Ella

Ella


Cuatro

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Cuatro

Nos vimos poco durante la semana que duró su menstruación; era como si ambos comprendiéramos que debíamos estar separados y meditar. No obstante, al menos una vez al día nos citábamos para tomar café en la cafetería de la facultad. Sentados uno junto al otro, le tocaba el muslo con la mano, a hurtadillas, y ella se estremecía. A veces ponía su mano sobre la mía, generalmente con la palma hacia arriba para que yo pudiera sentir los músculos y los huesos del dorso de su mano. Tenía manos expresivas, delicadas y fuertes al mismo tiempo, no muy delgadas. Cuando me rozaba con la palma, recordaba como su mano había trabajado vanamente con Irving. La noche del miércoles permanecimos muy juntos, en silencio, viendo la película. Al volver pasamos bajo los mismos árboles donde una noche lluviosa nos besamos por primera vez y dije: ¿Recuerdas? Sonrió, apretando mi brazo con más fuerza. Pero esa noche sólo la besé castamente en la puerta de su casa y seguí mi camino.

Penetrarla mientras sangraba nos había unido más que ninguna otra cosa. Fue una experiencia extraña; mi pasividad, su dominación, la forma controlada y generosa con que intentó provocar mi orgasmo. Yo no era un neófito, claro que no; había tenido dos esposas y algunas amantes, pero jamás había experimentado una emoción semejante. Me sentí tan estimulado como avergonzado al recordar lo ocurrido. Ella me daba a conocer una nueva dimensión de los sentimientos, lo más parecido que un hombre puede sentir a cómo se siente una mujer mientras espera la penetración de su vagina. Era una difusa suavidad y receptividad, un aura casi romántica en la que el objeto no es en realidad un objeto sino sólo un instrumento.

El hombre tiene una relación directa y física tanto con su propio pene como con la vagina que penetra. La relación de la mujer con ambos es menos concreta y concentrada, de modo que cuando folla con un hombre, no es un hombre quien la folla sino que es lo masculino quien la posee.

Durante aquella semana pensé mucho en todas esas cuestiones, pues empetaba a asustarme la intensidad de nuestro sentimiento. Tiempo otrás me había jurado no volver a estos sentimientos tan intensos. En mi desengaño, en el inevitable reflujo de la capacidad sexual —no va del deseo sexual—, propia de la edad madura, me sentía incapaz de soportar una pasión; si no la indiferencia, al menos el desinterés. Peto ella me había vencido, mediante el simple acto de ofrecer su cuetlm sangrante para mi solitario alivio físico, como no había Hecho ninguna otra mujer en mi vida.

Este... desequilibrio... que ella me hizo descubrir en mí mismo, salido de ese componente femenino que en mínima proporción existe en el cuerpo y lo mente de cualquier hombre, me hito comprender algo que ignoraba hasta entonces. Yo sabía que, contrariamente a la leyenda. es la mujer quien tiende a ser promiscua y no el hombre. La promiscuidad del hombre es un producto del ego, mientras que en la mufer es la consecuencia directa de su naturaleza. Conocía el motivo: esa misma calidad difusa, esa sumisión al hombre en abstracto cuando se somete a un hombre en concreto, lis una emoción que va más allá riel amor v que está ligada a cada célula de su ser. Ningún hombre puede obligar a una mujer a abrirse de piernas, si no es forzándola. Cuando una mujer ya ha consentido en abrir sus piernas, en el momento de abrirlas ya no le importa quién la penetra.

Como todos los hombres, he conocido la innata desconfianza masculina frente a ta mujer, Mi segunda esposa, como descubrí después del divorcio, me era infiel; no deliberadamente ni por un gran amor, sino por mero instinto y porque se le presentó la ocasión. La básica desconfianza masculina tiene una sola raíz y ahora yo comprendía la sabiduría que ella me halda proporcionado con su sangre: la diferencia esencial entre el cuerpo masculino y el femenino, es lo que me había sacrificado. El hombre es consciente, en lo más profundo de su ser, de que la mujer no necesita desear para abrirse a la penetración de un órgano masculino. Puede hacerlo por numerosas y extrañas razones, que van desde el dinero hasta la política o, sencillamente, para triunfar sobre otra mujer. El hombre sólo necesita lograr la etenión. Y aunque él haya sabido excitar a la mujer, sabe que en el momento de la penetracion cualquier pene duro puede sustituirse por otro, sin que para ella el cambio represente ninguna diferencia.

¿Ocurre lo mismo con los hombres? Quzás si, a veces para al gunos. Pero casi todos los hombres deben, como mínimo realizar una adaptación, hacerse una composición de lugar antes de meterla

¿Por qué pues —me preguntaba en mis solitarios pensamientos— las amamos? ¿Por qué no las poseemos, sencillamente, y dejamos que ahí concluya todo? afirmarlo como algo físico, al igual que los animales, ya que todos tenemos algo de animal ¿Cómo han logrado las mu jeres imponerle una responsabilidad al hombre en su necesidad de su cudirse las cenizas?

Simplemente porque el amor encierra su recompensa en sí mismo. La política, el dinero o las oportunidades pueden abrir una vagina, pero no pueden darle la calidez que da la ternura del amor. Sólo el amor logra esa cálida y romántica vaguedad que suaviza y (alienta la carne de la mujer hasta que el hombre se sumerge en su interior. En el momento en que nos aprestamos a follar por primera vez,cuando ella estaba sentada en mi sofá con bragas y sostén, se atrinchero rigidamente en su frialad y sintió la cosa como un simple arto animal. Se abrió en un acto bestial y su vagina estaba fría incluso cuando respondió a los persistentes golpes de mi herramienta.

Sólo más tarde respondió con su cuerpo, armo lo había hecho con la lengua al denrme «eres mi amor».

