Ella

Ella


Uno

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Uno

La encontré una noche lluviosa, bajo los árboles, y fue ése el momento en que la besé por primera vez. Caminábamos juntos bajo el paraguas y la tensa tela nos protegía de la lluvia como si fuera una casa. Me llevaba del brazo, unidos en nuestra estrecha intimidad. Un coche nos salpicó al atravesar la calle mojada y después quedamos solos. No era tarde, pero la lluvia había hecho correr a refugiarse en sus casas a todas las personas sensatas.

Mis zapatos y mis pantalones, por debajo del impermeable, estaban mojados. El dobladillo del pantalón golpeaba en mis tobillos. No me incomodaba la humedad, pero me afectaba la cálida proximidad de ella.

Llevaba un impermeable de plástico con motivos florales, muy alegre, una prenda que no parecía de plástico ni impermeable. Sabía que el calor de su cuerpo estaba dentro de la prenda, lo mismo que el mío, y el único contacto que tenía con ella era la calidez de su mano sobre mi brazo. Pero tampoco lo sentía, salvo por el peso, en virtud de mi propia impermeabilidad plástica.

Cuando el coche hubo desaparecido me detuve en la acera. Ella también lo hizo, mirándome inquisitivamente. Un reverbero lejano me permitió distinguir el brillo húmedo de su rostro.

La abracé y la besé. Me respondió al beso alzando la cara y poniendo sus manos en mi espalda. Entreabrió los labios, respondiendo con tierna calidez a mi beso. Era la primera vez que la tocaba.

Sostuve el beso hasta que sentí que ella empezó a separarse. Habíamos bebido cerveza y saboreé el gusto amargo de su boca. Sabía que ella sentiría el mismo gusto en la mía. La cerveza agria siempre me recuerda el sexo después de una fiesta nocturna en la que has bebido mucho y hablado demasiado y no queda tiempo suficiente para hacer el amor. Pero entonces es cuando parece que notas más intensamente el sexo juvenil, después que uno ha hecho todo lo demás.

Le miré a la cara. Estaba muy cerca. Bajo el débil destello lejano se veía en ella una expresión melancólica, abrillantada por el reflejo de los charcos.

—Quiero ir a la cama contigo —dije.

No tenía la intención de decir exactamente eso. No estaba seguro de querer decirlo. Igual que ella, yo ya había perdido dos veces. No deseaba enredarme en nada serio, empezar otra vez una nueva historia. Acostarme con ella sería serio. Eso era una cosa que ya sabía.

Su rostro no se inmutó por las palabras que le dije. Si hubo algo, fue una mueca que aumentó su expresión melancólica. Ella no me miraba a los ojos, sino a la boca.

—Detesto los eufemismos —dijo—, no me digas que quieres ir conmigo a la cama. Di que quieres follarme.

La palabra prohibida en labios de esta mujer, a quien aún no conocía muy bien, me hizo estremecer involuntariamente. También me chocó un poco, debo admitirlo. Todos los eufemismos están destinados, precisamente, a mantener esas palabras fuertes y concretas al margen del lengu‹ye del amor. La parte interesada que habla y la parte interesada que escucha saben de qué se trata, aunque nunca lo mencionen, al menos con la rudeza de los imperativos anglosajones.

—¿Quieres pasar un buen rato? —le pregunté.

Su expresión cambió y noté que ella daba un paso atrás, aunque no moviese un solo músculo de su cuerpo.

—Te he dicho —insistió— que detesto los eufemismos. Me parecen mucho... más repugnantes... que las palabras reales y auténticas —su sonrisa vaciló— ¿Conoces las palabras reales, las palabras verdaderas?

—Muy bien —dije—. Quiero follarte.

Mis manos atraían su cuerpo hacia el mío y mi mente me informaba que puesto que ella estaba dispuesta a hablar así, a este nivel, ya había consentido. Sentí que la excitación comenzaba a agitarme. Pero una fracción de mí mismo, la parte que nunca olvidaba que a los cuarenta y dos años ya había fracasado dos veces, todavía abrigaba la esperanza de que ella se negara al fin y pudiera acompañarla a su casa y olvidarlo todo en un par de días, después de que mi ego, herido por el rechazo, se hubiera repuesto.

—¿Quieres follar simplemente o lo que deseas es follar conmigo? —dijo—. No negarás que hay una diferencia.

—¿A ti qué te parece? —dije devolviéndole la pregunta mientras mis manos seguían apretando su cuerpo, que no oponía resistencia, contra el mío.

Frunció el ceño.

—No me gusta decidir de esta manera

—¿Qué quiere decir eso de «decidir de esta manera»?

Apoyó su mano izquierda sobre mi brazo. Sentí la presión de su mano a través del plástico, pero no su calor.

—A esta hora de la noche, bajo la lluvia, después de demasiada cerveza... Y sólo después de que me hayas besado por primera vez.

—Me parece que estás hecha un lío —dije.

Pasó otro coche. Ella estaba frente a la calzada y esperó a que el coche terminara de pasar. El conductor volvió la cabeza y contempló a las dos figuras húmedas, de pie bajo los árboles. El agua caía de las ramas sobre nosotros, con gruesos goterones.

—Déjame pensarlo —dijo.

—Si vamos a dormir juntos..., si vamos a follar..., debe ser ahora mismo —dije—. Mi casa está a solo una manzana de aquí.

No sacudió la cabeza ni volvió la cara.

—No quiero hacerlo de esa manera.

-Dijiste que no te gustan los eufemismos. ¿Qué tiene de malo un simple no? Ya sabes que nadie nos obliga a hacerlo. No existe ninguna ley en el mundo que diga que debemos meternos juntos en la cama. Simplemente me pareció una buena idea.

