Ella

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Siete

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Aquella noche extenuante convertimos mi regreso al hogar en algo con bastante base firme. Ambos sabíamos, sin embargo, que nuestros pilares yacían sobre un terreno movedizo y que tendríamos que extremar la atención. La mala suerte quiso que a la mañana siguiente le viniera la regla. O quizás fuese buena suerte, pensé cuando me lo dijo por teléfono. Eso me daría tiempo para prepararme y asentar nuestra relación sobre las sólidas bases que había tenido hasta entonces.

Sabía que había reaccionado muy torpemente. Pero también la culpaba a ella por haber escogido el momento en que la penetraba para decirme que había estado con otro hombre. Desde luego fue mi cuerpo, y quizás no mi mente, el que reaccionó tan gráfica e inmediatamente, interrumpiendo el coito. Este incidente sólo podía demostrar la poca confianza que mutuamente nos teníamos. Una desconfianza básica que temporalmente se desvanecía cuando hacíamos el amor, pero que estaba siempre presente entre nosotros. Y pese a que lo específico de nuestra relación intentara superarla, seguía estando allí. Para ella yo no era más que un pene y para mí ella era sólo una vagina. Ninguno de los dos quería ir más allá de esas referencias estrictas. La sensualidad representaba una forma de seguridad, una barrera alzada frente a nuestras pasadas experiencias, una protección contra el compromiso que ninguno de los dos deseábamos.

Ya una vez, mediante su carta, ella había intentado que pasáramos al campo de la palabra. Quizás ya era hora de hablar. Tal vez la sexualidad ya no podía llevarnos más lejos. Si durante este forzoso paréntesis mis pensamientos llegaban a amargarme, y los suyos a amargarle a ella, que nos pusiéramos a hablar una vez hubiera pasado la regla podía ser la destrucción de los dos.

Después de haber estado pensando en esto durante todo el día, me decidí a llamarla.

—Ven esta noche —le dije.

—¿Debo hacerlo?

Percibí ansiedad en su voz.

—Debes hacerlo, sí.

—¿Quieres...?

—No tenemos por que follar cada vez que estemos juntos —le dije—. Supongo que tenemos otros recursos.

—Sí —dijo con voz grave—. Iré. Llevaré unas costillas que tengo y las haremos.

—Yo ya he comido cuando volvía a casa.

—Estaré allí dentro de una hora.

Me pregunté por qué siempre me había resistido instintivamente a que preparara la comida, a que hiciera la cama o a que pasara la aspiradora por la vieja alfombra. Tal vez primaba el hecho de que no quería que ningún elemento de orden doméstico se incorporara a nuestra relación. El más leve husmo a matrimonio me ponía los pelos de punta. Desde luego, como cualquier mujer, siempre estaba dispuesta a limpiar y a ordenar para dejar así tras ella la marca de su presencia. Lo mismo que haría un gato, dejando tras él su persistente olor. Hacía el marcado de su territorio. Puro instinto animal. Pero un territorio que defendería con uñas y dientes. Más no era su territorio sino el mío. Entraba en él porque yo se lo permitía. Permanecía en él porque de momento no me importaba y porque gratificaba mis deseos sensuales. Pero nada más. Cuando dejaran de darse estas condiciones, ella no tendría ningún derecho sobre mi habitación ni sobre mí. La prueba es que nunca le había dado la llave.

Es posible que no vea las cosas como ella, pensé. Pero ya tendré ocasión de analizar la diferencia. Soy un hombre oral por naturaleza, por educación e inclinación. Pero pese a que la palabra es mi profesión y también la de ella, prefiero que nos mantengamos en un estado puro y animal. Me pregunté qué haríamos esta noche, sin el acostumbrado recurso del coito.

Como cabía esperar, el viejo idiota de Irving alzó la cabeza en cuanto oyó llamar a la puerta. Como el perrito de Pavlov, sabía que tras el golpecito en la puerta venía su satisfacción. Pero déjate de reflejos condicionados, Irving. Hoy debes estarte quietecito. ¿Es que nunca estás satisfecho? De mi silencioso diálogo emanaba un tono orgulloso e indulgente.

Abrí la puerta y ella apareció trayendo el frío de afuera.

