donde los operarios deben llevar batas de laboratorio y redecillas en el pelo para trabajar con las cápsulas sin contaminarlas. A unos doce metros a la izquierda, varios cohetes Falcon 9 yacen horizontalmente unos junto a otros, ya pintados y esperando que se los lleven. En medio de todo esto se encajan algunas áreas con paredes azules y cubiertas por lo que parecen lonas. Son las zonas top-secret donde SpaceX puede estar trabajando en un traje de astronauta imaginativo o en algún elemento de los cohetes que debe permanecer oculto a las miradas de los visitantes y los empleados que no participan en el proyecto. En un lateral hay una gran zona en la que la empresa fabrica todos los elementos electrónicos, otra zona para crear materiales de aleaciones especiales, y otra para construir los carenados del tamaño de autobuses donde se alojan los satélites. Por la fábrica circulan continuamente cientos de personas; una mezcla de técnicos enérgicos con tatuajes y pañuelos en la frente y jóvenes ingenieros de cuello blanco. El aroma a sudor de chavales que apenas acaban de abandonar el patio de recreo inunda el edificio y sugiere una actividad incesante.

Musk ha dejado su toque personal por toda la factoría. Pequeños detalles, como el centro de datos bañado en luz azul que le da una atmósfera de ciencia ficción. Bajo las luces, ordenadores del tamaño de frigoríficos lucen etiquetas con letras grandes y macizas que hacen que parezcan fabricados por Cyberdyne Systems, la empresa ficticia de las películas de Terminator. Cerca de los ascensores, Musk ha colocado una reluciente figura de Iron Man a tamaño natural. Pero, sin duda, el elemento más «muskiano» es la zona de oficinas construida justo en el centro. Es una estructura de cristal de tres plantas con salas de reuniones y mesas, que se alza entre las diversas zonas de ensamblaje y construcción. Encontrarse con una oficina transparente en medio de aquella colmena industrial produce una sensación extraña. Musk ha querido que sus ingenieros vean lo que están haciendo las máquinas en todo momento, y se ha asegurado de que tengan que cruzar la fábrica y hablar con los técnicos de camino a sus mesas de trabajo.

La fábrica es un templo dedicado a lo que SpaceX considera su mejor arma en el juego de la construcción de cohetes: la fabricación local. SpaceX fabrica entre el 80 y el 90 % de sus cohetes, motores, elementos electrónicos y otras piezas. Es una estrategia que deja sin habla a compañías rivales como United Launch Alliance (ULA), que presume abiertamente de depender de más de mil doscientos proveedores para fabricar sus productos. (ULA, una asociación entre Lockheed Martin y Boeing, se ve a sí misma como una máquina de crear empleos, no como un modelo de ineficacia.)

Las empresas aeroespaciales acostumbran a crear la lista de piezas que necesitan para un sistema de lanzamiento y, a continuación, pasan los diseños y las especificaciones a una miríada de terceros que son los que de hecho fabrican el equipo. SpaceX suele comprar lo mínimo posible, para ahorrar dinero y porque cree que depender de los proveedores es una debilidad, especialmente si son extranjeros. A primera vista, este enfoque parece exagerado. Muchas empresas han fabricado durante décadas cosas como radios y unidades de distribución de potencia. Reinventar la rueda para cada ordenador y cada mecanismo de un cohete introduce más posibilidades de error, y en general constituye una pérdida de tiempo. Pero a SpaceX esta estrategia le funciona. Además de construir sus propios motores, cuerpos de cohetes y cápsulas, SpaceX diseña sus propias placas base y circuitos, sensores para detectar vibraciones, ordenadores de vuelo y paneles solares. Solo con mejorar la eficiencia de una radio, por ejemplo, los ingenieros de SpaceX han descubierto que pueden reducir el peso del dispositivo en un 20 %. Y el ahorro que supone la fabricación de una radio propia es espectacular: los equipos de calidad industrial empleados por otras compañías aeroespaciales cuestan entre 50.000 y 100.000 dólares, mientras que una unidad de SpaceX cuesta 5.000 dólares.