Era la mujer más compleja que halría conocido. Tuve que reprimir la tentación de preguntarle, de hurgar en su pasado, especialmente en cuanto lo que se refería a lo que había follado antes de conocerme. Nada de psicoanálisis, me reprendí. Acéptala tal y como es en este momento de su vida, en esta coincidencia que ha sido el encuentro entre tu vida y la suya. Ella es un ser completo. No intentes dividir las parcelas que ella ha reunido para ser la persona que es ahora.

Sabía muy poco de ella. Conocía la forma y el tacto de su sexo, cómo el pelo se le rizaba en su monte de Venus, cómo hacerla llegar al orgasmo. Conocía el sabor de sus labios y había paladeado las secreciones de su cuerpo. Pero nunca hablamos de los libros que leía, jar más discutimos ideas, actitudes, ni hablamos de filosofía o política, tal como normalmente se hace en el ambiente universitario. Quizá lo haríamos después, cuando nuestros cuerpos se conocieran minuciosamente.

Era extraño. Según mi experiencia, las personas cultas, como eran las de mi clase, empezaban con los libros y las ideas, las opiniones, la filosofía y la política. Sólo después se volcaban a la expresión física, a gozar. Las aficiones intelectuales servían de camino hacia el descubrimiento. Nosotros no habíamos utilizado ese camino y probablemente nunca lo haríamos.

En ese punto de mis reflexiones recibí una carta. Me la llevó al apartamento un simpático cartero. Me quedé con el sobre en la mano, la puerta sin cerrar, el cartero todavía silbando en el pasillo. Aunque no conocía su letra, ni había recibido nunca una carta de ella, y pese a que el sobre no llevaba remitente, supe de quién era. Era un sobre abultado y se trataba, obviamente, de una misiva extensa. La sopesé en la mano, sabiendo que no deseaba leerla.

Cerré la puerta y caminé hasta el centro de la habitación, con la vista fija en el sobre cerrado. Me dirigí al teléfono y llamé.

—No pienso leer tu carta. Actuaré como si nunca la hubieras escrito.

Dejo transcurrir un minuto antes de responder:

—Ya la has leído, ¿verdad?

—No —respondí—. Acaba de llegar y no la he abierto. ¿Quieres que te la devuelva o prefieres que la rompa?

—Quiero que la leas —respondió serenamente—. Si no, no la habría escrito.

—No.

—¿Por qué no quieres leerla?

—Porque sé de que se trata y estoy seguro de que estás equivocada.

—No puedes saberlo. No hasta que la leas, al menos. Tienes que admitirlo.

—Oye, ¿no creerás que estoy asustado?

—No creo que podamos seguir hablando mientras no hayas leído lo que digo en la carta. Hablarías sin conocimiento de causa.

—Ahora mismo puedo decirte de qué se trata. Yo también lo he pensado muchas veces.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Porque lo sé —respondí con dureza—. Estás tratando de ponerte al nivel culto, decente y todo lo demás. Nosotros no tenemos que hablar. Todo lo que necesitamos es follar. Los instrumentos de nuestra comunicación son mi polla y tu coño. Pero tienes razón, eso también me asusta. Estoy tan poco acostumbrado como tú. Pero así están las cosas y una carta no va a cambiar nada.

—¿Hablar por teléfono cambiará algo?

—Sólo llamé para decirte que no tengo la intención de leer tu carta. Me pareció que no era justo callarlo. Desde luego, no cambiará nada, porque no voy a leerla. Si la leyera tampoco cambiaría nada.

Colgué antes de que pudiera replicar. Me senté en la silla, mirando la carta que aún tenía en la mano. Sonó el teléfono. Sabía que era ella y no respondí. Sonó tres veces y quedó en silencio. Esperé. Comenzó a sonar otra vez, ahora durante largo tiempo, insistentemente, con esa persistencia que sólo un timbre telefónico puede lograr en una habitación vacía donde no hay nadie para responder. Dejó de sonar.

Después, por supuesto, tuve que leer la carta. No me detuve a pensar las razones para decirle que no lo haría, ni qué motivos tenía ahora para sentirme obligado a enterarme de su contenido. Abrí el sobre y saqué las páginas. Para mi sorpresa, la carta no era manuscrita sino que estaba cuidadosamente mecanografiada. Decía:

«Mi amor,

»Estoy sola y debo hablarte puesto que no puedo hacerlo cuando siento tu peso sobre mi carne y cuando Irving está duro y caliente en mi interior. Tampoco puedo hablar antes de que eso ocurra, ni después, porque todo lo anterior es anticipación y todo lo posterior recuerdo, y porque no existe momento en que mis palabras signifiquen algo. He ahí la razón de esta carta.

»Hemos follado dos veces. La primera no estuve bien, porque nunca estoy bien con nadie la primera vez, y menos contigo; sabía además que algo bueno podía ocurrir y pensé que sólo querías follarme, como lo hubieras hecho con la camarera que nos sirvió el desayuno o con alguna de tus alumnas que necesitara una buena calificación. Supongo que he follado tanto como cualquier mujer de mi edad y condición, pero nunca he sido indiferente al respecto. Ojalá pudiera hacerlo, pero no puedo. Claro que éste es mi problema.

»La segunda vez fue la circunstancia más extraña de mi vida. No soy capaz de explicarte la sensación que me provocó. Comencé intentando ser una puta eficiente que te la mamaría y se largaría con tus flamantes billetes en mi bolso. Pero Irving no lo consintió. Por más que lo intenté, no quiso correrse fuera del lugar donde debía hacerlo. Tampoco tú lo permitiste. Estuviste pasivo. Fue como hacerle el amor a otra mujer. Si yo hubiera sido al menos medio hombre y hubiese tenido pene, te habría tumbado boca abajo y te habría poseído como sólo un hombre puede serlo: por sodomía. Fue extrañamente satisfactorio, porque ese día me dejaste que te follara con una parte de mí que nunca nadie me había permitido utilizar: la que quiere tomar la iniciativa y dirigir la acción por el camino de sus propios deseos.