—Está viniendo una tormenta del Norte. El viento cada vez es más cortante. Hasta podría nevar.

No nieva muy a menudo, tan al Sur. Quizás sólo una o dos veces en todo el invierno. La cogí entre mis brazos y puse mi cara contra su helada mejilla. No la besé para que Irving no se hiciera nuevas ilusiones. Bastante caliente estaba ya el pobre.

—No es noche ni para hombres ni para bestias —dije— Pero la naturaleza no puede impedir que una mujer salga a hacer su ronda acostumbrada.

Se rió con mi chiste tonto. Parecía contenta y yo también lo estaba. Me besó rápidamente y entró.

—No sé qué hacer —dijo con una risita incómoda— Normalmente, lo que hago al entrar es desnudarme.

—Quítate por lo menos el abrigo —le dije.

Le ayudé a quitárselo. Debajo llevaba un jersey y una falda. El cuello del abrigo era de piel y, el ribete, de material sintético, estaba helado; pero el frío no tardaría en desaparecer del caldeado apartamento.

—¿Te apetece un café?

Ella tenía razón. No sabíamos que hacer de nosotros mismos. Hasta el momento sólo habíamos estado juntos para meternos en la cama. Me pregunté por qué me empeñaba en hacer juegos de palabras. ¿Acaso buscaba una respuesta verbal a lo que sólo podía ser una situación verbal?

Hice otro juego de palabras, que ya he olvidado, y ella se rió conmigo. Me besó otra vez y la felicidad resplandeció en su rostro. Cuando se sentó la observé de nuevo atentamente. Yo me había arrellanado en mi sillón de lectura y ella se instaló en el puff que había entre mis piernas, apoyando su peso en mi barriga. Me pregunté si ella consideraría su visita como una victoria doméstica.

—Es hermoso —observó— salir al frío y... —No me has dicho si quieres beber algo o un café. —Todavía no lo he decidido. Probablemente café, pero más tarde. ¿Vale?

—Vale. De modo que eso te gusta. ¿No preferirías que folláramos?

—¡No digas eso! Has hecho estremecer a Matilda. Y Matilda no está en condiciones de estremecerse.

—Irving y Matilda —dije—. Para decirte la pura verdad, Irving preferiría estar bailando el vals con Matilda.

Reclinada sobre mis piernas extendidas, comenzó a cantar en voz baja una canción. Nunca la había oído cantar. Su voz era tenue, aunque natural y clara. Me hizo recordar la película

La hora final ¡Con cuánta brillantez y tristeza habían utilizado aquella melodía como tema de la destrucción del mundo! Marcia y yo la habíamos visto juntos. La cinta nos había afectado profundamente a ambos y yo volví a casa y leí todos los libros de Nevil Shute. Un buen escritor subestimado, a quien las generaciones futuras concederán más importancia que el público de hoy.

—No cantes eso. Esa canción me trae malos recuerdos.

La hora final

Levantó la cabeza para mirarme a la cara y puse mi mano bajo su mentón, sintiendo la tersura de su piel en la yema de los dedos. Era realmente una mujer hermosa. Me di cuenta que hacía mucho tiempo que no estudiaba su rostro. Tenía huesos hermosos y la forma de su boca y su nariz y el brillo de los ojos le agregaban belleza. Era un rostro exótico, aunque su sangre no contuviera exotismo alguno. Yo conocía todas sus expresiones, desde el llanto hasta la risa, pasando por el límite de la pasión, y siempre era hermoso.

—¿Cómo hice para atraparte? —pregunté—. Eres la mujer más hermosa que he tenido en mi vida.

Le encantó que dijera eso y vi que sonreía, agradeciendo la galantería. Me alegré de haberle dado ese regalo.

—¿Cómo hice yo para atraparte a ti? —dijo devolviéndome el cumplido.

—Pero yo no soy el hombre más guapo que hayas visto.

—Pero tú... —rió casi incómoda, como si todavía no nos conociéramos lo suficiente—. Pero tú... No, no diría que eres guapo. Pero lo que tienes es mucho más que eso.

—¿Qué es lo que tengo?

Bajó la cabeza y el pelo le cubrió la mejilla, oscureciendo su rostro.