—No te digo que no —aclaró ella—. Es que... necesito pensarlo.

—De acuerdo —respondí—. Piénsalo. No soy ningún violador. Ya comprendo que, remojados como estamos, tal vez sería más práctico pensar en otra cosa.

Ella sonrió débilmente.

—No será aquí ni ahora. Esta noche, en casa, me lo pensaré.

—¿Me enviarás una carta?

Algo dentro de mí me impulsaba a tratar de molestarla. En primer lugar, no había sido mi intención tocar el tema. Ahora que la cosa era irremediable, sólo deseaba escurrir el bulto. «No te necesito —me dije para mis adentros—. Al menos no más de lo que tú me necesitas a mí. No es más que una comezón, eso es todo, y ambos sabemos qué es lo que nos pica, ¿verdad?»

—¿He herido tus sentimientos? —me preguntó, muy seria.

—No tengo dieciséis años. Me han rechazado algunas veces, aunque no tantas, si he de ser sincero.

—¿Realmente quieres follarme? —insistió y esta vez me miraba a los ojos y no a la boca.

—Sí —dije, sintiendo que la respiración me abrasaba la garganta.

—¿Cuándo lo decidiste?

—No lo decidí —respondí—. En realidad no lo había pensado hasta que te besé hace unos minutos. Entonces se me ocurrió.

Asintió, como si mi respuesta coincidiera con algún pensamiento que rondara su mente. Luego, rió roncamente.

—Tienes cuarenta y dos años, lo mismo que yo. No te había dicho antes mi edad ¿verdad? Y aquí estamos, parados en la calle, bajo la lluvia, como un par de chiquillos calientes, empalmados.

Sus palabras me afectaron desde diversos puntos de vista. Esas expresiones... «calientes» y «empalmados»... Pero la sorpresa mayor fue la revelación de su edad. No había pensado

en ello, no más que lo que cualquier otro habría hecho. Me imaginaba que andaría por la treintena. ¿Pero mi misma edad...? ¡Pensar que había nacido el mismo año que yo! Tuve la fugaz impresión de que habíamos compartido algunos momentos de la vida. El último año de instituto, la licenciatura en la universidad... Me pregunté si se habría casado el mismo año que yo.

—Jamás lo hubiera creído —afirmé—. Como mucho te habría echado treinta y cinco.

—No seas tan amable —me dijo distraídamente—. Estamos hablando en serio.

—La charla es batante pueril. Quiero decir, estar aquí de pie bajo la lluvia. Vamos. Vivo aquí cerca...

—No —dijo.

Me detuve un instante y la miré.

—¿Es ése el no que estabas buscando? —pregunté suavemente.

—Oye —dijo ella—, nunca hemos desayunado juntos, ¿verdad?

—No —respondí.

—Estas cosas deben decidirse durante el desayuno. No por la noche con tanta cerveza y besos...

—Un beso —dije— No creo que te haya subyugado.

—Encontrémonos para desayunar —sugirió ella— Entonces lo sabré.

Comprendí que era una argucia diplomática y, en realidad, me alegré. Como ya me había dicho a mí mismo, no la necesitaba. Y, por supuesto, ella no me necesitaba a mí.

—¿Y si no apareces?

Ella se encogió de hombros.

—Entonces significará que no.

-Un eufemismo para decir no —afirmé— ¿Quieres que me quede toda la noche despierto, pensando si me quiere, o si no me quiere?

Se rió brevemente.

-Creo que dormirás.

¿Y tú?

—Vb también. Pero por la mañana lo sabré, durante el de sayuno.

—¿Si vienes significará que...?

Por alguna razón deseaba ponerla entre la espada y la pared, como si discutiéramos un contrato.

Su mirada se paseó por mi cara.

—Significará que sí, que yo también quiero follarte —respondió.

Lo que dijo volvió a ponerme caliente. La abracé otra vez, la estreché con más fuerza y la besé.

—Oye, los dos tenemos cuarenta y dos años —dije—. No debemos hacerlo así. Nosotros...

Me besó tiernamente, pero en seguida me apartó.

—Por eso debemos hacerlo así —dijo escuetamente— ¿No te das cuenta?

Entonces renuncié y me sentí satisfecho al hacerlo.

—De acuerdo. ¿Dónde quieres que nos encontremos para desayunar?

—¿Dónde lo haces normalmente?

—Una manzana más allá —dije señalando la calle siguiente—. Pasaremos por la puerta.

—Pues quedamos allí.

—Si es que decides desayunar conmigo.

Se rió.

—Eso sí que es un auténtico eufemismo.

La acompañé hasta su casa y sentí deseos de darle un beso de despedida, pero me contuve. Pensé que ella esperaría que hiciese un último intento para entrar con ella, y por eso mismo no lo hice. Ya me estaba sintiendo perverso con toda la cuestión. Para ser una mujer a quien no le gustaban los eufemismos, bien se aseguraba de que las cosas le resultaran fáciles... al menos mientras no estaba interesada. Sabía que ella también había sido derrotada dos veces; me lo había contado un día hablando de sí misma.

Caminé hasta mi casa bajo la incesante lluvia y dormí bien, sin pensar ni intentar anticiparme a nada.

Me desperté temprano. El cielo era gris y seguía lloviendo.

«Bueno —pensé—, ésta es la excusa que ella necesitaba». Pese a todo, me vestí y salí bajo el aguacero, chapoteando, hacia el café donde debíamos encontrarnos. Pero no esperé a que apareciera para pedir dos huevos fritos con tostadas y café. Tampoco miré ansioso ni de ningún otro modo hacia la puerta.