»Sé que no te gustó la forma en que me comporté ese día, porque el hombre necesita ser dominante. Pero tú no lo hiciste. Te dejaste follar mientras yo te follaba. Quizás exista una parte de ti que lo necesita, aunque nunca lo confesarías, lo mismo que hay un fragmento de mí que de vez en cuando necesita asumir el mando. Esa dos partes conectaron en virtud de las singulares circunstancias y produjeron una curiosa experiencia amorosa. Pero Irving seguía negándose a escurrirse en mi boca o bsyo mi mano y nos vimos obligados a follar de forma antiestética hasta poder llevar las cosas a su final natural. Pero eso tampoco lo estropeó, sino que nos devolvió a una razonable perspectiva macho-hembra.

»Esas dos sesiones son todo nuestro patrimonio. Lo suficiente para justificar esta carta. Quizá si mi período no se hubiese presentado en ese preciso momento, esta carta jamás habría sido escrita porque, si hubiera pasado más tiempo, habríamos alcanzado otras circunstancias y sentimientos.

»Pero lo he pensado y supongo que tú has hecho lo mismo. He recordado todo una y otra vez desde el principio, desde que nos detuvimos bajo el árbol lluvioso (sigo creyendo que llovía del árbol y no de las nubes) hasta esta tarde, cuando tomamos café. Y no sé cómo decir lo que quiero expresar, pero sé que debo decírtelo. Por momentos abrigué la esperanza de que lo dijeras tú, evitando tener que decirlo yo, como suelen hacer las mujeres. Pero una mujer no puede comportarse siempre como le corresponde, de modo que debo intentar, en este momento y sobre este trozo de papel, decir algo que no puede ser dicho con la palabra. Sé que tu comprenderás. Si no es así, también valdrá como respuesta.

»Tú eres mi amor. Pero hay alguien a quien amo mucho más. Alguien a quien jamás podrás reemplazar en mi afecto por mucho que lo intentes. Esto es algo terrible, porque sé que un día de éstos lo intentarás y quizá yo te lo permita y entonces habremos perdido algo que ya no podremos recuperar. A causa de este otro amor debo dejarte, no debo volver a verte y dejar que esos dos momentos tan satisfactorios e insatísfactorios queden solos como ejemplo de todo lo que pudimos haber conocido.

«Todavía no te he dicho quién es mi auténtico amor, pero creo que tienes derecho a saberlo. Te sentirás herido, pero debes saberlo. Te ruego me perdones por ser yo quien te lo diga, pero debo hacerlo, ya que mi amante permanecerá siempre mudo.

»Mi verdadero amor es Irving. ¿Lo habías adivinado?

¿No es raro? Pero es amor verdadero. Este sentimiento caliente y ansioso que me inunda cuando Irving me penetra, es amor. Amo su mata de pelos rojos, las encantadoras bolas que cuelgan, su sabor en mi boca, su contacto en mis manos y en mi coño. El tiene una pequeña boca redonda, pero no puede hablar. Aunque a mí me habla. Cuando me ve, se para y no se siente satisfecho hasta frotarse contra todos mis lugares tiernos y satisfacérmelos. Y cuando se mete y me penetra profundamente, lanza rayos de fuego y siento que voy a morir.

»Debes comprender que antes nunca sentí un amor semejante. Nunca en toda mi vida. Una polla siempre forma parte de un hombre, pero nunca ha significado una personalidad aparte y una pasión. Actúa por su cuenta, si me permites una expresión tan dura. Sé que es terriblemente egocéntrico, como lo son los hijos de puta, porque sólo busca su propia satisfacción y lo que menos le importa es la mía. Pero para lograr la suya necesita descubrir también la mía, y eso me basta. Puedo vivir con eso. Creo que en toda mujer existe una parte que ama a algún hijo de puta.

»Mi amor posee incluso un ardiente sentimiento de celos. Cuando imagino a Irving penetrando a otra mujer, me siento agonizar. Antes he sido celosa, pero nunca de ese modo. Lo veo en mi mente, hinchado, con sus venas azules, penetrando descuidadamente en ese recoveco extraño y... no puedo seguir pensándolo. No puedo.

»Lo siento, mi amor, pero así son las cosas. Y como son así, no volveremos a vernos. Naturalmente, tampoco veré a Irving, ya que tales son las reglas del juego. Pero así debe ser.

»Te preguntarás la razón. Esta es la parte difícil de explicar, aún más difícil que todo lo anterior.

»Un día de éstos insistirás en ocupar el lugar de Irving en mi corazón. Esto es inevitable dada nuestra seriedad, que acecha para traicionarnos. Un día de éstos dirás: «Amame por mí mismo». No quiero amarte así. Quiero amarte por Irving, no por ti.

»Mi amor, he amado mucho, muy sabiamente y muy bien. He amado a hombres demasiado jóvenes para que supieran cómo follar, y también a un hombre demasiado viejo, al menos al final, como para seguir haciéndolo. Ahora estáis Irving y tú, y ambos me folláis maravillosamente bien.

»Como cualquier mujer, siempre que abrí mi corazón abrí las piernas, y, a veces, aunque no a menudo, abrí las piernas sin saber por qué deseaba hacerlo ni por qué lo hacía. He follado cuando me importaba hacerlo y también cuando no me importaba. Incluso he follado simplemente para librarme de un hombre pesado, entregándole algo que me importaba bien poco, pues resultaba más fácil rendirme y no seguir resistiendo. Pero en esencia, como cualquier mujer, he follado cuando he amado o cuando he vislumbrado la posibilidad de amar. Esto es lo que me ocurre contigo.

