Ella

Ella


Nueve

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Nueve

Pasó una semana antes de que me decidiera a llamarla. Al día siguiente había estado a punto de hacerlo, pero comprendí que su marcha fue definitiva. Era una forma triste y brutal de terminar con una relación, pero así habían ido las cosas.

Estaba arrepentido de verdad por el papel que me había tocado representar. Me sentía indigno, tanto por ella como por mí. El papel de ella también había sido desagradable, pero ello no representaba ninguna excusa para mí. Pasó, pues, una semana antes de que pudiera comenzar a emerger de la rabia, el dolor y la frustración y me diera cuenta de que tenía que hablar con ella, al menos una última vez. Tenía que disculparme. Tenía que intentar que nos separáramos como amigos.

Era consciente de que habíamos terminado. Habíamos llegado al límite y lo habíamos rebasado. Habíamos dicho y hecho algo imperdonable. Algo irrevocable, como todo lo que decimos o hacemos.

Pero no era justo que quedara en nuestro recuerdo este desagradable regusto de ira y que borrara de nuestra memoria todo lo bueno que habíamos vivido juntos. Los dos merecíamos algo mejor que acabar así. Que al menos pudiéramos despedirnos serenamente, con el mismo espíritu que habían conocido nuestros cuerpos.

Me preguntaba qué podía haber ocurrido para que las cosas terminaran así. Lo nuestro había sido un verdadero amor... ¿Lo fue, verdaderamente, aunque ninguno de los dos fuese capaz de reconocerlo y aceptarlo | El amor verdadero exige mucho más de lo que la mayoría estamos dispuestos a pagar por él. ¿Habíamos aceptado ese precio implícito, pese a que mutuamente lo negáramos?

No lo creía. Los dos éramos personas adultas, demasiado curtidas y desengañadas. El verdadero amor es algo reservado a los jóvenes, no a las personas de mediana edad. El amor es un fenómeno hecho de ilusión, no de clarividencia. Y los dos éramos clarividentes. Los dos nos habíamos metido en ello con los ojos bien abiertos. Ni yo pretendí engañarla ni ella trató de engañarme a mi. ¿Por qué, pues, nos peleábamos al final?

No quería analizarlo. Pero seguía pensando en ello. Durante la última fase de nuestra relación, ella había follado con desdén, inflexible en sus exigencias, impaciente ante mis esfuerzos por satisfacerla y desagradecida cuando yo lo conseguía. Por mi parte, yo le pagaba con brutalidad y rudeza, maltratando su carne como jamcis lo había hecho con ninguna mujer. Me amenazaba a cada momento diciéndo— me que, si no estaba dispuesto a cumplir con sus exigencias y sus normas, tendría que prescindir de ella por completo.

Pero nunca se me ocurrió pensar que pudiera terminar negándoseme. No hasta que me dijo: «No, así no me penetrarás». Una negativa que no podía entender, pues todo lo nuestro se basaba en la simplicidad. ¿Por qué se había negado? Sigo sin entenderlo.

¡Eran tantas las cosas que ya no entendía! Era absurdo sentarse y trazar un diagrama de mis relaciones con mujeres desde la pubertad... ¿Qué nos había unido al principio? ¿Qué nos quedaba al final.?, Clarividencia, nada más.

Hay sin duda infinidad de cosas que ocurren en nuestro interior. Cosas que sólo se expresan por medio del cuerpo y no mediante el pensamiento y la palabra. Y eso que nosotros éramos personas con facilidad de palabra. La carne ciega nos había llevado por un laberinto de ceguera. Yo, aunque mirase hacia atrás, era incapaz de ver dónde nos habíamos perdido, en qué punto de nuestro camino nos extraviamos. Aún ahora, con el sabor de la amargura en mi boca, sólo se me ocurría que habíamos tropezado con la inevitable fatalidad.

Muy bien, lo aceptaba. Podría soportarlo y convivir con ella. Volvería a mi soledad habitual, empezar cada nuevo día sin la perspectiva de encontrar una carne fresca y cálida que me acogiera. Mi vida ahora sería más difícil, más dura que el tiempo que siguiera a mi divorcio.

Todo esto lo aceptaba, pero no podía admitir la forma en que todo había terminado. Sólo pensar en ello me resultaba intolerable. Ambos merecíamos algo mejor. Finalmente decidí que debía provocar un último encuentro, aunque para ello tuviera que recurrir al teléfono.

