Ella

Ella


Dos

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Dos

Era domingo y desperté estando solo, como lo estaba casi siempre en aquel tiempo. Sin embargo, una presencia flotaba en el piso. Las sábanas en que había dormido estaban manchadas con el sudor de nuestro esfuerzo. En el ambiente se notaba un cambio sutil. Aquélla sería siempre la habitación donde por primera vez la contemplé avanzando desnuda hacia mí, al salir del baño. Aquí sus labios aprisionaron mi carne exhausta, con gratitud y pasión consumida. Aquí eyaculé siete veces en su receptiva carne. Ocurriera lo que ocurriera, aquel sábado jamás podría borrarse de la historia del apartamento.

Me pregunté cuál sería su historia. ¿Desolada, triste, impersonal? ¿ Cuántos seres habrían hecho el amor entre aquellas viejas paredes? Este pensamiento me unió a una larga procesión, porque ahora yo también había hecho el amor y eso hacía que me sintiera menos solo que antes. También yo había intercambiado emociones en esta habitación, donde antes sólo vivía, tan provisionalmente como una cucaracha. Llevaba dos años viviendo aquí, dos años que hasta ayer no dejaron ninguna huella.

Me levanté, me desperecé y me dirigí al cuarto de baño. En una de las paredes había un gran espejo. Me miré y me gustó mi aspecto. Mi herramienta parecía gastada, como si estuviera tierna al tacto. Tengo el pelo del pubis ligeramente rojo, pero muy espeso. Aunque apenas tengo un leve principio de barriga, poca, mirándome en el espejo decidí que la eliminaría.

Aparte de eso, estaba bien. No era más alto que el común de los mortales, pero sí de estructura robusta, con buenos músculos en el pecho y en los hombros, que no habían desaparecido pese a la vida sedentaria que llevaba desde tiempo atrás. Y eso que encima había tenido siete orgasmos seguidos.

Pensando en ello y viendo mi imagen reflejada en el espejo, comencé a notar una leve erección. Me llevé una mano al pene, acariciándolo, hablándole, diciéndole: «¡Eh, tío! ¿No has tenido batante todavía?» Hasta mi propio contacto me hacía sentirme bien, aunque de chico me costaba mucho masturbarme y nunca lograba resultados satisfactorios.

Sabía que era mero narcisismo masculino. Estaba haciéndome el amor a mí mismo, en homenaje por haber hecho ayer el amor con una hermosa mujer. Por haber follado con una mujer guapa. Al evocar su expresión cambió de inmediato mi pensamiento, recordando que ella prefería una palabra expresiva y no la banalidad de hacer el amor. Y tenía razón: una palabra hermosa para un acto hermoso. ¿Por qué la afeamos en nuestras mentes y recurrimos a tantos eufemismos?

Este... amor a mí mismo... era algo totalmente separado de ella, algo contenido exclusivamente en mi interior. Narcisismo masculino. Pero se necesitaba una saludable dosis de amor propio, incluso más del que había necesitado para follar. En este sentido, un hombre es mucho más vulnerable que una mujer. Cuando el hombre pierde a una mujer, le ocurre algo físico y tangible. Cuando una mujer pierde a un hombre, pierde al mismo tiempo toda la atmósfera de masculi— nidad, dinero y patemálismo que le rodea. El hombre, cuando la mujer se va, imagina otros órganos masculinos penetrando la vagina que fue suya, siendo esta idea tan definida y lúbrica como el acto mismo. Ha sido rechazado; en su lugar ha sido aceptado otro órgano al que se conceden todos los gestos íntimos de amor y gratificación que consideraba patrimonio personal suyo.

Mi primera esposa volvió a casarse dos meses después del divorcio. Aunque no existían pruebas siempre me pregunté, en un oculto rincón de mi mente, si habría escogido a mi sustituto —y hasta si lo habría probado— antes de que yo supiera que se aproximaba la ruptura. Las mujeres, siendo jóvenes como era ella a los diecinueve años, tienen una poderosa tendencia a resolver sus problemas con sentido práctico. Mi segunda esposa no volvió a casarse, pero yo sabía que no vivía en la castidad.

«Ni yo tampoco», me dije. Ni yo tampoco. Pero la idea nunca me ayudó; a pesar del divorcio, el conflicto emocional persistía. Ella había sido mi mujer, mi esposa y aunque me alegré cuando por fin se dictó el divorcio, una parte de mí mismo jamás lo había aceptado. Jamás lo aceptaría.

Al evocar estos problemas del pasado, mi erección disminuyó y aparté la mano. Deseé llamarla. Tenía teléfono en el piso, no por obligación de mi inexistente vida social, sino porque en ocasiones lo necesitaba para asuntos de mi trabajo. A veces pasaba más de una semana sin que sonara.