»Pero no amor hacia ti. Amor hacia Irving. Amor físico hacia un ser físico (pensando ahora en Irving, siento que me mojo las braguitas porque lo deseo, ¡oh, cuánto lo deseo!)

»Así, cuando llegue el día en que me digas: «Amame por mí mismo», ¿cuál puede ser mi respuesta? No quiero amarte a ti. Me gustas, sí, y eres mi amor. Pero Irving es mi amante y nunca podrás ocupar su lugar.

»Sé que esto te hará daño. Pero no pudo evitarlo. No puedo permitir que camines a ciegas hacia un rechazo inmerecido. Porque mereces lo mejor de mí o de cualquier mujer. Eres un hombre bueno, comprensivo y apasionado, y también —aunque te haga sonreír esta expresión— un hombre gentil. En algún punto del camino te replegaste sobre tí mismo, pero en tu misma derrota has encontrado recursos que ni habías soñado existieran en tu interior. Por eso te admiro y eres mi amor, pero no puedo amarte como amo a Irving.

»No puedo permitir que llegue el momento en que intentes ocupar su lugar en mi corazón. He meditado durante toda la semana y sé que es la mejor solución. Sólo en virtud de lo que digo puedo soportar la idea de perder a mi Irving. Porque sé que está unido a tí y no puedo tenerlo sin tomarte a tí.

»Por favor, perdóname, mi amor. Debes hacerlo porque no puedo permitir que digas las palabras que algún día me dirás. Es decir, que no volveré a verte, no volveré a ver cómo Irving se empina para saludarme (¡otra vez!). Siempre guardaré en mi corazón las dos veces que gozamos juntos, por siempre jamás, porque esas dos veces constituyen todo nuestro patrimonio.

«Compréndeme. No te enfades ni te sientas tan herido o tan aliviado que no puedas comprenderme. Necesito tu comprensión.

»No sé como terminar, del mismo modo que no sabía cómo empezar. Pon tu mano sobre Irving y dile que le quiero. Sé que se agitará, y pensaré en Irving agitándose, y recordaré...»

La carta no llevaba firma, sólo una línea trazada al azar, como si hubiera querido decir algo más, pero no hubiera encontrado las palabras. Permanecí un rato sentado con la extraña carta en mi mano, sumamente turbado por su contenido, y centré mis pensamientos en la falta de firma. La había escrito con tanta sinceridad que quizá no la firmó por temor a que cayera en manos extrañas.

Bajé la vista y me miré. Irving tenía una erección por debajo de mis ropas, a causa de la lectura de la carta. Descorrí la cremallera y lo saqué. Alzó la cabeza hacia mí. «Hijo de puta —pensé—. Siempre he oído decir que una polla dura no tiene conciencia. Pero tú...». Lo cubrí con la mano, volví a acomodarlo en su lugar y cerré su jaula.

Supongo que como la mayoría de los hombres, nunca estuve satisfecho con mi instrumento. La importancia del tamaño y el grosor no es una idea femenina, sino masculina. Todos desean una verga más larga y más gruesa que la que tienen. Recuerdo un viejo chiste al respecto. El hombre dice: «Siempre he sostenido que no importa cuánto, sino cómo. Claro que no puedo decir otra cosa». Por otro lado, recuerdo a uno de los hombres más desdichados que he conocido, un amigo del servicio militar, que tenía un pene exageradamente enorme, tanto en longitud como en grosor. Era tan grande que cuando estaba erecto no podía penetrar a ninguna mujer. Incluso hubo prostitutas que le devolvieron el dinero al ver su erección. Siempre lastimaba a las mujeres, decía, tanto que no había forma de que ellas encontraran algún placer. Así, el pobre muchacho se decidió, gradualmente y de mala gana a buscar alivio con los homosexuales. Al menos, ellos disfrutaban y glorificaban su inmenso pene, ya que los homosexuales consideran como más hombre a aquel que tiene el órgano más grande, sensibles principalmente a su tamaño, no como las mujeres.

Comprendí que no deseaba pensar en el contenido de la carta. La entendía, pero no quería pensar en ella. Lo que decía era que uno de esos días, si seguíamos follando, le pediría que se casara conmigo. No quería verse obligada a decirme que no.

Yo no tenía la menor intención de casarme con ella. Ni siquiera me había pasado esa idea por la cabeza. Estaba seguro de ello. Después de la última vez, me había excluido a mí mismo de caer de nuevo en semejante eventualidad.

Por otra parte, ella tenía razón. Si nos casábamos, muchas cosas cambiarían. La esencia de nuestra relación estaba y estaría siempre en el acto sexual. El matrimonio significa eso, pero también muchas cosas más. Alrededor del acto básico de hacerse el amor, el matrimonio acrecienta y sustenta la sociedad establecida, la propiedad, los hijos (aunque no sería así en nuestro caso), los compromisos sociales..., muchas cosas más, todas buenas y admirables en sí, pero que tienen muy poco que ver con el frenesí sexual que unió en un principio a dos personas. A veces, ese hecho fundamental consigue soportar la carga de las superestructuras establecidas. Otras veces, no puede.

De algún modo, el matrimonio mata el amor. En su lugar se desarrolla otro tipo de sentimiento. Pero si uno parte de un amor ardiente e indomable, el amor que lo reemplaza en el matrimonio está destinado a ser más desvaído, menos pleno.

Sabía todo esto. Ella también. ¿Cómo podía convencerla, entonces, de que lo sabía y lo comprendía y que ella no debía temer que yo pretendiera ocupar el lugar de Irving en su vida?

Mientras reflexionaba, sonó el teléfono. Doblé la carta y la devolví al sobre, con movimientos deliberadamente lentos. Cuando terminé, me levanté y crucé la habitación para atender el teléfono. Lo descolgué.