Nos habíamos conocido dos semanas antes. Era el comienzo del nuevo semestre escolar y yo cumplía mis obligaciones sentado ante un escritorio de madera del instituto, respondiendo a preguntas estúpidas de los estudiantes sobre la forma en que podían cumplir con los requisitos de la asignatura sin que ello les robara demasiado tiempo a sus otras materias.

- Hola, ¿ te acuerdas de mí? —dijo una voz.

Levanté la vista y vi un rostro vagamente familiar.

- Tal vez —respondí—. ¿ Quién eres?

Me lo dijo y recordé su nombre confusamente, de mis días de estudiante. Tuvimos algún trato, pero nunca habíamos salido juntos, o al menos yo no lo recordaba. Sin embargo, teníamos muchos conocidos en común.

- ¿ Cuándo has vuelto? —me preguntó.

- Hace un par de años. ¿Y tú?

- Acabo de llegar —sonrió— Descubrí que la gran frustración de mi vida era la falta de un título universitario, de modo que he venido a buscarlo.

Siguió su camino y yo continué atendiendo a los estudiantes que esperaban. Más tarde, mientras estaba sentado en el bar tomando una taza de café, como de costumbre a solas, eüa entró. Al verme, se acercó a la mesa y se sentó a mi lado.

Era como si hubiera estado esperándola. Durante los dos años que llevaba dedicado a la enseñanza había permanecido solitario: dando vueltas por el campus, bebiendo café, leyendo por las noches. Todo cuanto hacía permanecía abrigado en la seguridad de una vida que se parecía mucho a la de mis tiempos de estudiante en aquel mismo lugar, pero que apenas la rozaba por lo mucho que había vivido desde entonces.

Con esta acción de sentarse en mi mesa con su taza de café, ella rompió el aislamiento en que estaba sumido. Hablamos de las personas que ambos conocíamos. Todas ellas —al menos las que conocíamos— estaban cómodamente instaladas en el matrimonio, el trabajo y los hijos.

Ella rió con cierta tristeza.

- Tú y yo somos los desechos de nuestra generación universitaria. Descalzos por la playa, solitarios y perdidos, mientras ellos...

- Los desechos no —afirmé solemnemente—, quizás la escoria, pero nunca los desechos.

- ¿ Cuál es la diferencia? —dijo riendo, antes de añadir—: Nunca lo he sabido. —Luego se levantó y preguntó—: ¿ Te veré mañana?

Alcé la vista y asentí.

No tenía mucho dinero; mis ingresos disminuyeron bastante cuando dejé mi anterior trabajo para dedicarme a la enseñanza en la misma universidad donde había estudiado y, aunque lo intenté, no conseguí que los tribunales me redujeran el pago de manutención para mi segunda esposa y los dos niños. Pensaba vagamente que la tranquilidad y el aislamiento de una vida (icadémica renovada me permitiría empezar a escribir. Siempre había deseado escribir y me parecía que, contando con el tiempo y las facilidades de mi nuevo trabajo, podría ser tan buen escritor como cualquiera.

He estado dedicado a mis lecciones durante dos años y al fin he comprendido que jamás escribiré una sola línea. De modo que no podía considerar esa actividad como una fuente de ingresos secundaria. Tenía lo suficiente para fumar y comer, para un traje nuevo por año y para el alquiler del pequeño apartamento donde vivo. Podía comprar algunos libros cuando los necesitaba. No necesitaba más para vivir.

Después de nuestro encuentro en secretaría y de compartir varios cafés, comenzamos a salir. Nada serio: grandes paseos junto al río y alguna que otra película, cuando exhibían una extranjera en la ciudad.

Supe, de esa forma espontánea en que los americanos nos conocemos, que ella se había casado después de terminar el primer ciclo universitario. El era oficial de la Marina y, durante cinco años, vivieron en diferentes lugares del Pacífico. Tenía un hijo, que ahora estaba en una escuela. Después de cinco años se divorciaron y ella volvió a casarse con un hombre mayor y con dinero. Esta vez el matrimonio duró diez años. Después del divorcio ella trabajó uno o dos años, hasta que se decidió a obtener su título superior en letras. Así era la mujer que se había detenido frente a mi escritorio para preguntarme: «Hola, ¿ te acuerdas de mí?».

Durante un cierto tiempo, después de mi segundo divorcio, no cambié de vida, continué con el mismo trabajo y lo único que hice fue mudarme aun de hotel en lugar de seguir viajando desde los suburbios. Tenía dinero suficiente para mis vodkas y mis martinis del almuerzo, y también para las costosas chicas de Nueva York, aun teniendo que pagar la pensión alimenticia. Estaba a punto de ser nombrado vicepresidente de la empresa cuando dejé sorprendido a todo el mundo, incluso a mí mismo, renunciando al trabajo para dedicarme a la enseñanza en la pequeña universidad donde de joven había estudiado.

Quizás buscaba algo que había perdido o que nunca había encontrado. Lo ignoro, nunca lo pensé demasiado. La vida en el cam— pus no era muy distinta a la que había vivido desde mi divorcio, aunque sin los vodkas ni los martinis ni las chicas que te pedían diez dólares cada vez que iban al lavabo.

Me sirvieron los huevos, las tostadas y el café. Empecé a comer. Sólo una vez, involuntariamente, miré hacia la calle. Quizás no fue involuntario sino premonitorio. La vi entrar con el paraguas y el impermeable de plástico floreado. Bajé la vista para que no supiera que estaba enterado de su llegada.

—Estaba a punto de no venir cuando vi que aún llovía —dijo.

