Ella

Ella


Cinco

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Mary me besó en la mejilla con un movimiento inquieto. Olía a frío y a excitación al mismo tiempo, y los tres nos sentíamos muy nerviosos. Le estreché la mano a Tom. Tenía casi quince años y era demasiado grande como para besar a un hombre.

Sentaos. ¿ Qué queréis beber? Mary, ¿ya han probado el alcohol tus hermosos labios?

Ya tenía diecisiete años y al mirarla mientras se instalaba en el sofá me pregunté si habría conocido ya a algún hombre. Es un pensamiento raro cuando uno lo refiere a la propia hija. En mi cerebro, seguía siendo la chica de catorce años, los que tenía cuando su madre y yo nos separamos. Había de admitir que era una muchacha muy guapa, no excesivamente corpulenta como tantas otras chicas de la postguerra, con sus grandes caderas y sus cabezotas, empeñadas en seguir llevando vestidos demasiado infantiles para su edad. En cambio, ella era menuda; se parecía a su madre y comprendí que a los muchachos debían atraerles sus pechos y sus piernas.

- Beberé un martini —respondió— con gin, no con vodka. No soporto la vodka.

Hizo este comentario con expresión sofisticada y pensé, admirado, que sabía comportarse con desenvoltura.

Miré a Tom. Tenía catorce años, casi quince. Comenzaba a perder su aspecto robusto y se le habían estirado los brazos y las piernas. No era necesario preguntarse por su vida sexual: todavía no estaba

enterado de que tal cosa existiera. Seguía interesado por las cosas de hombres, a un nivel que a su edad yo no habría imaginado.

Hizo una mueca.

- Bueno. Pero preferiría una Coca.

- Pues una Coca-Cola para ti. Puedes tomar la mejor Coca-Cola de la ciudad en este bar.

Pedí las bebidas, y cuando el camarero se retiró hubo un silencio entre nosotros. Naturalmente, yo estaba cohibido. Llegaba desde otro mundo, aUá en el Sur, donde daba clases en la universidad en la que había sido estudiante y donde vivía una vida que ellos ignoraban. ¿ Qué pensarían de su padre, me pregunté, si supieran cómo empleaba mi tiempo? ¿Qué pensarían si supieran que pasaba noche tras noche en la cama con una mujer encantadora, haciendo el amor como siempre había soñado hacerlo? Consideré que sería difícil el podérselo explicar.

Sentí el repentino impulso de contarles todo. Tal vez esto cambiaría ante sus ojos mi imagen de padre fracasado, de marido divorciado, presente sólo en los cheques que mensualmente recibía su madre como pago alimenticio. Para refrenar este impulso, paseé la mirada por el salón, cerca de nuestra mesa vi a un hombre acompañado de dos niñas pequeñas de abrigos rojos, niñas de unos ocho y nueve años. Estaba inclinado hacia adelante, hablándoles con expresión de urgencia mientras ellas jugueteaban en sus asientos y apartaban la mirada sin escucharle. Otro padre fracasado, pensé, y me pregunté qué pensaría la gente de mi pequeño grupo. Espié para ver si nos miraban y encontré la mirada de un hombre barbudo que nos observaba con expresión de simpatía. Lo acompañaba una mujer de vestido plateado, de piernas estupendas y con una arruga vertical en la frente, entre los ojos. Se parecía a ella. Volví la mirada a los chicos.

- Bueno, ¿cómo lo habéis pasado?

- Estupenda, papá —dijo Mary—. ¿Cómo lo has pasado tú?

- Muy bien. ¿Y tú, Tom?

- Muy bien —se encogió de hombros—. Siempre en la escuela.

No había sido idea mía ponerles nombres tan vulgares. Yo quise elegir uno especial y característico para cada uno de ellos. Pero Marcia vetó la idea. «En mi familia siempre hemos llamado a los hijos con el nombre de alguno de los parientes mayores. ¿ Quieres que nuestros hijos tengan nombres raros que les supongan una carga durante toda su trida? No, se llamará Mary, como mi madre, y si tenemos un hijo, se llamará Tom, como tu padre.»

- ¿ Te gusta la nueva escuela, Mary? Supongo que el primer año es bastante duro, ¿no?

- Es un lugar muy bonito —respondió Mary—. Pequeño, de modo que todos nos conocemos.