—Ahora que has terminado de leer la carta... —dijo.

—No la he leído —interrumpí— y no pienso hacerlo.

—¡Oh!

Se produjo una breve pausa. Escuché su respiración, ansioso de tenerla en mi cuarto en vez de hablarle al otro lado del hilo del teléfono. Deseaba, ardientemente, poseerla en ese preciso instante.

Mi mentira lisa y descarada la había dejado fría, porque conociéndome me había dado exactamente el tiempo suficiente para leer la carta. Pero le mentí.

—¿Cuándo podrás volver a estar conmigo? ¿Todavía estás con la regla?

—No —respondió—. Pero debes leer mi carta.

—No puedes obligarme a leerla —respondí, sereno.

—Pero debes hacerlo.

—Estoy practicando la resistencia pasiva. Es algo maravilloso, ¿sabes? No tengo que hacer nada. Sencillamente, no leer la carta para que no quede registrada en el total de nuestra relación.

—Pero... ¿por qué no?

—Porque sé lo que dices en ella.

—Demuéstralo —dijo en tono desafiante.

—En esa carta dices que no quieres volver a verme.

No lo dije por haber leído la carta. Antes de abrirla sabía que ésa sería la esencia de su contenido formal. Ignoraba cuál sería la razón que aduciría: un amor más grande.

—Sí —dijo—. Es verdad. Pero si no lees la carta no lo comprenderás.

—En eso tienes razón. Si no vuelvo a follarte nunca más, no sabré por qué consideraste necesario abandonarme.

—Te has convertido en un entusiasta de esa palabra, ¿verdad? —preguntó, dejando que su voz trasluciera un matiz de desagrado por la tensión a que la sometía.

—Tú me la enseñaste. ¿Recuerdas? Dijiste que odiabas los eufemismos, que los considerabas más sucios que la expresión directa. Tenías razón. Follar es una palabra hermosa. Especialmente cuando pienso en hacerlo contigo. No hay ningún eufemismo que lo pueda describir.

—A mí también me gusta follarte —replicó, abandonando el intento de enfrentarse a mi serena certeza.

—Entonces, no es ése nuestro problema, ¿verdad? —inquirí—. Nuestro problema es cuándo.

—No pienso volver a follar contigo mientras no hayas leído la carta —afirmó.

—Pero cuando lea la carta será para descubrir que tienes la intención de no volver a hacerlo nunca. Es como jugar al ratón y al gato, ¿no es cierto?

—Podrá no ser justo, pero las cosas son así —insistió—. Y sólo pueden ser así en virtud de tu negativa...

—Por supuesto, puedes olvidarlo todo. ¿Qué importa que la comprenda y la acepte o no? A fin de cuentas, nunca volverás a verme.

—Pero eso sería comportarme como una zorra y yo no...

—Entonces asume tu papel y sé lo que debas ser.

—¡Debes leer la carta! —gritó, desesperada.

—No —respondí. Y a continuación le hice una jugada sucia.— Oye, me muero por follarte. Estoy aquí de pie con una tremenda erección. Ahora me bajo la cremallera de los pantalones y saco a Irving... ¡Por Dios, quiero follarte, por Dios!

Suspiró a través de la línea telefónica.

—Todavía no puedo. No trates de obligarme.

—Entonces tendré que masturbarme —dije cruelmente—. Todo lo que Irving necesita es el sonido de tu voz. Dile algo. Anímate, dile algo por teléfono.

—¡No! —gritó con la voz estrangulada.

Naturalmente, yo no estaba haciendo nada. Sólo actuar, con crueldad mental. Ni siquiera había sacado a Irving, pero sí que tenía una leve erección.

—¿Quieres...?

—Mañana por la noche. ¿Puedes esperar?

—Sí —respondí—, puedo esperar. Pero no pongo las manos en el fuego por Irving.

Esto también lo dije por crueldad.

—¿Leerás la carta?

—No.

—Quiero que la leas antes...

—No.

—De acuerdo —aceptó, desalentada—. Iré a verte mañana por la noche. Pero no te veré antes.

—Bien. De todos modos, me sienta mal tanto café. Pero siempre puedo follarte.

Colgué antes de que ella tuviera oportunidad de hacerlo. Sonreí, de pie en medio del cuarto vacío. Había manejado bien la situación, pensé. Aunque tuve que mentir. A veces es necesario mentir, sobre todo cuando ella es la mujer a quien amas.

Pero sabía que, tarde o temprano, tendría que aceptar la existencia de la carta. Ella la había escrito y se había convertido en parte de su historia; en consecuencia, yo debía leerla y asumirla también como parte de la mía. La pluma es más poderosa que la espada, reflexioné. ¿ Oíste eso, viejo Irving vieja espada? La pluma es más fuerte que el pene, pero se escribe parte de la historia con éste.

Entonces comprendí que me sentía eufórico sin ninguna razón concreta y me pregunté, serenamente, a qué se debía. Tal vez, pensé, sencillamente al hecho de haber dominado magistralmente toda la discusión, sobre todo teniendo en cuenta que me había rendido por completo a ella cuando nos acostamos juntos... Sí, me había rendido por completo a ella porque, en aquella ocasión, fue ella quien me folló a mí y no a la inversa; eso estaba claro.

Es bien sabido que una parte esencial del amor masculino consiste en la dominación, del mismo modo que una parte fundamental del amor femenino se basa en la sumisión. En algunas circunstancias invertimos los papeles, y decidí que mi euforia era debida a la recuperación de mi auténtico papel en la relación.