Pero era muy temprano y estaba seguro de que ella todavía estaría dormida. Jugué con la idea de sacarla del sueño y que hablara con su voz adormilada, mientras la imaginaba desnuda, con su cuerpo inmóvil y aletargado en la cama. Pero rechacé la idea. Si hubiéramos sido jóvenes, estaría bien, pero las personas maduras suelen despertar de mal humor; de todos modos, no lograba imaginar cómo podría despertarse malhumorada después de lo de ayer. «Esperaré —me dije—. Llamaré alrededor de las once. Entonces estará despierta y también habrá pensado en el día de ayer y quizás quiera venir por la tarde.»

Me gusta desayunar bien, pero detesto hacerlo fuera de casa los domingos por la mañana. Los días de entre semana desayuno camino de la universidad, en el restaurante donde ayer nos encontramos cuando llovía (y tampoco ese lugar volvería a ser jamás el mismo ba— rucho impersonal). Siempre tenía huevos y bacon para los domingos. Fui a la cocina y me puse a preparar la colación. Acostumbro a cocer dos huevos, hago muchas tostadas y bacon y me preparo también auténtico café en una cafetera de cerámica, exactamente tres tazas por vez, dos para el desayuno y otra para después. Pensando en la levísima redondez de mi vientre tomé un solo huevo y puse un solo pedazo de pan en la tostadora. Mañana, decidí, compraría una báscula. De ese modo estaría seguro de que perdía peso.

Mientras aguardaba con la espátula en la mano, observando como se freía el bacon en la sartén, pensé en lo agradable que sería que ella estuviera aquí, en mi cocina, preparando el desayuno y compartiendo una taza de café.

Esta idea me estimuló. «¡Eh, tío! —me dije a mí mismo, al igual que antes había hablado a mi pene—, estás poniendo demasiado interés en esto.» Me lo temía. En mis pensamientos sobre ella había tanta ternura como pasión. Estaba pensando de una manera peligrosamente cercana al amor. Y esto no era conveniente, no para un doble perdedor como yo.

«No ha sido más que un buen polvo», pensé. Tanto para ella como para mí. Ella no te ha llamado esta mañana para susurrarte largas y tiernas frases, ¿verdad?

Miré el reloj, sabiendo que todavía estaba dormida. Todo el mundo duerme hasta tarde los domingos. Yo era el único idiota que estaba despierto. Pero... ¿no sería ella de la misma especie de idiotas que yo? ¿Ypor qué no llamaba ella, si tenía ganas?

Llamará, me dije con firmeza. No para pronunciar largas frases cariñosas, sólo para saludarme. Para decirse a sí misma y también a mí, que fue algo más que un buen polvo. No mucho más, porque yo no quiero meterme en complicaciones ni ella tampoco, pero sí algo más que una mera coincidencia.

Saqué el bacon de la sartén y lo dejé sobre una servilleta de papel. Eché el único huevo en la grasa del bacon y observé como los bordes de la clara se doraban y se freían casi de inmediato. Deslicé suavemente la espátula bajo el huevo, para asegurarme de que no se pegara a la sartén.

No, me dije, confortándome a mí mismo. Puedo contar con que ella se toma este asunto acertadamente, como lo hago yo. Algo agradable, necesario, con verdadero afecto y auténtica gratitud por lo que el otro da. Pero esencialmente... ¿cuál es la palabra? ¿Desinteresado? No, no es ésa ¿Pragmático? No, tampoco. No hay una palabra que lo designe. Existe una palabra para los diferentes aspectos del sexo, menos para éste. Supongo que platónico es una palabra tan válida como cualquier otra, aunque platónico significa asexual. Quizás era ése el significado que buscaba: sexo no sexual, si es que puede existir algo semejante. Pero esto tampoco definía la cuestión.

El café estaba listo y me serví una taza. Le añadí leche del envase de cartón, pensando que la próxima vez compraría la desnatada. Mi incipiente panza me inquietaba. Me pregunté si ella la habría notado.

Desayuné lenta y gozosamente. Empezaba la tercera y última taza de café cuando me di cuenta de que esperaba oír sonar el teléfono. Quiso la suerte qrue sonara en ese preciso instante, como si mi pensamiento lo hubiera ordenado.

En dos pasos crucé la habitación. Tan seguro estaba de que llamaría que, durante dos o tres segundos, no pude comprender que fuera una voz masculina la que me hablaba. Era Albert Shanders, un colega que había ingresado aquel año en el departamento.

- Hola, tío, espero no haberte sacado de la cama —dijo.

- No —respondí—, estaba levantado.