La miré. Estaba encantadora, aunque quizás me lo pareció porque ahora sabía que pronto haríamos el amor.

—Me alegra que hayas venido —dije.

Se quitó el impermeable y lo colgó junto con el paraguas, en un perchero. Se sentó frente a mí. Llevaba un vestido de punto marrón intenso y muy sencillo, pero como marcaba las líneas de todo su cuerpo, ya no resultaba tan sencillo.

—No me esperaste —dijo mirando mi plato.

Sonreí.

—No suelo ser optimista.

—Creíste que no lo decía en serio. Lo de tener que pensarlo antes, quiero decir.

—Supuse que era una forma amable de decir que no.

—Tengo hambre —dijo—, estoy muerta de hambre —rió—, aunque por lo general no desayuno.

—Debes conservar tus energías.

Llamé a la camarera.

Mientras estudiaba la carta, la observé. Ahora exhibía una nueva belleza. Naturalmente, antes la consideraba atractiva. Pero ahora presentaba una cálida disponibilidad en todas las planicies y promontorios de su cuerpo. No obstante, cuando intenté imaginarme lo que sería llevarla desnuda a la cama, no lo logré, pese a estar seguro que iba a ocurrir esa misma mañana. Decidí que la mañana era un momento perfecto para hacer el amor. Y, para ser la primera vez, cualquier momento era bueno.

Recordé mis domingos por la mañana con Helen, mi primera esposa. El domingo por la mañana significaba un verdadero ritual, porque era el único día que podía quedarme en la cama. Estaba el sábado, por supuesto, pero siempre tenía tantas cosas que hacer que me levantaba tan temprano como de costumbre. En cambio, los domingos por la mañana nos quedábamos en la cama leyendo los diarios y haciendo el amor. Ella estaba siempre más tierna y cálida después de dormir toda la noche, y el amor era entonces más un acto de ternura que de pasión. Eramos tan jóvenes, además. A Marcia, mi segunda esposa, no le gustaba el amor matinal. Siempre quería hacerlo de noche, con las luces apagadas.

Resultaba ridículo permanecer sentado frente a esta nueva mujer y excitarme recordando a mis ex esposas. Quizás era una defensa contra el peligro indefinido de algo que pudiera comprometerme. Pero ya hace tiempo que he dejado de analizar mis sentimientos. El análisis sólo sirve para que uno se líe más, no para aclararse las ideas; ya había ido por ese camino y no tenía intención de emprenderlo de nuevo.

Para detener la infernal carrera de mis sentimientos y pensamientos, pregunté:

—¿Qué te hizo decidir?

Llegaron los huevos y se puso a comer.

—Anoche también quería —respondió—. Pero no me pareció que fuese la mejor manera de hacerlo. Eso es todo.

Paseé la vista por el viejo restaurante. Estaba lleno, principalmente de estudiantes. Estos tenían la vitalidad matinal de los muy jóvenes.

—¿Es así la manera de hacerlo?

Me miró.

—¿Estás incómodo? —preguntó a su vez.

—Un poco —confesé.

—Acábate los huevos —ordenó en tono maternal—. Después nos iremos.

Me molestan las mujeres que me tratan maternalmente. Ya tuve suficiente con Marcia. Se creía la madre de todo el mundo; era mucho más madre que esposa, antes incluso de que nacieran los chicos.

—No los quiero —dije, apartando el plato.

—Entonces tendrás que esperar a que coma yo —respondió tranquilamente mientras seguía comiendo.

Fumé un cigarrillo, observándola comer y sintiéndome algo ofendido por su apetito. No me parecía adecuado para el día y para lo que íbamos a vivir. Parecía demasiado material, haciéndome pensar en la comida dentro de su estómago, en el olor de su respiración cuando la besara y en los procesos digestivos que se desarrollarían mientras hiciéramos el amor. La perspectiva no me excitó y me pregunté cómo me había metido en aquello. Había permanecido célibe durante un año, descubriendo que era posible vivir de ese modo, aunque de vez en cuando pasaba malas noches si no podía dejar de pensar en las chicas jóvenes y sin experiencia que asistían a mis cursos. No vírgenes, sólo inexpertas.

Terminó de comer y encendió un cigarrillo.

—¿Quieres más café? —pregunté.

Ella asintió y llamé a la camarera. Llegó el café recién hecho y lo tomamos, fumando y sin hablar. No parecíamos tener ningún tema de conversación. La miré, preguntándome qué pensaba, qué sentía. No podía deducirlo por su expresión ni por su actitud.

Apagó el cigarrillo en el plato.

—¿Estás listo?

Asentí y nos levantamos simultáneamente para cumplir el ritual de ponernos los impermeables.

Teníamos dos paraguas, de modo que colgué el suyo de mi brazo, disponiéndome a abrir el mío, más grande, en cuanto saliéramos.

—Todavía llueve —observó al llegar a la puerta.

—No creo que deje de llover —dije—.

No tiene sentido esperar.

Me miró fugazmente y en seguida desvió la mirada.

—No, no tiene sentido esperar.

Desplegué mi paraguas y, muy juntos bajo su escasa protección, nos lanzamos a la calle. La lluvia nos cubría como un nuevo mundo, trayendo recuerdos de la noche anterior. Excepto la luz: la claridad opaca de un día lluvioso nos rodeaba. Deseando estar más cerca de ella, le puse una mano bajo el brazo. Ella apretó mi mano entre su cuerpo y su brazo, y por primera vez estuve seguro que haríamos el amor.