Aunque no eran más de las diez, me desnudé y me acosté. Siempre duermo en calzoncillos y no en pijama. Las sábanas frescas se deslizaron sobre mi cuerpo desnudo cuando me estiré para apagar la luz. Después me tendí de espaldas y contemplé la oscuridad del techo. Pensé en ella, por supuesto. Mañana por la noche entraría en la habitación, se desnudaría, estaría a mi lado, debajo de mí otra vez, como formando parte de mí mismo. Inesperadamente y a pesar de tan agradables pensamientos, pasé en seguida al sueño, con tanta facilidad como Irving mañana por la noche invadiría su vagina.

El viernes siempre era un día de gran actividad. Cumplí con todas mis tareas, sonreí, hablé, me mostré serio e instructivo, haciendo todas las cosas que un profesor universitario debe hacer, pero permanecía ajeno a todo porque ya me sentía anticipando las promesas de la noche. Fue entonces cuando comprendí que me había rendido por entero a su imperio. El tiempo que no pasaba con ella no contaba para mí, como si una luz interior se apagase mientras ella no estaba y no volviera a encenderse hasta encontrarnos juntos de nuevo. Como la luz de un refrigerador: si la puerta no se abre durante un año, permanece apagada, pero tan pronto como uno abre la puerta, la luz se enciende instantáneamente.

Me pregunté cómo era ella cuando no estaba conmigo. Ese día la vi a lo lejos cruzando el campus. Se dirigía a la biblioteca; no iba sola sino en medio de un grupo. No fue tanto verla como adivinarla, percibir la conformación singular de sus formas y movimientos impresionándose en mi cerebro como si yo fuera una pantalla de radar sintonizada con un solo barco.

Me detuve a contemplarla. Llevaba falda, jersey y zapatos de tacón bajo. Aun desde lejos admiré esas piernas preciosas que se movían como tijeras al caminar, ajenas a mi mirada. O quizás su radar también funcionaba y sabía que la estaba mirando. No llegó a volver la cabeza, sin embargo.

«Esta noche —pensé—, estarás desnuda en mis brazos. Apoyaré mi mano en la eminencia de tu pubis, tus caderas irán al encuentro de mi mano y tus piernas se abrirán. La cálida carne rosada me contemplará a través de la jungla de tu vello y observaré cómo cambia la forma de tu boca.»

Entonces se detuvo. Se detuvo, se volvió y miró en mi dirección. No creo que me viera, ya que estaba parcialmente oculto —no a pro— pósito— por un arbusto. Miró en esa dirección y continuó su camino. Mi amor, pensé. Mi amor. Después reanudé mi jornada y estuve trabajando hasta el momento de nuestro encuentro.

No vino hasta mucho después de lo que esperaba, de modo que cuando llamó a la puerta ya me estaba preguntando si había cambiado de idea. Ahora es el momento de cambiar de opinión si quieres hacerlo, le dije en silencio. Porque si atraviesas esa puerta sólo una vez más...

Me pareció que este último pensamiento era demasiado fuerte y cínico. Cuando Uamó a la puerta, mi corazón saltó como una trucha cuando se clava el anzuelo.

Abrí la puerta de un tirón. Allí estaba. La miré. Me miró. Entró en la habitación y vi que estaba bajo una fuerte tensión. La observé mientras se sentaba en la silla. No hice un solo movimiento para besarla. Ella tampoco.

—Ante todo pienso leerte mi carta —aseguró.

No respondí y me limité a sentarme. Rebuscó en su bolso y extrajo una copia de las páginas que me había enviado.

Tenía la garganta apretada cuando comenzó a leer y tuvo que aclararse la voz varias veces durante las primeras frases. Después su voz sonó fluida y clara, casi como si estuviera recitando. No obstante, leyó sin énfasis, como si fuese un contrato o una tesis. Escuché las palabras sin reacción aparente.

Terminó de leer y apoyó las manos sobre las rodillas, arrugando las hojas. Estaba tensa como un nudo, el rostro rígido e inexpresivo, los ojos brillantes a la luz de la lámpara. La lectura había representado un esfuerzo mayor de lo previsto.

No dije nada. Encendí un cigarrillo y exhalé el humo en dirección al espacio de aire que había entre ambos.

—¿Bien? —preguntó entonces, como si no pudiera soportar más el silencio.

Volví a exhalar el humo.

—Pero todavía no te lo he pedido —señalé.

Observé como su rostro se contraía bzyo el impacto de mis palabras. Había quebrado su defensa de desafío y reticencia. La transfiguración de su rostro fue seguida de inmediato por un reflujo de la tensión en su cuerpo, de modo que quedó encogida e indefensa.

«Ahora —pensé—, se levantará y saldrá del cuarto y nunca volveré a verla. Le dije unas cosas imperdonables. No se puede hablar así a una mujer.»

No se movió. Permaneció muy quieta, totalmente arrugada como un periódico del día anterior. No rompió el silencio. Mis palabras cayeron y fueron como si se arrojara una piedra sobre un remanso de aguas quietas.

Después de un instante, dijo:

—Es cierto. No me lo has pedido.

Su voz sonaba muy débil, como la de un niño. Entonces me levanté, me acerqué y le cogí las manos:

—Desnúdate. Ahora vamos a follar.

No resistió la fuerza de mis manos, pero sus piernas no la sostenían en equilibrio, de modo que al levantarse chocó contra mi cuerpo. La abracé, notando sus pechos contra el mío, y le cubrí las nalgas con las manos, apretándola aún más. La sostuve así durante un minuto, sintiendo la total falta de resistencia de su cuerpo, y supe que en ese instante podía hacer lo que quisiera con ella. Podría traer látigos y escorpiones, podría volverme y apartarme de ella para siempre: no habría protestado.

Acerqué una mano a su cadera y bajé la cremallera. Su falda, la misma que le había visto desde lejos, cayó a sus pies. Me volví parcialmente de costado y puse una mano entre sus piernas, presionándole el monte cubierto por las bragas, recordando su forma y estructura mientras frotaba hacia arriba y hacia abajo. Apoyé un dedo en el pliegue central. Se estremeció profundamente y sus manos se aferraron a mí.