- Te llamaba temprano para estar seguro de encontrarte. Esta noche cenaremos unas hamburguesas al aire libre y tomaremos un par de copas antes. No sólo estás invitado, sino que espero que vengas.

Albert Shanders era un tipo simpático. Había llegado al departamento dispuesto a entablar amistad con todo el mundo y yo cometí el error de visitarlo una vez, también para comer hamburguesas en el jardín, la primera semana que llegó a la facultad. Tanto él como su esposa eran muy amables, más jóvenes que yo y tenían dos hijos muy guapos. Cuando accedí a aquella invitación tuve una de mis iniciativas menos afortunadas, ya que sus dos guapos hijos me recordaron a los míos y después pasé dos días terribles. Volvió a invitarme varias veces y siempre logré eludir el compromiso con una excusa u otra.

- Lo siento, Albert. No puedo.

- Te esperamos, viejo ermitaño —insistió.

- Lo siento —respondí lacónicamente.

Su voz se enfrió perceptiblemente al notar mi brusquedad y la falta de una excusa plausible.

- Otra vez será, pues.

- Claro —dije—. Otra vez será.

Colgué, lamentando de inmediato haber sido tan poco amable. Pero no deseaba ver a nadie. A nadie más que a una sola persona.

Volví a sentarme y cogí la taza de café. Viejo ermitaño, me dije. Estás dedicando demasiados sentimientos y pensamientos serios a esta situación.

No me había dado cuenta cuán vulnerable me había vuelto en mi premeditado aislamiento. Bastaba una muestra de amabilidad recíproca para que me comportase como un perro extraviado que menea la cola..., que sacude todo su cuerpo... y pide más arrumacos. Probablemente ella también picoteó aquí y allá, como yo lo había en Nueva York, no por promiscuidad sino para asegurarse de no comprometerse con nadie por prometedora que pareciese la relación.

«.Demonios —me dije duramente—. También ella ha recorrido su camino y es demasiado sensata como para liarse con un tipo como tú. Un buen rato en la cama está muy bien, eso es lo que recomienda el psiquiatra. Sacudirse las viejas cenizas es bueno para el espíritu y para la carne. Es probable que esta mañana ella se admire a sí misma en el espejo, como tú antes, y piense: "Eso estuvo muy bien, pero es algo peligroso. De modo que lo enfriaremos, ¿verdad? ¿No te parece, viejo cuerpo y espíritu? Dejémoslo así, para que no sea más que un recuerdo, sin deudas por ninguna de ambas partes".»

Otra vez me sorprendí esperando que sonara el teléfono, mirando involuntariamente el reloj y preguntándome si ya se habría levantado, comprendiendo que si no sabía nada de sus costumbres, ni siquiera podía imaginarlo.

Estaba incómodo conmigo mismo. Recogí el diario, que estaba apoyado en la pared del rellano. Preparé otras tres tazas de café, sabiendo que ese día necesitaría un refuerzo extraordinario. Comencé a leer el periódico.

Leí aquel condenado periódico de punta a cabo, incluyendo «An— nie, la huerfanita», «Los consejos de Eloisa» y «Ann Landers». El teléfono siguió sin sonar. Tiré el periódico a la papelera, recalenté la última taza de café e, inquieto, saqué un libro de la estantería. Cuando miré el título vi que era un volumen de correspondencia de Francis Scott Fitzgerald. Me importó tan poco que ni me molesté en buscar algo más ameno.

Leí hasta la una en punto, disgustándome a medida que iba leyendo, al observar que cuando Scott decía algo desagradable, el editor dejaba los nombres famosos, pero sustituía los desconocidos por una serie de puntos suspensivos. He ahí una tesis interesante para un graduado laborioso, pensé. Rastrear los nombres reales e identificar esos puntos suspensivos.

El hambre me apartó de la correspondencia del escritor de los años veinte. Volví a mirar el reloj y vi que eran pocos minutos más de la una. El teléfono no había sonado. En algún momento de esa larga mañana, comprendí, había decidido no llamarla, sino esperar a que lo hiciera ella. Me pareció que tendría que seguir esperando.

Me acerque a la cocina e investigué en la nevera. No pensaba salir a comer, para que no tuviera la excusa de decir que había llamado durante mi ausencia. Encontré una lata de salchichas de Viena y media caja de queso campesino. También tenía unas galletas crackers en una caja de lata, para que no se humedecieran. Abrí el bote de salchichas, escurrí el agua y las vertí en un plato. Dispuse los trozos de queso a un lado y bajé la lata de las crackers. Me serví un vaso de leche y comí a la solitaria manera de los solteros, preguntándome qué haría a la hora de cenar si aún no había llamado.