Sabía el nesgo que ello implicaba, pues, en lugar de mejorar la situación, aún podía complicarla más. Por más que la conociera, por más que la comprendiera, no podía prever cuál sería su reacción ante mi inesperada llamada. Y su reacción sería también inesperada, pues, nuestra separación, ambos los sabíamos, había sido definitiva. Cuando dijo adiós a Irving y se marchó dejándolo tieso, excitado pero insatisfecho, había cometido un pecado imperdonable.

Su desconocida reacción al teléfono generaría, al mismo tiempo, una respuesta desconocida también por mi parte. Los dos podíamos hundirnos aún más profundamente en la amargura, destruir con más saña e irremediablemente los escasos jirones que quedaban de nuestra relación. Y tal vez, aparte de esta amargura que ahora ya formaba parte de nosotros mismos, quedaría un recuerdo inmutable y valioso en nuestra memoria, el eco dulce de la carne en la carne. Tal vez nos quedaba al menos eso.

Correría el riesgo. Quizás ella tampoco deseba terminar así y se avendría a escucharme. Quería hablarle serena y amistosamente. Luego colgaría el teléfono y todo habría terminado. Que pudiéramos sentir, en el último instante de nuestra relación, la dignidad de la despedida. Un último gesto digno.

Cuando llegué a este punto de mis pensamientos, descolgué el teléfono y durante diez minutos lo sostuve en la mano, sin marcar. Pese a toda la racionalidad de mi decisión, me resultaba difícil componer aquellos números que antes tantas veces había marcado con ilusión.

Tuve que obligarme a hacerlo. Pero seguí con el teléfono en la mano calculando cuántas veces habíamos follado, los orgasmos que ella había tenido, las veces que yo me había corrido. Fue un cálculo frío, sin recrearme en él, como si fuera un contable calculando los beneficios de la temporada. Establecí un cómputo dividido en debe y haber, contabilizando con objetividad y justicia todas las horas pasadas juntos.

Cuando terminé los cálculos, establecí el balance. Finalmente, cogí de nuevo el teléfono y marqué su número.

—Hola —dije.

—Hola. ¿Quién es?

Pareció no reconocer mi voz. Tal vez porque no esperaba volverla a oír. Me fijé en el tono de sus palabras. De ellas emanaba una suprema indiferencia ante mi presencia telefónica.

—Soy yo —le dije. No me respondió y durante unos instantes escuché su silencio. Pensé que iba a colgar y añadí—: Escucha, no cuelgues. No quiero que lo nuestro termine de esta manera.

Siguió en silencio. Al final dijo:

—Está bien.

Su voz estaba desprovista de emoción, distante. Me pregunté qué habría hecho y qué habría sentido durante aquella primera semana de separación.

—Quería decirte que lamento que todo haya terminado de esta forma. Más pronto o más tarde tenía que llamarte para disculparme por la forma en que actué. No quiero que me recuerdes por aquel acto. Ni yo tampoco quiero recordarte así.

Parecía que nos estuviéramos hablando desde un planeta a otro, tanta era la distancia que se producía entre el fin de mis palabras y el comienzo de las suyas. Escuché el sonido de su respiración antes de que repitiera:

—Está bien.

—Sin duda ésta no es la forma más correcta de disculparme. Pero —añadí desesperadamente— no podía pedirte que nos viéramos. Podría haberse interpretado mal. Habrías creído que yo quería continuar, que querría seguir haciéndote daño...

—Está bien.

—¿Qué? —le pregunté.

—Podemos encontrarnos, si tú quieres.

Me llegó el turno de quedarme en silencio. En su vida no vibraba la promesa, no vibraba la vida, no vibraba nada. Solamente la simple afirmación de que, si yo lo deseaba, vendría a verme. Nada más.

—¿Te parece? No..., no para hacer el amor o cualquier cosa así... Sólo para... Bueno, ya lo sabes.

—Lo que tú quieras.

Bueno, al menos la cosa marchaba mejor de lo que había esperado. Quizás todo lo que ella sentía era indiferencia. Pero al menos me daba la oportunidad de deshacer el entuerto y, tal vez, la posibilidad de que luego pudiéramos decirnos adiós con una sonrisa en los labios. La besaría en los labios, delicadamente y sin exigencia alguna. Sus labios estarían tan fríos como los míos.

—No quiero pedirte que vengas aquí... ¿Dónde te parece que nos veamos?