—Tú... das tu alma junto con tu cuerpo —levantó la cara y sus ojos se posaron claros y penetrantes en los míos— Ningún hombre me ha dado eso.

Era algo perfecto y lo había dicho impecablemente. Pero una prevención interior me impedía aceptar el cumplido. Quizás las implicaciones de aquella frase eran demasiado comprometidas y presagiaban algo para un futuro distante, en el que yo no quería pensar.

—Pero no puedo hacerte sentir un orgasmo espontáneamente.

Una nube ensombreció su luminosa expresión.

—¿No comprendes que eso no tiene nada que ver contigo?

—De acuerdo —capitulé—. Lamento haberlo mencionado.

Extendí los brazos y la acerqué más entre mis piernas. Apoyé mis manos sobre su jersey y sentí la firmeza de su pecho en las sensibles palmas de mis manos.

Rió ligeramente.

—No inicies nada que no puedas concluir.

—Sólo quiero tocarte. Nunca te he tocado vestida.

Suspiró.

—Ojalá tuviéramos una chimenea. Todo sería tan acogedor... Escucha cómo gime el viento.

Escuché, obediente. La velocidad del viento aumentaba y comenzaba a silbar sobre los aleros del edificio.

—Hará mucho frío cuando vuelvas a tu casa.

—Puedo quedarme. Prepararé el desayuno.

Sentí que toda mi resistencia se oponía a este proyecto.

—Creo que no será bueno que esa costumbre se instale entre nosotros. En menos de lo que canta un gallo te dedicarías a hacer la limpieza y las compras en la tienda.

Escuchó mis palabras y las aceptó. No noté demasiado dolor al aceptar mi negativa. Me recordé a mí mismo que ella no tenía más intenciones matrimoniales y domésticas que yo.

—Sí —respondió—. Supongo que tienes razón. Pero, ¿podrías conseguir una chimenea?

—La instalarán la semana próxima —repliqué ostentosamente—. En este preciso instante los siervos están fabricando los ladrillos.

Rió contenta.

—Ignoraba que podías ser tan divertido.

—Tu payaso. Déjame sostener una calavera en la mano y siempre te haré reír.

Se frotó contra mi cuerpo.

—Entonces me has perdonado. Vuelves a sentirte dichoso conmigo.

Observé su expresión. Había hablado con voz gravemente serena, como pronunciando la declaración más importante de la noche. Respondí con el mismo tono:

—No sé. No lo he pensado.

—¿Quieres decir que no te has permitido pensarlo todavía?

—Quizá haya querido decir eso —seguí mirándola fijamente—, Oye, mi amor, no te he exigido nada y tú no me has exigido nada. No eres mi esposa, no soy tu marido y nunca nos casaremos. Pero intentaste exigirme algo al decirme que habías ido con otro hombre.

Tenía la intención de dejar las cosas claras entre nosotros, tan rectas como ese camino que conduce a alguna parte. Había pensado en ello más de lo que hubiera deseado. No quería que eso me incomodara tanto y reflexioné sobre los motivos que me producían tanto malestar.

No era el hecho de su traición —porque para mí había sido traición—, sino el hecho de contármelo. Había descubierto que ésa era la fuente de mi indignación. Ella había deseado que Irving muriera en su interior, había deseado excitarlo con sus movimientos, había deseado que se corriera en su boca.

De repente intuí una maquinación femenina. «Ninguna mujer en todo el mundo —pensé— folla con la idea de sustentar una estructura lógica sobre el fundamento de la fornicación. Ella te engaña en esto. Ha llegado el momento de ir con pies de plomo», me dije a mí mismo mirándola a la cara.

—No —respondió.

Dijo esa sola palabra y supe que mentía. Quizá no existía el camionero; tal vez no era más que una maquinación para suscitar mis celos y mi preocupación. No era el tipo de mujer que busca un polvo tan casual. Si quería reemplazarme, debía hacerlo con algo mejor, no peor. Cuando digo mejor, quiero decir algo más permanente, no menos.