Al principio resulta difícil creer que estas variaciones de precio sean tan grandes, pero hay docenas, si no cientos, de otros aspectos en los que SpaceX ha generado ahorros parecidos. El equipo de la empresa se suele fabricar con productos electrónicos que se encuentran fácilmente en el mercado, al contrario que el equipo de «calidad espacial» que emplean otros fabricantes del gremio. SpaceX ha tenido que trabajar durante años para demostrar a la NASA que los materiales electrónicos estándar han llegado a ser lo bastante buenos para competir con el equipo especializado y más caro en el que se confiaba en el pasado. «Las empresas aeroespaciales tradicionales han estado haciendo las cosas de la misma manera durante mucho, mucho tiempo —afirma Drew Eldeen, un antiguo ingeniero de SpaceX—. El mayor reto fue convencer a la NASA de que intentasen probar algo nuevo y crear un rastro de documentación que demostrase que las piezas eran de calidad suficientemente alta.» Para demostrar que se toma la decisión correcta para la NASA y para la empresa misma, SpaceX carga a veces un cohete con ambos equipos —el estándar y los prototipos de diseño propio— para probarlos durante el vuelo. A continuación, los ingenieros comparan el rendimiento de los dispositivos. Cuando un diseño de SpaceX iguala o supera al producto comercial, se convierte en el equipo usado de facto.

Los avances introducidos por SpaceX en complejas herramientas de trabajo resultan asimismo numerosos. Pensemos, por ejemplo, en uno de los artefactos de aspecto más extraño creados en la fábrica, un mecanismo de dos pisos diseñado para realizar algo llamado soldadura por fricción. La máquina permite automatizar el proceso de soldadura de enormes piezas de metal como las que conforman el cuerpo de los cohetes Falcon. Un brazo mecánico toma uno de los paneles del cuerpo del cohete, lo alinea con otro panel y los une mediante un soldador que puede desplazarse seis metros o más. Las empresas aeroespaciales suelen evitar las soldaduras siempre que sea posible, pues crean puntos débiles en el metal, y eso limita el tamaño de las planchas metálicas que pueden utilizar, a la vez que crea otras restricciones en el diseño. Desde los comienzos de SpaceX, Musk presionó a la empresa para que dominase la técnica de soldadura por fricción; en este procedimiento, una cabeza giratoria se hace chocar a alta velocidad contra la unión entre dos piezas de metal para que sus estructuras cristalinas se mezclen. Es como calentar dos láminas de papel de aluminio y unirlas apretando con el pulgar en la juntura y retorciendo el metal. Este tipo de soldadura tiende a crear uniones mucho más fuertes que la soldadura tradicional. Otras empresas han utilizado antes la soldadura por fricción, pero nunca en estructuras tan grandes como el cuerpo de un cohete ni hasta el extremo en que SpaceX emplea esta técnica. Gracias a todos sus ensayos de prueba y error, SpaceX puede unir ahora planchas de metal grandes y finas, y reducir en cientos de kilos el peso de los cohetes Falcon, al utilizar aleaciones ligeras y evitar el empleo de remaches, abrazaderas y otras estructuras de soporte. Es posible que los rivales de Musk en la industria automovilística no tarden en verse obligados a hacer lo mismo, pues SpaceX ha traspasado parte de su equipo y sus técnicas a Tesla. La intención es que Tesla pueda fabricar automóviles más fuertes y ligeros.

Esta tecnología ha resultado ser tan valiosa que los rivales de SpaceX han empezado a copiarla, y han intentado reclutar a algunos de los empleados de la empresa expertos en este campo. Blue Origin, la hermética empresa de cohetes de Jeff Bezos, se ha mostrado muy agresiva: ha llegado a contratar a Ray Miryekta, uno de los expertos mundiales más destacados en soldadura por fricción, y ha creado una ruptura importante con Musk. «Blue Origin acostumbra a realizar ese tipo de operaciones para llevarse talentos especializados[3] ofreciéndoles el doble de sueldo. Creo que es algo innecesario y un poco descortés», afirma Musk. En SpaceX se refieren burlonamente a Blue Origin como BO [bad odour, «mal olor»], y en un momento determinado, la empresa creó un filtro de correo electrónico para detectar mensajes con las palabras «blue» y «origin» e impedir los intentos de reclutamiento furtivo. La relación entre Musk y Bezos se ha agriado, y ya no conversan sobre la ambición que comparten por llegar a Marte. «Creo que Bezos tiene un deseo insaciable de convertirse en el Rey Bezos —dice Musk—. Tiene una ética de trabajo implacable y quiere eliminar a todos en el comercio electrónico. Pero, sinceramente, no es un tipo agradable.»[4]