—Donde tú decidas.

—No. Si yo lo decido, será aquí, porque es el lugar que nos pertenece. Pero no quiero que pienses...

—¿Voy ahora? —preguntó.

No quise correr el riesgo de despertar su voz a la vida, al menos no en ese momento. Así que respondí, rápidamente:

—Sí, ven ahora.

Colgué antes de que ella lo hiciera.

Estaba tan inquieto que estuve paseando de un lado a otro durante todo el rato mientras la esperaba. Era increíble que hubiera resultado tan accesible. Pero mi inquietud no tenía nada que ver con la excitación sexual ni con el deseo de reanudar nuestras relaciones. Realmente, tal posibilidad ni se me había ocurrido. Todo lo que yo deseaba era lograr una separación digna, un adiós que no nos dejara mal sabor de boca a ninguno de los dos. Y, por alguna razón que me resultaba tan inexplicable como mi anterior premura por acostarme con ella, la posibilidad de volver a estar juntos ya no representaba nada para mí.

Pensé que no sería lícito sacar ventajas de la situación ni de su accesibilidad. Me comportaría gentilmente, en el mejor sentido de la palabra. No diría una palabra ni haría un solo gesto que pudiera llevarnos a otra despedida violenta. Ella cruzaría el umbral de mi puerta y después saldría de nuevo. Nada más. Y esta vez... Esta vez sería tan absolutamente distinta que ni eüa ni yo la olvidaríamos nunca, incluso aunque quisiéramos olvidarla. Este último encuentro daría sabor a toda nuestra relación.

Cuando llamó a la puerta —y no sé por qué pensé que no era ella quien llamaba—, abrí suavemente y le sonreí. Permaneció frente a la puerta abierta como si aún estuviera cerrada. Las arrugas de su rostro me llenaron de pesar.

Sí. En su rostro estaban las señales dejadas por esta última semana hecha de soledad. Me llevé la mano a la cara, con el temor de que yo también hubiera sido marcado.

La cogí de la mano y la introduje en la habitación.

—Me alegra que hayas venido. No me lo creía cuando dijiste que ibas a venir...

Sonrió con la misma inseguridad de una niña. Recogí su abrigo y lo puse en el respaldo de una silla. Ella se sentó en el borde de la cama, cruzando las piernas. Miró en torno de la habitación, como si le resultara extraña.

—¿Me crees si te digo que lamento todo lo que hice y dije la última vez que nos vimos?

Mi voz sonó sería y apremiante a pesar de su lentitud. Realmente intentaba transmitirle mis verdaderos sentimientos.

—Daría lo que hiera por no haber hecho ni haberte dicho nada —añadí—. Tenía que decírtelo una vez más. No había ninguna razón para actuar como lo hice.

Me miró. Apartó su mano derecha de las mías y me acarició la cara. Sus dedos rozaron una zona debajo de mis ojos y comprendí que estaba tocando una de aquellas marcas. Una arruga que antes no existía.

—Te creo.

—No puedo comprender qué nos pasó. Somos lo bastante buenos como para no merecer una cosa así. Pero lo hemos estropeado todo, ¿verdad?

Su expresión seguía siendo triste. Tanto su cuerpo como su voz parecían desprovistos de vida. —Sí. Lo hemos estropeado todo. No podía creer que ella sintiera lo mismo que yo.

—Los dos —le dije.

—¿Por qué los dos?

—No lo sé. Las cosas han ido así.

Volví a poner su mano en la mía. Apoyé el dorso de la otra mano en su regazo, cerca de su sexo. No había nada sexual en aquel contacto. Eramos como dos niños tristes que se cogieran de la mano, ajenos a todo, hasta a ellos mismos.

—Quizás si comprendiéramos el por qué... ¿Por qué hemos sido tan dominantes, tan intransigentes, al final de nuestra relación?

Ella volvió la cabeza.

—No quiero hablar de eso —dijo.

íbamos por mal camino. Lo supe nada más empecé a hablar. Nada podría enderezar la situación. Sólo quedaba el recurso del perdón.

—¿Me perdonas?

—Sí —dijo—, si tú me perdonas a mí.

—Claro que sí. De esta forma al menos podremos separarnos...

Me interrumpí. De pronto se me ocurrió que nuestra despedida debía ser en la cama, tal como nuestra relación había comenzado. Le apreté la mano y la obligué a mirarme.