—No quiero que me folies —dijo con voz débil.

No respondí. Llevé ambas manos al borde del jersey y tiré hacia arriba. Sus brazos siguieron el movimiento sin resistencia y le saqué el jersey por encima de la cabeza, despeinándola. Estaba frente a mí con combinación, bragas, sostén, medias y zapatos, los mismos zapatos planos que le vi por la tarde.

Me incliné y le quité la combinación por la cabeza. La dejé en el suelo. Desabroché el sostén y lo deslicé por sus brazos. Apoyé una mano en su pecho, pellizcándole un pezón entre el pulgar y el índice. Volvió a estremecerse, como cuando la había tocado antes.

La miré a la cara. Tenía los ojos cerrados.

—No quiero follarte —repitió con la misma voz.

Me arrodillé delante de ella, le bajé las bragas hasta los tobillos y apoyé la boca en la curva de su vientre. Saboreé su carne salada mientras bajaba la lengua. En esta posición no podía alcanzar su clítoris, pero sosteniéndole las nalgas con los brazos apoyé la lengua contra el surco que separaba el vientre de la pelvis. Aunque permanecía rígida, se mostró dócil.

—Vamos —dije.

Obediente, se quitó los zapatos y las medias sin bajar siquiera la cabeza para hacerlo. Se dirigió a la cama. Permaneció de pie a un lado, hasta que le dije:

—Tiéndete.

Con la misma obediencia, se echó sobre la cama.

Sin apartar los ojos de su cuerpo me desnudé rápidamente. Me planté con mi erección exactamente sobre su rostro, esperando que se excitara y participara, que se lo llevara a la boca, que lo acariciara y lo amara. Pero sufrí una decepción. Siguió tendida, sin moverse. Tenía los ojos totalmente abiertos, observando como Irving se erguía ante su rostro.

Hasta ahora todo había ido bien. Yo necesitaba ese dominio, como ella necesitaba la sumisión. Pero ahora quería que se excitara y uniera sus deseos a los míos. No lo hizo.

Bruscamente, entonces, le separé las piernas con la mano, rozando la parte interior de sus muslos sin tocar el cálido nido de su sexo. Siguió sumisa y doblé cuidadosamente sus rodillas en la posición que deseaba. Ella las mantuvo así después que aparté la mano.

Me arrodillé a su lado, sobre la cama. Algo en mi interior había decidido que no volvería a tocarla salvo mediante la penetración. Me esperó con los brazos formando un círculo alrededor de su cabeza, las rodillas dobladas y levantadas, los ojos fijos en el techo.

Penetré con fuerza y duramente y sentí el jadeo de todo su cuerpo mientras gemía bajo mi impulso. La poseí salvajemente, haciendo entrar y salir mi pene sin molestarme en prepararla, sin caricias. Quería ser rudo e implacable, excitarla y sacarla de la laxitud contra su voluntad, volviéndola sensible a mi excitación.

Me negó esa respuesta. No se resistió, aunque por cierto estaba mejor lubricada que las veces anteriores. Ello indicaba algo, pero su cuerpo permaneció tendido bajo el mío sin reaccionar. Sus brazos no se movieron para abrazarme y vi que no tenía los pezones erectos.

Esto me enfureció. Pasé ambas manos bajo sus caderas, levantándola hacia mí. Yo estaba agachado sobre ella como una rana, metiéndole a su amado Irving tan despiadadamente como era posible con mi empuje de hombre maduro.

Los sonidos de nuestra respiración se oían con fuerza en el apartamento. Deslicé una de las manos más lejos aún bajo su cuerpo, en busca del ano. Estaba apretado cuando lo presioné con mi dedo medio.

Debí herirla con la uña porque se movió, tratando de escapar. Presioné aún más fuerte y la fuerza de mi dedo rompió el sello exterior del esfínter y penetré. Me pareció una vagina pequeña e inviolada, cálida, de textura sensual. Ahora se retorcía: había logrado quebrar su pasividad.

Mientras la follaba le palpé el ano, sintiéndolo suave y cálido bajo mis movimientos, aunque ella seguía revolviéndose y tratando de apartarse. Y, cosa rara, esto dio vida a su vagina, pues empezó a restregarse contra mi cuerpo. Por un instante creí que ella iba a tener un orgasmo involuntario, pero no lo alcanzó hasta que quité mi dedo del ano para manipular su clítoris, mientras seguía trabajando su vagina con el vaivén de mi pene.

Bajó los brazos y se aferró a mí mientras gritaba al alcanzar el climax. Su vagina palpitaba ahora alrededor de Irving y tuve que disminuir la velocidad para no correrme a mi vez. Todavía no tenía intención de acabar.

La había doblegado plenamente y cuando acabó, con jadeante agitación, me sonrió con timidez.

—¿Qué hacías ahí atrás? —preguntó.

—¿Te gustó?

—No. Nadie lo tocó nunca...

—A tu cuerpo le gustó. Pensé que te correrías sin ninguna ayuda, mientras tenía mi dedo allí.

—No me gustó —repitió.

Todavía seguía dentro de ella y cada tantos segundos me movía suavemente, empujando lo suficiente para recordarle la presencia de Irving. Tenía sus brazos a mi alrededor, nuestras caras estaban muy próximas y por primera vez la besé.

—Me encanta follarte —dije.

—Sí. Lo hacemos bien, ¿verdad? Aunque todavía no me lo hayas pedido —añadió con una sombra de amargura en su voz.

Observé su rostro durante un momento. Después me aparté de ella y me tendí de costado, apoyando una mano en su cadera y tironeándola suavemente.

—Date la vuelta —dije.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió, con cierta alarma.