Después de comer lavé el plato, la cuchara y el vaso meticulosamente, los guardé en su lugar y en un ataque de energía comencé a limpiar la casa.

Un hombre solo no produce mucho desorden ni suciedad, de modo que me limité a quitar el polvo. Pasé un trapo encerado sobre el oscuro piso de madera que rodeaba la alfombra. Pasé la aspiradora sobre la alfombra, cogí un trapo y limpié los muebles. Incluso quité el polvo a los inmundos cuadros con flores que había heredado. Era la primera vez que los tocaba, ya bastante hacía evitando el mirarlos. Tendría que encontrar algo para reemplazarlos, pensé, Algún original pequeño, unos grabados, unas reproducciones de Toulouse-Lautrec o algo por el estilo.

Incluso cogí el estropajo y froté la bañera, el lavabo, el bidé y el water. Con la fregona limpié el suelo del cuarto de baño y de la cocina.

Cuando terminé me sentía acalorado y sudoroso, de modo que me duché y me tendí sobre la cama, en calzoncillos. Debí aceptar la invitación de Shanders, pensé. Entonces, si ella llamaba, sabría que yo tenía compromisos sociales a los que debía atender, y que no podía quedarme esperando inútilmente su llamada.

En aquel momento llamaron a la puerta. El sonido inesperado me hizo levantar de un salto. No me detuve a pensar que estaba en calzoncillos y me dirigí corriendo a la puerta, mentalmente regocijado ante la idea de que no quería hablar conmigo por teléfono, sino verme personalmente. Una tarde en amorosa compañía. Ningún remedio mejor para matar el aburrimiento del domingo.

Era el repartidor del periódico, un estudiante universitario, que venía a cobrar. Cerré la puerta, busqué los pantalones y encontré sus dos dólares con diez. Se los tendí a través de la puerta, cogí el recibo y eché de nuevo la llave. Me tendí otra vez en la cama, recordando su expresión de perplejidad al verme en calzonállos: la idea de que ella

estaba detrás de la puerta me había provocado una erección en un breve instante.

A diferencia de la mayor parte de los hombres —según Kinsey— nunca tuve una experiencia homosexual. Incluso durante mi adolescencia fui empedernidamente heterosexual. Mientras me tendía en la cama, decepcionado, pensé que para mí la homosexualidad sería mucho más posible en mis actuales condiciones de vida. Había un club de gays en el campus; si lo hubiera deseado, habría podido unirme a ese grupito y encontrarme como en casa.

Acostado, necesitando oír el sonido de su voz, admitiendo ahora esa necesidad, me pregunté hasta qué punto sería satisfactoria la perversión. Por supuesto, sabía todo cuanto debe saberse, al menos teóricamente. Pero nunca se la había chupado a un hombre, ni ningún hombre me la había chupado a mí. Tal vez la sodomía pudiera convenirme, siempre que me tocase el papel activo. No creo que pudiera interesarme el pasivo.

Algunas mujeres sí me la habían chupado. Ella lo hizo el día anterior. Pero nunca me fue posible alcanzar el orgasmo con este sistema; para mí no era más que una etapa, pero no un final. Era una cosa buena en su lugar y su momento, pero ese momento no era más que algo estrictamente preliminar.

Quizás algún día lograra ella hacerme correr así, sólo para comprobar qué se siente. Y si yo quería —a menos que ella túrnese alguna objeción fundamental— podía practicar la sodomía con ella, también para ver qué se siente. Pero habría de ser después de haber vivido una larga y amplia relación. No son cosas que se pueden hacer con una extraña.

Así, tendido en la cama, en un estado placenteramente erótico, me adormecí en la quietud y el silencio de mi apartamento. Entre dormido y despierto, pensé que el sonido del teléfono me despertaría.

Nunca duermo siestas demasiado prolongadas: una hora como máximo. Pero aquel domingo dormí en mi jaula toda la tarde, despertándome para descubrir que había llegado el anochecer sin que lo notara. Salí del sueño pesadamente y me senté al borde de la cama, exhausto por el esfuerzo de despertarme. Quizá el teléfono sonó y no lo oí porque estaba profundamente dormido, me dije. Pero sabía que no era cierto. Un solo timbrazo me habría sobresaltado.

«Bien, supongo que habrás comprendido el mensaje. No eres más que un tonto. ¿Cuánto tiempo lleva conocer a las mujeres?», me dije.

Esto era algo que no habíamos discutido. Quizá yo debí decirle claramente lo que aquello significaba para mí: un buen polvo de vez en cuando, pero nada serio, por favor. Ella habría comprendido, porque obviamente pensaba igual que yo. Pero, ¡maldición!, ella tampoco tenía a nadie, de manera que no era necesario abandonar aquello después del primer encuentro. ¿Por qué no continuar, al menos hasta que uno de los dos encontrara algo mejor? Esto lo habría entendido.