Yo quería una hija para destinarla al Vassar o al Sara Lawren— ce y un hijo para Harvard. Yo nunca había estado siquiera cerca de esas escuelas, pero tenía esa idea para mis hijos. Bueno, todavía quedaba Tom; quizás quisiera ir a Harvard y, por cierto, era lo bastante inteligente como para poder ingresar.

- Tom, no es demasiado pronto para pensar en la universidad. ¿Lo has comentado con tu madre?

- La Universidad de Miami. Está decidido.

- ¿Por qué la Universidad de Miami?

No logré entender por qué quería ir a esa universidad. «Ya he perdido el control de la familia», pensé.

- Tienen la mejor Facultad de Biología Marina del mundo —respondió—. Eso es lo que quiero estudiar. Quiero ser biólogo marino, de modo que deseo ir a esa universidad.

Sonó seco y cortante; no tuve la menor duda de que haría lo que decía.

- ¿Ya has presentado la solicitud?

Me miró extrañado.

- Es demasiado pronto. Como bien sabes, primero debo presentarme ante la Junta Universitaria.

«Muy bien, estúpido —me dije a mí mismo—. Hago una observación desatinada y obtengo una respuesta directa. Como siempre.»

Volví a mirar a mi alrededor. El padre de las dos niñas estaba en pie, lo mismo que ellas, y trataba de abrochar los grandes botones del abrigo rojo de la más pequeña. La niña parecía armarse de paciencia y estar muy aburrida, pero ayudaba. «Pobre hijo de puta —pensé—. Ojalá que al menos tengas un buen culo esperándote, como a mí.»

Volví a mirar a mis hijos. Mary estaba sentada en el sofá y sorbía delicadamente su martini. No, todavía es virgen, pensé. Pero pronto no lo será y no te enterarás cuándo ocurra. Tom se había sentado en la silla, junto al sofá. Ya había terminado su Coca-Cola.

- ¿ Y los amigos, Mary? Cuéntame, ¿sales con alguno Jijo en la Facultad?

- Oh, papá, eso ya no se estila —rió—. Pero hay un tipo estupendo que se sienta a mi lado en la clase de literatura. Me hace caer de las ramas.

- ¿Es bueno eso? —pregunté—. ¿Quiero decir, que lo bajen a uno de las ramas?

Mi observación les agradó.

- ¡Papá! —dijo Mary—. Tú eres profesor en una facultad. ¿No sabes cómo hablan los estudiantes?

- Prefiero no escucharlos —respondí—. No quiero corromper mi vocabulario. ¿ Conocéis ésta? — pregunté, apretándome el estómago con gesto dramático—. ¡Oh, dolor!

- Papá, ésa ya pasó por aquí y es anticuada —señaló Tom.

Lo miré. Llevaba pantalones de algodón, un cinturón muy ancho y una de esas camisas que los jóvenes llaman «de pista libre». Vivía en un mundo distinto al mío y dentro de uno o dos años seríamos extraños el uno para el otro, si no lo éramos ya. Recordé que reclamaba su biberón de las dos de la mañana mucho más tiempo del necesario y que siempre era yo quien se levantaba, lo calentaba y se lo daba. Marcia podía dormir, aunque él llorara. Pensé en los horarios, en el biberón de más, en cómo lo había arrullado en mis brazos, apoyándolo en el hombro y palmeándole la espalda hasta que eructaba. Entonces me molestaba tener que ocuparme de él, pues durante esos meses me levantaba todas las mañanas cansado, sintiendo la necesidad de dormir una hora más.

- ¿En qué estás pensando esta Navidad, Tom? ¿Has pedido algo a Papá Noel? Tú también piensa algo, Mary. Pero tendréis que ¡imitaros. No soy tan rico como antes.

- Me interesa mucho la electrónica. Quiero tener una radio de aficionado cuando obtenga la licencia.

- Lo veo difícil, compañero. Lo siento. No sabría qué comprar en el campo de la electrónica.

- Hay una casa que vende equipos que uno mismo puede montar —respondió Tom seriamente—. Tienen uno de onda corta que me interesa mucho.

Había venido preparado.

- ¿Cuánto cuesta?

- Unos treinta y cinco dólares —respondió sin miramientos—, ¿Crees que podrás comprarlo?