En los tiempos iniciales de SpaceX, Musk no sabía mucho sobre las máquinas que se requerían y sobre la cantidad de trabajo que hacía falta para construir cohetes. Rechazó las propuestas de comprar equipo de fabricación especializado, hasta que los ingenieros le pudieron explicar claramente por qué necesitaban ciertas cosas y aprendió de la experiencia. Además, aún no había llegado a dominar algunas de las técnicas de gestión por las que acabaría siendo famoso (fama no siempre buena, hasta cierto punto).

El desarrollo de Musk como director general y experto en cohetes corrió en paralelo a la maduración como empresa de SpaceX. Al principio de la trayectoria del Falcon 1, Musk era un enérgico ejecutivo de software que intentaba aprender algunas cosas básicas de un mundo muy diferente. En Zip2 y en PayPal se sentía cómodo defendiendo sus posiciones y dirigiendo equipos de programadores. En SpaceX tuvo que aprender sobre la marcha. Al principio se apoyó en manuales especializados para reunir el grueso de lo que sabía sobre cohetes. Pero conforme SpaceX contrataba un genio tras otro, Musk se dio cuenta de que podía aprovecharlos como fuente de conocimientos. Podía atrapar a un ingeniero en la fábrica de SpaceX y ponerlo a trabajar a la vez que no dejaba de interrogarlo sobre cierto tipo de válvula o algún material especializado. «Al principio creía que me estaba poniendo a prueba para ver si dominaba mi terreno —cuenta Kevin Brogan, uno de los primeros ingenieros—. Entonces me di cuenta de que estaba intentando aprender cosas. Te hacía preguntas hasta que se empapaba del 90 % de lo que tú sabías.» La gente que ha pasado bastante tiempo con Musk puede dar fe de su capacidad para absorber información en cantidades increíbles y recordarla casi a la perfección. Es una de sus habilidades más impresionantes e intimidantes, y parece que sigue funcionando en el presente igual de bien que cuando era un niño que no paraba de volcarse libros en el cerebro. Tras un par de años al frente de SpaceX, Musk se había convertido en un experto aeroespacial a un nivel al que pocos directores generales de empresas tecnológicas consiguen siquiera acercarse en sus respectivos campos. «Nos estaba enseñando el valor del tiempo, y nosotros le estábamos enseñando sobre cohetes», explica Brogan.

En cuanto al tiempo, es posible que nunca haya existido un ejecutivo que fije objetivos de entrega más agresivos —para productos muy difíciles de fabricar— que Musk. Tanto sus empleados como el público ven esto como uno de los aspectos más desagradables de su personalidad. «Elon siempre ha sido optimista —dice Brogan—. Esa es la forma amable de decirlo. Es capaz de mentir descaradamente sobre para cuándo necesita que las cosas estén hechas. Realizará la planificación de tiempo más agresiva imaginable suponiendo que todo irá bien, y entonces la acelerará suponiendo que todo el mundo puede esforzarse más.»