—Tú quieres que me case contigo —dije—. He observado cómo crecía ese sentimiento en tu interior. Primero fue la cama doble, luego te quedaste toda una noche y desayunamos cómodamente por la mañana. Me has planteado una alternativa: la alternativa del camionero, es decir, pegar un polvo sin sacar el camión de la carretera... No me engañaste, mi amor. Acabo de comprenderlo.

Volvió la cabeza para mirarme directamente a los ojos:

—No.

Pero al negarlo me mentía.

—Quiero que entiendas lo que voy a decirte. No me casaré contigo. Te follaré de buena gana. Incluso te amaré, a mi manera. Pero no me casaré.

Permaneció en silencio durante largo rato. Contuve la respiración, preguntándome si se iría y nunca volvería a verla. Había pronunciado un discurso con plena convicción, en el tono de un juez que dicta sentencia. De primer grado.

—Todavía no te lo he pedido.

No habría sido normal que no se riera al recordar que había repetido sus propias palabras. Lanzó una breve carcajada auténtica, intentando que yo cambiara de ánimo.

—Sí lo hiciste —le recordé.

Permaneció callada otro largo momento. Cuando habló lo hizo con expresión serena, con la voz esta vez no matizada por la risa.

—Ahora hemos llegado a la cuestión principal, ¿verdad? —preguntó.

—Sí.

—Ha estado siempre entre nosotros, en el fondo. Ambos la hemos evitado con rodeos, cautelosamente, como si se tratase de una serpiente.

—Una serpiente en el Jardín del Edén —dije—. Sí.

—Pero tarde o temprano tenía que mostrar su desagradable cabeza —no me estaba mirando; luego lo hizo—. ¿No comprendes, mi amor, que lo que nos unió fue, precisamente, el hecho de que somos parecidos y nos encontramos en etapas parecidas de nuestra vida? He fracasado, lo mismo que tú. No una, sino dos veces. Ese tipo de fracaso hiere en lo profundo del alma, mi amor. No te he mostrado mis cicatrices ni tú me has mostrado las tuyas. Pero no por ocultarlas dejan de existir.

Se interrumpió y sentí que todo su cuerpo respiraba, apoyado entre mis rodillas. Se estremeció y se apartó del contacto de mi carne. Se volvió y se sentó en el suelo, frente a mí, con sus piernas, sus hermosas piernas como asiento. Desplegó la falda a su alrededor y pensé en sus nalgas, apenas cubiertas sobre la rústica textura de la alfombra. Esta idea me excitó. Pero ella continuó.

—Cada uno conoce al otro sin necesidad de hablar. Esa es la carga de nuestro deseo mutuo. ¿No lo comprendes, mi amor? Lo viste claramente al principio y por eso pudimos entregarnos el uno al otro.

—Así era al principio —respondí—. Pero has cambiado el juego, mi amor. Ahora quieres algo más. Ahora quieres hacerlo seguro y presentarlo al mundo. Quieres cercar el terreno.

No respondió a mi desafío. Tenía una expresión concentrada, como si estuviera orinando o defecando. Era como contemplar a un niño sentado en su orinal.

—No tendríamos que empezar a hablar —observó con voz al mismo tiempo distraída y concentrada—. Estábamos muy bien mientras no hablábamos. El análisis es la ruina de la civilización moderna, ¿no lo sabías? Ahora nos ponemos a analizar sólo porque no podemos follar.

—¿Y cuál es el problema?

—Tengo el tampax empapado —respondió airada, con un matiz de amargura en la voz—. Ojalá estuviera en la menopausia. Estoy harta de sangrar como una marrana cada veintiocho días. Tal vez si ya tuviera la menopausia...

No terminó la frase. Se levantó y se dirigió al baño, deteniéndose para recoger su bolso. Me senté en la silla y esperé. Entonces, perversamente, me levanté y abrí la puerta del cuarto de baño. Estaba arrodillada junto al water, con un pie levantado, sosteniendo la tira de algodón mecánicamente preparada en la mano. Levantó la vista, pero no dijo nada. Observé como la insertaba lentamente, sacaba el cilindro de cartón y lo lanzaba al inodoro. El tampax usado flotaba, manchando el agua.

—Lo quieres todo pero no deseas dar nada —exclamó amargamente, todavía con una rodilla en el suelo.