—Mi amor, follemos una última vez. ¿Quieres? Follar como despedida. Como un adiós al primer polvo que nos unió.

—Está bien. Si tú quieres...

Su sumisión comenzaba a sublevarme. ¿Hasta dónde pensaba llegar con su abandono? Incluso durante los mejores momentos que habíamos vivido, nunca se había mostrado tan pasiva. Todo lo contrario, había mostrado el mismo ardor y el mismo deseo que yo. Y ahora su voz, todo su cuerpo, parecía carecer de vida propia... Su desmayada mano en la mía era la muestra más palpable de su pasividad.

—No lo haremos si tú no lo deseas realmente —le dije—. No te creas que estoy intentando empezar de nuevo. Los dos sabemos que será la última vez...

—Muy bien. Follemos, si quieres.

Me aparté para observarla mejor. Quería descubrir qué sentía realmente, asegurarme de sus verdaderos sentimientos. No quería que todo fuera un simple deseo sexual, tanto por su parte como por la mía. Hubiera sido una trampa y, ni en los peores momentos, nosotros quisimos engañarnos.

—¿Estás segura? —le pregunté.

Por primera vez desde que había entrado, hizo un gesto autónomo. Cogió el borde de su jersey con las manos y se lo quitó por la cabeza. Se puso de pie, descorrió la cremallera de su falda y dejó que cayera a sus pies.

Se quedó ante mí en bragas, sostén y medias. Apoyé la cabeza contra su estómago y, tiernamente, rodeé con mis brazos su cintura, apoyándolos sobre la suave redondez de sus nalgas. Me puso sus manos en la cabeza y, con la misma suavidad que yo, me abrazó también.

No se movió hasta que la levanté y la llevé a la cama. Apoyada junto al lecho, se quitó el slip. Le desabroché el sostén y contemplé como sus pequeños pechos aparecían, libres de las copas que los contenían. No los toqué. Esperé a que ella se tendiera en la cama.

Me tumbé junto a ella y delicadamente, muy tiernamente, puse la mano en su vientre, tocándole por última vez aquella carne que no volvería a tocar. Irving, que hasta entonces había permanecido tranquilo, empezó a animarse.

Contuve la urgencia de penetrarle inmediatamente. Sabía cómo este epílogo debía hacerse. Sería más lento y amoroso que nunca para que, en el punto culminante, ambos alcanzáramos juntos el climax. Quería que Irving le dijera adiós a Matilda y que Matilda le dijera adiós a Irving. Ella y yo no necesitábamos hablar. Que la carne hablara por nosotros en su verdadero lenguaje.

La exploré lenta y tiernamente, como si fuera la primera vez. Permaneció tendida debajo de mí, inmóvil y sumisa a mi contacto, sin besarme ni coger a Irving con la mano. Hasta su misma carne parecía más suave y sumisa que antes, abandonándose apática a mis labios y dedos.

Cuando finalmente la penetré, con Irving dispuesto a la carga, no se arqueó para recibirme. En lugar de ello, su cuerpo se me antojó inerme, más pasivo aún. Entré, salí y entré en ella sin que pudiera vencer la fantasmal barrera de su pasividad.

La lid estaba hecha de dulce ferocidad. Yo jadeaba ante la sensación de insondable sensualidad que emanaba al entregarse a sí misma sin participar, bloqueados profundamente su yo y su voluntad, pero empezando a rendir su cuerpo al estímulo del mío pese a que no pusiera nada de su parte, ni siquiera en las células más profundas y sensibles de su ser.

La follé con una lenta combinación de deseo y sabiduría, sintiendo, sabiendo, un momento de absoluta plenitud en la posesión de una carne de mujer. Ella ya no estaba rendida. Se iba entregando a la pasión, pero no a una pasión ordinaria sino a una pasión sin medida, imposible de describir.

Parecía que estuviéramos viviendo en un tiempo distinto, ajeno al habitual o, tal vez, fuera de todo tiempo. El tiempo carecía de importancia para nosotros. Eramos inmortales, carne con carne. Nuestra carne, fuera del tiempo, era inmortal.

Comprendí, al saborear su total rendición, que yo también me había sometido. Su cuerpo mandaba en el mío del mismo modo que el mío mandaba en el suyo. Nos habíamos entregado más allá de toda sumisión y dominio, más allá de nuestros egos, en una identificación carnal que estaba más allá de la carne.

