Ella

Ella


Siete

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—Ya te lo dije. Detesto los eufemismos. ¿Por qué emplear un sustitutivo y no llamar directamente a las cosas por su nombre? Y no son palabras crudas, como tú dices. Son palabras limpias, antiguas y verdaderas.

—¿Por qué entonces a la mayor parte de la gente le parecen sucias?

—Porque la mayor parte de la gente vive el sexo como una cosa sucia —dijo con voz seca y cortante—. Por eso ensucian toda palabra que tenga que ver con el sexo —añadió mirándome a los ojos—. Creo que tú mismo tienes un problema en ese sentido. Tú eres en el fondo un puritano, como la inmensa mayoría de americanos...

—Y tú eres libre y natural —dije atajando su parrafada.

De pronto se ruborizó.

—¿Qué quieres decir con eso?

En lugar de responderle me salí por la tangente.

—Hay un montón de palabras para designar los órganos femeninos —dije, mirándola de frente—. Coño, chocho, gatito, conejito, pilón... Todas ellas palabras sólidas, auténticas... ¿Cuál te gusta más?

—Es verdad que hay más palabras para designar el órgano femenino que el masculino —dijo con voz helada—. Y ello sólo prueba que los hombres son más puritanos y tienen la mente más sucia que las mujeres.

Se puso en pie, apuró su vaso y se dirigió a la cocina. La observé y me sentí molesto al ver la familiaridad con que se movía por mis lares. En la cocina se puso hielo en el vaso y se lo llenó de nuevo. Volvió a la sala. Por el color de sus mejillas deduje que lo que estaba bebiendo era whisky puro.

Se quedó en mitad de la habitación y fue bebiendo hasta vaciar el vaso. Luego lo puso en la mesita de la lámpara. No me miró.

—Me voy a casa —dijo.

Yo no me moví.

—Muy bien.

Volvió la vista hacia mí.

—No volveré si no es para follar. ¿De acuerdo? Está claro que no podemos hablar sin que terminemos por enfadarnos.

—Lo que tú quieras —dije con indiferencia.

—Todo lo que quieres de mí es mi coño, ¿no? ¿Es verdad o no?

La miré indiferente.

—Tú dijiste que querías más a Irving que a mí, ¿recuerdas? Supongo que yo he terminado por desarrollar la misma clase de afecto por Matilda.

Se tambaleó un instante y supuse que el whisky se le había subido a la cabeza. Se acercó rápidamente a la silla donde estaba su abrigo, lo cogió y se lo puso.

—Hace una mala noche. ¿Te acompaño a casa?

—Nunca lo has hecho —me dijo con amargura—. ¿Por qué empezar ahora?

—Porque la noche es mala.

—Sí —admitió introduciendo en su voz un matiz de emoción sobre su amargura anterior—. Es una noche espantosa.

Se acercó a la puerta mientras yo seguía sentado, sin moverme. Vaciló y pensé que no se iría. Pero puso la mano en el pomo, lo giró y abrió la puerta. Su indecisión se hizo nuevamente patente. Volvió a cerrar la puerta, se volvió y me miró.

—Quiero besar a Irving —dijo.

No dije nada. Seguía con la vista fija en el vacío. Ella cruzó la habitación. Se acercó con rapidez y se dejó caer entre mis rodillas. Sus manos empezaron a desabrochar mi pantalón. No hice ningún gesto, ni para ayudarla ni para impedírselo. Encontró la cremallera, la bajó y me puso la mano en el pajarito. Sacó a Irving con la mano.

Se arrodilló entre mis piernas, con el abrigo puesto. Suave, muy suavemente, empezó a besar a Irving en la punta. Después, con la punta de su lengua apoyada sobre el ojito de Irving, la hizo girar en un movimiento de espiral. Luego, con un gemido, se metió a Irving en la boca.