Estábamos cerca de mi apartamento. La lluvia caía ligera y vertical, golpeando contra las losas de la acera y empapán— donos pies y tobillos. Antes de llegar, tenía las vueltas del pantalón empapadas otra vez, como la noche anterior, golpeándome contra los tobillos.

Vivía en una antigua casa de ladrillos. En vez de subir por la escalera, la llevé hasta la entrada lateral. La mitad superior de la puerta estaba compuesta por pequeños paneles de cristal. Tras abrir la puerta, la hice entrar y la seguí. Sólo faltaba recorrer un estrecho pasillo y doblar a la izquierda. Abrí la puerta del apartamento y la seguí al interior.

Se detuvo después de dar un paso, para quitarse el impermeable y echar una mirada a su alrededor. El apartamento era pequeño y muy parecido a como estaba el día que me instalé.

Estaba compuesto por un único ambiente, un armario empotrado, un cuarto de baño y una cocinita. Tenía una cama que utilizaba como sofá y otra más estrecha donde dormía, instalada en un rincón. También había una librería, un escritorio, una silla y un par de lámparas. Las ventanas no tenían cortinas, sólo las persianas venecianas que ya estaban cuando llegué. No colgué cuadros en las paredes pintadas de verde pálido. Un típico piso de soltero, poco atractivo, falto de ideas y de cuidados. Una buena madriguera para un hombre que no quiere ver a nadie.

—No es mucho, pero es mío.

Ella sonrió.

—Le falta un toque femenino.

—Ninguna mujer va a tocarlo —atajé con burlona beligerancia, aunque, pensé, mis palabras estaban desprovistas de cualquier tipo de burla.

Levantó un pie y se quitó el zapato. Levantó el otro pie y repitió el mismo gesto, quedándose descalza sobre la vieja alfombra verde.

—Tengo los pies empapados —dijo.

«No estoy haciendo las cosas bien», pensé. Me acerqué a ella. La abracé, la apreté contra mí y la besé. Su boca conservaba un ligero sabor a desayuno.

—¡ Estaba seguro que no vendrías!

Pasó una mano por mi mejilla; la palma aún estaba húmeda de lluvia.

—Voy a cepillarme los dientes —dijo—. Detesto besar a la gente que acaba de comer, ¿y tú?

Se apartó y entró en el baño.

—Creo que no encontrarás cepillo de dientes.

—He traído el mío.

Me senté en la silla y oí cómo se cepillaba los dientes. Me quité los zapatos húmedos, el abrigo y la corbata, y cuando ella salió del baño me encontró en mangas de camisa y pantalones. Se acercó, se inclinó y me besó. Tenía la boca dulce y mentolada por el dentífrico.

—¿No es mejor así? —preguntó.

—De cualquier modo te habría besado —respondí, riendo.

Le puse una mano en la nuca para volver a apretar su boca contra mis labios. Esta vez fue un beso prolongado. La cogí por la cintura y la senté en mis rodillas. Apoyé una mano sobre la suavidad de su pecho, notando la humedad de la lluvia en su vestido. Sus labios se abrieron con calidez. Me apretó la nuca para besarme con más fuerza. Fuera, la lluvia caía persistente con monótono y cansino sonido. Bajo el abrazo, sentí como un gran nerviosismo empezaba a agitarme. Me pregunté si también ella sentiría lo mismo.

—¡Maldición! —dije.— ¡Esto es increíble!

Se acomodó mejor en mi regazo, sujetándome la cabeza con ambas manos. Me miró a los ojos. La suya era una mirada seria y escrutadora. Para distraerla levanté una mano y apoyé un dedo sobre sus labios.

—Vamos a quitarnos estas ropas húmedas y metámonos en la cama, que está seca —dije.

Se levantó con rapidez y cruzó la habitación. Apartó las persianas y se puso a contemplar el aguacero. Permanecí inmóvil, observándola durante un minuto. Luego me levanté para acercarme. Me detuve detrás de ella y con los brazos le rodeé la cintura. Ahora tenía una erección y apoyé el miembro contra su cadera.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

Guardó silencio durante largo rato y siguió mirando la lluvia. Después se volvió, tan repentinamente como se había apartado de mí.

—De acuerdo —dijo.

Comenzó a quitarse la ropa mientras se acercaba al sofá. Se quitó las prendas una a una, doblándolas y colocándolas sobre el respaldo del sofá. Me pareció que se tomaba demasiado tiempo, pero tal vez esa sensación se debía a mi impaciencia.

Dominándome, esperé observando sus movimientos con creciente expectación, pensando ya en lo hermoso que iba a ser hacer el amor con esta encantadora mujer que estaba en mi apartamento, esta mañana de un lluvioso sábado. Era casi tan alta como yo, alrededor de un metro setenta, lo que no es mucho para un hombre. Al menos daba esa impresión, pero cuando estaba junto a ella, uno se daba cuenta que no era tan alta como parecía.

Tenía el pelo negro, con algunos mechones canosos, pero yo sabía que no se los teñía, tal como hacen la mayoría de las mujeres de su edad. Sus ojos eran oscuros, aunque ignoraba aún los matices más sutiles de sus iris. Me gustó su cara la primera vez que la vi. No era bonita, pero en ciertos momentos y bajo determinadas luces, parecía hermosa. Su nariz era demasiado grande en comparación con el resto de su rostro, pero siempre me han gustado las narices grandes. Tenía las mejillas lisas y una boca sorprendentemente firme y armoniosa, con labios bien dibujados que se pintaba de una forma natural. Tenía dos profundos pliegues a cada lado de su boca, bajando desde la nariz, y otro pliegue, marcadamente pronunciado, vertical entre las cejas. Su piel parecía lozana, sin las minúsculas patas de gallo que suelen tener las mujeres maduras, y sólo mostraba esos tres profundos pliegues que ninguna aplicación de maquillaje seguramente podía ocultar.