Dentro de mí, en algún rincón de mi ser, debía quedar algún resabio de resentimiento, alguna traza de recelo por su caprichosa arbitrariedad pasada. No repentinamente pero sí en un repentino momento de aquel no-tiempo, supe que ella estaba empezando a gozar. Y supe también que yo estaba al borde del paroxismo, que lo iba a alcanzar y que se lo negaría a ella, de la misma forma que la última vez ella lo hiciera con Irving. Me negué, pues, a perturbar nuestra posición para ayudarle en el orgasmo con un frotamiento del clítoris.

Mientras avanzaba hacia mi solitario alivio, comprendí la bajeza de mi actitud. Ella gritó una sola vez, cuando a su vez comprendió que me correría sin esperarla.

Eyaculé de una vez todo el semen acumulado durante una semana de abstinencia, ignorando mientras descargaba su grito de angustia ante mi traición. Sólo después de haberme corrido, la miré a la cara.

Las lágrimas brillaban en sus ojos. Mi resentimiento se
había disipado. Con la punta de los dedos, delicadamente, barrí sus lágrimas.

—Soy un bastardo. Al final lo he echado todo a perder. Y era tan...

Ella intentó sonreír. Pero su boca no compuso una sonrisa sino una mueca de dolor.

—No es culpa tuya. Irving sólo... me ha pagado con la misma moneda...

—Pero era perfecto —dije—. No pude evitarlo —añadí con tristeza—. Supongo que no podemos soportar la perfección. Por eso lo estropeé todo.

Seguimos juntos, aunque Irving ya había salido de su nido. Ella puso las manos a ambos lados de mi rostro.

—La verdad es que hemos tenido más de lo que merecemos —dijo en voz baja y ronca— Te perdono porque también debo perdonarme a mí misma.

—Yo no puedo perdonarme a mí mismo. Lo he estropeado sabiendo que era la última vez... —me estremecí a su lado—. Pero haremos de forma que no sea la última vez. Continuaremos y...

Ella sacudió la cabeza.

—No —dijo.

—¿Por qué no? —repliqué furioso—. Lo hemos vuelto a encontrar, hemos superado lo malo... O casi lo hemos superado, al menos —quedaban en mí la ira y la venganza, pero seguía obstinándome—. No volverá a ocurrir así, mi amor, yo...

—No, porque no debemos abusar de nuestra suerte. Hemos tenido más suerte que la que cualquier otra pareja puede esperar. Si tratamos de forzarla, la perderemos, como ya nos pasó. Y si la perdemos otra vez, jamás volveremos a recuperarla. Tal como nos ha pasado ahora.

Las lágrimas resbalaban ahora por sus mejillas y las palmas de sus manos se contraían contra los costados de mi rostro.

—No permitiré que te vayas para siempre sin haber gozado.

Sonrió a través de sus lágrimas.

—No importa. ¿No comprendes que no me importa?

Era verdad. Pero Irving de nuevo estaba duro y dispuesto, apoyado sobre su sexo. Como la brizna de hierba que brota irresistible entre una grieta del asfalto, tenía una nueva erección.

—No nos arriesguemos. Yo no lo necesito, de verdad.

No la escuché. Con un movimiento de mi cintura, empujé a Irving contra la entrada de su coñito. Estaba bien lubricado, tanto por mi semen como por su secreción. Sus palabras me mentían, pues su cuerpo estaba a punto. Matilda se engulló a Irving con voraz bocanada y empezamos de nuevo, una vez más, como si lo anterior hubiese sido sólo una pausa.

Sin esfuerzo, encontramos inmediatamente el ritmo adecuado, un equilibrio perfecto, sin principio ni fin, que coronaba nuestra unión y nos fundía en un todo donde era imposible saber dónde finalizaba mi carne y empezaba la suya. Esta vez la follé mirándola a los ojos, a sus ojos abiertos que me miraban, y vi que mi movimiento y el suyo se reflejaban en ellos y que ella veía en los míos el reflejo de los mismos movimientos.

Era algo natural, sin esfuerzo. Podríamos haber continuado eternamente, sin cansarnos. Habríamos podido, sí, pero en un plano espiritual o abstracto, pues la carne ya estaba a punto para descargar y, por un momento, temía que de nuevo iba a privarla a ella de su culminación.

Era casi perfecto, pero sólo casi. Pensé que acabaría al mismo tiempo que yo, de forma natural, pero, de nuevo, ella se parapetó tras su resistencia y se quebró la armonía.