Tenía hambre otra vez y en casa no había comida, al menos no tanta como para preparar una buena cena. Sin embargo, no quería salir. No porque todavía esperase su llamada, sino porque no quería que pudiera decir que intentó dar conmigo y no me encontró. Si yo fuese sensato, habría estado bebiendo un par de copas a la espera de un par de hamburguesas calientes junto a la parrilla de Albert Shanders.

Permanecí sentado a un lado de la cama, de mal humor, pensando con una sensación de disgusto en el aura de erotismo que me rondaba, hasta que me dormí. Nunca había tenido fantasías homosexuales; esas cosas no me atraían. Pero no cabía ninguna duda: la presencia del repartidor me había iniciado en ello, y aunque terminé en la variedad heterosexual —evocando la sodomía y la felación con ella—, mis pensamientos tenían un matiz claramente homosexual.

«La experiencia de ayer me ha sensibilizado —úpense—. Me ha abierto a todas las áreas de la exploración sexual. Me gustaría hacer todo lo que puede hacerse... Pero con ella, sólo con ella..., o al menos con una mujer tan atractiva y vital como ella. Confesémoslo, siempre has sido un tonto con las mujeres. No sólo te ha gustado follarlas (utilizando la expresión clásica en ella), sino que te han gustado como personas. Te han gustado tus dos esposas, al menos tanto como tú le gustabas a ellas.»

Lo más parecido a una experiencia pervertida lo viví con una corista que conocí en Nueva York, después de mi segundo divorcio. Actuaba tan ligera de ropa que debía rasurarse el pubis. Fue muy extraño tocar ese desnudo monte de Venus con las manos, meterle el pene y sentir la cálida suavidad de la carne dende debía notarse la suave aspereza del vello. Fue como si me hubiese tirado a una niña prepu— beral, y sería inútil negar que encontré en ello un placer extraño, intenso, casi sádico. Esto estimuló, en aquel momento, la tendencia a penetrarla y salir de su interior repetidas veces, sintiendo cada vez como si rasgase un himen y explorase un nuevo territorio.

Hablamos de ello. Dijo que a algunos hombres les deprimía se— xualmente, que a otros los enloquecía y que algunos ni siquiera notaban la diferencia. Había tenido un amante que la instaló en un magnífico piso, le asignó una suma de dinero mensual y no tenía que trabajar. Pero le puso como condición que siguiera afeitándose el pubis permanentemente, e incluso en una ocasión ella lo afeitó a él. Me contó que lo tenía verdaderamente enloquecido. Lo rejuveneció realmente y la folló sin parar durante todo un fin de semana, hasta que sufrió un ataque cardíaco.

Aquella corista tenía una hermosa costumbre: cuando uno estaba a punto de alcanzar el orgasmo, se separaba de la pareja, se levantaba y descolgaba el teléfono. Resulta difícil describir la confianza e intimidad que suscitaba aquel simple gesto. Significaba que, durante un período de tiempo ilimitado, uno era, para ella, la única persona del mundo. Cuando el teléfono volvía a su lugar, uno sabía que era el momento de irse.

La mente abarca un espectro mucho más amplio que el cuerpo. Cuando uno está sensibilizado hacia el erotismo, como yo lo estaba ese día, es capaz de imaginar todo tipo de fantásticas excitaciones. Pero el pene es su propio dictador y exige sus satisfacciones. Y no hay satisfacción comparable a la que proporciona una mujer cálida y bien dispuesta. Todo lo demás es juego y diversión, pero lo real siempre es lo real.

Me levanté de repente, cambiando el curso de mis pensamientos y decidí que saldría a comer. Antes de salir, después de acercarme a la ventana para observar si necesitaría abrigo y, tras asegurarme de que tenía la llave, descolgué el teléfono. Así no podría llamarme y descubrir que no estaba.

No quería comer en el restaurante donde habíamos desayunado el sábado por la mañana. Caminé dos calles más allá, hasta una cafetería. Cuando me uní a la fila de los que esperaban para ser atendidos, se me ocurrió que quizá ella comiera allí y miré a mi alrededor, infructuosamente.

La nuestra es una universidad pequeña, pensé sonriente. Tarde o temprano tendrás que saludarme. A menos que hiciera las maletas y abandonara la facultad. Aunque, pensándolo bien, no me parecía que le hubiera provocado tal caos en su vida que le obligara a tomar una determinación asi.