Vi sus bragas alrededor de las rodillas, una mancha blanca subrayando el vello negro.

—No es eso lo que me dijiste hace un rato.

Cerré la puerta y volví a mi silla. Oí el chorro de agua del water y después el del grifo del lavabo mientras se lavaba las manos. Salió sin mirarme.

—Espero que hayas disfrutado observándome —dijo—. A ninguna mujer le gusta ser vista mientras hace eso.

—Lo siento —repliqué sinceramente. Ni siquiera sabía por qué quise mirarla. ¿Intentaba acaso reducirla a su condición de hembra?— Supongo que debe existir un poco de odio en todo amor.

Vi que su expresión se ensombrecía.

—Estamos destruyendo todo lo que tenemos. Y a toda prisa, además. Ambos.

Me acerqué a ella y eché mis brazos alrededor de su cuerpo.

—Te quiero. Supongo que lo sabes.

Apoyó su cabeza en mi pecho.

—Nunca hemos necesitado esa palabra antes de esta noche. ¿Por qué la necesitamos, precisamente ahora, cuando estamos más distantes?

—No es verdad que estemos más distantes —declaré con firmeza—. Estamos igual que al principio. Y no debe cambiar, eso es todo. No quieras hacer de lo nuestro algo permanente.

Se apartó. No respondió a mis palabras sino que dijo:

—Debo irme

—No. No podemos dejar esto así. Hemos comenzado a hablar. Terminemos.

—¿Para qué? ¿Para pisotearlo un poco más?

—Para dejar clara nuestra base sólida. Si te vas ahora, puede que no volvamos a vernos.

—Tal vez sea lo mejor —respondió con tristeza—. Ahora que hemos conocido la plenitud...

Pero no se fue. Volvió y se sentó a mis pies, apoyándose contra mis rodillas como antes. Hicimos todos los movimientos como si los hubiéramos ensayado. Apoyó un brazo en mi rodilla y acunó la cara encima.

—Tener una chimenea sería hermoso —dijo melancólicamente.

—Lo siento, pero hasta la semana próxima es imposible.

Sonrió. Vi su sonrisa porque levantó el rostro para mirarme. Extendió la mano para tocarme la pierna y la dejó apoyada allí.

—No lo estropeemos —dijo.

—De acuerdo. No lo hagamos.

—No quiero atarte de pies y manos, como a Gulliver. No sé cómo terminará todo, pero algún día tendrá el fin adecuado y natural. Lo sé, lo mismo que tú. ¿Me crees?

La miré y no le creí.

—Sí. Te creo.

Me pregunté hasta qué punto me mentiría. Yo le había mentido bastante. Quizás ciertas mentiras son una ilusión ne— cesaría. No estaba seguro de si me mentía o no, pero no quería pensar más en ello.

De hecho, resultaba muy agradable estar sentados allí, juntos, con el viento aullando cada vez más fuerte afuera, golpeando las esquinas del edificio cada vez con más intensidad. El invierno cae sobre el mundo, pensé, pero aquí dentro no hay estaciones.

—Tus esposas —dijo—, ¿eran buenas personas?

Me pregunté por qué había mencionado mis matrimonios. Nunca lo hizo antes.

—La primera sí lo era, pese a ser demasiado joven. Y yo también era demasiado joven. En cuanto a la segunda, ya no estoy seguro.

—Tal vez aún la añoras.

Mi pensamiento volvió a Nueva York.

—No —dije y, tras una pausa, añadí—: Me fue infiel. No lo supe hasta después del divorcio. Pero lo hizo.

Ella alzó la cabeza.

—Eso significaba mucho para ti, ¿verdad?

—Lo mismo que para cualquier hombre.

—¿Tú no le fuiste infiel?

—No.

—Si lo hubieras sido, ¿la odiarías tanto como...?

—Sí. Ya sé que no es un sentimiento nada racional, pero las cosas son así.

Ella asintió con un suspiro.

—La doble moral. Yo le fui infiel a mi segundo marido.

Su confesión me chocó. No dije nada.