Sus piernas eran espléndidas y tenía el tipo de caderas que me gustan, anchas como una guitarra, pero no gruesas. Me fijé en sus piernas cuando se quitó la falda y esperé que se volviera hacia mí.

No lo hizo. Con el sostén y las braguitas puestas, se sentó en el sofá. Con las piernas juntas, apoyó ambas manos en las rodillas y se inclinó hacia adelante, manteniendo los brazos rígidos y derechos. Permaneció, así mirando al suelo, inexpresiva.

La observé un instante con la esperanza que abandonara por sí misma aquella actitud. No se movió ni me miró. Comencé a quitarme la camisa y los pantalones, con deliberada lentitud. Me quedé en calzoncillos, tensos y abultados por mi erección. Después me senté a su lado. Apoyé la mano en su barbilla, tratando de volverle la cara para besarla. Se resistió y tuve que inclinarme para poner mi boca sobre la suya.

Sus labios estaban fríos y fláccidos. Había desaparecido todo su calor. Apreté mis labios contra los suyos y adelanté la lengua hasta que sentí sus dientes. Su boca no se abrió para permitirme seguir adelante.

Me aparté.

—No puedes dejarlo ahora —dije.

Permaneció quieta, sin cambiar de postura. Al cabo de un instante dijo:

—No, no sería justo, ¿verdad?

Pero no se movió. Me adelanté, le desabroché el sostén y pasé mis manos bajo la tela para tocar sus senos. Eran pequeños, con grandes pezones. Sin embargo, no estaban erectos, como yo esperaba. Me incliné para apoyar las labios en la curva de su hombro, junto al cuello. Allí su piel era suave y cálida, y la acaricié con los labios mientras con la mano tiraba suavemente de sus pezones hacia fuera.

Se estremeció al sentir el contacto y entonces movió los brazos, dejando caer el sostén. Pero su frialdad se mantenía. De pronto se incorporó con brusco movimiento, como hiciera antes. No me miró cuando cruzó la habitación y, con rápidos pasos, se quitó las bragas. Con la misma brusquedad se tumbó de nuevo en la estrecha cama.

Permaneció tendida, tensa, con las piernas juntas. Vislumbré el arqueado monte de vello negro y me encontré con una maravillosa sorpresa: tenía un vientre hermoso, levemente redondeado, con encantadoras curvas hacia las caderas. Un vientre hermoso es más raro aún que un buen par de piernas. Sus pequeños pechos no cayeron de lado bajo su propio peso sino que permanecieron redondos y firmes.

Me acerqué, arrodillándome junto a la cama porque no me había dejado sitio para acostarme a su lado. Apoyé una mano sobre los rizos de su vientre sin introducir el dedo, cogiendo sólo los labios por fuera y frotándoselos suavemente entre sí. Al mismo tiempo me incliné para acercar mi boca a su pezón, rozándolo con los dientes; noté que se erguía.

Permaneció un instante en silencio y después dijo:

—Métete dentro de mí. Follame.

Su voz sonaba tan remota como su cuerpo. No le presté atención sino que apreté aún más intensamente los labios de su sexo. Involuntariamente..., creo que involuntariamente..., sus piernas se abrieron ligeramente. Bajé la lengua y apreté su pezón con los dientes.

—Hazlo —dijo—. Házmelo ahora.

Me levanté y me quité los calzoncillos. Mientras lo hacía, ella volvió la cabeza y me miró. Su mirada revelaba confusión. Soy un hombre normal, de peso medio y estructura fuerte. No estoy circuncidado, pero el prepucio no llega a cubrirme el glande, de modo que mi aspecto es de lo más normal. Mi erección era de las que no tienen por qué esconderse. Había transcurrido un año...

Esperé algún gesto de aceptación, de bienvenida o invitación. No hizo nada. Mantuvo la expresión fría y remota, los labios apretados, en lugar de abrirse como lo había hecho fugazmente cuando la besé en la silla.

—Mira, no estás obligada a hacerlo si no lo deseas. Puedes cambiar de idea, si lo prefieres así.

Entonces sonrió.

—¿Ahora? Me matarías si me levantara y me vistiera —movió las piernas, casi con impaciencia—. Ven.

Observé los labios de la vagina cuando ella se movió. El tejido rosado se veía a través de la red formada por la mata de pelo. Era un monte juvenil todavía, sin la flaccidez y la opacidad de la edad madura. Quise apoyar la mano otra vez, con el dedo dentro, pero cambié de idea. Sólo la tocaría dentro con el pene. Que Irving se las apañase como pudiera.

Me tendí cuidadosamente sobre ella, sin penetrarla. Besé sus labios fríos. Mi pene erecto quedaba entre sus piernas, palpitante. No me ayudó, no intentó guiarme, de modo que la primera vez no acerté y el pene chocó dolorosamente contra la carne. Retrocedí y volví a empujar hacia adelante, lentamente.

Mientras lo hacía estudié su expresión. Esperaba encontrar algún calor, un cambio. Pero si alguno se produjo, fue un endurecimiento de su expresión. Permaneció inerte. Me sumergí profundamente, haciéndole sentir mi sólida erección encajada en su interior. No se inmutó, ni siquiera cuando co— meneé a moverme, muy suavemente, más como estremeciéndome que empujando.