Era una buena cafetería cuya clientela estaba compuesta principalmente por estudiantes, de modo que servían platos abundantes. Las luces fuertes y la nutrida clientela suelen hacer que uno se apresure y se encuentre comiendo más rápido de lo necesario, de modo que pronto me encontré fuera del local. A menudo me he preguntado si el exceso de iluminación sería accidental o premeditado. Sin duda, era deliberado. Probablemente alguien había gastado una enorme suma de dinero en un estudio para descubrir qué tipo de iluminación y decorado aseguran la más rápida rotación del público. Así está organizado este país. Lo que América necesita, me dije amargamente, es la invención de una vagina brillante, bien iluminada, que asegure la más rápida rotación de la clientela.

Por lo menos le puse humor a toda la cuestión. Tal vez fuera el bienestar producido por la comida en mi hambriento estómago. Comí —demasiado rápidamente, por supuesto— y me encamine otra vez a mi apartamento.

Entré y colgué inmediatamente el teléfono. Lo miré fijamente un instante, esperando que sonara. Si había llamado y encontró la línea ocupada, volvería a intentarlo, con impaciencia imposible de calmar hasta no obtener el resultado perseguido. A mí me ocurría y estaba seguro que a ella también.

Enojado conmigo mismo por mi frustrada expectativa, acomodé la silla y la lámpara para leer. Cogí la correspondencia de Scott Fitzge— rald y me sumergí en sus cartas muertas de una época fenecida, aunque ahora mucha gente siente una vaga y romántica nostalgia por aquellos tiempos, al igual que las mujeres sienten una vaga y romántica inclinación hacia hombres inaccesibles o inadecuados. Me encontré preguntándome qué pensaría ella de Scott Fitzgerald y de los años locos. Bloqueé mis pensamientos incipientes y continué leyendo.

Alrededor de las once terminé el libro. Por dos veces había ido a la cocina y me había preparado un vaso de whisky con agua. Arrojé el libro a través de la habitación. Chocó contra la pared y rebotó sobre la cama donde yo había rebotado tan alegremente ayer; tuve ganas de hacer seguir el vaso vacío el mismo camino del libro. Pero me contuve. Lo dejé cuidadosamente sobre la mesa rosada junto a la silla y me acerqué al teléfono. Tenía que llamar a Información para pedir su número de teléfono: había llegado hacía poco tiempo y no figuraba en el directorio.

Comunicando. El insolente sonido me enfureció y colgué el teléfono de golpe, casi de inmediato lo levanté y volví a marcar su número. Estaba ahora tan decidido a hablar con ella como antes a no llamarla, si ella no lo hacía primero.

Comunicando. Colgué, fui a la cocina y me serví otro trago. Me tomé el tiempo necesario, me detuve a mitad de camino para beber un sorbo, di otro antes de levantar el teléfono, marqué su número y dejé el vaso a un lado. Comunicando. Las malditas mujeres pueden hablar horas por teléfono. Probablemente está llamando a todos los conocidos. Menos a mí.

Además, era muy tarde. Miré el reloj. Probablemente hablaba con un hombre. Le diría lo bien que lo hacía, lo ansiosa que estaba por volver con él.

Sabía que esta manera de sentir era de celoso y de injusto. No tenía datos en que sustentarla. Por lo que sabía, ella había permanecido tan célibe como yo durante dos años o más. No era una mujer fácil. La forma en que se había abrazado a mí al principio era prueba suficiente.

Volví a la silla y me senté. Bebí en forma deliberadamente lenta, paladeando el sabor del buen whisky escocés. Este es un placer al que nunca he querido renunciar. Me gusta un buen whisky escocés y no esta bebida aguada que anuncian como «suave». Cada vez era más difícil conseguir mi marca favorita, desplazada del mercado por los nuevos whiskys suaves, y ya había decidido que cuando mi predilecto desapareciera definitivamente me dedicaría al bourbon.

Recién acabado el vaso volví al teléfono. Marqué. Sonó una sola vez y ella contestó.

—Hola —dijo.

—Hola —dije— ¿Cómo estás?

Su voz tintineó:

—¡Ahí Eres tú. Estaba llamándote.

—Acababa de marcar tu número —dije—, ¿Con quién hablaste tanto tiempo?

Rió. Todo sonaba agradable, incluso por teléfono.

—No hablaba con nadie. Te lo dije. Estaba llamándote.

—¿Quieres decir que cada ve que levanté el teléfono, tú estabas haciendo lo mismo?

—Supongo que sí. ¿No es absurdo?

Tuve una fugaz sensación del absurdo al pensar cómo jugábamos al escondite. No una, sino tres veces, habíamos cronometrado nuestras pausas entre llamada y llamada.