—Pero tenía una excusa —añadió—. El era mucho más viejo que yo y, aunque al principio era capaz, pronto perdió la virilidad. Ahora me parece que lo que él pretendía era que yo le devolviera la potencia. Y eso fue lo que ocurrió durante una temporada, pero después... A mí, follar con él me resultaba como una especie de masturbación... Un jueguecito para estimularme, pero no satisfactorio. Y después, todo se estropeó. Era peor que estar soltera. Yo puedo soportar el celibato, pero...

—O sea que saliste a ligar por ahí.

—Eso es —admitió yendo más allá de mis palabras—. Follaba discretamente. El nunca lo supo. Fui muy cuidadosa.

—¿Y después el divorcio?

—Sí. No me gustaba vivir así. Conforme más impotente se volvía, se hacía más mezquino. Creo que finalmente me odiaba por ser más joven y por ser capaz de despabilarme sin él. No había otra razón. Mi única culpa era ser más joven que él.

No supe qué decir y ambos nos quedamos en silencio. Ella tenía la mano entre mis piernas, pero no la movía. Se limitaba a tener cogido a Irving.

—Nunca se lo había contado a nadie —dijo al fin.

—Podría follarte ahora mismo.

Ella sonrió.

—De verdad tengo que irme. Ahora estamos muy bien, ¿no?

—Sí. Estamos muy bien. Su expresión era seria.

—No hablemos más de amor. Nosotros no necesitamos amor. Ya tenemos cuanto necesitamos.

—Pero creo que lo nuestro también es amor —dije—. Por eso tenemos miedo. Ella se rió.

—Dejemos que las cosas sigan igual. Follar los dos juntos es suficiente. Y cuando tengamos noventa y nueve años, nos casaremos con una gran ceremonia y luego ya podremos morirnos. ¿Qué te parece?

Intentaba ser graciosa, pero sus palabras me hirieron.

—¿En qué te basas para abrigar esa perspectiva? ¿Por qué esperar a cumplir noventa y nueve años?

—Porque tal vez el noventa y nueve sea mejor que el sesenta y nueve —dijo, llevando la broma más lejos aún—. ¿No lo has probado nunca? No, no lo intentes si no lo has ensayado ya.

—¿Y tú lo has probado? —respondí enfadado.

—Algún día te lo enseñaré —dijo con voz aún ligera—. Lo he inventado yo y estoy dispuesta a patentarlo.

—¡Ah! —dije siguiéndole la corriente—. Se trata, pues de un artilugio mecánico, ¿no?

Lanzó una carcajada.

—¡Exacto! Un artilugio mecánico que no tiene nada que | ver con el Goldberg. Una vez lo pruebes, ya no querrás volver al polvo convencional.

Me puse en pie.

—Necesito un trago. ¿Qué quieres?

Me siguió a la cocina. Preparé dos whiskies bien medidos, me tomé mi vaso de un trago y volví a llenármelo antes de pasar de nuevo a la sala. Le di su vaso y volví a sentarme.

—Nunca nos hemos emborrachado juntos —le dije.

—No necesitamos emborracharnos juntos.

—Hay un montón de cosas que no hemos hecho juntos —insistí con voz seria.

—No necesitamos hacer más de lo que hacemos. Tenemos toda una vida por delante, una vida muy movidita si continuamos como hasta ahora.

Ya estaba allí de nuevo.

—¿Es que no piensas más que en follar? —le dije.

Se rió y se echó al coleto un buen trago.

—Contigo, sí. Ya tienes mi confesión. Cuando entro por esa puerta, yo soy sólo un coñito y tú solamente una polla.

La observé con atención.

—A primera vista uno nunca imaginaría que empleas ese lenguaje tan crudo.

Ella me miró con sorpresa.

—Ya sabes mi opinión respecto al lenguaje.

—Creo que en ti es una pose —le dije calmosamente—. Me parece que te escandalizas a ti misma cada vez que empleas una de esas palabras. Pero por eso lo haces.

Se enfadó. Con gesto brusco se echó la melena hacia atrás.

—¿No prefieres que me tumbe en el sofá y así me psicoanalizarás mejor?

Nunca la había visto tan furiosa.

—¿Por qué adoptas esa pose? —la provoqué—. Bien debe haber una razón. Casi todas las mujeres rehúyen las palabras fuertes, especialmente todas las que se refieren al sexo.

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