Seguía quieto, dejando que ella siguiera jugando. Sabía que sólo era eso, un juego, porque no podría correrme. Pero, mientras ella le hacía el amor a Irving, recordé con viveza la vez que me corrí en su boca y sentí de pronto que estaba yendo hacia el orgasmo.

Pero no era inminente. Se hacía esperar mientras ella seguía con el glande en la boca al dempo que con la mano me masturbaba. Me arqueé, notando que llegaba el placer, mientras ella, sintiéndolo también, al ver que me iba a correr en su boca lo mismo que la otra vez, la apartó mientras su mano seguía agitándose sobre Irving. Yo estaba en la rampa de lanzamiento.

Ella, arrodillada entre mis piernas, con el abrigo puesto, estaba muy cerca, tan cerca que eyaculé con fuerza sobre su cara. No se apartó para nada y recibió mi semen como una condecoración. Yo me estremecí en la silla y ella me sonrió.

—Siempre he oído decir que es bueno para el cutis —dijo, pasándose la palma de la mano por la cara, aplicándose mi es— perma como si fuera una crema facial—. Huele muy bien, además.

En el ojito de Irving había quedado una gota blanca. Inclinándose, delicadamente, la lamió con la lengua como si fuera un gato. El contacto de su lengua me estremeció.

—Tiene un sabor bueno, pero extraño. Muy extraño.

—¡Qué bueno ha sido! —dije, arrebatado al fin—. ¡Eres estupenda! Estamos tan bien cuando...

Se puso en pie.

—Sí —dijo simplemente.

Luego acercó su rostro al mío, los ojos muy abiertos. Puso sus labios en los míos y me besó. Su boca estaba húmeda y cálida. Noté en ella mi propio sabor.

Pasé mis brazos por dentro de su abrigo y la estreché contra mí. Ella no quería interrumpir el beso y se resistió un instante.

—Mi amor —le dije—. Tú eres mi amor.

—Y tú eres el mío —dijo separada ahora su boca de la mía, pero tan poco que me pareció haber hablado en sus labios.

Se enderezó.

—Y uno de estos días todo habrá terminado. No volveré a

verte. Los dos estaremos solos... —Su voz era como la voz de una sibila pronunciando una profecía—. Y será así —añadió— porqué así debe ser. Por lo tanto no debemos perder ni un solo minuto del tiempo que nos queda.

—Sí —le dije.

Estaba conmovido por la emoción del momento. Todo lo que yo había estado edificando durante toda la noche, la ira, el resentimiento y la frustración de perder irremediablemente el amor y la ternura, se derrumbaba ahora. Su último gesto antes de partir me había desarmado por completo. Aquella postura, arrodillada entre mis piernas con el abrigo puesto, me había vencido...

Yo no habría sido capaz de un gesto así. Sólo una mujer puede tener un gesto semejante. Ella era una gran mujer, yo ya lo sabía. Pero, a partir de aquel instante, para mí se convirtió en una mujer todavía más extraordinaria.

Me levanté y la abracé con fuerza.

—No te vayas —le rogué—. Hace mucho frío y hay viento... Quédate. Quédate esta noche conmigo.

Una débil sonrisa iluminó su rostro manchado, pero sacudió la cabeza.

—No. Tengo que irme.

—Tienes que quedarte.

—No debo quedarme. Si me quedo, continuaremos discutiendo y... No. Es mejor que me vaya.

—¿Volverás?

Me puso una mano en la mejilla. Ahoya llevaba guantes, pero no me había dado cuenta de que se los pusiera.

—Claro que sí, tonto.

Su voz era tan cálida y afectuosa que me conquistó por completo. Y ella se dio cuenta. Sonriente y natural, se acercó a la puerta. Se volvió para sonreírme y me lanzó un beso, con los labios macerados aún por la fricción contra mi instrumento. Cerró la puerta y la habitación se quedó muy vacía.

Había salido sin lavarse la cara. El talismán de mi amor impregnaba los poros de su pies y ella lo mostraba orgullosa a la noche.

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