—Es una especie de percepción extrasensorial —dije—. Intenté llamarte tres veces y siempre encontré la línea ocupada.

—Lo mismo hice yo. Me pregunté con quién hablarías tú tanto tiempo.

—¿No me llamaste más temprano? —pregunté, pensando que el teléfono había estado descolgado todo el tiempo que estuve afuera.

El tintineo desapareció de su voz.

—No.

—Yo... esperaba que llamaras —señalé, haciendo de la frase una confesión por el sonido de mi voz.

—¿Tú trataste de llamarme?

—No —respondí.

Hicimos una pausa. Apreté el auricular contra mi oreja, sintiendo que el largo día solitario se transformaba en un golfo entre nosotros sin una sola palabra que hiciera puente. Supe, tan claramente como si la viera, que apretaba el teléfono de la misma forma que yo.

—Oye...

Me interrumpí porque me faltaban las palabras que completarían el sentido de lo que quería expresar.

—Yo... esperaba que tú llamaras —dijo, exactamente en el mismo tono de confesión que yo había empleado—. Pero supongo...

—Oye, esto es pueril —dije—. El hecho es que he estado sentado aquí todo el día esperando que llamaras y tú has estado sentada allí esperando que llamara yo. ¿Es así?

—Sí —dijo a regañadientes—. Pensé...

—¿A qué le tenemos miedo? —pregunté.

—Supongo que el uno del otro —respondió ella, sobriamente.

—No, no tenemos miedo el uno del otro, sino cada uno de sí mismo.

—Eso también.

No supe qué más decir y presté atención al zumbante silencio de la línea. Ella hizo lo mismo.

—¿Todo estuvo bien ayer? —pregunté por fin, tratando deliberadamente de que mi voz sonara tierna.

—Sí.

Percibí una vibración en esa sola palabra y no fue necesario que ella agregara nada más. Sentí deseos de reírme de mí, de reír de ella. Pero supe que no sería bueno reír en ese momento.

—Debiste llamarme tú —dijo—. Es el hombre quien debe llamar, no la mujer.

—Es verdad —respondí, yendo al grano—. Me porté como un tonto, lo mismo que tú. Somos lo bastante adultos para no tener que jugar así.

—La danza de las grullas saltarinas —dijo solemnemente— ¿Recuerdas lo que hacen las grullas?

—Sí —respondí—. Pero no hacen eso las personas, ¿Verdad?

—¿Qué hiciste todo el día?

—Muy poco. Leí y dormí la siesta —intenté reír—. Y esperé a que sonara el teléfono.

También ella intentó reír.

—Yo también. Dormí casi toda la tarde. Jamás he dormido tan profundamente durante el día. Por regla general no duermo la siesta.

—Yo tampoco. No desperté hasta el anochecer. Otra pausa. Se agotaba ese tema de conversación. Me aferré al teléfono, pensando desesperadamente.

—Oye —dije en medio el silencio, sabiendo que era yo quien debía proponer otro tema—, ven y... repetimos.

Mi resistencia mental y emocional ante la palabra que a ella le gustaba, aún me escocía. Supongo que siempre será

así. Y la dije, un poco acobardado, porque a ella le gustaba.

—No puedo —dijo.

—Entonces iré yo.

—No, la propietaria es una fisgona. Siempre trata de descubrir que hacen los demás.

—Entonces ven aquí —insistí—. Yo no tengo una propietaria fisgona. Este apartamento está a cargo de una agencia inmobiliaria y no les molesta que entren y salgan multitudes siempre que uno pague la renta puntualmente.

—Ya te he dicho que no puedo.

—Quieres decir que no vendrás —dije ásperamente—, o que no quieres venir.

—No es eso —respondió con voz casi tan desesperada como la mía—. Ya sabes que deseo ir.

—¿Entonces, por qué no vienes?

—Tengo el período. ¿Estás satisfecho ahora?

Enseguida supe que mentía, con una intuición tan intensa que se convirtió en convicción. Ni siquiera intenté descubrir por qué se consideraba obligada a mentir.

—Bien, para tratarse de una mujer a la que no le molesta decir «joder» o cualquier otra palabra, te llevó bastante tiempo y rodeos decirme el motivo —dije.

—Esto es algo femenino. A ninguna mujer le gusta decírselo a un hombre.

Quería engañarme, por supuesto. Esa afirmación es la última defensa femenina. Decidí que no la dejaría pasar.

—No me importa —respondí—. Ven y «jodemos».

Se produjo una breve pausa.

—Es posible que hagamos un desastre.

—Si a ti no te importa, a mí tampoco —argüí—. Siempre he sido una sanguijuela.