Era extraño notarlo. Estaba lubricada, pero no caliente. Emanaba una sensación fría, como si acabara de lavarse la vagina con agua helada. Empujé más a fondo, aunque seguí moviéndome suavemente, esperando algún gesto de bienvenida. Hubo una especie de respuesta, no en ardor sino en movimientos, cuando se acomodó para apoyar los tobillos sobre mis pantorríllas, levantando las caderas para que pudiera penetrarla más profundamente.

Sentí que llegaba la eyaculación. No quería acabar tan rápido, de modo que traté de disminuir el ritmo. Pero no hubo disminución, porque empecé a sentir esos involuntarios espasmos que tan vulnerable le dejan a uno.

Acabé rápidamente, jadeando. Mientras lo hacía, sus brazos se aferraron a mi espalda y empujó una vez, con fuerza, recibiéndolo todo bien adentro. Me dejé caer sobre ella, respirando profundamente.

Permanecimos quietos un instante, con mi pene aún medio erecto en su interior. Sonrió, apoyando una mano sobre mi cara sudorosa. Después se apartó.

—Espera un minuto —le dije—. Esto no es más que el aperitivo. Llevo mucho tiempo sin hacerlo.

Me acarició la espalda y comencé a moverme otra vez. De inmediato empecé a agitarme con fuertes impulsos y, esta vez, cuando iba a gozar me ayudó, moviéndose al mismo ritmo que yo.

Aquella lluviosa mañana experimenté seis orgasmos. Nunca en mi vida había hecho nada semejante. Pero durante todo el tiempo ella permaneció fría, mojada pero fría, y cada vez que apreté mi boca contra la suya sentí sus labios cerrados. Ni una sola vez llegó a aproximarse al placer.

Después de la sexta vez supe que estaba acabado. Mi pene se hallaba totalmente fláccido, hasta tal punto que se replegó sobre sí mismo sin necesidad de ser replegado. Me acosté contra la pared y me alcé sobre un codo.

—No juzgues esto como anuncio y promesa para el futuro.

No me había ocurrido nunca en la vida. Ignoraba que tuviera estas capacidades ocultas, pero no sé si volverán a presentarse.

Me sentía cómodo y agradecido. Entonces me di cuenta de que estaba tendida como cuando se había acostado, con las piernas rígidas y estiradas, la mirada fija en el techo.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó.

—Están en el bolsillo.

Me incliné por encima de ella y alcancé los cigarrillos y las cerillas. Le puse uno en los labios y le di fuego. Aspiró el humo profundamente y lo exhaló en dirección al techo. Fumamos juntos y saboreé lo bueno del momento.

Más tarde noté que seguía rígida. Apoyé una mano sobre su carne suave, debajo del tórax, y sentí los músculos de su vientre tan tensos como si esperase un golpe.

Ni siquiera me miró cuando la toqué. «Eres bien rara», pensé.

—Debes ayudarme —dijo con voz tensa y baja.

—¿Cómo? —pregunté, perplejo.

—Que tienes que ayudarme.

Al principio no comprendí lo que quiso decir. Después, naturalmente, lo entendí. Pasé el cigarrillo a la otra mano y apoyé la derecha sobre su mata frondosa. El dedo medio buscó y encontró la abertura y le froté suavemente el clítoris. Ella tenía los dedos de los pies encogidos hacia abajo y los músculos de las piernas tan rígidos como cables. Froté hacia arriba y hacia abajo hasta que ella apoyó una de sus manos sobre la mía, iniciando el movimiento de rotación que deseaba.

Alzó el cuerpo hacia mi mano mientras yo aumentaba gradualmente la velocidad de rotación. Sentí el diminuto glande de su clítoris tan duro como un nudo. Se estiró y gimió al conseguir el climax.

Fue un orgasmo breve e intenso. Se relajó y volvió a poner su mano sobre la mía para detener el movimiento. Pareció hundirse en la cama por un instante y después se volvió para hablarme.

—Gracias —murmuró—. Ahora, abrázame. Abrázame.

Apreté mi cuerpo contra el suyo y ella se fundió en mis brazos. Permanecimos abrazados y me sorprendí al notar lo pequeña que era, acurrucada contra mí.

Durante un buen rato no dijimos nada ni nos movimos. La lluvia golpeteaba contra las ventanas, azotada por el viento. Alguien caminaba por el pasillo, dos personas, porque estaban hablando; las palabras llegaban imprecisas a través de las viejas y gruesas paredes. Estábamos replegados sobre nosotros mismos, encerrados en el acto de amor que acabábamos de realizar. La triste habitación que había sido mi hogar durante dos años ya no era la misma; a partir de entonces sería el lugar donde seis veces seguidas, un sábado lluvioso, había eyaculado dentro de ella. Cada eyaculación más breve y difícil que la anterior, pero al mismo tiempo mejor y más completa. Me había vaciado de mi soledad acumulada, aunque su respuesta no hubiese sido la adecuada.

Seguí abrazándola sin hablar y sintiendo la ternura de la satisfacción. Su piel era sedosa y estaba iluminada por el brillo de nuestros sudores confundidos. Deseé acariciarla con las manos, pero no me moví.

Ella tenía la cabeza apoyada en mi hombro y yo había pasado mi brazo izquierdo bajo su cuello. Su cuerpo estaba acurrucado contra el mío. En la habitación hacía demasiado calor para estar tan juntos sin el ardor de la pasión, y el brazo que tenía bajo su cuerpo comenzó a entumecerse por el peso que soportaba. Pero no me moví para ponerme más cómodo.

Me alegré, sin embargo, cuando por fin se sentó al borde de la cama. En un solo movimiento se levantó y comenzó a cruzar la habitación, hacia el cuarto de baño. Estudié su espalda desnuda a medida que se alejaba de mí. Tenía unas antiguas marcas de acné en las nalgas, pero ésa era su única imperfección. Aunque los años habían dado más anchura a su caderas, los músculos se conservaban firmes.