Bajé la mano para ayudarla. Pero, sorprendentemente, la ayuda manual no era necesaria. Su resistencia era sólo simbólica. Solamente toqué la piel de su vientre con el dedo, a un buen trecho de su clítoris, y ese leve roce de mi dedo fue suficiente para precipitarla en el orgasmo. Se corrió, me corrí con ella y la gran despedida fue el orgasmo mutuo y simultáneo.

Habíamos llegado al final.

Permanecimos tendidos unos minutos. Luego me besó, gratamente agradecida, saltó de la cama y empezó a vestirse. Yo también empecé a vestirme. No hablamos. Nada de lo que pudiéramos decirnos superaría el buen sabor que nos dejaba aquel gran polvo final.

Sólo cuando ella ya estaba a punto de marcharse, me permití una pregunta. Una sola.

—¿No podemos volver a intentarlo?

Sonrió pero sacudió la cabeza en señal de negación.

Yo ya sabía que era mejor así, que ella tenía razón. ¿Para qué los argumentos y las palabras? Habíamos llegado hasta aquí. No existía un mañana para nosotros.

—Te acompaño —le dije—. Al menos parte del camino. No se opuso a mi último ruego. Me acerqué a la ventana y miré afuera.

—Llueve. Es la primera lluvia de primavera, me parece. Saqué del armario el impermeable y el paraguas. La lluvia caía con fuerza y nos cobijamos muy juntos bajo el paraguas.

Caminamos lentamente, sin prestar atención a la lluvia. Nuestras carnes se tocaban bajo mi pesado impermeable y su abrigo, pero ninguno de los dos hablamos. No sentíamos la necesidad de hablar. La lluvia batía con fuerza sobre el paraguas, repiqueteando sin pausa. Ella se detuvo.

—Aquí fue donde empezó —dijo.

Estábamos bajo el mismo árbol donde la había besado por primera vez. En el mismo lugar donde me dijo que no quería decidirlo en aquel momento, que prefería esperar a la mañana, con el desayuno. La lluvia caía de las ramas, lo mismo que la otra vez lo hiciera de las hojas. Se veían luces a lo lejos y un coche pasó iluminando su rostro, tan hermoso en aquel instante.

—Sí —le dije—. ¿No quieres, también, esperar a mañana para decidirlo?

Negó con la cabeza. Su rostro estaba mojado. No podría decir si era por las lágrimas o por la lluvia. Llevé mi mano a su mejilla para tocar su humedad. Ella apoyó su cara en mi mano.

—Eres mi amor —me dijo en voz muy baja. —Y tú el mío. Me gusta follarte.

Lanzó un suspiro que expresaba, seguramente, su primer pesar por nuestra separación.

—Fue mucho mejor de lo que merecíamos —añadí.

—Sí —dijo—. Pero estamos demasiado consumidos, demasiado gastados, demasiado seguros de saber cuál es nuestra verdad, la cínica verdad del mundo. Tienes razón. Ha sido mucho mejor de lo que merecíamos.

Hizo una pausa y añadió:

—A mí también me ha gustado follarte.

Me miró con fijeza un momento y la esperanza renació temblorosa en mi ánimo. La esperanza de que se rindiera a la verdad, de que yo me rindiera también a la evidencia de nuestra separación, que me negara a la certeza de esta escisión entre el tiempo y la carne para, así, permitirnos permanecer juntos un poco más.

Pero no sería así. Lo supe en medio de la esperanza. Teníamos tanta razón como la eternidad. Fui incapaz de decir una sola palabra. Ella sacó de su flaqueza las fuerzas necesarias para decirme algo:

—Adiós, mi amor.

Su voz sonó serena.

Se alejó de mí. Contemplé su espalda, ondulando su silueta contra las luces lejanas, fuera ya de la protección del paraguas y el agua mojándole el abrigo, azotada toda ella por las gruesas gotas que caían en aquel momento.

La contemplé hasta que desapareció de mi vista. Solamente entonces pude decir a mi vez unas palabras.

—Adiós, mi amor —dije en voz alta al vacío que me rodeaba.

Y volví la espalda bajo la lluvia y me encaminé a mi vacía habitaáón.

Ahora tendría que aprender a olvidarla. Recuperar los hábitos de la gente solitaria. Asumir la soledad como nueva compañera de mi vida y esperar a que la muerte llegara a ser mi única amiga.

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27/02/2012

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