Ella

Ella


Seis

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—Bienvenido a casa —me dijo, estremeciéndose.

La abracé y permanecimos en silencio durante largo rato.

Pasó media hora antes de que se moviera, apenas un ligero desplazamiento para alcanzar el tabaco y las cerillas. Encendió un cigarrillo y me lo pasó. Encendió otro para ella. Siguió apoyada en mi brazo y mi mano sostenía en su palma ahuecada su pecho del otro lado.

—Siento que hayamos dudado de nosotros —dijo tras dos largas bocanadas—. Y es algo que nunca me había pasado, ni siquiera en mis matrimonios.

—No le demos más vueltas —dije tan suave y serenamente como pude—. Follar es bueno. Es el principio y el fin. Si dejamos que intervenga cualquier otro factor, lo echaremos a rodar.

Volvió la cabeza y me miró.

—Ojalá fuera así. ¿Tú lo crees de verdad?

—Sí —dije tras una prolongada vacilación; comprendí, al mismo tiempo, que mi ansiedad me había traicionado.

Ella también prolongó el silencio.

—Acabaré sintiéndome dolida. Dolida como una virgen.

—Te portaste muy bien.

—Es verdad. Ahora es tuyo, lo mismo que —se interrumpió para reír entre dientes, como una niña; nunca la había oído reír así-... Bueno, al menos me he librado de ese engorro.

Puso la mano sobre Irving y lo acarició un instante.

—Pobre el viejo Irving. Temo que esta noche estuvo en el infierno, ¿no?

—El no se queja.

Rió de nuevo.

—Creo que se llevó una sorpresa al correrse en mi boca.

—Me sorprendió a mí. Siento que pasara eso.

—La sorpresa también fue mía, sobre todo por la cantidad. Te salió mucho e intenté tragarlo, pero...

—¿Qué sabor tiene?

Se quedó un momento pensativa.

—Sabe a... No sé... Nunca había notado un sabor parecido.

—Es bueno follar, ¿verdad? Por detrás, quiero decir... ¿No pensarás ahora que soy un anormal, un pervertido?

—Follar es bueno. Lo mejor del mundo. Tú ya lo sabes.

—¿Y tu camionero? Te tumba, te la mete y se corre, lo quieras o no. Tal vez lo que necesitas es un animal que te folie, no un tipo como yo.

Su rostro se convirtió en una máscara de piedra.

—Ya te dije que lo lamentaba.

—¿Y por qué un camionero? ¿Por qué no un estudiante, o un profesor, o un camarero? ¿Por qué precisamente un camionero?

—No lo sé. Supongo que para que tuviera menos transcendencia. Me imagino que es como para un hombre irse con una puta, buscar el anonimato...

—Extraña idea de mujer, follar sin que importe con quién. Es como si dijeras que el hombre no te importa. Pero se trataba de pegar un polvo y lo pegaste, ¿no?

Sus ojos relampaguearon de ira. Estaba enfadada.

—En lugar de estar celoso, lo que deberías hacer es compadecerte del pobre camionero. Seguro que todavía se está preguntando qué le pasó. Primero debió imaginarse que me tenía en el bote... Luego, yo fui mezquina, despiadada, al negarme a seguir adelante.

Debió notar como mi rabia aumentaba, en lugar de disminuir. Inclinó la cabeza y añadió:

—No empieces otra vez. Nunca hemos hablado de esto. No empecemos ahora.

Asentí, sin darme cuenta.

—Tienes razón. Que nuestra relación se limite a nuestros buenos polvos.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿En Nueva York, no pensante en... No probaste cómo sería otra mujer?

—Nueva York es una ciudad extraña —le dije, ignorando su provocación, ignorando sus palabras.