Parecía un comerciante cerrando un trato. Volví a mirar a mi alrededor. El hombre de la barba y su mujer de vestido plateado seguían observándonos. La mujer se inclinó y le dijo algo al hombre en voz baja. Tal vez podría quitártela, compañero, pensé, enfadado. Supongamos que me acerque, me incline y le diga: «Vámonos, nena.» ¿Se levantaría y me acompañaría? Volví a mirar a Tom.

- Necesito saberlo —me apremió—. Si tú no puedes comprarlo, trataré de sacárselo a mamá. Realmente, es lo que más deseo.

- No puedo prometértelo todavía —respondí cuidadosamente—, pero haré lo que pueda. Eso te lo prometo.

- Ya es tarde para pedirlo por correo. Pero en Nueva York tienen una sucursal donde venden directamente al público.

Entonces comprendí, de pronto, que Marcia ya le había negado el equipo de radio de treinta y cinco dólares y que yo era la última esperanza de Tom. No habría esperado hasta ahora para algo tan importante si hubiera podido conseguirlo de antemano. También comprendí que se lo compraría.

- Aquí tienes el catálogo —dijo, sacándolo del bolsillo trasero—. Este es el equipo. Puedes comprarlo directamente en la tienda de Nueva York. No hace falta rellenar un formulario ni nada parecido.

Miré el esquema de la radio. Era impresionante.

- ¿Crees que puedes armar algo tan complicado? —pregunté.

- Las instrucciones van paso por paso. Es fácil.

Ya había dedicado bastante tiempo a Tom. Me volví hacia su hermana.

- ¿Y tú, Mary, qué quieres?

- Perfume Hombros blancos —respondió.— El frasco más grande que encuentres —rió débilmente—. Aunque no quiero abusar.

Suspiré interiormente. Había pensado anticiparme a sus deseos y en la habitación tenía un frasco de Tweed..., un envase bien grande. Tendría que cambiarlo. Ni siquiera había intentado adivinar los deseos de Tom.

- Muy bien, tendrás tu Hombros blancos. No te garantizo un frasco de un litro.

Hablamos de otras cosas, pero al cabo de unos minutos comprendí que estaban deseando marcharse. Tom miraba por encima de su hombro y me di cuenta que esperaba ver llegar a su madre. Evidentemente yo era un extraño, aunque por nuestras venas corriera la misma sangre. Ella estaba más próxima a mí que mis propios hijos.

Al verlos incómodos yo también me sentí inquieto, pues transcurrirían seis meses hasta que pudiera volver a verlos. Quizá no podría permitirme el lujo de hacerles una visita aquel verano —lo mismo que no pude verlos el anterior— y pasarían doce meses antes de volver a estar con ellos. Mary tendría dieciocho años y desde luego ya habría follado. Tom habría cumplido quince y sería una persona completamente distinta.

Apuré el tercer scotch —en un momento dado debí hacerle señas al camarero y me lo había servido, pero sin repetir las bebidas de Tom ni de Mary— y dije:

- Chicos, quiero que sepáis algo. Vuestra madre y yo tuvimos que divorciamos y probablemente eso fue lo mejor para todos. Pero continuáis siendo mi hijo y mi hija y sabéis que os quiero.

Se miraron desconcertados y comprendí que tenían miedo de que yo empezara con el rollo sentimental. Probablemente ya habían hablado de eso. Intercambiaron una mirada y Mary dijo:

- Sí, papa. Lo sabemos —se inclinó para besarme en la mejilla y ese beso fue lo mejor de la tarde.

- Mary, cuando quieras real y verdaderamente a un chico, no seas huraña con él. Pero toma precauciones.

- ¡Vaya, papá!

Comprendí que había ido demasiado lejos. Levanté la vista y vi a Marcia de pie junto a la división de caoba, mirándonos. Me sentí tan aliviado como debieron sentirse mis hijos.

- Llegó vuestra madre.

Cuando volvieron la cabeza, yo hice lo mismo para ver si el hombre y la mujer seguían observándonos. Ya se habían ido. No. Se habían cambiado a otra mesa y estaban sumergidos en una conversación con otro hombre. La mujer rió y escuché un tintineo de plata, como lo produjera su vestido.

Cuando volví la vista descubrí a Marcia de pie detrás del sofá donde estaba sentada Mary.