—Voy a follarte del otro lado.

Rió.

—No soy muy buena para hacerlo a lo perro. Mi constitución no es la adecuada.

—Date vuelta. Te la voy a meter por el culo.

Sentí tenso todo su cuerpo.

—Nunca lo he hecho y no creo que me guste.

—Entonces te lo desvirgaré —dije—. Hace años que no he tenido esa oportunidad.

—No quiero hacerlo. Ni siquiera me gustó lo que hiciste hace un momento.

Yo ya sabía que no quería. Por eso lo hacía. Quería comprobar su total sumisión a mis deseos. Yo tampoco lo había hecho nunca con nadie. Ahora quería saber cómo era. Pero, fundamentalmente, tuve que confesármelo a mí mismo aunque jamás se lo diría a ella, deseaba hacerlo precisamente porque ella no quería. Me sentía un poco cruel, aunque por el momento no quise analizarlo.

—A tu cuerpo le gustó. Esto le gustará aún más, una vez que... Date la vuelta.

—No creo...

—¿Se lo negarías a Irving? Fijate la erección que tiene sólo de pensarlo.

Cogí una de sus manos y la apoyé sobre Irving. Jugué con su clítoris y seguí haciéndolo incluso mientras la empujaba hacia mí, tendida boca abajo. Sabía que estaba sumamente excitada después del primer orgasmo. Lo sabía por el tacto de mi mano, por su tacto sobre mi palpitante polla.

—Me dolerá —dijo.

—Sólo un minuto. Lo haré suavemente.

Interrumpió su débil sometimiento.

—¿Por qué quieres hacerlo?

—Jamás se lo he hecho así a una mujer. No nos hemos de reprimir. Debemos hacer todo lo que nos sea posible.

Lentamente, resistiéndose, me permitió que volviera a colocarla boca abajo. Apoyé una mano en el surco de sus nalgas y sentí la pulposa masa de su ano. Estaba apretado.

—¿Te pararás si...?

—Sí. No quiero hacerte daño.

Me eché sobre ella, sintiendo la firme suavidad curva de sus nalgas formando un nido a mis caderas. Irving estaba totalmente erecto. La besé en los hombros y me gustó la tierna sensación de su espalda contra mi cuerpo. Le pasé una mano por debajo y cogí uno de sus pechos. Tenía la parte superior del cuerpo apoyada en los antebrazos, el pelo cayendo a los costados de su cara. Volví a besarla entre los hombros cuando guié a Irving.

Su esfínter estaba duro, tenso. Empujé suavemente y después más fuerte mientras ella gemía y hacía esfuerzos por apartarse. Irving se introdujo a través de las defensas exteriores, sintió la calidez más profunda y penetró, decidido.

Ella gritó, tratando de apartarse frenéticamente. La sujeté con ambas manos, impidiendo su huida.

—No —dijo—. No puedo. No. No puedo. Me haces daño —añadió, mientras su voz se congelaba en un gemido estre— mecedor.

—Todo está bien ahora —le dije—. Está bien.

A pesar de su frenética escapada, Irving seguía profundamente clavado allí. Era algo distinto, excitante, cálido y resbaladizo, aunque mucho más apretado. Ella jadeaba intensamente, temblando. Esperé a que su resistencia disminuyera. Pero no fue así.

—Por favor, basta. Por favor. Me haces daño.

No era yo, sino el amado Irving quien empujó incluso cuando ella lo sintió llegar y trató de escapar una vez más. Volvió a gritar y vi con claridad que todo su cuerpo estaba cubierto de gotas de sudor. No permití que su dolor y su negativa me detuvieran. Empujé no tan vigorosamente como en la vagina, pero metiéndoselo hasta el último límite y lo dejé allí, apretándola contra mí. Fue grandioso.

La sujeté así, impidiéndole escapar a mi semiviolación, hasta que se quebró, dejando caer la cabeza, sollozando de ira y dolor, temblando por la violación. Cuando lo hizo su cavidad anal se suavizó, se ensanchó y dio a Irving la bienvenida en su sagrado recinto. Lo hice suavemente, con cariño, poniendo finalmente una mano bajo sus piernas y acariciándole el clítoris al mismo tiempo.

Su cuerpo se había entregado por entero a mi insospechada urgencia. Pero a ella no le gustaba. Seguía transpirando, se estremeció incluso cuando aceptó que continuara y, en su pasión, derramó amargas lágrimas.

Pensaba alcanzar así el orgasmo, pero después de un rato me pregunté cómo estaría su vagina, después de esta entrega que no había hecho antes. De modo que detuve mis movimientos, salí de su ano, le di la vuelta y penetré en su sexo sin siquiera hacer una pausa.

Estaba caliente, hirviente, de modo que Irving comenzó de inmediato a esforzarse por alcanzar el paroxismo. Miré tiernamente su rostro manchado por las lágrimas mientras lograba rápidamente el climax, eyaculando en aquel hogar acogedor.

Permanecí tendido sobre ella, con la cara apoyada en la suavidad de su hombro para no verme obligado a mirar su rostro arrebatado. Estaba exhausta, pero sentí tiernos sus brazos y como su mano acariciaba mi cuello.

Estuvimos largo rato en silencio. De algún modo estaba avergonzado de mí mismo, pero también gratificado. Había usado de ella en la forma en que no deseaba ser usada, pero le había gustado. A su cuerpo maravilloso le había gustado.

—No creo que se convierta en costumbre —dijo por último.

—No fue tan malo como creías. Has notado que te gustó.

Se estremeció.

—Duele. Me dolió mucho...

—Eso es por que luchaste conmigo. En cambio, cuando te relajaste...

—No podía, de verdad. No podía resistirla toda dentro de mí —con la mano me acariciaba el cuello—. ¿Fue tan bueno como tú esperabas?

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