Preferí no recoger su envite y empecé a hablarle de los chicos, de su visita al hotel. Nunca había hablado de mi familia con ella. Me escuchó en silencio hasta que hube terminado. Y sólo cuando dejé de hablar me di cuenta de que no le había contado lo ocurrido con Marcia, mi proposición de subir a mi habitación y follar en recuerdo de los viejos tiempos. Hubiera deseado contárselo. Por eso había empezado dando rodeos, hablándole de los chicos y de cómo me sentí con ellos, perdido y melancólico, pero en lugar de pasar a contarle mi fallido polvo me extendí sobre los detalles de mi discusión financiera con Marcia.

«Tenemos que decirnos la verdad el uno al otro —pensé—. Ella ha sido sincera conmigo. Me contó enseguida lo que le pasó, me habló de sus dudas.»

Pero ¿tiene algo que ver la verdad con un buen polvo? ¿Hasta qué punto no es una ilusión, yacer un cuerpo junto al otro y creer que se está unido, mentirse el uno al otro y creer que hay un lazo recíproco y mutuo que les une a los dos? Pero la mentira a veces es suficiente. Si ella fingiera que tenía un orgasmo al mismo tiempo que yo, con ello bastaría seguramente para que a la siguiente ocasión lo tuviera sin necesidad de fingirlo.

—No conseguiste mucho —le dije.

—Ahora estoy bien.

La acaricié con la mano.

—¿No quieres otro?

No estaba del todo a punto. Sin embargo, se dispuso a la tarea. Irving sólo tenía media erección. Se la metí lenta y cuidadosamente, contemplando sus ojos, espiando las expresiones de su rostro, experimentando las sensaciones que se iban irradiando desde su útero para desparramarse por todo su cuerpo.

Seguí moviéndome con delicadeza, pero una o dos veces me dio a entender que quería más vigor por parte de Irving. Pero yo, en aquel momento, carecía de más energía.

Después de diez minutos, me puse de costado haciéndole seguir mi movimiento sin descabalgar a Irving. Empecé a caracolear con el dedo sobre el clítoris hasta alcanzar el efecto deseado. Sus piernas se apretaron contra mí e Irving quedó prisionero en el angosto reducto. Ella suspiró, se arqueó y se relajó. A continuación, sin anuncio previo, se sumió en un orgasmo incontrolado, moviendo cada pierna por un lado y no juntas mientras su útero me golpeaba en la punta, lanzando unas sacudidas fuera de todo control.

Sus ojos estaban abiertos de par en par y, guiado por ella, contribuí a su placer pese a que Irving estuviera ya corriéndose otra vez, y ahora junto con ella, terminando los dos al unísono en un orgasmo aniquilador.

—¡Dios santo! —exclamó con voz ahogada, vencida bajo mi peso—. ¡Esto sí que es follar!

Me empujó y se puso boca arriba, frenética:

—¡No puedo respirar! ¡No puedo!

Yo también me aparté y me quedé a su lado, mirándola.

—Ahora sí te ha ocurrido algo diferente. ¿No te has dado cuenta?

—No. ¿Qué me ha ocurrido?

—Has tenido un orgasmo abriendo las piernas, no juntándolas.

—¡Dios santo! Me ha atravesado todo el cuerpo desde lo más hondo, como cuando te corriste en mi boca. Pero estoy diciendo tonterías —terminó con una risita.

—Eso es lo que has estado buscando durante toda tu vida: un verdadero orgasmo femenino —dije fatuamente orgulloso—. Al fin te lo he dado, con pocas fuerzas, pero suficientes.

Me apoyó la mano en la mejilla.

—¿Estás contento de haber vuelto a casa? —preguntó medio adormilada, ya saciada de sexo.

—¡Lo estoy!

Levantó el brazo.

—¡Qué tarde es! Tengo que irme-

Pero aquella noche no se fue a su casa. No pudo reunir las fuerzas suficientes para marcharse. Por primera vez, dormimos toda la noche el uno en brazos del otro. Al alba nos despertamos y volvimos a follar. Luego, preparó el desayuno para los dos.

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