- Debo hablar unos minutos con vuestro padre —dijo—. ¿ Queréis ir a Schraffi's, en la Quinta Avenida? Me reuniré allí con vosotros.

Sacó de su billetero cinco dólares y se los dio a Mary. Pensé que habría sido más acertado dárselos a Tom, pero no dije nada. Besé a Mary, estreché la mano de Tom y les deseé feliz Navidad. Les recomendé que estudiaran mucho y que me escribieran cuando pudieran. Partieron y vi que Marcia se había sentado en el lugar de Mary.

Miré a mi ex esposa. Siempre tuvo un aspecto frágil, pero esta fragilidad se había acentuado desde la última vez que la vi. Tenía nuevas arrugas alrededor de la boca y su profunda base de maquillaje no lograba ocultarlas. Usaba pestañas postizas, mucha sombra de ojos y un traje caro y bueno. Como siempre.

- Hola, Marcia. Me alegra volver a verte.

- Tengo que hablar contigo de asuntos de dinero. Encendió un cigarrillo. Le pregunté si quería beber algo. Movió la cabeza negativamente y comprendí que no tenía intención de quedarse mucho rato.

- ¿Quépasa con el dinero?

- Fue muy injusto que trataras de disminuir tu contribución. Sabías que este año Mary ingresaría en la universidad.

- Marcia, gano menos de la mitad que antes.

- No debes olvidar tus responsabilidades. De todos modos, ignoro por qué dejaste tu trabajo cuando te iba muy bien.

- Dejó de gustarme el trabajo que hacía —respondí—. Quería dar clases. Me gusta la enseñanza. Francamente, para mí el dinero no significa tanto.

- Para mí, sí. Tengo que mandar a esos chicos a la universidad. Le miré la boca mientras hablaba; sin escuchar realmente lo que decía. Sí, la había amado. Habíamos hecho el amor más veces de las que podía recordar. Era buena en la cama, aunque siempre quería que todo se hiciese como ella decidía. Había dirigido mi vida durante mucho tiempo. Yo se lo había permitido. Incluso me gustaba.

- Bueno, tú ganas. No debes preocuparte más, ya que no intentaré ninguna disminución.

- Es que tendrías que aumentar la cuota que reciben los chicos. Estamos entrando en una etapa de muchos gastos. Además, nunca quisiste tener un seguro de educación universitaria, como yo quería.

- Hay becas. Tom tiene pasta de becario. Es un muchacho muy inteligente.

- ¿No sería mejor que accedieras a aumentar tu asignación y no terminar teniendo que recurrir a los abogados?

- Ya te he dicho que gano poco dinero. No puedo darte más.

- Estoy segura de que podrías volver a tu antiguo trabajo. E incluso conseguir otro mejor. Estoy segura de que, con lo bueno que eras, estarán deseando que xmelvas a tu antiguo trabajo.

De nuevo estaba tratando de dirigir mi vida. Observé sus labios y cuando dejaron de moverse, le dije:

- Marcia, sube conmigo a follar. Sólo un polvo, en recuerdo de los tiempos pasados. Sin ningún compromiso, sólo un buen polvo.

Fugazmente en sus ojos brilló el deseo. Me pregunté qué pasaría si Marcia accedía. No ¿leseaba para nada tener que volver a la facultad con la obligación de tener que ocultarle algo a ella durante el resto de la vida que pasáramos juntos.

- ¿ Cuántos whiskies llevas entre pecho y espalda? Nunca te había oído esa clase de palabras. Desde luego, no en público ni cuando nosotros...

Dejó de hablar. Yo seguí observando sus ojos.

- Tengo una chica nueva, Marcia. También folla muy bien. Folla estupendamente.

Pero ya se había metido de nuevo en su armadura de fragilidad. La seguí observando y vi que me equivocaba... Ni se producía al ataque de celos ni persistía su deseo, como ingenuamente había esperado. En sus ojos sólo brillaba ya la indiferencia, una luz que le había conocido mucho antes de que nuestra separación se consumara. «Esta mujer me fue infiel —pensé—. Y no lo hizo por amor sino por oportunidad.» Me puse en pie.

- Hasta la vista, Marcia. Cuídate.

Ella también se puso en pie.

- Hablaré con mi abogado. Quizás así no necesite pedirte más dinero hasta que los dos estén en la universidad.

- Habla con tu abogado.

Se fue y me sentí libre para volver con mi amor.

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