Si mi intención era impresionarla, no logré ese efecto. Tal vez ella pensaba en lugar de escuchar, porque dijo:

—No me crees. Piensas que estoy mintiendo.

—Sí. Pienso que estás mintiendo.

Estaba presionándola fuerte. No tenía tanta confianza con ella. Un día en la cama no me daba derecho a decir las cosas que le estaba diciendo. Pero había pasado un mal día, si eso puede servir de excusa. Casi esperaba que ella colgara y así terminara todo. Quizás sería lo mejor, pensé. Quizás era eso lo que yo realmente deseaba.

—¿Qué te hace pensar que quiero mentirte?

—En realidad no lo sé. No lo he pensado.

—De acuerdo. Si realmente lo deseas, iré. Pero te advierto que estoy sangrando como una puerca. Siempre me ocurre el primer día.

—¿Estás de acuerdo conmigo en que volvemos a comportarnos como tontos? Que digas o no la verdad es irrelevante. Si para ti mantenerte apartada significa tanto como para decir esa mentira, ésa es una razón aún más poderosa para que te mantengas apartada.

—Puedo ir y demostrártelo. Tengo pruebas.

—No seamos pueriles. ¿Cuándo te vino?

—Esta tarde, mientras dormía la siesta. De modo que si la hubiera llamado por la mañana...

—Entonces, ¿pasarán varios días hasta que volvamos a estar juntos? —pregunté serenamente.

—Eso creo. —¿Cuándo?

—Tal vez el miércoles. El viernes, seguro.

—¿Y tú lo deseas?

—Sí, por Dios —respondió—. Estoy que me pegaría un tiro. Si hubiera llamado por la mañana...

—Yo he pensado lo mismo. Pero hemos dejado pasar la ocasión, ¿verdad? Rió.

—Bien, al menos hay una cosa que ya no me preocupa. Ayer no tuve cuidado y tú tampoco.

—No debes preocuparte por eso. Me han practicado una vasectomía.

—¿Qué es eso?

—Es una operación que les practican a los hombres. Les cortan los conductos para que no puedan dejar embarazada ala mujer. Lo hicimos después que nació el niño... Mi segunda esposa quería estar segura de no tener más hijos, y entonces no existía la píldora.

—¡Ah!

Me sentí obligado a explicarme con más detalle:

—Por lo demás, no hay ninguna diferencia. De hecho, hace desear más el sexo y no menos, por lo que he logrado descubrir. Supongo que comprendes los apuros en que uno puede verse si no ha resuelto este problema.

—Entonces, no tendré que tomar la píldora. Hoy lo había pensado, pero me molestaba tener que visitar al médico y pedirle una receta. Una mujer sola...

Sus palabras me causaron un extraño alivio. De modo que no había tenido relaciones sexuales con..., no había estado con nadie. No con regularidad, al menos.

—Lamento no habértelo explicado ayer —dije—. Lo habría hecho, pero pensé...

—Creíste que era como los exploradores —dijo secamente—: siempre dispuesta.

Se produjo un breve silencio.

—Herí tus sentimientos, ¿no es cierto?

—Sí —respondió débilmente.

—Fue lo que pensaste, ¿verdad?

—Sí. Tú no lo mencionaste. Las preocupaciones, quiero decir.

—No —respondió—. No lo mencioné.

—Oye, no nos hace ningún bien el hablar así por teléfono. Lo estamos echando a perder.

—Nos hemos dicho algunas cosillas hoy, ¿verdad?

—¿Quieres hacer algo por mí? —pregunté, pensando que ya era hora de llevar la conversación bien—. Quédate un minuto tal como estás y piensa en el día de ayer, que yo haré lo mismo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió con la misma voz débil.

Esperé un minuto. Involuntariamente, aunque no tenía intención de hacerlo, pensé en los momentos en que la tuve entre mis brazos y mi miembro entraba en su vagina.

—¿Mejor? —pregunté.

—Sí. Mejor, amor mío. Mucho mejor.

El tono de su voz había cambiado, entibiándose, y me había llamado «amor mío» por primera vez. Muy bien. Era el momento de cortar.

—Ahora te diré buenas noches y colgaré. ¿Nos veremos mañana?

—¿Quieres?

—Sí. Para tomar café, al menos —reí— No creo que sea buena idea que vengas aquí. No creo que pudiera contenerme, aunque... —me interrumpí—. Para tomar café. ¿Vale?

—Vale. No estaré libre hasta las dos y media. ¿En la cafetería de la Facultad? —Sí. Buenas noches.

—Buenas noches. No estoy mintiendo, amor mío. Colgué el teléfono y me acosté. No podía dormir. Pensé que la falta de sueño se debía a la prolongada siesta de la tarde.

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