Seguí mirando hacia la puerta del baño en espera de su reaparición, mientras cambiaba la posición de mi brazo entumecido al estirarme para alcanzar los cigarrillos. Encendí uno y exhalé el humo hacia el techo. Bajé la vista para contemplarme, pensando en los seis orgasmos que había logrado. Me sentía orgulloso y apoyé mi mano sobre el pene, sintiendo la calidez de mi propio cuerpo, mucho más intensa en ese lugar que en cualquier otro. Estaba pegajoso por las secreciones de su vagina, pero no quería ir a lavarme. No me sentía sucio.

Salió del baño y extrajo un paquete de cigarrillos de su bolso, que estaba sobre el sofá. Encendió uno mientras se acercaba a la cama. Observé su curvas y su vientre encantador y extendí una mano para tocarle el estómago cuando se sentó al borde de la cama.

No se tendió, sino que permaneció sentada, mirándome.

—Me parece que no estuve muy bien —dijo—. Perdóname.

—Fue hermoso —respondí.

—No me engañes. Sé cuando estoy bien.

—No me he quejado, ¿verdad? —dije con una risa—. He tenido seis orgasmos.

—Por la ayuda que te he dado... Es lo mismo si te hubieras mas turbado.

—Yo no lo creo así.

No mentía aunque me dolía agudamente el recuerdo de su frialdad y la forma en que hube de satisfacerla, con la mano en vez de hacerla gozar conmigo. Pero me sentía satisfecho. La miré con ternura y gratitud.

—Pero, ¿qué te pasó?

Movió la cabeza e hizo una mueca.

—No tiene nada que ver contigo. Hiciste todo lo que se considera que un hombre debe hacer.

Seguí mirándola fijamente.

—Te sentaste en el sofá pensando «otra vez la misma historia», ¿no es así? Yeso te enfrió al instante.

Me miró sorprendida:

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Porque algunas veces a mí me ha pasado lo mismo.

Sonrió.

—No me di cuenta.

—No te culpo —dije—. Los dos hemos recorrido el mismo camino un par de veces. Hemos visto cosas que comenzaron bien y terminaron mal.

Asintió con expresión serena. Acercó el cigarrillo a los labios, inspiró y exhaló el humo.

—La próxima vez será mejor. Te lo prometo.

—¿Quieres que quedemos para otro día?

Ella movió la cabeza, negando:

—No. No, a menos que tú lo desees.

La cogí del brazo y la acosté. Se extendió sobre la estrecha cama con sus senos sobre mi pecho y el pelo negro rodeándome la cara mientras la besaba.

—No he tenido mujer durante un año —dije roncamente—. No he deseado a ninguna. A ninguna hasta que te vi.

Sonrió, con su cara muy cerca de la mía.

—Y no estabas seguro de desearme de veras. Al menos no tanto como para proponérmelo directamente.

—Ya te lo he explicado —respondí—. Tuve esa sensación de «otra vez la misma historia», varias veces. Pero ahora ambos sabemos lo que nos ocurre, ¿no? De modo que podemos hacer el amor sin herirnos mutuamente. No esperaré nada de ti y tú no esperarás nada de mí. De ese modo no será «otra vez la misma historia» para ninguno de los dos.

Mientras hablaba apoyó un dedo en la curva de mis labios y sentí el peso de su mano. Cuando dejé de hablar me besó exactamente en el lugar donde había apoyado su dedo. Tenía los labios suaves otra vez, y cálidos, aunque sólo me besó en la comisura de la boca.

—No lo llamaremos hacer el amor —dijo—, sino como suele llamarse. Yo también he estado mucho tiempo sola. Y la próxima vez será mejor —rió—. Aunque siempre he tenido dificultad con los orgasmos. Nunca los he alcanzado como quien dispara un cohete.

—Nos ocuparemos de eso. ¿Ahora estás bien?

—Sí. Ahora estoy bien.

-Te estoy haciendo una oferta temeraria —dije, riendo—. No tengo mucho en existencia. Todo vendido. Digamos que quedan algunos saldos procedentes de derribo.

Ella también rió. Después me encaminé hacia el baño. Cuando volví estaba cubierta por la sábana, contra la pared. Me deslicé a su lado y apoyé la cabeza en la curva de su cuello, acariciándola. Ronroneó satisfecha y pasó un brazo bajo mi cuerpo, acariciándome la cabeza con los dedos.

Permanecimos en silencio, mutuamente saciados pero gozando aún del contacto de nuestros cuerpos. Una ráfaga de lluvia golpeó la ventana, dando a toda la habitación una sensación acogedora, incluida la cama. Puse mi mano libre sobre su vientre y después la moví hacia abajo, cubriendo su vello. No pretendía hacer nada, sólo deseaba sentir su calor. Se arqueó contra mí, amodorrada, y así nos quedamos dormidos.

Cuando desperté, mi cabeza se había deslizado y estaba metida bajo su axila. Mi boca se apoyaba contra la carne tierna de su costado. Mi mano seguía entre sus piernas. Me volví suavemente para no despertarla y recogí del suelo mi paquete de cigarrillos.

Fumé mientras contemplaba su rostro dormido. Tenía la boca firme y cerrada. Usaba poco maquillaje, nada más que una base de polvo y carmín para los labios; aunque todo eso había desaparecido, no se notaba un cambio brusco, como ocurre con tantas mujeres. Mi segunda esposa era una mujer totalmente distinta antes y después del desayuno.

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