La prensa lo ha puesto en la picota por fijar fechas de entrega de productos e incumplirlas después. Es una de las costumbres que le ha causado más problemas cuando SpaceX y Tesla intentaban sacar al mercado sus primeros productos. Una y otra vez, Musk tenía que hacer apariciones públicas en las que presentaba una nueva serie de excusas para justificar un retraso. Cuando le recordaron que el año 2003 fue la fecha inicial que dio para el lanzamiento del Falcon 1, pareció sorprendido. «¿En serio? —respondió—. ¿Eso dijimos? Vale, eso es ridículo. Creo que, sencillamente, no sabía de qué estaba hablando. Solo tenía experiencia previa en programación informática, y, sí, se puede escribir un montón de código y lanzar una página web en un año. No hay problema. Esto no es como el software; con los cohetes no funciona así.» Musk no puede evitarlo, sencillamente. Es optimista por naturaleza y se nota que calcula cuánto tiempo se tardará en hacer algo basándose en la idea de que las cosas progresarán sin inconvenientes en cada paso y que todos los miembros del equipo tendrán unas capacidades y una ética del trabajo muskianas. Como explica Brogan medio en broma, Musk augura cuánto tardará en desarrollarse un proyecto de software cronometrando el número de segundos que se necesitan para teclear físicamente una línea de código y extrapolándolo al número de líneas que prevé que tendrá el programa definitivo. Es una analogía imperfecta, pero no se aleja demasiado del punto de vista de Musk. «Todo lo hace deprisa —dice Brogan—. Mea deprisa; es como una manguera de bombero. Tres segundos y fuera. Realmente se apresura para todo.»

Al preguntarle sobre su enfoque, Musk comenta:

De verdad que no intento en absoluto fijar metas imposibles. Creo que las metas imposibles son desmoralizadoras. No quieres decirle a la gente que atraviese una pared dándose cabezazos contra ella. Nunca pongo a propósito metas imposibles. Pero es cierto que siempre soy optimista en cuanto a los márgenes de tiempo. Estoy intentando recalibrarme para ser un poco más realista.

No creo que solo haya unos cien como yo o algo por el estilo. Quiero decir, en los inicios de SpaceX, lo que ocurrió posiblemente se debió a la falta de comprensión sobre todo lo que exige el desarrollo de un cohete. En ese caso me pasé, digamos, un 200 %. Creo que en programas futuros me pasaré entre el 25 y el 50 %.

Creo que, generalmente, quieres un eje cronológico donde, a partir de todo lo que conoces sobre el tema, el plazo límite debe ser X, y trabajas intentando alcanzar esa X, pero sin dejar de entender que habrá todo tipo de cosas que no conoces y que te encontrarás y harán que la fecha se desplace más lejos. Eso no quiere decir que no habrías debido intentar alcanzar esa fecha desde el principio, porque tener como objetivo otra distinta habría sido un incremento de tiempo arbitrario.

Es diferente decir «Bueno, ¿qué le prometes a la gente?». Porque uno quiere intentar prometer a la gente algo que incluya un margen en el calendario. Pero de cara a cumplir ese calendario público hay que tener un calendario de uso interno más agresivo que el otro. Y aun así, a veces tampoco cumples lo prometido.

SpaceX, por cierto, no es la única empresa a la que le sucede esto. Los retrasos están a la orden del día en la industria aeroespacial. La cuestión no es si algo llega con retraso o no, sino con cuánto retraso llega. No creo que exista un programa aeroespacial que se haya terminado a tiempo desde la puñetera Segunda Guerra Mundial.

Tratar con los plazos épicamente agresivos y las expectativas de Musk ha exigido que los ingenieros de SpaceX desarrollen algunas técnicas de supervivencia. A menudo, Musk solicita propuestas extremadamente detalladas sobre cómo deben llevarse a cabo los proyectos. Los empleados han aprendido a no indicar el tiempo necesario para realizar algo en meses o semanas; Musk quiere pronósticos de días o de horas, y a veces incluso cuentas atrás de minutos, y las consecuencias de incumplir una planificación son duras. «Hay que apuntar hasta cuando vas al baño —dice Brogan—. Yo le digo: “Elon, a veces la gente necesita estar un rato largo en la taza”.» Los gerentes principales de SpaceX colaboran para crear programaciones ficticias que saben que complacerán a Musk pero que son imposibles de cumplir. Esta situación no sería tan horrible si los objetivos fueran de uso interno, pero Musk tiende a mencionarles a los clientes las planificaciones ficticias, creándoles sin querer expectativas irreales. Lo habitual es que luego le toque arreglar el desastre a Gwynne Shotwell, la presidenta de SpaceX. Tendrá que telefonear a un cliente para proporcionarle un calendario más realista o inventar una letanía de excusas para explicar los inevitables retrasos. «Pobre Gwynne —se lamenta Brogan—. Tan solo oírla hablar por teléfono con los clientes resulta doloroso.»

Es indudable que Musk domina el arte de aprovechar al máximo a sus empleados. Si entrevistas a tres docenas de ingenieros de SpaceX, todos mencionarán algún truco administrativo que Musk ha utilizado para conseguir que la gente cumpla con sus fechas de entrega. Un ejemplo mencionado por Brogan: en los casos en que un administrador tradicional fija la fecha de entrega para un empleado, Musk orienta a sus ingenieros para que hagan suyas las fechas que él quiere. «No dice: “Tienes que tener esto listo el viernes a las dos” —explica Brogan—. Dice: “Necesito que se haga lo imposible para el viernes a las dos. ¿Puedes hacerlo?”. Entonces, cuando respondes que sí, no estás trabajando a tope porque él te lo ordenó; estás trabajando a tope por ti mismo. Es una diferencia notable. Te has comprometido a hacer tu propio trabajo.» Al reclutar a cientos de personas brillantes y motivadas, SpaceX ha llevado al máximo el potencial de cada individuo. Una persona que da lo mejor de sí durante dieciséis horas al día acaba siendo mucho más efectiva que dos que trabajan juntas ocho horas. Un individuo no necesita convocar reuniones, llegar a consensos o poner a otra persona al día en el proyecto. Simplemente trabaja, trabaja y trabaja. El empleado ideal de SpaceX es alguien como Steve Davis, el director de proyectos avanzados. «Ha estado trabajando dieciséis horas al día durante años —dice Brogan—. Consigue hacer más cosas que once personas trabajando en equipo.»

Para encontrar a Davis, Musk telefoneó a Michael Colonno, un profesor auxiliar del departamento de aeronáutica de Stanford, y le preguntó si había algún estudiante de doctorado o de máster inteligente y trabajador que no tuviera familia. El profesor le habló de Davis, ocupado en un máster en ingeniería aeroespacial que sumaría a sus titulaciones en finanzas, ingeniería mecánica y física de partículas. Musk llamó a Davis un miércoles y le ofreció trabajo el viernes. Fue el empleado número 22 que contrató SpaceX, y ha acabado siendo la duodécima persona en orden de antigüedad que aún sigue en la empresa. Cumplió treinta y cinco años en 2014.

Davis se ganó sus galones en Kwaj, durante lo que él mismo considera la mejor época de su vida. «Cada noche podías dormir junto al cohete en una tienda de campaña en la que las lagartijas reptaban por encima de ti o podías realizar el mareante trayecto de una hora en barco hasta la isla principal —cuenta—. Cada noche tenías que elegir entre el dolor que sería más fácil olvidar. Acababas febril y agotado. Era simplemente maravilloso.» Después de trabajar en el Falcon 1, Davis pasó al Falcon 9 y después a la cápsula Dragon.

SpaceX tardó cuatro años en diseñar la Dragon. Es probablemente el proyecto de su clase llevado a cabo con más rapidez en toda la historia de la industria aeroespacial. Nació gracias a Musk y un puñado de ingenieros, la mayoría de menos de treinta años, y en su momento culminante llegó a ocupar a cien personas[5]. Copiaron trabajos de cápsulas anteriores y leyeron todos los artículos publicados por la NASA y otros organismos aeronáuticos sobre programas espaciales como el Géminis y el Apolo. «Si buscas algo como el algoritmo de guía de reentrada del Apolo, están esas excelentes bases de datos que, sencillamente, te dan la respuesta sin más», explica Davis. A continuación, los ingenieros de SpaceX tuvieron que descubrir cómo depurar esos trabajos del pasado y traer la cápsula a los tiempos modernos. Algunas de las cosas que podían mejorarse eran evidentes y se logró hacerlo con facilidad, mientras que otras requerían algo más de ingenio. El Saturno 5 y el Apolo tienen inmensas plataformas de computación que solo proporcionan una fracción de la potencia de cálculo que ofrece en la actualidad un iPad, por ejemplo. Los ingenieros de SpaceX sabían que podían ahorrar un montón de espacio retirando algunos de los ordenadores, a la vez que añadían capacidades con el equipo actual más potente. Asimismo decidieron que la Dragon, aunque se parecería mucho al Apolo, tendría ángulos de pared más pronunciados para dejar espacio libre para el equipamiento y los astronautas que la empresa aspiraba a transportar. SpaceX consiguió también la fórmula del material para los escudos protectores térmicos, llamada PICA, a través de un acuerdo con la NASA. Los ingenieros de SpaceX descubrieron cómo hacer que el material PICA fuese más barato, y además mejoraron la fórmula subyacente de manera que la Dragon —desde el primer día— pudiera soportar el calor de una reentrada volviendo desde Marte[6]. El coste total de la Dragon ronda los trescientos millones de dólares, lo que está en el orden de diez a treinta veces menos que las cápsulas proyectadas y construidas por otras empresas. «Llega el metal, lo curvamos, lo soldamos y fabricamos cosas —afirma Davis—. Prácticamente lo construimos todo nosotros. Por eso han disminuido los costes.»

Davis, al igual que Brogan y muchos otros ingenieros de SpaceX, ha recibido encargos de Musk aparentemente imposibles. Su petición favorita se remonta a 2004. SpaceX necesitaba un accionador que disparase la actividad del cardán usado para guiar la fase superior del Falcon 1. Davis no había construido antes en su vida algo así y, naturalmente, fue a buscar algún proveedor que pudiera fabricarle un accionador electromecánico. Recibió una propuesta al precio de 120.000 dólares. «Elon se echó a reír —cuenta Davis—. Dijo: “Esa pieza no es más complicada que el mecanismo para abrir la puerta del garaje. Tienes un presupuesto de cinco mil dólares. Haz que sirva”.» Davis pasó nueve meses construyendo el accionador. Al final del proceso, sudó durante tres horas escribiendo un correo electrónico a Musk en el que detallaba los pros y los contras del dispositivo. El mensaje describía hasta el último detalle sobre cómo Davis había diseñado la pieza, por qué había tomado ciertas decisiones y cuál sería el coste. Al pulsar el botón de «enviar», Davis sintió una oleada de ansiedad recorriéndole el cuerpo; sabía que se había entregado por completo durante casi un año a la realización de algo que cualquier ingeniero de otra empresa aeroespacial ni siquiera pensaría en intentar. Musk recompensó todo su agotamiento y angustia con una de sus respuestas estándar: escribió un mensaje diciendo «Ok». El accionador diseñado por Davis acabó costando 3.900 dólares y voló al espacio con el Falcon 1. «Puse cada gramo de capital intelectual que tenía en ese correo electrónico, y un minuto más tarde recibí esa sencilla respuesta —recuerda Davis—. Todos los empleados de la empresa han pasado por la misma experiencia. Una de las cosas que más me gustan de Elon es su habilidad para tomar rápidamente decisiones descomunales. Y así siguen funcionando las cosas hoy.»

Kevin Watson puede dar fe de ello. Llegó a SpaceX en 2008 tras pasar veinticuatro años en el Jet Propulsion Laboratory de la NASA. En el JPL, Watson trabajó en una amplia variedad de proyectos, incluidas la construcción y prueba de sistemas informáticos que pudieran soportar las duras condiciones del espacio. El JPL adquiría normalmente ordenadores caros y especialmente reforzados, lo que era frustrante para Watson, quien soñaba despierto con formas de fabricar ordenadores mucho más baratos e igualmente eficaces. En su entrevista de trabajo con Musk, Watson descubrió que SpaceX necesitaba justo esa forma de pensar. Musk aspiraba a que el grueso de los sistemas de computación de un cohete no costase más de 10.000 dólares. Tal cifra era una locura para los estándares de la industria aeroespacial, donde el precio típico de los sistemas de aviónica de un cohete era bastante superior a los diez millones. «En la industria aeroespacial tradicional, la comida en una reunión para discutir el precio de la aviónica ya costaría más de diez mil dólares», afirma Watson.

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